FIESTAS
PATRONALES:
GRANDEZA DE LA
RELIGIOSIDAD POPULAR
Por
Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
El
verano, ese maravilloso tiempo esperado por todos, nos acerca a las vacaciones,
el mar o la montaña, los amigos, los parientes y especialmente a las fiestas patronales
de nuestros pueblos y barrios.
A lo
largo de los meses de julio, agosto y septiembre la mayoría de nuestros pueblos
celebran sus fiestas patronales. Es curioso constatar la cantidad de parroquias
de nuestra diócesis tienen como titular a la Santísima Virgen en una variada y
rica gama de advocaciones.
En
las fiestas patronales, la depresión y la tristeza, la rutina y la cotidianidad
ceden su espacio a la alegría y la exuberancia, la translocación del orden
existente, a la locura y lo carnavalesco, a la excitación sensorial, es tiempo
de comer y beber abundantemente.
Vemos
así que la fiesta, en el orden antropológico, es un elemento importante de la
vida de una comunidad. Un pueblo que las celebra tiene capacidad de asimilar
los acontecimientos y avanzar confiadamente hacia el futuro. Un grupo humano
que ha perdido la fuerza de sus rituales carece de pasado, presente y futuro,
ha perdido su contexto y su referencia. Celebrar las fiestas requiere recuerdos
comunes, esperanzas colectivas, vitalidad, integración, colectividad,
participación; es época de alegría, de paz, de bienestar unido al ajetreo
propio de la fiesta. Si a un pueblo le quitáramos sus celebraciones, lo
acabaríamos, se consumiría en un presente sin esperanzas, perdería su
identidad.
No
cabe duda de que la mayoría de las fiestas populares tienen su origen y arraigo
en las celebraciones religiosas. Estas, juntamente con la literatura, la
pintura, la escultura y la música, sin olvidar la arquitectura – lo que
llamaríamos nuestro patrimonio – han hecho posible la existencia de una
cultura, nuestra cultura, que es innegablemente cristiana, y que ha llegado
hasta nuestros días con todos los matices lingüísticos, geográficos e
históricos que se quieran aportar. Y todo ello, ¿por qué? Porque en el momento
que los pueblos entraron en contacto con el cristianismo, tomaron conciencia
del significado, de la verdad, que hay detrás de cada conmemoración. Se refiera
ésta a Dios, a Jesucristo en sus diversos misterios, a la Virgen o a los
santos.
La
cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea permanentemente, y cada
generación le transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las
distintas situaciones existenciales, que ésta debe reformular frente a sus propios
desafíos. El ser humano “es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que
pertenece”. Cuando en un pueblo se ha inculturado el Evangelio, en su proceso
de transmisión cultural también transmite la fe de maneras siempre nuevas; de
aquí la importancia de la evangelización entendida como inculturación. Cada
porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don de Dios según su
genio propio, da testimonio de la fe recibida y la enriquece con nuevas
expresiones que son elocuentes. Puede decirse que “el pueblo se evangeliza
continuamente a sí mismo”. Aquí toma importancia la piedad popular, verdadera
expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios. Se trata de una
realidad en permanente desarrollo, donde el Espíritu Santo es el agente
principal.
En
la “religiosidad popular” puede percibirse el modo en que la fe recibida se
encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con
desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al
Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi” quien dio un impulso
decisivo en ese sentido. Allí explica que la “religiosidad popular” refleja una
sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer y que hace capaz
de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la
fe. Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, señaló que se trata de un “precioso
tesoro de la Iglesia católica” y que en ella “aparece el alma de los pueblos”.
Ciertamente,
la “religiosidad popular” de la que se ocupa el Vaticano II y otros muchos
documentos eclesiales, “es el modo peculiar que tiene el pueblo, es decir, la
gente sencilla, de vivir y expresar su relación con Dios, con la Santísima
Virgen y con los santos”, tal como lo expresó la Comisión Episcopal de Liturgia
en “Evangelización y renovación de la piedad Popular”, (1987). Es obvio que
todas las manifestaciones de la “religiosidad popular” tienen unos elementos en
común, que siempre se repiten y que se han viniendo transmitiendo a lo largo de
los siglos hasta nuestros días.
¿Cómo
podemos renovar nuestras fiestas patronales?
Presentamos
unas líneas de acción:
Hemos
de subrayar que lo que se expresa por fuera ha de estar en consonancia con lo
que se vive por dentro. No es puro altruismo y, mucho menos, un cumplir la
tradición. Celebrar popularmente la vida cristiana (a la Virgen o a los Santos
Patronos) implica echar una mirada a sus vidas. No podemos llevarlos sobre
nuestros hombros su imagen y olvidar u obviar su mensaje cristiano. Eso sería
puro sincretismo.
Además
de identidad cultural, que lo puede ser, la “religiosidad popular” está llamada
a ser cauce de un encuentro personal con Dios, con Cristo, en el Espíritu, con
María o con aquellas figuras eclesiales que celebramos, dado que la “religiosidad
popular” es, entre otras cosas, consecuencia de la experiencia íntima y luego
expresiva de la fe católica.
La “religiosidad
popular” nunca puede establecer un paralelismo entre fe exteriorizada y
liturgia. La expresión más rica y mejor formada de la “religiosidad popular” es
precisamente cuando se enriquece y se nutre de la Eucaristía y del resto de los
sacramentos. El nivel de autenticidad de la
"religiosidad popular” viene delimitada (entre otros muchos) por
tres aspectos: Crecimiento en la fe personal, comunión con la Iglesia universal
y testimonio vivo ante un mundo descreído.
La “religiosidad
popular” ha de llevar necesariamente a una conversión personal y comunitaria.
De nada sirve celebrar externamente una fiesta patronal si, a continuación,
muchos de los actos que acontecen en esas fiestas patronales van en dirección
contraria a lo que decimos profesar: Blasfemias, suciedad, zafiedad, falta de
respeto u olvido de la dignidad humana.
La “religiosidad
popular” no se sostiene en sí misma. Es fruto del legado cristiano de muchos
siglos. Es más; sin el sustrato cristiano muchas de sus expresiones se pueden
convertir en fenómenos culturales, identitarios pero perdiendo su esencia: Camino
que conduce a Dios
La “religiosidad
popular” es patrimonio de toda la comunidad cristiana a la que, desde distintas
sensibilidades, se unen otros hermanos que --por la belleza, la música, la
tradición, la costumbre, etc -- pueden reencontrarse con la fe. Porque tiene
luz propia es importante que nadie (especialmente los ámbitos políticos u otros
grupos ideológicos incluso a nivel eclesial) capitalicen o hipotequen su
futuro.
Porque
la “religiosidad popular” ha modelado y lo sigue haciendo el perfil cultural y
religioso de nuestros pueblos y comunidades es necesario cuidarla desde tres
dimensiones: La formación (saber por qué se celebra), la liturgia (saber para
qué se celebra) y la caritativa (saber a qué nos compromete).Y aquí no todo
vale. Hoy, desde la “nueva evangelización” a la que nos convocan los últimos
documentos papales, puede contribuir positivamente siempre y cuando preservemos
en ella el aspecto religioso y sepamos quitar de ella todo aquello que la hace
estéril, superficial, folclórica o incluso --a veces-- ideológica.
La
Iglesia, como “madre y maestra”, siempre ha tenido buen cuidado en rectificar y
en purificar, si ha sido preciso, el genuino sentido religioso que debe
impregnar la “religiosidad popular” y, en consecuencia, las celebraciones y
fiestas religiosas. Por supuesto que la Iglesia ha apreciado y valorado la
vertiente lúdica y de descanso que conllevan las fiestas de nuestros pueblos;
pero, como es lógico, lo que busca es que esas manifestaciones del pueblo
cristiano hagan progresar a los creyentes en el conocimiento y en el amor a
Dios y al prójimo. A todos se nos alcanza que la “religiosidad popular”, y en
concreto las fiestas que se celebran en torno a ella, es susceptible de logros
humanos y evangelizadores, pero también de riesgos y tergiversaciones.