Noviembre:
LAS COFRADÍAS DE ÁNIMAS
Por Antonio DÍAZ
TORTAJADA
Delegado Episcopal de
Religiosidad Popular
Este mes de noviembre, dentro del calendario
litúrgico-popular es el mes de los difuntos, fechas de recuerdo (aunque no se
olvidan) para los familiares que fallecieron.
Dentro de la religiosidad popular católica siempre se
les ha concedido cierta importancia al mundo de los difuntos. Ya desde los
inicios del cristianismo, los fieles en Roma solían reunirse en los lugares más
sacros y apartados como eran las catacumbas. Eran estos espacios un lugar de
recogimiento, de celebración y honra a sus seres queridos ya fallecidos. De
esta manera a través de un pequeño ritual se rememoraba y pedía a Dios-Padre la
protección para éstos en el más allá. Este hecho fue incorporado, con mucha
hondura, a la vida religiosa y viene a determinar la propia esencia del ser
cristiano, ya que Jesucristo murió por la humanidad y resucitó, venciendo a la
poderosa muerte. Este acontecimiento nos muestra a los cristianos que tras el fallecimiento,
podemos llegar a alcanzar la gloria del Padre y liberarnos de todos los
pecados. Pero para que se pueda llegar a ese momento de reunión, hay que pasar
previamente por una purificación, tanto física como mental, de todas las faltas
cometidas.
La muerte y cuanto la rodea estuvo siempre presente en
nuestras vidas. Este ha sido uno de los grandes miedos en la sociedad y se
sufre, sobre todo, por no saberse qué será de nosotros tras el fallecimiento.
La preocupación por los difuntos que penan sus culpas, hasta cumplir un tiempo
de purificación, ha formado parte de la mentalidad colectiva desde antiguo.
Este miedo existencial generó una praxis que derivaría en gracias, privilegios
y beneficios para los fallecidos y, sobre todo, para ser recordado por los que aún
vivían.
La Sagrada Escritura no menciona a las ánimas, pero
existen referencias que el cristianismo utilizará para darle carta de
naturaleza. Son aquellas almas que, en vida, cometieron algún pecado cuya
penitencia no se saldó de forma suficiente para poder entrar directamente en el
cielo y que, por ello, deben permanecer transitoriamente penando en el llamado Purgatorio
para purificarse.
Mucho se ha escrito acerca del Purgatorio, de las
ánimas que allí se encuentran penando de manera transitoria por ciertos pecados
cometidos durante su vida, del tipo de faltas que las llevó hasta allí y del
modo en el que los vivos podían aliviar o acortar su estancia en aquel lugar.
La preocupación por la muerte, especialmente cuando la
esperanza de vida, por motivos diversos, no era tan alta, ha sido una constante
en la sociedad en general, y en la católica en particular. Los primeros
pensamientos dedicados a la situación de las almas desde el fallecimiento de la
persona hasta la llegada del Juicio Final se dieron entre los siglos II y IV.
Fue entonces cuando se empezó a plantear la posibilidad de que, además de las
almas condenadas que iban al infierno (que no sabemos quiénes) y las salvadas,
que se dirigían al cielo, existiera también un tipo de pecadores cuyas almas
podrían salvarse después de superar ciertas pruebas. Así, la idea del Purgatorio
como lugar intermedio donde se mantuvieran dichas ánimas realizando las
aludidas pruebas hasta su definitiva liberación, no surgió hasta el XII y
estuvo íntimamente ligada a la consideración de un tipo de pecados, de carácter
menos grave y denominados veniales, que no permitían la salvación inmediata
pero tampoco podían condenar eternamente a quienes los habían cometido.
Es por ello que el Purgatorio se convierte en el lugar
donde van a parar todas las almas una vez que han fallecido a la espera de
purgar o limpiar sus pecados, a expensas de la llegada divina. Aquellos que
hayan pasado este periodo, en un principio limitado, serán arrancados de las
llamas por los ángeles para conducirlos ante la gloria de Dios.
Respecto a la creencia sobre el Purgatorio no es
nueva; pues además de la Iglesia católica, la copta, por ejemplo, basándose en
textos sagrados, han predicado que las almas salvadas, cuya purificación no es
completa, esperan en el Purgatorio el reino de los cielos.
Es cierto que, desde antiguo, se ha creído que los
muertos pueden de algún modo ayudar a los que están vivos, pero también éstos
tenían que llevar a cabo algunas acciones para beneficio de los ya ausentes, y
este argumento se ha esgrimido con frecuencia para responder a por qué era
necesario ofrecer ciertos sufragios por las almas de los difuntos que, una vez
salvadas, rezarían por las nuestras. En ese sentido, no hace falta recordar las
ofrendas que muchos pueblos de la antigüedad dedicaban a sus muertos.
Y todavía en el siglo XIX, fray José Coll incluía en
su obra “El Purgatorio y la devoción a las ánimas benditas” (1812), múltiples
ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras que interpretaba como evidencia de
que las almas de los fallecidos necesitaban algún tipo de socorro prestado por
los vivos. Asunto muy discutido fue, igualmente, el tipo de penas que tenían
lugar en el purgatorio. Tanto las protagonizadas por el hielo como --y sobre
todo-- aquellas relacionadas con el fuego, fueron las más repetidas entre
quienes se dedicaron a teorizar sobre este asunto.
En los relatos de apariciones ante los vivos y viajes
de estos al Purgatorio, las llamas tuvieron siempre una constante presencia,
aunque, a diferencia de las del infierno, que castigan, las del tercer lugar,
como denominó Martin Lutero al Purgatorio, purifican. A esto se le unía la
privación de la visión divina, hecho que, en sí mismo, se consideraba un
suplicio. De esta manera, la Iglesia incidió en la necesidad de realizar
determinados sufragios a favor de los difuntos y que, desde san Agustín y san
Gregorio Magno, se establecieron en: Misas --el tipo de ayuda más importante--,
oraciones, limosnas y obras piadosas como el ayuno y la abstinencia. Además,
existía la llamada demanda o “limosna y bacín”, necesaria para poder hacer
frente a los gastos derivados de las misas y que se llevaba a cabo en el
ofertorio, después del credo, y solía recogerse por orden de importancia social
de los asistentes, como en otros ritos. El encargado de portar el cepillo
limosnero se llamaba bacinador (término hoy en desuso según el Diccionario de
la Real Academia de la Lengua), o bacinero. Por otro lado, para reparar el
agravio que implicaba haber cometido un pecado, existía la posibilidad de
obtener dos tipos de indulgencias, las plenarias, que perdonaban todas las
faltas, y las parciales, que reducían los días de penitencia. Y esto se
aplicaba también a las ánimas del Purgatorio.
El ataque de Lutero al comercio surgido alrededor de
la venta de indulgencias y al Purgatorio --lugar inventado, pues no aparece en
las Escrituras--, tuvo como respuesta una fuerte defensa del mismo por parte de
la Iglesia Católica.
Será en los Concilios realizados a lo largo de la
historia por la Iglesia Católica, cuando se establezca definitivamente la
creencia en el Purgatorio. Primero fue en 1245 en el concilio de Lyon. En el
concilio de Florencia (1438-1442), es donde el Purgatorio fue proclamado dogma
de fe. Algunas de las maneras o medios para socorrer las penas de aquellas
almas atrapadas fueron especificados, con anterioridad al concilio de Trento, en
el concilio Lowitiense (1556), donde se estableció que a través del sacrificio
de las misas, oraciones, ayuno, limosnas y otras buenas obras, podían liberarse
algunas de las almas atrapadas.
Pero el tema tomó carta de consideración en la sesión
XXV del concilio de Trento, celebrada el 3 y 4 de diciembre de 1563, en la que
se aprobó un Decreto que, entre otras cosas dice: “Habiendo la Iglesia Católica
instruida por el Espíritu Santo, según la doctrina de la Sagrada Escritura y de
la antigua tradición de los Padres, enseñado en los Sagrados Concilios, y
últimamente en este general de Trento, que hay Purgatorio; y que las almas
detenidas en él reciben alivio con los sufragios de los fieles, y en especial
con el aceptable sacrificio de la misa, este Santo Concilio manda a los obispos
que procuren diligentemente que la sana doctrina sobre el Purgatorio,
transmitida por los Santos Padres y los sagrados concilios, sea creída por los
fieles cristianos, mantenida, enseñada y predicada en todas partes”.
Desde esta fecha, el culto a las ánimas del Purgatorio
se extendió aún más por toda la cristiandad, creándose numerosas “Cofradías de Ánimas”,
que, con sede en las parroquias, fueron desarrollando su cometido, dedicándose
a celebrar reuniones, organizar rifas y otras actividades, para, con el dinero
recaudado, encargar sufragios por las almas de los fallecidos. Algunas de estas
Cofradías fueron asistenciales en casos de pobreza de sus miembros, y se
convirtieron, por otra parte, junto a las Hermandades del Santísimo Sacramento en
obedecer y difundir la doctrina emanada del concilio tridentino.
Por eso, la mayor parte de las actividades que
realizaban las “Cofradías de Ánimas” se encauzan a la realización de diversas
diligencias para sufragar los gastos de las numerosas misas que se le ofrecían.
La organización de estas hermandades o cofradías son
prácticamente iguales. Todas ellas cuentan con varios cargos de gobierno;
destacando el presidente, mayordomo o animero mayor al frente, el secretario
encargado de llevar las cuentas, el fiscal que acusa y aplica el reglamento a
los infractores, los mentores que emiten su juicio en asuntos dudosos y el
delegado encargado de nombrar a los legados necesarios para las honras
fúnebres. A pesar de estos cargos que constituyen la junta directiva de
cualquier cofradía, podemos encontrar algunos más pero sin ninguna relevancia.
Después se encuentra un extenso cuerpo de hermanos.
No hay que olvidar que dentro de la liturgia católica,
el 2 de noviembre fue el elegido por el monje benedictino Odilón, en el siglo
XI, como “conmemoración de los fieles difuntos”, fecha en la que se rememora a
todos los fallecidos y se ora por las almas de aquellos que se encuentran en el
Purgatorio. Posteriormente es adoptada por Roma e incorporada en el calendario Gregoriano
en el siglo XIV. “Y así como se quemaron perfumes para tus antepasados, los
reyes que gobernaron antes que tú, así también se quemarán en tu honor y se
recitará por ti la lamentación “¡Ay, Señor!”, pues soy yo quien lo afirma, dice
Yavé” (Jeremías 34, 5).
En definitiva, la creencia del Purgatorio así como la
de las Ánimas benditas para los creyentes cristianos hace que se afirmen que
algunas de las penas se cumplen en el presente, mientras estamos vivos, y otras
en el futuro, una vez que se ha fallecido.
En los últimos años en España se está afianzando una
costumbre nada particular, pues cuando se celebra el día de los Fieles
Difuntos, casi se cierra los ojos y se pide que pase lo antes posible. Pasando
casi de refilón por los cementerios para depositar unas flores sobre la tumba
de nuestros seres queridos. Mientras que si ese día se bautiza con el nombre de
Halloween, todo cambia. Se celebra de una manera mucho más festiva, la misma
fiesta que antes hemos dejado atrás. El significado es el mismo, se conmemora a
los antepasados. ¿Hasta qué punto estamos tan desligados de nuestras
tradiciones y adoptamos las foráneas?
Como se ha podido contemplar, la delgada línea que
separa la vida y la muerte es un acontecimiento que no podemos eludir. Ya que
somos parte de ello, de ese proceso que algunos lo llevan con mejor ánimo. Esto
nos demuestra que somos seres vivos, que tenemos un tiempo delimitado y que mejor
forma que vivirlo de la mejor manera posible, ya que en palabras de José Luis
Borges: “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”.