sábado, 9 de diciembre de 2017

La religiosidad popular: DE NAVIDAD A LA PURIFICACIÓN



La religiosidad popular:
DE NAVIDAD A LA PURIFICACIÓN

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

La Navidad es la fiesta del nacimiento de Cristo, en latín “Nativitas”, expresión que se utilizaba para designar el día del nacimiento o llegada del emperador. No se sabe a ciencia cierta en qué día nació Cristo. Pero, dado que los cristianos querían celebrar dicho acontecimiento fue preciso asignarle una fecha. Esto se hizo siguiendo criterios más simbólicos que científicos ya que era prácticamente imposible saber en qué día había tenido lugar el alumbramiento. Por ello se eligió, con buen criterio, la fiesta del nacimiento del Sol invicto (dies natalis Solis invicti), que se celebraba el 25 de diciembre para festejar la victoria de la luz sobre la oscuridad ya que era notorio que el día comenzaba a alargar y la noche a menguar. Esto ocurrió en el siglo IV; de hecho, la primera noticia histórica de la celebración de la fiesta la aporta el calendario filocalinao, que puede datarse en torno al año354, el cual señala: VIII kal. Ian. Natus Christus in Bethleh Iudeae (el día octavo de las kalendas de enero, es decir el 25 de diciembre, nació Cristo en Belén de Judea).
Esta asimilación de la fiesta fue posible porque según los Santos Padres, y tomando pie del Benedictus (Lc. 1, 78), Cristo es el verdadero Sol que nace de lo alto. Por otra parte, tampoco puede olvidarse que ya desde antiguo se creía que el mismo día de la creación del mundo había tenido lugar también la encarnación del Verbo y su muerte. Siguiendo el mismo procedimiento simbólico-astronómico se fijó esa fecha en torno al equinocio de primavera, concretamente en el día 25 de marzo, día que aún hoy sigue celebrándose la fiesta de la Anunciación. Con solo añadirle los nueves meses habituales de la gestación humana tenemos el día 25 de diciembre como fecha del alumbramiento de Cristo
En el pontificado de Sixto III (c. 432-440) se introdujo la costumbre de celebrar la misa de medianoche en la basílica de santa María la Mayor. Probablemente porque dicho papa había mandado construir en esa basílica una capilla en honor del nacimiento de Cristo que rememoraba la gruta de Belén. De ahí que luego se conociera también este templo con el nombre de santa María del Pesebre. Quizás la costumbre de celebrar ahí a medianoche fuera importada de la iglesia de Belén, donde según testimonio de los peregrinos antiguos, como la peregrina Egeria, a esa hora se congregaba la comunidad cristiana con su obispo al frente para celebrar in situ el nacimiento de Jesucristo. Y tampoco resulta improbable que se hiciera rememorando la práctica de la vigilia pascual ya que todo el ciclo de Navidad acabó configurándose de modo similar al de Pascua, con su preparación (adviento/cuaresma), celebración (Navidad/Pascua) y octava. Esta misa de medianoche es la que, extendida luego a todo el occidente, se denomina popularmente misa del Gallo. En ella pronto se dieron manifestaciones de teatro religioso, como el canto de la sibila, singularmente en el ámbito mediterráneo, o la anunciación a los pastores. También en esta misa se cantaba, y puede cantarse todavía, la kalenda, trasladada del Oficio nocturno.
En numerosos lugares fue costumbre que coros de pastores cantaran por las calles y en los templos, interpretando además danzas, que en muchos casos se prohibieron por irrespetuosas.
La segunda misa, del alba o de los pastores, se celebra al amanecer. En Roma tenía lugar la misa estacional en la iglesia de Santa Anastasia. Su origen es más bien casual ya que, al tener que trasladarse el papa con su séquito de la basílica de santa María la Mayor, donde celebraba la misa de medianoche, a la de san Pedro, para celebrar la del día, se hacía una parada de descanso en la iglesia titular de santa Anastasia junto al Palatino. La memoria de la santa coincidía precisamente con el 25 de diciembre y era festejada solemnemente por los miembros de la curia pertenecientes al rito bizantino. Probablemente, el papa quiso unirse a dicha fiesta y así, al menos desde el siglo VI, presidía otra celebración eucarística en dicho templo antes de continuar hasta san Pedro. La fiesta de la santa fue perdiendo paulatinamente su importancia siendo sustituida en la práctica por una segunda conmemoración de la Navidad, de forma que la memoria de santa Anastasia sólo quedó en una mención y, finalmente, en la reforma litúrgica posterior al Vaticano II desapareció por completo. Aún así se mantuvo la segunda misa, llamada del alba. Finalmente, la tercera se celebraba ya de día y era la más solemne. En Roma esta última tenía lugar, como ya se ha dicho, en la basílica de San Pedro. Sin embargo, en el siglo XII se produjo una alteración en esta secuencia ya que el papa dejó de asistir a la misa de medianoche en santa María la Mayor y comenzó a celebrarla en san Pedro, desplazándose al templo mariano el día de la octava de Navidad, es decir, el 1 de enero.
La celebración de las tres misas de Navidad  pronto se extendió a otros lugares, aunque hasta el siglo XVI no se generalizó, una vez que ya había quedado recogida en el misal de San Pío V.
La Navidad constituye un tiempo muy rico no sólo desde el punto de vista litúrgico sino también en cuanto se refiere a la celebración de ritos populares. Tanto en los días previos como durante los siguientes al día de Navidad era frecuente, y en algunos lugares todavía lo es, que grupos de niños, jóvenes y mayores recorrieran las calles pidiendo el aguinaldo. Incluso hay cantos típicos para ello. Existe igualmente la costumbre de visitar los belenes instalados en cada localidad y, entre los gestos populares incorporados a la liturgia navideña, destaca la adoración del Niño Jesús que suele tenerse al finalizar la misa.
El día de los Santos Inocentes y la fiesta del obispillo
Dentro del tiempo navideño una de las festividades más ricas desde el punto de la ritualidad y el folcklore es el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. El evangelista san Mateo 2, 13-18 relata el cruento episodio según el cual, alertado Herodes por los Magos de que había nacido el rey de Israel y que venían a adorarlo, éste ordenó la matanza de todos los niños nacidos en Belén, lugar del nacimiento del Mesías según le comunicaron los letrados.
Avisado por un ángel en sueños, san José tomó a la Virgen y al Niño y salió de noche huyendo hacia Egipto. Según la tradición los restos de estos niños se enterraron en una cueva cercana al lugar del nacimiento de Cristo, donde andando el tiempo se alojó san Jerónimo, y desde el principio se veneraron por considerarlos mártires, a pesar de no haber llegado aún al uso de razón en el momento de su asesinato.
Desde luego hay que situar en su justo punto el hecho de la matanza; hoy es insostenible la opinión vertida por los evangelios apócrifos y mantenida luego por mucho tiempo en la tradición popular según la cual el número de niños muertos se elevó a tres mil. Esto resulta imposible ya que Belén en el momento del nacimiento de Cristo rondaría los mil habitantes y, por lo tanto, el número de recién nacidos en ningún caso pudo sobrepasar en un arco temporal de dos años más allá de los veinte o treinta. Los restos de los Santos Inocentes comenzaron a venerarse también en otros lugares; por ejemplo, en Roma, en la basílica de san Pablo extramuros, motivo por el cual la misa estacional de dicha festividad tenía lugar allí. Durante la Edad Media sus reliquias siguieron distribuyéndose por toda Europa y muchos orfanatos se pusieron bajo su advocación, así como otras instituciones de caridad destinadas a la protección de la infancia. Todavía hoy se estila en dicho día a dar la inocentada, si bien poco a poco se está perdiendo la tradición, al igual que se han perdido casi en su totalidad algunas celebraciones propias de esta fiesta, como la del obispillo y otras similares, en las que se procedía a la subversión de la realidad, siendo los niños los principales protagonistas.
Fue costumbre en catedrales, colegiatas y monasterios celebrar el 28 de diciembre la fiesta del obispillo, en la que los niños de coro elegían por un día a uno de ellos para desempeñar las funciones episcopales. Se revestía de los ornamentos pontificales y todos debían prestarle obediencia, hasta los mayores, de forma que incluso imponía multas a los capitulares con cuyo importe sufragaban la cena de ese día. De igual modo, los escolanos tomaban posesión del coro catedralicio y, al modo de los canónigos, imitaban el canto de las horas. Parece que pronto dio lugar a desórdenes a tenor de la regulación efectuada por el obispo de Jaén Alonso Pecha en 1368, de forma que en adelante debía celebrarse de acuerdo con el siguiente protocolo: “Que los infantes del coro hagan su fiesta de su obispo honestamente y que los beneficiados de dicha nuestra Iglesia los honren e obedezcan, e que todas las otras de soluciones cesen por manera que no se traiga el almuerzo ni prediquen cosas deshonestas ni echen ajiles sucios ni inciensen con cosas e a los que contrario ficieren sean privados de la razión e pitanzas e aniversarios por ocho días continuos”.
Sin embargo, a pesar del control episcopal poco mejoraron las cosas en los siglos siguientes, de forma que hubo de prohibirse porque daba lugar a todo tipo de desórdenes. Por ejemplo, en 1527, fray Diego Fernández de Villalán, obispo de Almería, suprimía la fiesta del Obispillo porque “se turba el culto divino y algunos días antes y después no hay concierto en el Coro y asimismo se hacen muchas disoluciones dentro de la Iglesia”
Más adelante, los sínodos, especialmente a raíz de Trento, intentaron desarraigar por completo esta celebración. Así, por ejemplo, en el concilio provincial de Toledo que tuvo lugar en 1565-1566 se redactó un canon, el XXI, en el que se manda que “no haya obispillos en las iglesias, ni regocijo profano el día de los Inocentes, sobre todo, pero tampoco en ninguna otra ocasión”
Hablando de los Santos Inocentes no puede dejar de mencionarse por último la advocación mariana de la Virgen de los Desamparados, patrona del Reino de Valencia ya que, en su origen, su título completo era el de “Madre de Dios de los locos, inocentes y desamparados”.
La historia dice que en 1407 el padre Jofré se dirigía a la catedral para pronunciar un sermón cuando presenció el linchamiento de un enfermo mental en una calle de Valencia. Este hecho le llevó a tomar la decisión de fundar un hospicio para enfermos mentales, empresa en la que fue secundado po runa nueva hermandad erigida con el título de “Nostra Dona Sancta dels Folls Innocents e Desemparats”, debido a que, atendiendo a la gran cantidad de niños desamparados que deambulaban por las calles valencianas, se determinó ampliar el ámbito asistencial a los niños desamparados, expósitos y abandonados. Poco a poco, la advocación de la Virgen se fue reduciendo y quedó tan sólo como de los Desamparados, pero en su origen incluía también a los inocentes por antonomasia, los niños abandonados. De ahí que a los pies de la Mare de Deu aparezcan unos niños protegidos por el amplio manto de su misericordia y de la caridad de la hermandad.
La octava de Navidad y el dulce Nombre
El 1 de enero es la octava de Navidad. En los libros litúrgicos más antiguos de Occidente en dicho día se concentran una serie de celebraciones diversas. Por un lado, y con el fin de sustituir la fiesta pagana en honor de Jano, que solía degeneraren orgías idolátricas, se instituyó un oficio de carácter penitencial con intención
Por otro lado, en dicho día la liturgia romana situó, quizás, la primera festividad en honor de la Virgen María para conmemorar el misterio de su Maternidad divina. Además, a partir del siglo VI comienza a celebrarse en diversas iglesias del Occidente la circuncisión del Señor de acuerdo con el relato del evangelista san Lucas 2,21: «Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al Niño, le dieron el nombre de Jesús». La liturgia romana, sin embargo, no incorporó esta memoria hasta el siglo XI. Todos estos elementos pasaron al misal de san Pío V, promulgado tras la celebración del concilio de Trento, si bien en la reforma posterior al Vaticano II el 1 de enero ha quedado dedicado a celebrar la solemnidad de Santa María Madre de Dios, es decir su Maternidad Divina, ya que, por otro lado, fue suprimida la fiesta del 11 de octubre, de origen bastante tardío. De acuerdo con lo dicho, durante los siglos modernos, el elemento central de la fiesta del 1 de enero era la circuncisión e imposición del nombre a Jesús, según la costumbre hebrea. La fiesta venía así a incorporarse al creciente movimiento de devoción al Nombre de Jesús que, desde el siglo XV, venían promoviendo los franciscanos, destacando entre ellos san Bernardino de Siena, al igual que los dominicos. Luego se sumaron los carmelitas y, sobre todo, la Compañía de Jesús. Un medio destacado para la popularización de esta devoción fue la costumbre de venerar pequeñas tallas del Niño Jesús, que aparecen tanto en los domicilios particulares como en las clausuras femeninas
Estas devociones pasaron con algún éxito al romancero popular. Y, curiosamente, se mezcló con las celebraciones de la Semana Santa y la Pascua, de forma que en muchos pueblos tiene lugar en la mañana del Domingo de Resurrección la procesión del Niño perdido en el que la Virgen busca y, finalmente, encuentra a su Hijo resucitado. Por otro lado, existe en la comunidad valenciana la advocación de la Virgen del Niño perdido. Según el relato oral esta imagen se veneraba en una casa de beguinas donde se recogían niños abandonados o expósitos. De ahí que, en su origen, el título de la advocación fuera, con toda probabilidad, de los niños perdidos, pero el Papa Clemente IX lo cambió por el del Niño Perdido. La fiesta se celebraba el domingo siguiente a la fiesta de Reyes, en la cual se celebraba la pérdida y hallazgo de Jesús niño.
La imagen de la Virgen del Niño Perdido fue trasladada al convento de los padres agustinos de Caudiel en 1627, al adquirir los citados religiosos el edificio valenciano de las beguinas. En el citado convento se construyó una bellísima capilla barroca concluida en 1684,a la cual se añadió el camarín, concluido en 1701. Tras la exclaustración, el edificio se convirtió en iglesia parroquial y la imagen original fue destruida en la guerra civil. Se hizo una nueva que fue coronada canónicamente en 1956.  
La solemnidad de la Epifanía
La solemnidad de la Epifanía, o fiesta de los Reyes Magos es desde el punto de vista popular la última gran fiesta dentro del tiempo estrictamente litúrgico de la Navidad es la de la Epifanía, o adoración de los Reyes Magos. En el Oriente cristiano aún en el siglo IV el 6 de enero se celebraba la fiesta del nacimiento de Cristo. Esta fiesta se trasladó a Occidente a través de África y las Galias a mediados del siglo IV como día de la Aparición, Manifestación o Epifanía, introducíéndose sin dificultad en las liturgias hispánica, galicana y romana. Y de todos los elementos de manifestación de la divinidad de Cristo que en dicha fiesta se conmemoraban el que más popularidad alcanzó fue, sin duda, el de la adoración de los Magos.
La liturgia romana venía conmemorando este episodio conjuntamente con el de la Navidad el día 25 de diciembre, pero al incorporarse al calendario la festividad del 6 de enero desplazó a dicho día la memoria de la adoración en el contexto global de la expansión del mensaje de Cristo a todos los pueblos, de la irradiación de la Luz del Sol verdadero a todas las naciones. Con todo, no desaparecieron por completo de la liturgia de este día los otros elementos complementarios del bautismo del Señor y el primero de sus milagros, el de las bodas de Caná, que en algunas liturgias como la copta, siriaca y etiópica resultan mucho más patentes61. Tan solo el evangelista san Mateo (2,1-12) refiere la adoración de los magos, en la que introduce la profecía de Miqueas (5,1), según la cual el Mesías había de nacer en Belén. Hasta allí llegaron «unos magos que venían de Oriente», sin precisar nada más, ni cuántos eran ni cómo se llamaban ni de dónde venían exactamente. Por ello pronto comenzaron a circular detalles más o menos apócrifos. Así, en cuanto al número, osciló entre los dos que aparecen en el fresco de las catacumbas de san Pedro y san Marcelino de Roma y los doce de las tradiciones sirias y armenias; con todo, se fijó más o menos pronto en tres, como atestigua un sarcófago paleocristiano del Museo Lateranense y los mosaicos de San Apolinar de Ravenna, con toda probabilidad por el hecho de que fueron tres las ofrendas depositadas ante el Niño Jesús: oro, incienso y mirra. Los Padres comenzaron a interpretar estas ofrendas en sentido simbólico: el oro por ser Rey, el incienso por ser Dios, y la mirra por ser hombre mortal (se utilizaba para ungir los cuerpos antes de depositarlos en el sepulcro). En cuanto a los nombres propios de los magos, cabe decir que son relativamente recientes. Aparecen ya en un manuscrito conservado en París fechado a finales del siglo VII, así como en otro italiano del siglo IX, bajo la forma de Bithisare, Melichior y Guthaspa. ¿De dónde venían exactamente? No se sabe. Cierto que del Oriente, probablemente de Persia.
Desde el siglo XI se comprueba la existencia de un culto a los reyes magos directamente relacionado con sus reliquias. Según la tradición, regresaron a sus lugares de origen y allí fallecieron, siendo enterrados sus cuerpos en Saba. La reina santa Elena descubrió las reliquias y las trasladó a Constantinopla. Desde allí fueron llevadas a Milán por el obispo san Eustorgio, siendo posteriormente veneradas junto al cuerpo de éste, también elevado al honor de los altares.
Los tres magos fueron invocados como patronos de los viajeros y peregrinos y en su honor se acondicionaron, fundamentalmente en Alemania y Suiza, albergues para ellos que eran fácilmente identificables por la estrella que lucían en su fachada. A los tres magos se les pedía no sólo un buen viaje, como el que ellos realizaron, sino también «marchar sin cansarse», y al igual que ellos, que tuvieron la dicha de ver y adorar a Cristo, se imploraba también la gracia de una buena muerte.
La Presentación del Niño en el Templo o la fiesta de la Candelaria
La fiesta del 2 de febrero forma parte también, aunque no litúrgicamente, del ciclo navideño. Celebra el acontecimiento relatado por san Lucas 2, 22-40 que responde al mandato del libro del Exodo 13, 1ss  por el que había que consagrar a Dios todo primogénito varón rescatándolo mediante la ofrenda prescrita, así como la purificación
Como atestigua la peregrina española Egeria, en Jerusalén se celebraba esta fiesta ya en el siglo IV a los cuarenta días de la Navidad «con una gran alegría semejante a la de Pascua». Hay que tener en cuenta que como todavía no se había trasladado la Navidad del 6 de enero al 25 de diciembre, la festividad de la presentación caía por entonces en el día 15 de febrero; sin embargo para comienzos de la centuria siguiente, por similitud con las Iglesias occidentales al festejarse el Nacimiento el 25 de diciembre la fiesta de la presentación se adelantó al 2 de febrero, fecha en la que se ha mantenido hasta la actualidad, guardando estrictamente los cuarenta días señalados para el rito de la purificación. En el año 534 ya se festejaba con singular solemnidad en la corte de Constantinopla, siendo generalmente conocida como la fiesta de la Hipappante o del encuentro al rememorar también el encuentro de Jesús en el Templo con el anciano Simeón y con la profetisa Ana. Justiniano I en 542, en cumplimiento de un voto después de una epidemia, ordenó que fuera celebrada «en todo el orbe». En el siglo VII esta fiesta se celebraba ya en Roma como de la Purificación de la Virgen, siendo característica una procesión nocturna en la que los fieles participaban con cande-las marchando desde la iglesia de san Andrés hasta la de santa María la Mayor. Poco a poco dicha procesión fue cobrando un carácter penitencial, notable ya en el siglo VIII, que hizo que los ornamentos dejaran de ser  blancos en beneficio de los de color morado. En los s. IX-X a la procesión se añadió la bendición de las candelas. Esta procesión pronto se convirtió en el elemento más característico de la fiesta de forma que incluso, a nivel popular, hizo que se conociera como de la Candelaria, título luego aplicado a la Virgen, de forma que así se venera en numerosos lugares, como en la isla de Tenerife, de la cual es patrona. En algunos lugares en la procesión se llevan las imágenes de la Virgen con el Niño y también la de san José, recordando el relato evangélico. Estos cuarenta días marcaron también el tiempo de pureza legal de la madre en la sociedad rural. De ahí que, por ejemplo, en algunos lugares de Castilla y León se canta la copla que dice: «El día de las candelas el día dos de febrero el día que salió a Misa María, Madre del Verbo»

jueves, 9 de noviembre de 2017

EL ADVIENTO, ENTRAMADO DE RELIGIOSIDAD POPULAR



EL ADVIENTO, ENTRAMADO DE RELIGIOSIDAD POPULAR

Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular



El Adviento es un tiempo especialmente gozoso, con esa alegría incontenida de quien está esperando a Alguien sumamente amado, sumamente deseado. Muchas tradiciones populares han nacido al hilo de Adviento preparando la inmediata Navidad, tradiciones que habría que situar a partir de las ferias mayores (17-24 de diciembre) reservando las tres primeras semanas de Adviento a la venida última y gloria de Cristo.
El Adviento y, singularmente, el tiempo de Navidad son una época del año cargada de festividades, celebraciones y ritos de gran calado popular. Al ritmo que marca la liturgia, la piedad popular ha tejido a lo largo de los siglos un complejo y rico entramado en los que la maternidad y la infancia son protagonistas principales.
La preparación para el nacimiento del Niño Jesús y la celebración anual de este entrañable acontecimiento determinan necesariamente que el propio recién nacido sea el objeto central de la celebración y, junto a Él, su Madre.
No se trata aquí de hacer un tratado sobre el origen, el desarrollo histórico y la teología que subyace al tiempo litúrgico del Adviento, sino tan sólo de ver en qué medida ha sido propicio para la inserción de celebraciones piadosas populares. En cualquier caso, conviene comenzar señalando que el Adviento es el tiempo litúrgico de preparación para el nacimiento de Cristo que se celebra en la Navidad. Se compone de cuatro semanas, que incluyen los cuatro domingos anteriores al 25 de diciembre. Su origen se remonta al siglo IV, probablemente en el ámbito de Hispania y las Galias y, con toda seguridad, en el Occidente ya que las iglesias orientales tardaron todavía mucho tiempo en incorporarlo al ciclo litúrgico. Por entonces tenía distinta duración según los diversos ritos: Desde las cinco o seis semanas de los ritos hispano, galicano y ambrosiano hasta las dos del bizantino. San Gregorio Magno fijó en cuatro las semanas del Adviento para el rito latino romano
Desde el punto de vista litúrgico y espiritual, en el Adviento se pueden descubrir tres dimensiones superpuestas: La histórica, que recuerda el nacimiento de Jesucristo según la carne en su primera venida; la espiritual, que invita a prepararse adecuadamente para recibir al Señor, que se hace de nuevo presente; y la escatológica, que recuerda que Cristo ha de volver en su segunda venida, en gloria y majestad.

La corona de Adviento

La corona de Adviento, de origen germánico, se va imponiendo progresivamente porque ayuda a percibir el significado de este tiempo litúrgico. Consiste en una corona de ramas verdes (valor simbólico del círculo y del follaje, como signo de revitalización y esperanza), ceñida por una cinta roja (que vendría a significar el amor de Dios). En ella se ponen cuatro velas, que se encienden sucesivamente durante los cuatro domingos del Adviento. Pueden ser de diferentes colores o, mejor, tres moradas (color del Adviento) y una rosa (que se enciende el domingo de gaudete o de la alegría, que es el tercero). Hay algunos personajes que son típicamente representativos del Adviento, de acuerdo con la liturgia: El profeta Isaías, Juan el Bautista (el Precursor, que anuncia la inminencia de Cristo) y principalmente, la Virgen María. De hecho, el Adviento es un tiempo eminentemente mariano ya que, con María, la Iglesia aguarda el nacimiento del Salvador.

Novena a la Inmaculada

La fiesta de la Inmaculada (8 de diciembre), profundamente sentida por los fieles, da lugar a muchas manifestaciones de piedad popular, cuya expresión principal es la novena de la Inmaculada. No hay duda de que el contenido de la fiesta de la Concepción purísima y sin mancha de María, en cuanto preparación fontal al nacimiento de Jesús, se armoniza bien con algunos temas principales del Adviento: nos remite a la larga espera mesiánica y recuerda profecías y símbolos del Antiguo Testamento, empleados también en la liturgia del Adviento.
Y dado que el tema central del Adviento es la esperanza, ésta se visualiza en el estado de gravidez de la Virgen, a la que se celebra como Virgen de la Expectación del Parto o de la Esperanza. Su fiesta es el 18 de diciembre, que en la antigua liturgia hispánica o mozárabe era la principal celebración mariana del año litúrgico.
También existe la curiosa advocación de la O, la Virgen de la O, cuyo origen se encuentra precisamente en las antífonas de las vísperas que desde el 17 de diciembre comienzan con la exclamación ¡Oh…! (en latín ¡O …!).
En ocasiones, la iconografía es resueltamente explícita a la hora de expresar el misterio de la gestación divina en el seno virginal de María. Una de las formas utilizadas a partir del siglo XVI ha sido la de abrir un hueco en el vientre de las tallas de la Virgen en el que aparece la imagen del Niño Jesús, cuyo precedente más inmediato lo constituyen los iconos bizantinos de la Virgen orante con un disco resplandeciente en el pecho sobre el que aparece la figura del Niño

La fiesta de San Nicolás

Al comienzo del Adviento se sitúa la conmemoración de San Nicolás, un santo muy relacionado con la infancia, pues no en vano en tiempos antiguos era la fiesta escolar por excelencia por cuanto el santo se había alzado con el patronazgo de los escolares, entendiéndose estos por los miembros de la schola.
Su culto se difundió extraordinariamente, sobre todo desde que sus reliquias se trasladaron a Bari en 1087. San Nicolás es el primer estadio de la popular figura de Santa Claus (corrupción de su nombre latino Sanctus Nicolaus) o Papá Noél de la tradición nórdica y anglosajona, ampliamente difundida con posterioridad a escala mundial. Según narra la Leyenda Dorada, san Nicolás, obispo de Mira, en el Asia Menor, defendió la reputación de tres doncellas, a las que dotó para que pudieran contraer matrimonio, arrojando durante la noche tres bolsitas con monedas de oro al interior de su casa. También se cuenta que devolvió la vida a tres niños (escolares) a quienes un malvado carnicero había asesinado y puesto en salazón.
Así, San Nicolás quedó como protector de la infancia y en su fiesta se comenzó a entregar regalos a los niños. De esta forma, en muchos lugares constituye el comienzo de las fiestas navideñas.
Desde esta realidad teológica y espiritual, que se plasma en la liturgia de Adviento, la piedad popular desarrolla algunos puntos: La piedad popular es sensible al tiempo de Adviento, sobre todo en cuanto memoria de la preparación a la venida del Mesías. Está sólidamente enraizada en el pueblo cristiano la conciencia de la larga espera que precedió a la venida del Salvador. Los fieles saben que Dios mantenía, mediante las profecías, la esperanza de Israel en la venida del Mesías. (Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, 2002, 97).

Novena de Navidad

Otro elemento popular del Adviento es la novena de Navidad. Esta nació para comunicar a los fieles las riquezas de una Liturgia a la cual no tenían fácil acceso. La novena navideña ha desempeñado una función valiosa y la puede continuar desempeñando.
Sin embargo en nuestros días, en los que se ha facilitado la participación del pueblo en las celebraciones litúrgicas, sería deseable que en los días 17 al 23 de diciembre se solemnizara la celebración de las “Vísperas” con las “antífonas mayores” y se invitara a participar a los fieles. Esta celebración, antes o después de la cual podrían tener lugar algunos de los elementos especialmente queridos por la piedad popular, sería una excelente “novena de Navidad” plenamente litúrgica y atenta a las exigencias de la piedad popular.
Aquí cada parroquia o cada comunidad debería hacer un esfuerzo mayor para solemnizar moderadamente la liturgia de estas fiestas mayores.
La religiosidad popular, a causa de su comprensión intuitiva del misterio cristiano, puede contribuir eficazmente a salvaguardar algunos de los valores del Adviento, amenazados por la costumbre de convertir la preparación a la Navidad en una “operación comercial”, llena de propuestas vacías, procedentes de una sociedad consumista.
La religiosidad popular percibe que no se puede celebrar el Nacimiento de Señor si no es en un clima de sobriedad y de sencillez alegre, y con una actitud de solidaridad para con los pobres y marginados; la espera del nacimiento del Salvador la hace sensible al valor de la vida y al deber de respetarla y protegerla desde su concepción; intuye también que no se puede celebrar con coherencia el nacimiento del que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21) sin un esfuerzo para eliminar de sí el mal del pecado, viviendo en la vigilante espera del que volverá al final de los tiempos.

El nacimiento

Preparar el belén es momento festivo y comunitario, también de buen gusto, que ofrece ocasión para catequizar y luego ser bendecido.
Además de las representaciones del pesebre del Belén, que existían desde la antigüedad en las iglesias, a partir del siglo XIII se difundió la costumbre de preparar pequeños nacimientos en las habitaciones de la casa, sin duda por influencia del “nacimiento” construido en Greccio por San Francisco de Asís en el año 1223. La preparación de los mismos (en la cual participan especialmente los niños) se convierte en una ocasión para que los miembros de la familia entren en contacto con el misterio de la Navidad, y para que se recojan en un momento de oración o de lectura de las páginas bíblicas referidas al episodio del nacimiento de Jesús.
A los elementos añadidos de la piedad popular, junto al dinamismo propio de la liturgia del Adviento habría que añadir: Catequesis de adultos que desglosen bien los contenidos litúrgicos del tiempo de Adviento, predicaciones y retiros para orar sosegadamente y acrecentar la esperanza, el canto de Vísperas o el Oficio de lecturas en forma de vigilia para estar con las lámparas encendidas a la espera del Esposo.

martes, 17 de octubre de 2017

CULTO A LOS MUERTOS, UNA MIRADA DESDE LA RELIGIOSIDAD POPULAR


NOVIEMBRE, MES DE DIFUNTOS


CULTO A LOS MUERTOS, UNA MIRADA DESDE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular




La relación de Dios con su pueblo se vive siempre entre el amor y el temor, el pueblo tiene la certeza de que Dios acompaña su caminar pero que a su vez vigila y recompensa según sus actos. A Dios se le encuentra sobre todo en el culto, en los ritos y en las cosas sagradas. Por eso la religiosidad popular es muy simbólica. Hay una gran valoración de las bendiciones, de las imágenes, de los lugares, de las velas, del agua bendita y demás símbolos religiosos.
Dentro de este contexto la muerte tiene un alto sentido religioso. Hay un verdadero culto a los muertos unido a la convicción del “más allá”. La religiosidad popular es itinerante: “Se va” a templos, santuarios, lugares religiosos…Ello va unido a las “promesas”, mezcla de interés por los beneficios divinos y de gratitud.
Esta afirmación la  podemos colocar como la carta de presentación de la religiosidad popular, la cual siempre está abierta y toma de lo más significativo para el hombre. La religiosidad se mueve entre los aspectos más sencillos pero a la vez más delicados de la experiencia de fe. El hecho de que la religiosidad popular sea simbólica va a implicar una gran variedad de elementos naturales, como el agua, el fuego y con ellos una serie de expresiones de todo tipo, en donde la súplica, la alabanza y el temor son la temática esencial de la religiosidad.
La cotidianidad de la religiosidad popular no está basada en la lectura de grandes autores teológicos, ni en la comprensión de su propia realidad religiosa, ésta vive el presente y encuentra en los detalles de cariño para con Dios, las muestras más grandes de afectividad hacia él, por eso las imágenes en las casas y los rezos.
Una religiosidad no se conoce sólo por sus manifestaciones, sino sobre todo por las actitudes, motivos y valores envueltos en esas manifestaciones.
Nada de lo mencionado sobre la religiosidad popular es válido si no se intenta por lo menos, encontrar los sentimientos que están en medio de todas estas manifestaciones, porque la religiosidad nace de allí, de cada experiencia personal que se tiene con Dios. Es totalmente válido el querer ir al sentimiento y a la inspiración que se tiene por Dios a través de la fe popular.
Muchas de las tendencias más cuestionables de la religiosidad popular no desaparecen sólo con un esfuerzo catequético o evangelizador. Pues mientras no se produzca una promoción humana, una comunidad tiene imperiosa necesidad de ese tipo de religiosidad, que es lo único capaz de equilibrar su inseguridad radical.
La “religión de la pobreza” nos parece demasiado interesada en beneficios, demasiado ritualista, de un providencialismo excesivo. Pero en ese contexto de vida, cuando no se tiene casi nada ni se puede recurrir a nadie, la religión cumple una función límite, que aun a la vista de sus deficiencias es respetable: Es la única esperanza de la gente.
La pobreza del hombre le permite reconocer que la presencia de Dios en su vida es vital, y si se puede entender como una postura interesada, una comunidad cristiana pobre hace de la religiosidad el medio de comunicación que le facilita entenderse con su Dios, en donde los pactos, promesas, suplicas y alabanzas se hacen presentes.
El Dios de los pobres y los pobres de Dios, es la primera identidad de una religiosidad que se establece como mediadora entre ambos.
La espiritualidad va a involucrarse con todos los aspectos de la vida, si se le permite, va a entablar una relación permanente con todo lo que afecta el mundo.
No cabe duda de que la presencia del Espíritu es lo más radical en la espiritualidad. Pero se necesitan, además, otros datos. Se presenta también la espiritualidad como la forma envolvente y unificadora de entender la vida: Dios, el hombre, la muerte, el universo, la historia, el amor.
 Cuando se reconoce que la espiritualidad afecta la historia, el amor e incluso la muerte, se espera que estas realidades humanas se entiendan y se vivan bajo la mirada que el Espíritu ofrece. Cuando en la vida humana se percibe que la acción del Espíritu dirige muchas de sus experiencias, se reconoce un elemento especial, distinto, de lo que generalmente se vive.
Es innegable reconocer la espiritualidad en los distintos campos de la vida, se logra una percepción inmediata en alguien que actúa adecuadamente, sus pensamientos y su respuesta ante la vida es distinta, posee una particularidad, a veces, inexplicable. En la actualidad se habla de distintas espiritualidades, se entiende que las diferentes experiencias de fe, ofrecen una espiritualidad, una manera de entender la vida bajo la fe que se vive en cada caso.
Es una certeza que la espiritualidad da otro sentido a la existencia de los seres humanos, en donde por medio de ella se sienten sumergidos en una relación de cercanía con Dios. Es esta la fuerza que da el Espíritu del Resucitado al que cree en él y da testimonio de su presencia en la vida del hombre.
Es por la fuerza del Resucitado que toda la fe cristiana tiene sentido, desde este hecho trascendental la mirada que da el ser humano a las cosas es distinta y aún más cuando se trata de la muerte.
La fuerza que da la vida en Cristo y su hecho salvífico va resignificar todos los aspectos de quien cree y vive el Reino prometido. Por esta experiencia de sentir a Jesús presente en todo es que el hombre va tener la capacidad de mirar todo de una forma distinta a aquel que no se ha abierto a la experiencia que el cristianismo ofrece. Esta manera de ver las cosas tendrá muchas posibilidades de vivir los acontecimientos que la vida por sí misma presenta a la humanidad.
San Pablo menciona que: “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” es decir que la esperanza cristiana ante la muerte es superior, la muerte ha sido vencida por la entrega del Hijo al Padre y ha hecho participe a toda la creación de esta condición salvadora. Por eso es lógico encontrar esa esperanza que solo la espiritualidad cristiana expresa en la vida eterna y de la cual todo creyente de alguna u otra vive. El resucitado ha dado sentido a la vida misma y no permite que quien desee acogerse a su fuerza pierda el rumbo y el horizonte de su vida, en su compañía el camino se hace llevadero y las debilidades se transforman en fortalezas.
El culto a los muertos –visita a los cementerios, el encendido de velas y flores sobre sus tumbas-- para el catolicismo a través de su historia ha ocupado un lugar bastante significativo y con el paso del tiempo ha vivido las modificaciones necesarias para su avance.
Dentro del rito a los muertos la cultura popular perteneciente al catolicismo ha creado una serie de propuestas rituales y celebrativas que marcan la experiencia de duelo de sus creyentes. La fe popular ha posibilitado que en medio del diario vivir, la vida del creyente se encuentre en continua comunicación o sintonía con la eternidad, porque ha hecho de sus lugares de descanso, los cementerios, templos de alabanza, esperanza, recuerdo y resurrección de los que se han ido.
El cristiano siente que sus difuntos lo escuchan y acompañan en todo el diario vivir y por eso hacen evocación por medio de recuerdos de sus seres queridos. Esta religión espera que quien fallece esté en la presencia de Dios y desde allí prepare un lugar para un encuentro definitivo.
Los cementerios encierran esta espiritualidad porque todavía se conserva el respeto y un silencio prudente dentro de estos lugares cuando se ven limitados solo a las visitas, el cristiano sigue considerando este lugar como un lugar de respeto, sagrado, donde descansan eternamente los “fieles difuntos”.
El cristiano espera poder reunirse con todos sus seres queridos en el cielo y por eso hace de sus moradas, sus tumbas, un lugar totalmente propio de cada difunto porque espera según su fe, que ya nada va a cambiar, sino que la eternidad si se logra percibir algo de ella, ya empieza a ser efectiva.
Muchas veces estas realidades de eternidad y cielo no son vividas conscientemente por la comunidad eclesial en su lugar popular; la vida de muchos con esta dedicación y seguimiento por sus difuntos está brindando la posibilidad de salvación a muchos que no encuentran la forma de consolar su corazón al sufrir una perdida en cualquier circunstancia.
El cristianismo gracias a su religiosidad popular se ha visto engrandecido en muchos aspectos, pero el culto a los muertos ha tenido la posibilidad de vivirse de otra forma, logrando que los ecos de resurrección se perciban por todas partes en los cementerios. Ha surgido una nueva espiritualidad de la mano del pueblo que ha hecho del homenaje a sus muertos un espacio para desnudarse ante el misterio divino y dejarse habitar por él, aunque muchas veces no se pueda entender o no se busque entenderlo, pero lo cierto es que por medio del cristianismo que recoge todas las experiencias que son importantes para el pueblo, por su tradición o por su contexto, se habla ya del “descanso”, de la “compañía”, del “recuerdo”, de estas condiciones humanas que por situaciones de la vida se olvidan del sentir cotidiano de los hombres. El culto a los muertos entre los cristianos ha dado la posibilidad de sentir que existe una nueva forma de vivir la partida de los seres queridos, una forma de sentir y acompañar a sí mismos este acontecimiento para vivir la muerte de una forma que no tiene nada que ver con su naturaleza, de soledad, simpleza y dolor.
La fuerza de un Dios resucitado es percibida en esta realidad del pueblo cristiano frente a sus muertos, porque la presencia y la cercanía entre Dios-hombre se torna incluso más viva en estos momentos de dolor y desorientación.
Muchas de las personas cristianas que viven un duelo por la muerte de un ser querido, su única referencia es en relación a Dios como el único que puede acompañar el momento; es decir, que Dios toma un rasgo que lo reconoce la misma historia salvífica como el “Dios que acompaña a su pueblo en medio de las tribulaciones”.
Esta realidad va a concretar que el Señor para ellos se encuentra vivo y presente en todo el acontecer de sus vidas y en él ponen toda su confianza, pero lo relevante en toda esta situación es que ellos, es decir, el pueblo de Dios, no lo tiene como un propósito, el cual quieren hacer notar en medio de su fe, sino que por simple fidelidad y amor a Dios aflora naturalmente, reconocido tal vez como un moción del Espíritu Santo.
Existe una realidad en toda esta dimensión espiritual que se ha exaltado en el cristianismo, y es que, frente a sus muertos existe un “nunca te olvidaremos”, esa condición de cercanía permanente entre los que ya se fueron y los que han quedado, que hace entender que sin duda existe un aporte nuevo para la vida de fe. Ese hecho y promesa de “no olvidar” se convierte en el vínculo más sagrado que va a permitir que los fieles tengan una conciencia de que Dios hace posible esta vinculación, entonces su unión con el Señor de la vida no termina fácilmente. Es bien fuerte esta realidad del “no olvidar” porque muestra una espiritualidad particular frente a la muerte en donde ésta no tiene la última palabra frente a las realidades y relaciones de los hombres. Es importante entender que la muerte no tiene un poder tan abrumador como se puede pensar, porque si no hay olvido por tanto no existe el primer rasgo del mayor pecado que se vincula con la resurrección, el olvido mismo.
Cuando una familia expresa a sus muertos que “nunca los olvidarán”, a su vez están dando un mensaje a los hombres en general, porque lo están invitando a que el recuerdo y la memoria sean vividas de otras formas, incluso desde el acontecimiento del dolor. Por otra parte están pidiendo que quienes tienen el gozo de estar unidos en vida, lo valoren aún más y por tanto que cuando la distancia y la muerte separen, nunca rompan los vínculos y lazos que una vez en vida los unieron. Es decir que el culto a los muertos del catolicismo está fortaleciendo las relaciones humanas bajo cualquier condición, en donde valores y gracias como el perdón, la unión y la paz se vivan en los momentos más difíciles de la vida.
Es así como se puede decir entonces que existe una religiosidad popular frente a sus muertos, porque ha logrado desde su humildad y sencillez de vida encontrar los vestigios más importantes del Reino en la tierra, y es vivir en una entrega total por el “no olvidar”, que podría ser el mayor pecado y que es un signo fundamental que el Resucitado ha dejado a quien desea seguirlo. El catolicismo se ve engrandecido por la forma como el mundo popular cree en la eternidad, siente que la vida terrenal no es lo último y a diario lo demuestra y lo siente por medio de sus expresiones. Son certezas de vida que se encuentran frente a sus duelos, memorias, historias y demás acontecimientos alrededor de la muerte.
El pueblo cristiano continuamente en sus muertos dentro de la fe católica está salvando a la humanidad de caer en el distracción que le puede generar la vida frente a Dios y que lo lleva a un sin sentido de la existencia, no entendiendo que n