ORAR ANTE UNA IMÁGEN
PASIONAL
Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal
de Religiosidad Popular
¿Qué oración hacemos cuando nos
encontramos ante una imagen sagrada? Tal vez no sabemos orar como nos conviene
con nuestras imágenes.
La oración es un elemento fundamental en
la fe y vida cristiana. Por eso en la tradición eclesial, las imágenes sagradas
siguen siendo consideradas como traducción iconográfica del mensaje evangélico,
en el que imagen y palabra revelada se iluminan mutuamente.
La oración es de máxima importancia para
la fe cristiana. Lo mismo puede decirse del anuncio del Evangelio. Además,
respecto a las obras de arte dentro de las iglesias, la idoneidad de las
imágenes para la oración cristiana es esencial.
Hay argumentos antropológicos, porque la
percepción humana comienza con los sentidos. Por eso, usar imágenes como medio
de visualización de la “buena nueva” corresponde a la naturaleza sensible de la
percepción. La observación pausada de una imagen podría realizarse como
“oración de meditación”, o sea para meditar a través de ella. Este método
facilita perfectamente la elevación de la mente a Dios o a los santos.
Pero no todas las obras de arte
cristiano son recursos adecuados para la oración. En efecto, algunas tienen
otra función. Las imágenes narrativas o simbólicas, por ejemplo, sirven más
para la instrucción catequética o el razonamiento teológico. Sin embargo, hay
imágenes que tienen gran valor para una reflexión orante acerca del Evangelio
realizada ante ellas.
De todas formas, cabe señalar que la
idoneidad de una imagen para la oración no puede tomarse como criterio objetivo
para caracterizar una obra de arte como “cristiana”, porque tal idoneidad
incluye también el parecer subjetivo. Hay quien puede meditar ante de cualquier
tipo de imagen, mientras a otras personas les resulta difícil rezar incluso
ante una imagen explícitamente creada para facilitar la oración.
Los aspectos iconográficos y
estilísticos de la imagen parecen ser criterios objetivos y relevantes para la
identidad cristiana de una imagen. Pero preguntar si se puede o no rezar bien
ante ciertas imágenes, en realidad, no es referirse a una experiencia
universal, sino más bien a experiencias subjetivas de cada observador. Depende
mucho de la competencia de la persona, así como de su gusto, espiritualidad y
estado de ánimo.
Sin embargo, a pesar de estos
componentes subjetivos, es evidente que la contemplación de una imagen puede
contribuir a la experiencia religiosa de muchas personas, también de no
creyentes. Con mayor razón se puede decir de los fieles cristianos. Para ellos
la oración es esencial, aunque hacen falta gran experiencia espiritual y visión
de fe para poder realizar una autentica “oración de meditación” o “de
contemplación”. Intervienen también la reflexión y emoción, la imaginación y el
deseo.
He aquí un camino sencillo que nos puede
ayudar a rezar ante una imagen. Lo mejor para aprender es, además de una buena
teoría, ponerlo en práctica.
Elegid una de las imágenes de devoción
de vuestras Cofradías o Hermandades –un Nazareno con la cruz a cuestas, un Crucificado,
una Dolorosa, o un Yacente-- y empezad a hacerlo, seguro que os vais a
sorprender. Sería bueno buscar a menudo en alguno de vuestros encuentros
practicar juntos este tipo de oración delante de vuestras imágenes.
¿Qué es lo primero que hacemos cuando
nos acercamos a una imagen sagrada? Pues está claro, ponernos a mirar. Lo que
pasa es que nuestra manera de mirar es superficial, está condicionada por el
mundo, que ve las cosas desde los intereses del dinero, del poder o de las
ideologías. Miramos desde la oscuridad del pecado, desde nuestros prejuicios,
venimos manchados del camino de la vida, y para entrar en la oración
necesitamos cambiar la mirada, necesitamos la luz de Jesús. Ya sabemos que no
es lo mismo ver una imagen mal iluminada que bien, necesitamos una buena
iluminación, la mejor luz: “Yo soy la luz del mundo” (Jn, 8, 12).
Antes de ponernos a mirar con nuestros
pobres ojos, reconocemos su mirada, antes de mirar somos mirados por él, por
medio de su imagen, que me recuerda su presencia. Para lograr esto hay que
buscar tiempo al principio para recogerse, hay que pararse del ajetreo de la
vida, por medio del silencio y la soledad.
Su mirada es amor, por eso, al vernos
mirados por él sentimos que nos ama, nuestro corazón se llena de alegría. Su
mirada de amor, cambia nuestra mirada. Pedimos ayuda al Espíritu Santo, que es
el que enciende nuestros ojos con su luz e infunde el amor en los corazones.
Después de este primer paso ya no vemos las cosas desde nosotros mismos, sino
desde su luz, estamos preparados para orar delante de la imagen, mejor dicho, a
contemplar.
Seguro que después de mirar la imagen lo
siguiente que hacemos es ponernos a hablar con ella, no con la imagen en sí
misma sino con aquel a quien representa, principalmente las de Jesús. Es un
diálogo como con un amigo. Le contamos con sencillez, desde lo concreto, lo que
nos pasa en el camino de la vida, lo que les pasa a nuestros hermanos los
hombres y mujeres de nuestro tiempo, con los que convivimos cada día, lo bueno
y lo malo, sus gozos y sus esperanzas, sus angustias y tristezas. Reconocemos
que, aunque él los conoce y ama más que nosotros, necesitamos pasarle sus
nombres.
Seguro que este paso le dedicamos casi todo
nuestro tiempo cuando oramos ante una imagen, y está bien lo que hacemos,
siempre que lo hagamos desde su mirada previa, desde su luz. El problema es que
se quede todo aquí y nada más. Así no ha dado un diálogo sino un monólogo.
Hemos convertido la imagen en un objeto en sí mismo sagrado, que nos concede lo
que le pedimos, podemos caer en la idolatría si nos paramos aquí.
Después de contar hay que escuchar, sino
no hay diálogo, no hay trato con aquel que sabemos que nos ama. Ahora le toca a
Jesús hablarnos, detrás de la imagen que le representa hay un mensaje. Cuanto
más bella esté realizada la imagen, será más evidente y transformador su
mensaje. Palabra e imagen se implican mutuamente. En su Palabra nos lo dice
todo y nos lo da todo. Acogemos su Palabra no solo con la cabeza, sino sobre
todo con el corazón, donde damos vueltas y vueltas, hasta que alcance el fondo
de nuestro ser. Desde esta luz de la Palabra y la imagen reconocemos en
profundidad lo que hay representado y sus símbolos.
Finalmente hay de dejarse transformar
por la imagen que hemos contemplado. La belleza del Señor, plasmada en la
imagen sagrada, es un anticipo de un mundo nuevo, que nos llena de esperanza,
nos cambia y compromete en el hoy. El Señor nos ha dado todo su amor, por eso
podemos entregarnos por entero a él. Seguro que algo concreto nos pide el Señor
para darnos gratuitamente a la Iglesia y a la humanidad. Termina dando gracias
a Dios.
Aquí se podría hablar de un especial
valor pastoral de las imágenes, por que cuando una persona orante reza delante
una imagen, puede fácilmente –en caso de distracción– volver su corazón hacia
Dios. La mística bajomedieval y moderna ha reflexionado mucho sobre esta relación
espiritual-comunicativa entre la imagen y el observador. En el contexto de las
experiencias místicas se ha cultivado la compasión (“compassio”) y la oración (“colloquium”)
ante las imágenes.
Estas experiencias místicas en la
historia de la espiritualidad, y también los mencionados principios
antropológicos, siguen siendo válidos hoy, por lo menos en teoría. En la
práctica, no obstante, parece que durante el siglo XX se ha perdido en gran
parte el interés de los artistas contemporáneos por crear imágenes de devoción,
tanto como el de los fieles cristianos por hacer oración ante imágenes, con
excepción de los pocos santuarios cristianos donde se pueden venerar imágenes
de culto.
Ya a partir del Renacimiento aumentó
considerablemente la percepción de las imágenes sagradas como objetos
estéticos. Era la mirada estética de algunas élites culturales, que pudo
popularizarse a partir del siglo XIX gracias a los museos públicos con su
exclusiva orientación pedagógica, y aún más en el siglo XX a causa de la gran
difusión de los medios de reproducción y de la expansión del turismo cultural.
De este modo, podría tener razón Georg
W. F. Hegel, al decir “proféticamente” que había llegado el periodo en el que
“por espléndidas que pudieran parecernos las efigies de los dioses griegos, y
por mucha perfección que hallemos en las imágenes de Dios Padre, de Cristo y de
la Virgen María, de nada sirve; ya no caemos de rodillas”.