PALABRAS PARA UN PREGÓN DE ADVIENTO
Por
Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
“Pues bien, el Señor mismo va a daros una
señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le
pondrá por nombre Emmanuel.” (Is 7, 14). Este versículo del profeta Isaías nos
sumerge de lleno en el misterio de la esperanza que evoca el tiempo litúrgico del
Adviento.
El Antiguo Testamento está impregnado
completamente de la esperanza en Dios. Se trata de una hermosa historia de amor
en la que el Señor, por mucho que su pueblo le traicione continuamente, sigue
dándole oportunidades para el reencuentro. Esto lo comprobamos, en primer
lugar, en el Génesis, en el que, tras la caída del ser humano, vemos cómo Dios
le promete al Diablo que el linaje de la mujer le aplastará la cabeza, en lo
que es el primer anuncio del Mesías.
Isaías le da un nombre a este personaje:
Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”. A lo largo de todo el Antiguo
Testamento encontramos la esperanza de Israel en la llegada de ese ungido por
Dios que salvará a su pueblo.
El profeta Isaías también dice: “Una voz clama: «En el desierto abrid camino
a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle
sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las
breñas planicie. Se revelará la gloria de Yahvé, y toda criatura a una la verá.
Pues la boca de Yahvé ha hablado.»” (Is 40, 3-5).
Como bien sabemos, el testigo de esa
preparación de los caminos del Señor lo recogió un nuevo profeta, Juan
Bautista, el precursor del Señor. El desierto, en lenguaje bíblico, es un lugar
de encuentro con Dios, pero también un lugar de prueba y desolación. Juan
clamará desde él por la conversiónde los corazones, precisamente porque la
llegada del Señor estaba próxima. Así, Juan nos aclara cómo abrir el camino al
Señor para poder recibirle adecuadamente. Él tuvo el privilegio de encontrarse
con Él incluso desde el seno materno, cuando María visitó a su prima Isabel.
Pero la palabra de Dios no es letra
muerta. Se actualiza a cada momento. Lo que era cierto entonces sigue siendo
cierto ahora. ¡Dios nos pide que le preparemos el camino para su llegada! Como
en los tiempos bíblicos, tenemos que abrir camino al Señor en el desierto, seguros
de que viene. Pero, ¿dónde está nuestro desierto?
No tenemos que hacer ningún viaje para
encontrarlo. Está en nosotros mismos y en nuestro mundo. En primer lugar en
nosotros mismos, ya que, reconozcámoslo, no somos precisamente buenos
cristianos en muchas ocasiones. Nos cuesta hacer viva la Palabra de Dios,
porque no es tan fácil como dejarla apartada, escondida, en algún rincón de
nuestra memoria. ¿Cuántas veces nos conformamos con un mero cumplir con Dios,
en lugar de vivir en Él?
En segundo lugar, en nuestro mundo.
¿Acaso no parece un lugar de prueba y desolación? Sin embargo, es también un
lugar en el que encontrar a Dios. Porque este mundo tecnificado y acelerado
reniega de Dios mientras se deja a muchas personas por el camino. Si no tienes,
no eres.
Nuestra obligación es preparar el camino
al Señor. Y eso pasa necesariamente por la conversión de nuestro corazón. Si
realmente nos creemos que somos queridos por Dios, que Él mismo se hace presente
en el prójimo, que se encarnó y nos salvó, esa conversión se reflejará en
nuestra vida. Y nuestra vida podrá ir tocando otras vidas, anunciándoles la
Buena Nueva: Dios te ama. Dios viene por
ti, a salvarte a ti en exclusiva.
Dios quiere profetas que le anuncien,
que preparen su camino, que recuerden a los pobres y a los marginados la
esperanza de la venida de Dios. Sólo tiene esperanza quien confía en Dios.
Nosotros debemos ser profetas de esa Buena Nueva, de esa esperanza. Debemos
acercar a Dios a los demás en nuestra vida ordinaria. Porque “la Palabra se hizo
carne, y puso su Morada entre nosotros”, cumpliendo las profecías y dando fin y
nuevo comienzo a la historia de la esperanza. Y decidió no abandonarnos jamás.
Dios con nosotros.
Así pues, no podemos pasar este tiempo como
si se tratara de un simple acercarse a las vacaciones. Tampoco de manera que
parezca que no pasa nada. Hay que recordar que estamos en el mundo pero no
somos del mundo. ¡Somos de Cristo Jesús! Por tanto, no estamos llamados a vivir
estas fechas con un sentimentalismo simplón, que pasará a la vez que la Navidad
y que, por cierto, es lo que nos tratan de vender continuamente todos los
medios de comunicación. Nos inundarán con telemaratones y supuestos buenos
sentimientos, pero con fecha de caducidad muy clara: tras la Navidad, se acabó.
Al contrario, estamos llamados a vivir la
alegría de nuestra vocación a la santidad de forma sencilla, sin estridencias,
pero transmitiendo la fe que nos impulsa adelante. Fe que, como escribe
Benedicto XVI en su carta “Porta Fidei”,
tiene que ser viva, con el corazón plasmado por la gracia que transforma. De
esta manera podremos transmitirla con todo nuestro ser, porque viviremos lo que
creemos.
Esta época puede ser especialmente
indicada para esa “nueva evangelización” que tanto necesita nuestra Iglesia. En
nuestros días, en este desierto de los países desarrollados mucha gente vive
perdida, sin referencias a una Luz que les guíe o les centre. Les falta una esperanza
superior, que llene su ser. En este contexto, como también nos recuerda la “Porta Fidei”, “como la samaritana,
también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al
pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva
que mana de su fuente”. Tenemos el deber de ser los portadores de esa agua, de
ser la sal y la luz del mundo. Se trata de una gran responsabilidad. Y el
propio Jesús nos dice lo que pasa si la sal se desvirtúa:“Ya no sirve para nada
más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres”. De la misma forma,
si no vivimos nuestra fe, difícilmente transmitiremos otra cosa que no sea
hipocresía.
No seremos capaces de ser la sal y la
luz del mundo si no preparamos el camino al Señor también en el desierto
interior. De la preparación en ese desierto se derivará, necesariamente, la
preparación en el desierto del mundo. Necesitamos la conversión; todos y cada
uno de nosotros. miremos nuestro interior: ¿no es verdad? Cada uno sabe lo que
lleva, lo que hace que no esté tan cerca de Dios como debiera. Quizá orgullo.
Puede que soberbia. A lo mejor egoísmo. Todos tenemos valles que rellenar y
montes que aplanar. Pero eso sólo lo podemos lograr colaborando con la gracia
de Dios y dejando que Él nos salve.
La esperanza que se dio en la historia
de Israel tiene que mantenerse en nosotros. Porque, igual que hay que preparar
el camino al Señor, Jesús sigue naciendo hoy: nace en los corazones
dispuestos a escucharle. Nace en los corazones que se abren a los demás. Y, muy
especialmente, nace en el corazón de aquellos que siempre han sido sus predilectos:
los necesitados.
Cristo viene a nuestro encuentro desde
los pobres, desde los desfavorecidos. ¿Seremos capaces de reconocerle? Muchos
no lo hicieron hace más de dos mil años porque era de condición humilde. Un
simple carpintero nacido en un pueblo sin importancia. Sin embargo, no podemos
evitar recordar que fueron precisamente los pastores, gente sencilla, los
primeros que le fueron a adorar.
En nuestro contexto espacio-temporal,
marcado por una profunda crisis moral, nos corresponde a los cristianos traer
la esperanza. Porque nuestra esperanza no es simplemente humana, sino que tiene
su fundamento en la fe, en la confianza en nuestro Señor, de cuya vida divina
participamos por la gracia. En el prójimo vemos a un hermano. Es más, vemos al
propio Cristo que nos interpela. Más aún en este tiempo de Adviento y Navidad,
en el que tenemos presente el gran misterio de amor de un Dios que ama tanto a
sus criaturas que se decide a adoptar su naturaleza. Se trata de hacer actual en
nuestras vidas la historia de amor del Señor con su pueblo. La esperanza que
hace más de dos mil años se condensó en un pequeño niño recostado en un
pesebre, hoy se tiene que volver a vivir. Porque el Señor sigue viniendo y nos
busca. Y lo que hagamos con el prójimo se lo hacemos a él. “En verdad os digo
que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis”. Nuestra norma de vida es el amor. “Quien ama a su hermano permanece
en la luz y no tropieza.”
Que este Adviento sea realmente para
nosotros un tiempo de conversión y gracia, preparando el camino del Señor con
alegría y anunciando con nuestra propia vida este encuentro para el que nos
estamos preparando en nuestros corazones