jueves, 11 de abril de 2024

HOMILÍA VIRGEN DESAMPARADOS

 

HOMILÍA VIRGEN DESAMPARADOS

 

 

 

I.- En los relatos evangélicos de la Resurrección de Cristo, la Virgen María no tiene aparentemente ningún protagonismo. Pero qué difícil pensar que quien tuvo un papel fundamental en el momento de la Cruz como corredentora, no lo tenga también en el momento de la Resurrección.

¡Cómo debió vivir la Virgen María el aparente silencio de Dios Padre cuando su hijo Jesús es crucificado en el Calvario! Resonarían en su mente y en su corazón las palabras que le dijo el anciano Simeón: “Mira, este niño será signo de contradicción, y a ti, una espada atravesará tu alma”.

María fue testigo del evento de la Pasión. Ella estuvo de pie junto a la Cruz; no se dobló ante el dolor, sino que su fe la fortaleció. Ella nos fue entregada como Madre por su Hijo como parte del testamento de Cristo en la Cruz. Y en su corazón desgarrado de Madre permaneció siempre encendida la llama de la esperanza. Dios no podía dejar abandonado a su Hijo Jesús, aunque su muerte es lo que parecía transmitir. De hecho, muchos de sus discípulos vivieron la muerte del Maestro como un fracaso: ¿dónde estaban Pedro y los demás apóstoles? ¿Por qué abandonaron Jerusalén y se fueron camino de Emaús dos de sus discípulos?

Pero María, en cambio, se mantuvo firme en su esperanza, confiaba plenamente que Dios rompería su silencio. Y aunque no aparece reflejado en los Evangelios, ¿por qué no imaginar que ella fue la primera testigo de la resurrección de Jesús de entre los muertos? Ella experimento el “grito” de Dios, el “sí” que suponía la Resurrección: ¡la Vida ha vencido a la muerte! ¡La misericordia y el amor han vencido sobre el mal!

La Buena Noticia de la Resurrección de Cristo comenzaba así su andadura, iniciando un viaje a través de la historia de la humanidad, que abre un nuevo y maravilloso horizonte.

Y María es la primera en beneficiarse de esta nueva Vida, que está alimentada por la fe y la esperanza. Si Cristo ha resucitado, podemos mirar con ojos y corazón nuevos todo evento de nuestra vida, también los más negativos. Los momentos de oscuridad, de fracaso y también de pecado pueden transformarse y anunciar un camino nuevo. Cuando hemos tocado el fondo de nuestra miseria y de nuestra debilidad, Cristo resucitado nos da la fuerza para volvernos a levantar, convierte nuestras dificultades en oportunidades para crecer.

Y hoy el Evangelio nos introduce en el Cenáculo, ya de noche, el mismo día de la Resurrección de Jesús. Los discípulos de Emaús “contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24,35). Ya no hay lugar a dudas: son muchos los testimonios que, a lo largo de aquel día, han confirmado la Resurrección del Maestro. No había otro tema de conversación. Estaban hablando de estas cosas, se ayudaban mutuamente a recordar las promesas de Jesús, “cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros” (Lc 24,36). Les saludó con la paz, como tiempo atrás les había recomendado que hicieran cuando entraran a una casa (cfr. Lc 10,5).

Aunque los presentes en el Cenáculo –los Apóstoles y María-- estaban ya convencidos de la Resurrección del Señor, reaccionaron con sorpresa y temor ante la aparición, “pensando que veían un espíritu” (Lc 24,37). Les sucedió como aquella noche en el mar, cuando se les había aparecido sobre las aguas, en medio de la tormenta (cfr. Mc 6,50). En esta ocasión, Jesús les insiste en la realidad de su presencia física. Y les enseña sus heridas como si fueran sus credenciales, su documento de identidad. “Les dijo: ¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo”. Y dicho esto, les mostró las manos y los pies” (Lc 24,38-40).

 

II.- La Liturgia actualiza el misterio pascual y, por tanto, la misión apostólica. Como hace veinte siglos, Jesús resucitado nos dice ahora a nosotros: “Vosotros sois testigos de esto” (Lc 24,48). Esta llamada al apostolado forma parte de nuestra identidad cristiana. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en una llamada dirigida a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo.

Con la conciencia de una misión tan importante, queremos hacer lo mismo que aquellos primeros cristianos: Acudimos a María, Madre nuestra y Madre de los Desamparados para que nos ayude a convertirnos en anunciadores de la Pascua de Jesucristo.

María es la mujer de la Pascua, la mujer del anuncio, la mujer de la misión. Aunque poco sabemos de cómo fue la vida de la Virgen después de la Resurrección de Jesucristo, me atrevería a decir que realmente Ella vivió con alegría, energía y prontitud aquel encargo de ir por el mundo haciendo discípulos del Señor.

Para María la Resurrección de Jesús tuvo que tener un valor especial. Ella tuvo que vivirlo de forma muy distinta a los demás, porque de Ella nació Jesús, Ella lo crió, Ella lo vio crecer, Ella aprendió a guardar las cosas en su corazón al verlo predicando en el templo delante de los sacerdotes contando Jesús con apenas nueve años, Ella lo vio madurar, de Ella se despidió cuando se fue al desierto para prepararse al camino de su vida pública, Ella lo animó a hacer su primer milagro en aquella boda de Caná, Ella escuchó decir que su madre y sus hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios y la ponen en práctica y…. Ella lo vio, y lloró amarga y desconsoladamente, roto y clavado en la Cruz. ¿Hay algo que duela más que un hijo? La Resurrección de Jesús supuso para María revivir gozosamente la inolvidable frase del ángel Gabriel: “Para Dios no hay nada imposible”.

Decía san Agustín que vivir el tiempo de Pascua consiste sencillamente en imitar con prontitud las virtudes de María. Imitar a María no es caer en la adoración hacía ella únicamente. El imitar a María es unirnos más a Jesús porque él se complace al ver que en nosotros hay algo de su Madre amadísima.

Jesús nunca nos daría, como modelo a imitar, a alguien que nos apartara de él, así que si nos dio a la Santísima Virgen fue porque ciertamente en ella encontramos a una persona humana que se dio a la causa del amor, que resistió el dolor de ver morir a su propio Hijo en la Cruz, que ante todo, respondió a la voluntad del Padre porque no cualquiera se lanza a la misión que María tuvo, no cualquiera resiste los dolores que ella experimentó, en fin, en ella tenemos a una amiga, a una compañera y sobre todo a una madre en quien confiar.

 

III.- Esta mañana estamos convocados por su Hijo, el Señor Resucitado, para honrar, contemplar y rezar una vez más a su Madre y Madre nuestra. Y al Señor Jesús queremos darle gracias porque nos ha dado a su Madre como nuestra Madre. Sintamos su presencia en nuestra vida para que nunca nos sintamos desamparados en nuestros desvalimientos y dificultades.

María es nuestra Madre y forma parte de nuestra vida. La Madre de Dios es y la sentimos como Madre nuestra: Es la madre que nunca nos abandona. ¿No es éste el significado profundo de nuestra alegría y de la manifestación de devoción y cariño a la Virgen hoy?

Nuestra presencia en esta celebración eucarística no es algo postizo: Es expresión sentida de nuestro amor a la Madre. La hemos recibido en vuestra vida con todas las consecuencias. Juan “la recibió como algo propio”, es decir, como su propia madre. No se trata sólo de acogerla por un día. Los discípulos de Jesús recibimos un verdadero tesoro, justamente para que no nos sintamos nunca solos y desamparados, y, sobre todo, para que vivamos como auténticos discípulos de Cristo. Porque la Virgen María es la Madre de Dios: Ella nos da a Dios y quiere llevarnos a su Hijo, el Hijo de Dios, para que creamos en Él, le sigamos y seamos sus testigos allá donde nos encontremos.

Y, si abrimos nuestro corazón a María, podríamos preguntarnos, ¿qué nos trae la Virgen para cada uno de nosotros?

En primer lugar de la Virgen, Madre de Dios y de los Desamparados podemos decir que es la morada de Dios con los hombres. Sí, hermanos: la Virgen María fue la primera morada del Dios en este mundo. En ella el mismo Dios se hizo Hombre entre nosotros. Desde los primeros siglos a la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, está unida una veneración particular a su Madre: ella tuvo la dicha de concebir en su seno virginal al Hijo de Dios, compartiendo con ella incluso el latido de su corazón.

¡Qué maravilla si somos capaces de unir nuestro corazón al latido del corazón de María! En su latido de corazón de Madre sentiremos la presencia y cercanía de Dios; en su latido acogeremos el amor de Dios hacia nosotros y le responderemos con el nuestro, como María; en este latido viviremos el amor fraterno con todos con cuantos nos encontremos en nuestro camino; y este amor fraterno será donación de si, entrega desinteresada, misericordia, perdón, renuncia, ayuda al hermano; buscaremos siempre el bien que elimina hambres, injusticias, discriminaciones, que va siempre orientado hacia la verdad y el bien del otro. ¡Qué belleza adquiere la vida humana, cuando nuestro corazón late con la fuerza que el corazón de nuestra Madre pone en nuestras vidas!

En un segundo lugar la Virgen, Madre de Dios y de los Desamparados nos enseña a vivir siempre animados por la caridad a Dios y al prójimo: por una caridad franca y verdadera, sin fingimiento ni farsas, siendo capaces de aborrecer lo malo y de apegarnos a lo bueno, para vivir siempre con esperanza y en la alegría de sabernos amados por Dios. Esta es la caridad que impulsó a María a aceptar ser Madre de Dios y Madre nuestra. Este es el amor que la llevó a olvidarse de sí misma para ponerse en manos de Dios, para acoger y cuidar la vida, para pasar los primeros meses de su embarazo al servicio de su prima Isabel, para unirse al ofrecimiento de la vida a su Hijo en la Cruz por la salvación de todos los hombres.

¡Qué hondura tiene la vida de nuestra Madre! El Espíritu Santo que hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, ensanchó su corazón hasta la dimensión del corazón de Dios y la impulsó por la senda de la caridad.

El mismo Espíritu Santo que la cubrió con su sombra, hizo que se pusiera al servicio de su prima Isabel, de los sirvientes en las bodas de Caná, de los discípulos del Señor, de todos nosotros. El Espíritu Santo la impulsa a salir a la misión para ir al encuentro del prójimo necesitado, quien le da la fuerza para afrontar las dificultades y los peligros para su vida. Todo gesto de amor genuino de María, contiene en sí un destello del misterio infinito del amor de Dios: la mirada de atención al hermano, estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus heridas, responsabilizarse de su futuro, todo, hasta los más mínimos detalles, está animado por el Espíritu de Cristo.

Ojalá que también nosotros sepamos como María tener esa mirada misericordiosa para saber ver y atender las necesidades de nuestros hermanos. Hay muchas personas que sufren en su cuerpo y en su espíritu; los enfermos, las personas que sufren soledad, los matrimonios y las familias rotas y sus hijos, o los mayores aparcados en residencias. Muchos otros sufren el paro, la precariedad económica o la angustia por no llegar a fin de mes. También hay injusticias, guerras, violencia y amenazas, la esclavitud del alcohol y las drogas.

Ante este panorama no podemos cerrar los ojos. Tampoco podemos quedarnos con los brazos cruzados. Hoy la Virgen nos anima a todos a tener su misma mirada. Por eso hoy, me atrevo a deciros como nos lo dice el Señor: “No tengáis miedo”, no os dejéis llevar por el desanimo, no perdáis nunca la esperanza. Salid a las periferias, sed testigos del amor de Dios y dadlo a conocer a todos. Como María, los cristianos sabemos muy bien, que sin Dios y su amor no somos nada. Sin Dios, el hombre pierde el norte en su vida y en la historia. Sin Dios desaparece la frescura y la felicidad de nuestra tierra. Si el hombre abdica de Dios abdica también de su dignidad, porque el hombre sólo es digno de Dios. La mayor violencia contra el hombre y su dignidad, su mayor tragedia, es la supresión de Dios del horizonte de su vida. Pertenecemos a Dios puesto que Él nos ha creado y nos llama a la Vida, y vida en plenitud: en Él está nuestro origen y en Él esta nuestro fin. Las cosas mueren; sólo Dios permanece para siempre.

 

IV.- Tenemos mucha información sobre el Jesús de la historia, pero no una fe personalizada en Cristo como misterio actual y presente, no una fe integrada en la Eucaristía, en una lectura vivencial del Evangelio, en una comunidad viva que desarrolla su comunión en una esperanza sólida. Necesitamos encontrarnos vivencialmente con Cristo en una experiencia intensamente afectiva, ilusionada, ilusionante. Necesitamos saber escucharle personalmente a él diciéndonos “soy yo, no temas”, porque afectivamente estamos lejos y fríos.

Cristo, desde la Cruz nos dio a su Madre, pero no nos podemos quedar en el Viernes Santo, sino hemos de pasar a la Pascua.

En todos los momentos de nuestra vida, incluso en los momentos difíciles y preocupantes, podemos contar con el consuelo y la protección de la Madre de Dios y Madre nuestra. Tengamos la certeza de que la Virgen nos acompaña siempre. Sabemos bien que ella nos mira y nos acoge con verdadero amor de Madre; cada uno de nosotros, nuestras familias y nuestro pueblo estamos en su corazón; ella cuida de nuestras personas y de nuestras vidas; ella camina con nosotros en nuestras alegrías y esperanzas, en nuestros sufrimientos y dificultades.

Que María nos obtenga el don de saber creer y amar como Ella supo creer y amar. A María, a la “Mare de Déu dels Desamparats”, le pedimos que nos dé un corazón como el suyo. Con María tenemos que decir que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es la persona humana, su vida, su naturaleza, su dignidad, su libertad y su conciencia ante las ideologías del pensamiento único. No hay verdadero desarrollo y progreso sin este respeto a la persona que pasa por garantizar que pueda vivir según la dignidad que Dios le ha dado, desde su concepción hasta su muerte natural. María nos enseña que solamente Dios es el garante de la dignidad del ser humano, creado a su imagen; sólo Dios fundamenta su dignidad y alimenta su anhelo de ser más.

Que la Madre de Dios y de los Desamparados, nos guíe y proteja en todos los momentos y situaciones de la vida. A Nuestra Señora la Virgen de los Desamparados encomendamos especialmente a nuestros niños y jóvenes, a nuestros matrimonios y familias, a nuestros mayores y enfermos, a todos los que sufren y toda la comunidad parroquia de Santa María.

Pidámosle a María que nos ayude también a nosotros a acoger en plenitud el anuncio pascual de la Resurrección, para encarnarlo en lo concreto de nuestra vida cotidiana, como ella lo hizo. Que la Virgen María nos dé la certeza de fe, para que cada paso sufrido de nuestro camino, iluminado por la luz de la Pascua, sea bendición y alegría para nosotros y para los demás, en especial para los que más sufren del desamparo de la sociedad de nuestro tiempo.

 

 

(Parroquia Santa María del Mar, 14 de abril 2024)