La religiosidad popular:
DE NAVIDAD A LA PURIFICACIÓN
Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad
Popular
La Navidad es la fiesta
del nacimiento de Cristo, en latín “Nativitas”,
expresión que se utilizaba para designar el día del nacimiento o llegada del
emperador. No se sabe a ciencia cierta en qué día nació Cristo. Pero, dado que
los cristianos querían celebrar dicho acontecimiento fue preciso asignarle una
fecha. Esto se hizo siguiendo criterios más simbólicos que científicos ya que
era prácticamente imposible saber en qué día había tenido lugar el
alumbramiento. Por ello se eligió, con buen criterio, la fiesta del nacimiento
del Sol invicto (dies natalis Solis invicti),
que se celebraba el 25 de diciembre para festejar la victoria de la luz sobre
la oscuridad ya que era notorio que el día comenzaba a alargar y la noche a
menguar. Esto ocurrió en el siglo IV; de hecho, la primera noticia histórica de
la celebración de la fiesta la aporta el calendario filocalinao, que puede
datarse en torno al año354, el cual señala: VIII
kal. Ian. Natus Christus in Bethleh Iudeae (el día octavo de las kalendas
de enero, es decir el 25 de diciembre, nació Cristo en Belén de Judea).
Esta asimilación de la
fiesta fue posible porque según los Santos Padres, y tomando pie del Benedictus (Lc. 1, 78), Cristo es el
verdadero Sol que nace de lo alto. Por otra parte, tampoco puede olvidarse que
ya desde antiguo se creía que el mismo día de la creación del mundo había
tenido lugar también la encarnación del Verbo y su muerte. Siguiendo el mismo
procedimiento simbólico-astronómico se fijó esa fecha en torno al equinocio de
primavera, concretamente en el día 25 de marzo, día que aún hoy sigue celebrándose
la fiesta de la Anunciación. Con solo añadirle los nueves meses habituales de
la gestación humana tenemos el día 25 de diciembre como fecha del alumbramiento
de Cristo
En el pontificado de
Sixto III (c. 432-440) se introdujo la costumbre de celebrar la misa de
medianoche en la basílica de santa María la Mayor. Probablemente porque dicho
papa había mandado construir en esa basílica una capilla en honor del
nacimiento de Cristo que rememoraba la gruta de Belén. De ahí que luego se
conociera también este templo con el nombre de santa María del Pesebre. Quizás
la costumbre de celebrar ahí a medianoche fuera importada de la iglesia de
Belén, donde según testimonio de los peregrinos antiguos, como la peregrina Egeria,
a esa hora se congregaba la comunidad cristiana con su obispo al frente para celebrar
in situ el nacimiento de Jesucristo. Y tampoco resulta improbable que se
hiciera rememorando la práctica de la vigilia pascual ya que todo el ciclo de
Navidad acabó configurándose de modo similar al de Pascua, con su preparación
(adviento/cuaresma), celebración (Navidad/Pascua) y octava. Esta misa de
medianoche es la que, extendida luego a todo el occidente, se denomina
popularmente misa del Gallo. En ella pronto se dieron manifestaciones de teatro
religioso, como el canto de la sibila, singularmente en el ámbito mediterráneo,
o la anunciación a los pastores. También en esta misa se cantaba, y puede
cantarse todavía, la kalenda,
trasladada del Oficio nocturno.
En numerosos lugares
fue costumbre que coros de pastores cantaran por las calles y en los templos,
interpretando además danzas, que en muchos casos se prohibieron por
irrespetuosas.
La segunda misa, del
alba o de los pastores, se celebra al amanecer. En Roma tenía lugar la misa
estacional en la iglesia de Santa Anastasia. Su origen es más bien casual ya
que, al tener que trasladarse el papa con su séquito de la basílica de santa María
la Mayor, donde celebraba la misa de medianoche, a la de san Pedro, para celebrar
la del día, se hacía una parada de descanso en la iglesia titular de santa Anastasia
junto al Palatino. La memoria de la santa coincidía precisamente con el 25 de
diciembre y era festejada solemnemente por los miembros de la curia pertenecientes
al rito bizantino. Probablemente, el papa quiso unirse a dicha fiesta y así, al
menos desde el siglo VI, presidía otra celebración eucarística en dicho templo antes
de continuar hasta san Pedro. La fiesta de la santa fue perdiendo paulatinamente
su importancia siendo sustituida en la práctica por una segunda conmemoración
de la Navidad, de forma que la memoria de santa Anastasia sólo quedó en una mención
y, finalmente, en la reforma litúrgica posterior al Vaticano II desapareció por
completo. Aún así se mantuvo la segunda misa, llamada del alba. Finalmente, la
tercera se celebraba ya de día y era la más solemne. En Roma esta última tenía
lugar, como ya se ha dicho, en la basílica de San Pedro. Sin embargo, en el
siglo XII se produjo una alteración en esta secuencia ya que el papa dejó de
asistir a la misa de medianoche en santa María la Mayor y comenzó a celebrarla en
san Pedro, desplazándose al templo mariano el día de la octava de Navidad, es decir,
el 1 de enero.
La celebración de las
tres misas de Navidad pronto se extendió
a otros lugares, aunque hasta el siglo XVI no se generalizó, una vez que ya
había quedado recogida en el misal de San Pío V.
La Navidad constituye
un tiempo muy rico no sólo desde el punto de vista litúrgico sino también en
cuanto se refiere a la celebración de ritos populares. Tanto en los días
previos como durante los siguientes al día de Navidad era frecuente, y en
algunos lugares todavía lo es, que grupos de niños, jóvenes y mayores recorrieran
las calles pidiendo el aguinaldo. Incluso hay cantos típicos para ello. Existe
igualmente la costumbre de visitar los belenes instalados en cada localidad y, entre
los gestos populares incorporados a la liturgia navideña, destaca la adoración del
Niño Jesús que suele tenerse al finalizar la misa.
El día de los Santos Inocentes y la
fiesta del obispillo
Dentro del tiempo
navideño una de las festividades más ricas desde el punto de la ritualidad y el
folcklore es el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. El evangelista
san Mateo 2, 13-18 relata el cruento episodio según el cual, alertado Herodes
por los Magos de que había nacido el rey de Israel y que venían a adorarlo, éste
ordenó la matanza de todos los niños nacidos en Belén, lugar del nacimiento del
Mesías según le comunicaron los letrados.
Avisado por un ángel en
sueños, san José tomó a la Virgen y al Niño y salió de noche huyendo hacia
Egipto. Según la tradición los restos de estos niños se enterraron en una cueva
cercana al lugar del nacimiento de Cristo, donde andando el tiempo se alojó san
Jerónimo, y desde el principio se veneraron por considerarlos mártires, a pesar
de no haber llegado aún al uso de razón en el momento de su asesinato.
Desde luego hay que
situar en su justo punto el hecho de la matanza; hoy es insostenible la opinión
vertida por los evangelios apócrifos y mantenida luego por mucho tiempo en la
tradición popular según la cual el número de niños muertos se elevó a tres mil.
Esto resulta imposible ya que Belén en el momento del nacimiento de Cristo
rondaría los mil habitantes y, por lo tanto, el número de recién nacidos en
ningún caso pudo sobrepasar en un arco temporal de dos años más allá de los
veinte o treinta. Los restos de los Santos Inocentes comenzaron a venerarse
también en otros lugares; por ejemplo, en Roma, en la basílica de san Pablo
extramuros, motivo por el cual la misa estacional de dicha festividad tenía
lugar allí. Durante la Edad Media sus reliquias siguieron distribuyéndose por
toda Europa y muchos orfanatos se pusieron bajo su advocación, así como otras
instituciones de caridad destinadas a la protección de la infancia. Todavía hoy
se estila en dicho día a dar la inocentada, si bien poco a poco se está
perdiendo la tradición, al igual que se han perdido casi en su totalidad
algunas celebraciones propias de esta fiesta, como la del obispillo y otras
similares, en las que se procedía a la subversión de la realidad, siendo los
niños los principales protagonistas.
Fue costumbre en
catedrales, colegiatas y monasterios celebrar el 28 de diciembre la fiesta del
obispillo, en la que los niños de coro elegían por un día a uno de ellos para
desempeñar las funciones episcopales. Se revestía de los ornamentos pontificales
y todos debían prestarle obediencia, hasta los mayores, de forma que incluso
imponía multas a los capitulares con cuyo importe sufragaban la cena de ese día.
De igual modo, los escolanos tomaban posesión del coro catedralicio y, al modo
de los canónigos, imitaban el canto de las horas. Parece que pronto dio lugar a
desórdenes a tenor de la regulación efectuada por el obispo de Jaén Alonso
Pecha en 1368, de forma que en adelante debía celebrarse de acuerdo con el siguiente
protocolo: “Que los infantes del coro hagan su fiesta de su obispo honestamente
y que los beneficiados de dicha nuestra Iglesia los honren e obedezcan, e que
todas las otras de soluciones cesen por manera que no se traiga el almuerzo ni prediquen
cosas deshonestas ni echen ajiles sucios ni inciensen con cosas e a los que
contrario ficieren sean privados de la razión e pitanzas e aniversarios por
ocho días continuos”.
Sin embargo, a pesar
del control episcopal poco mejoraron las cosas en los siglos siguientes, de
forma que hubo de prohibirse porque daba lugar a todo tipo de desórdenes. Por
ejemplo, en 1527, fray Diego Fernández de Villalán, obispo de Almería, suprimía
la fiesta del Obispillo porque “se turba el culto divino y algunos días antes y
después no hay concierto en el Coro y asimismo se hacen muchas disoluciones
dentro de la Iglesia”
Más adelante, los
sínodos, especialmente a raíz de Trento, intentaron desarraigar por completo
esta celebración. Así, por ejemplo, en el concilio provincial de Toledo que
tuvo lugar en 1565-1566 se redactó un canon, el XXI, en el que se manda que “no
haya obispillos en las iglesias, ni regocijo profano el día de los Inocentes,
sobre todo, pero tampoco en ninguna otra ocasión”
Hablando de los Santos
Inocentes no puede dejar de mencionarse por último la advocación mariana de la
Virgen de los Desamparados, patrona del Reino de Valencia ya que, en su origen,
su título completo era el de “Madre de Dios de los locos, inocentes y
desamparados”.
La historia dice que en
1407 el padre Jofré se dirigía a la catedral para pronunciar un sermón cuando
presenció el linchamiento de un enfermo mental en una calle de Valencia. Este
hecho le llevó a tomar la decisión de fundar un hospicio para enfermos
mentales, empresa en la que fue secundado po runa nueva hermandad erigida con
el título de “Nostra Dona Sancta dels Folls Innocents e Desemparats”, debido a
que, atendiendo a la gran cantidad de niños desamparados que deambulaban por
las calles valencianas, se determinó ampliar el ámbito asistencial a los niños
desamparados, expósitos y abandonados. Poco a poco, la advocación de la Virgen
se fue reduciendo y quedó tan sólo como de los Desamparados, pero en su origen
incluía también a los inocentes por antonomasia, los niños abandonados. De ahí
que a los pies de la Mare de Deu aparezcan unos niños protegidos por el amplio
manto de su misericordia y de la caridad de la hermandad.
La octava de Navidad y el dulce
Nombre
El 1 de enero es la
octava de Navidad. En los libros litúrgicos más antiguos de Occidente en dicho
día se concentran una serie de celebraciones diversas. Por un lado, y con el
fin de sustituir la fiesta pagana en honor de Jano, que solía degeneraren
orgías idolátricas, se instituyó un oficio de carácter penitencial con
intención
Por otro lado, en dicho
día la liturgia romana situó, quizás, la primera festividad en honor de la
Virgen María para conmemorar el misterio de su Maternidad divina. Además, a
partir del siglo VI comienza a celebrarse en diversas iglesias del Occidente la
circuncisión del Señor de acuerdo con el relato del evangelista san Lucas 2,21:
«Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al Niño, le dieron
el nombre de Jesús». La liturgia romana, sin embargo, no incorporó esta memoria
hasta el siglo XI. Todos estos elementos pasaron al misal de san Pío V, promulgado
tras la celebración del concilio de Trento, si bien en la reforma posterior al
Vaticano II el 1 de enero ha quedado dedicado a celebrar la solemnidad de Santa
María Madre de Dios, es decir su Maternidad Divina, ya que, por otro lado, fue
suprimida la fiesta del 11 de octubre, de origen bastante tardío. De acuerdo
con lo dicho, durante los siglos modernos, el elemento central de la fiesta del
1 de enero era la circuncisión e imposición del nombre a Jesús, según la
costumbre hebrea. La fiesta venía así a incorporarse al creciente movimiento de
devoción al Nombre de Jesús que, desde el siglo XV, venían promoviendo los
franciscanos, destacando entre ellos san Bernardino de Siena, al igual que los dominicos.
Luego se sumaron los carmelitas y, sobre todo, la Compañía de Jesús. Un medio
destacado para la popularización de esta devoción fue la costumbre de venerar
pequeñas tallas del Niño Jesús, que aparecen tanto en los domicilios particulares
como en las clausuras femeninas
Estas devociones
pasaron con algún éxito al romancero popular. Y, curiosamente, se mezcló con
las celebraciones de la Semana Santa y la Pascua, de forma que en muchos
pueblos tiene lugar en la mañana del Domingo de Resurrección la procesión del
Niño perdido en el que la Virgen busca y, finalmente, encuentra a su Hijo resucitado.
Por otro lado, existe en la comunidad valenciana la advocación de la Virgen del
Niño perdido. Según el relato oral esta imagen se veneraba en una casa de
beguinas donde se recogían niños abandonados o expósitos. De ahí que, en su
origen, el título de la advocación fuera, con toda probabilidad, de los niños
perdidos, pero el Papa Clemente IX lo cambió por el del Niño Perdido. La fiesta
se celebraba el domingo siguiente a la fiesta de Reyes, en la cual se celebraba
la pérdida y hallazgo de Jesús niño.
La imagen de la Virgen
del Niño Perdido fue trasladada al convento de los padres agustinos de Caudiel
en 1627, al adquirir los citados religiosos el edificio valenciano de las
beguinas. En el citado convento se construyó una bellísima capilla barroca
concluida en 1684,a la cual se añadió el camarín, concluido en 1701. Tras la
exclaustración, el edificio se convirtió en iglesia parroquial y la imagen
original fue destruida en la guerra civil. Se hizo una nueva que fue coronada
canónicamente en 1956.
La solemnidad de la Epifanía
La solemnidad de la
Epifanía, o fiesta de los Reyes Magos es desde el punto de vista popular la
última gran fiesta dentro del tiempo estrictamente litúrgico de la Navidad es
la de la Epifanía, o adoración de los Reyes Magos. En el Oriente cristiano aún
en el siglo IV el 6 de enero se celebraba la fiesta del nacimiento de Cristo.
Esta fiesta se trasladó a Occidente a través de África y las Galias a mediados
del siglo IV como día de la Aparición, Manifestación o Epifanía, introducíéndose
sin dificultad en las liturgias hispánica, galicana y romana. Y de todos los
elementos de manifestación de la divinidad de Cristo que en dicha fiesta se conmemoraban
el que más popularidad alcanzó fue, sin duda, el de la adoración de los Magos.
La liturgia romana
venía conmemorando este episodio conjuntamente con el de la Navidad el día 25
de diciembre, pero al incorporarse al calendario la festividad del 6 de enero
desplazó a dicho día la memoria de la adoración en el contexto global de la
expansión del mensaje de Cristo a todos los pueblos, de la irradiación de la
Luz del Sol verdadero a todas las naciones. Con todo, no desaparecieron por
completo de la liturgia de este día los otros elementos complementarios del
bautismo del Señor y el primero de sus milagros, el de las bodas de Caná, que en
algunas liturgias como la copta, siriaca y etiópica resultan mucho más
patentes61. Tan solo el evangelista san Mateo (2,1-12) refiere la adoración de
los magos, en la que introduce la profecía de Miqueas (5,1), según la cual el
Mesías había de nacer en Belén. Hasta allí llegaron «unos magos que venían de
Oriente», sin precisar nada más, ni cuántos eran ni cómo se llamaban ni de
dónde venían exactamente. Por ello pronto comenzaron a circular detalles más o
menos apócrifos. Así, en cuanto al número, osciló entre los dos que aparecen en
el fresco de las catacumbas de san Pedro y san Marcelino de Roma y los doce de
las tradiciones sirias y armenias; con todo, se fijó más o menos pronto en
tres, como atestigua un sarcófago paleocristiano del Museo Lateranense y los
mosaicos de San Apolinar de Ravenna, con toda probabilidad por el hecho de que
fueron tres las ofrendas depositadas ante el Niño Jesús: oro, incienso y mirra.
Los Padres comenzaron a interpretar estas ofrendas en sentido simbólico: el oro
por ser Rey, el incienso por ser Dios, y la mirra por ser hombre mortal (se
utilizaba para ungir los cuerpos antes de depositarlos en el sepulcro). En
cuanto a los nombres propios de los magos, cabe decir que son relativamente
recientes. Aparecen ya en un manuscrito conservado en París fechado a finales
del siglo VII, así como en otro italiano del siglo IX, bajo la forma de
Bithisare, Melichior y Guthaspa. ¿De dónde venían exactamente? No se sabe. Cierto
que del Oriente, probablemente de Persia.
Desde el siglo XI se
comprueba la existencia de un culto a los reyes magos directamente relacionado
con sus reliquias. Según la tradición, regresaron a sus lugares de origen y
allí fallecieron, siendo enterrados sus cuerpos en Saba. La reina santa Elena
descubrió las reliquias y las trasladó a Constantinopla. Desde allí fueron
llevadas a Milán por el obispo san Eustorgio, siendo posteriormente veneradas junto
al cuerpo de éste, también elevado al honor de los altares.
Los tres magos fueron
invocados como patronos de los viajeros y peregrinos y en su honor se
acondicionaron, fundamentalmente en Alemania y Suiza, albergues para ellos que
eran fácilmente identificables por la estrella que lucían en su fachada. A los
tres magos se les pedía no sólo un buen viaje, como el que ellos realizaron,
sino también «marchar sin cansarse», y al igual que ellos, que tuvieron la
dicha de ver y adorar a Cristo, se imploraba también la gracia de una buena
muerte.
La Presentación del Niño en el
Templo o la fiesta de la Candelaria
La fiesta del 2 de
febrero forma parte también, aunque no litúrgicamente, del ciclo navideño.
Celebra el acontecimiento relatado por san Lucas 2, 22-40 que responde al mandato
del libro del Exodo 13, 1ss por el que
había que consagrar a Dios todo primogénito varón rescatándolo mediante la
ofrenda prescrita, así como la purificación
Como atestigua la
peregrina española Egeria, en Jerusalén se celebraba esta fiesta ya en el siglo
IV a los cuarenta días de la Navidad «con una gran alegría semejante a la de
Pascua». Hay que tener en cuenta que como todavía no se había trasladado la
Navidad del 6 de enero al 25 de diciembre, la festividad de la presentación
caía por entonces en el día 15 de febrero; sin embargo para comienzos de la
centuria siguiente, por similitud con las Iglesias occidentales al festejarse
el Nacimiento el 25 de diciembre la fiesta de la presentación se adelantó al 2
de febrero, fecha en la que se ha mantenido hasta la actualidad, guardando estrictamente
los cuarenta días señalados para el rito de la purificación. En el año 534 ya
se festejaba con singular solemnidad en la corte de Constantinopla, siendo
generalmente conocida como la fiesta de la Hipappante o del encuentro al
rememorar también el encuentro de Jesús en el Templo con el anciano Simeón y
con la profetisa Ana. Justiniano I en 542, en cumplimiento de un voto después de
una epidemia, ordenó que fuera celebrada «en todo el orbe». En el siglo VII esta
fiesta se celebraba ya en Roma como de la Purificación de la Virgen, siendo característica
una procesión nocturna en la que los fieles participaban con cande-las
marchando desde la iglesia de san Andrés hasta la de santa María la Mayor. Poco
a poco dicha procesión fue cobrando un carácter penitencial, notable ya en el
siglo VIII, que hizo que los ornamentos dejaran de ser blancos en beneficio de los de color morado.
En los s. IX-X a la procesión se añadió la bendición de las candelas. Esta
procesión pronto se convirtió en el elemento más característico de la fiesta de
forma que incluso, a nivel popular, hizo que se conociera como de la Candelaria,
título luego aplicado a la Virgen, de forma que así se venera en numerosos
lugares, como en la isla de Tenerife, de la cual es patrona. En algunos lugares
en la procesión se llevan las imágenes de la Virgen con el Niño y también la de
san José, recordando el relato evangélico. Estos cuarenta días marcaron también
el tiempo de pureza legal de la madre en la sociedad rural. De ahí que, por ejemplo,
en algunos lugares de Castilla y León se canta la copla que dice: «El día de
las candelas el día dos de febrero el día que salió a Misa María, Madre del
Verbo»