LA ICONOGRAFÍA
EN LA RELIGIOSIDAD POPULAR
Por
Antonio DIAZ TORTAJADA
Presidente de la
Comisión Diocesana de Religiosidad Popular
La valoración
positiva de la “religiosidad popular” es una característica de nuestro tiempo. También
la Iglesia cada vez más es más consciente de la importancia que tiene la
llamada “religiosidad popular”.
“Después de un
tiempo en que vino a ser considerada como algo primitivo o como una
manifestación menos pura de la fe, --escriben los obispos de la Provincia
Eclesiástica de Valencia[1] --
son muchos los que en nuestros días ponen de relieve su riqueza y su
importancia para la transmisión de la misma”
En una cultura
marcada por el racionalismo de la Ilustración y por la idea del progreso del
siglo XIX no había lugar para un tipo de religiosidad que pasaba por ser una
vieja forma de superstición y magia, nacida de una visión mítica y pobre de la
realidad. Incluso dentro de la Iglesia, los procesos relacionados con la
renovación bíblica y con el movimiento litúrgico y ecuménico fomentaron una
actitud crítica frente a las diversas formas de piedad tradicionales.
Una buena parte
de los teólogos y no pocos responsables de la pastoral apenas se han fijado en
el valor de la “piedad del pueblo”.
Pero la tendencia
iba a cambiar de signo. A partir de 1973 aparecieron numerosos trabajos sobre
el tema. Los distintos puntos de vista llevan de hecho a acentuar en cada caso
unos determinados aspectos y a presentar definiciones en las que a menudo se
destaca un solo elemento. En algunos autores encontramos una aproximación de
tono histórico-antropológico que conduce a definir la “religión del pueblo”
como vivida en contraste con una religiosidad oficial. Aquí encontramos los
valores de un catolicismo no ilustrado, pero que comporta vivencias hondas y
significativas[2]
Otros desde una
perspectiva psicológica acentúan el elemento costumbre como el más
característico del catolicismo popular o de masas. Y no faltan tampoco los que
han identificado sin más la religiosidad popular con el folklore o lo han
definido como una manifestación de la falsa conciencia impuesta por la clase
dominante al proletariado. Se plantea el problema de la relación entre religión
y fe cristiana.
Esta
problemática está dominada todavía, incluso dentro del catolicismo, por las
ideas del teólogo calvinista K. Barth (1886-1968). Según este teólogo, la
revelación, si se toma totalmente en serio, sólo puede significar una cosa: La
acción soberana de la gracia de Dios, en la que Dios mismo se comunica y se da
conocer. La fe es la plena aceptación de ese hecho. En esta perspectiva, la
religión, según Barth no es más que increencia: No es la auténtica respuesta a
la manifestación de Dios en Cristo. Todas las religiones se presentan como
intentos de auto justificación y auto redención
por parte del hombre. Pero la revelación desenmascara esos intentos. Descubre
su no necesidad, es decir, la impotencia innata del hombre para realizar la
verdad. Entendido como religión, también el cristianismo es increencia. Sólo
por un acto de fe es posible aceptarlo como la verdadera religión. Pero en su
forma concreta no merece esta calificación. Indudablemente la visión de Barth
muestra un gran respeto por la soberanía de Dios. Sin embargo, cabe poner en
duda la exégesis de los primeros capítulos de la carta a los Romanos en que se
funda esta concepción. Además, el rígido planteamiento de este autor no permite
explicar el significado positivo de la grandeza de las religiones.
De todos modos, él
mismo matizó posteriormente sus puntos de vista, si bien hay que decir que
siempre subsiste la misma orientación fundamental. Hay que notar que en él la
palabra “religión” tiene una resonancia negativa y que todas las formas de
religiosidad, incluida la popular, participan de esa negatividad. De esta
forma, la concepción barthiana se opone a una determinada concepción, preponderante
en la teología católica, según la cual la religión y la fe no están en tensión
dialéctica ni se neutralizan mutuamente, sino que más bien se prolongan entre
sí.
Lo que equivale
a decir que la relación entre religión y fe no puede definirse como
discontinuidad, esto es, que la religión constituye un momento positivo de una
etapa imprescindible en la formación del sentido cristiano de lo sagrado. Por
tanto, la religión es un momento relativamente independiente dentro de la fe
cristiana, y la religiosidad popular puede considerarse como una
contextualización legítima (lo cual no quiere decir perfecta) de la experiencia
de Dios. Manifestaciones a favor de que la religión es momento positivo con
respecto a la fe cristiana las encontramos, por ejemplo, en el discurso de
Pablo en el Areópago (Hech 17,22-31). El Apóstol toma como punto de partida las
estatuas de las divinidades griegas e intenta aducir razones para hacer
reconocer al “dios desconocido” como el Dios de Jesucristo: “Lo que vosotros
adoráis sin conocerlo es lo que yo os anuncio”. Pablo no podría hablar así si
hubiera existido una ruptura total entre la religión y la filosofía griegas,
por una parte, y la fe cristiana, por otra.
Semejante
ruptura no se vio tampoco en los primeros siglos del cristianismo. Así,
Justino, padre apologeta del siglo II, afirmaba que el cristianismo es
ciertamente la única religión verdadera, pero que en cada hombre actúan las
semillas del “logos”.
Dando un salto
en el tiempo, en el siglo XV se pueden recordar también las ideas de Nicolás de
Cusa (1411- 1464) sobre lo que hay de común en todas las religiones; en el
siglo XVII las opiniones de Roberto Nobili (1577-1656) y Mateo Ricci
(1552-1610) sobre los ritos y usos indios y chinos, y las ideas de la
Ilustración sobre la religión natural. Pensemos también en la distinción que
hace el concilio Vaticano I entre el conocimiento de Dios basado en la creación
y el basado en la revelación cristiana. Y lo que aquí se dice del conocimiento
se puede extender lógicamente a la relación entre Dios y el hombre en general.
Podemos decir
que la fe es una opción fundamental y un proyecto total del hombre, en los que
se encuentra a sí mismo, su vida, a los otros y la realidad en su totalidad, al
encontrar a Dios. La fe no es un acto de la sola razón, ni de la voluntad sola,
sino que compromete al hombre entero y a todos los ámbitos de su realidad. Por
esta razón, no tiene importancia sólo para su ámbito privado y personal, sino
que tiene también una dimensión cultural, política y social, es decir, pública.
Desde el punto
de vista histórico, la revelación como acontecimiento originario se inicia en
Israel, sigue con Jesús, “mediador y plenitud de la revelación” y “en quien se
consuma toda la revelación de Dios”, y perdura en la historia de la Iglesia. El
acontecimiento originario de la revelación nos es actualizado y trasmitido por
la “Iglesia en su doctrina, vida y culto”, en los que “perpetúa y trasmite a
todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree”. Ello equivale a
decir que en el cristianismo la realidad de lo leído en la Escritura la ofrece
la Liturgia, que se convierte en lex
interpretandi Verbi Dei. La Liturgia es lex
credendi porque previamente es el lugar donde la Palabra de Dios nos es
dada como vida. El acontecimiento revelador, narrado en la Escritura y guardado
en la Tradición, se “contiene” simbólicamente y se actualiza en los sacramentos
de la Iglesia. Por ello, la Liturgia “contiene” (es decir, “actualiza”) la raíz
de nuestra fe, en cuanto celebración del misterio de Cristo en los sacramentos;
la “confiesa”, mediante la profesión de la fe o del Credo; la “entiende”, en
cuanto la Liturgia es lugar hermenéutico o sede la de interpretación eclesial de
la fe; y, por último, ha de seguir la fe para actuar por la caridad.
Esta relevancia
de la Liturgia es puesta de relieve por el concilio Vaticano II cuando afirma
que “la liturgia es la cumbre a la cual tiene la actividad de la Iglesia y, al
mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”[3] En
esta misma línea, teniendo presente la enseñanza del concilio Vaticano II y las
enseñanzas de Juan Pablo II, la Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos reconoce que “en el
curso de los siglos, las Iglesias de occidente han estado marcadas por el
florecer y enraizarse del pueblo cristiano, junto y al lado de las
celebraciones litúrgicas, de múltiples y variadas modalidades de expresar, con
simplicidad y fervor, la fe en Dios, el año por Cristo Redentor, la invocación
del Espíritu Santo, la devoción a la Virgen María, la veneración de los santos,
el deseo de conversión y la caridad fraterna”. Todo esto constituye lo que se
ha dado en denominar comúnmente “catolicismo popular”, “religiosidad popular” o
“piedad popular”[4].
Cuando Juan Pablo II dirige un “mensaje” a la Asamblea General Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos se refiere al tema de la “religiosidad
popular” y la describe con precisión afirmando que “constituye una expresión de
la fe que se nutre de elementos culturales de un determinado ambiente,
interpretando e interpelando la sensibilidad de los participantes de modo vivo
y eficaz […] en sus manifestaciones más auténticas, no se contrapone a la
centralidad de la Sagrada Liturgia, sino que favoreciendo la fe del pueblo que
la considera su connatural expresión religiosa, predispone a la celebración de
los sagrados misterios”
En la
religiosidad popular (fe y devociones populares, catolicismo popular, fe del
pueblo, piedad popular...) intervienen múltiples factores religiosos y
culturales, la tradición y lo social, la participación activa de unos grupos y
la ausencia de otros que, por el carácter religioso del que hacen gala, se
piensa que debieran estar más cerca de esta forma de vivir la fe. Sea como
fuere, la religiosidad popular en una realidad muy compleja, tanto en unos
contenidos como en sus manifestaciones.
“La piedad popular no puede ser ignorada ni
tratada con indiferencia o desprecio, porque es rica en valores, y ya de por sí
expresa la actitud religiosa ante Dios; pero tiene necesidad de ser
continuamente evangelizada, para que la fe que expresa llegue a ser un acto
cada vez más maduro y auténtico. Tanto los ejercicios de piedad del pueblo
cristiano, como otras formas de devoción, son acogidos y recomendados, siempre
que no sustituyan y no se mezclen con las celebraciones litúrgicas. Una
auténtica pastoral litúrgica sabrá apoyarse en las riquezas de la piedad
popular, purificarla y orientarla hacia la Liturgia, como una ofrenda de los
pueblos.[5] La
religiosidad popular es un desbordarse colectivo de expresiones compartidas en
las que parece triunfar lo estético sobre los contenidos, la religiosidad sobre
lo religioso, la manifestación sobre el misterio de fe que se celebra.
El apego a las
tradiciones, el sentido de lo popular, los fuertes arraigos familiares, son
elementos comunes que se repiten en uno y otro lugar. El pueblo vive y expresa
su fe conforme a su propia idiosincrasia, a su lenguaje, a su forma de ser. La
cultura es como el imprescindible vehículo en el cual se expresan las vivencias
de los hombres. Pero de ninguna manera se confunde el instrumento con el
contenido de la palabra que a través de él se dice. No se puede confundir la fe
con la cultura, ni la religión con el folklore. Aunque la vivencia de lo
religioso haya dado motivo y ocasión para expresiones culturales, ciertamente
respetables y bellas.
En el discurso
de la visita “ad límina” de los Obispos de las Provincias Eclesiásticas de
Sevilla y Granada, Juan Pablo II se refirió a la religiosidad popular diciendo:
“Quiero ante todo referirme a la religiosidad popular, que mi Predecesor Pablo
VI llamaba también “piedad popular” o “religión del pueblo”, y de la que yo
mismo he tratado, haciéndome eco de las conclusiones del cuarto Sínodo de los
Obispos, en la Exhortación Apostólica “Catechesi
Tradendae” y en otras ocasiones.
“Vuestros
pueblos, -- añadía-- que hunden sus raíces en la antigua tradición apostólica,
han recibido después numerosas influencias culturales que les han dado características
propias. La religiosidad popular que de ahí ha surgido es fruto de la presencia
fundamental de la fe católica, con una experiencia propia de los sagrado, que comporta
a veces la exaltación ritualista de los momentos solemnes de la vida del hombre,
una tendencia devocional y una dimensión muy festiva”[6]
En 1979 Juan
Pablo II viaje a América y en el santuario de Zapopan (Guadalajara-México)
pronuncia una homilía muy importante para el tema que nos ocupa. Emplea la
terminología de “piedad popular” y “fe del pueblo”[7]
El sentido de Dios
y de la trascendencia es algo indiscutible en la religiosidad popular. También
el encuentro con la familia y el sentido de fiesta en la que todos pueden
participar. Los sentimientos afloran y se reaviva el rescoldo de una fe adormecida.
El hombre
necesita ver y sentir. Así lo entendió Dios y envió a su Hijo –imagen viva de
Dios– que se reviste de lo sensible, de la humanidad. Lo divino quedaba oculto
a los sentidos. Pero, a través de lo humano, se hacía comprender que con Él
estaba la mano de Dios.
El problema de
la legitimidad de la imagen y su culto en la fe cristiana tiene una larga
historia. Se corresponden con dos tendencias teológicas (apofática y encarnatoria) que en equilibrio resultan asumibles por
la ortodoxia y contrapuestas dan lugar a largas controversias, resueltas en el
VII concilio de Nicea, que en la sexta sesión declara: “Aunque la Iglesia
Católica con la pintura represente a Cristo en su forma humana, no separa su
carne de la divinidad que a ella se ha unido; al contrario, cree que la carne
es deificada y la confiesa una con la divinidad”.
En la base de
toda cuestión lo que se debate es la lógica sacramental de la fe revelada, que
a su vez expresa su plenitud en la Encarnación del Verbo. San Juan Damasceno lo
advierte bellísimamente al afirmar en una homilía sobre la Trasfiguración del
Señor que “hoy se ha podido ver a aquel que era invisible a los ojos humanos:
Un cuerpo terreno que irradia esplendor divino, un cuerpo mortal que difunde la
gloria de la divinidad. Porque el Verbo se ha hecho carne y la carne, Verbo”.
Asimismo, afirma: “Yo no venero la materia, sino al Creador de la materia, que,
por mí, se ha hecho materia, ha aceptado habitar en ella y a través de ella ha
realizado mi salvación… ¿Acaso no es materia el monte venerable y santo del
Gólgota? ¿No es materia la roca donadora y portadora de la vida, la tumba
santa, fuente de nuestra resurrección? ¿No son materia la tinta y el santísimo
libro de los Evangelios?... Y sobre todo ello, ¿no son materia el cuerpo y la
sangre de Cristo”?.[8]
Juan Pablo II en
su Carta a los artistas (1999)[9],
evocando a Paul Claudel y a Marc Chagall, calificó la Sagrada Escritura de
“inmenso vocabulario” y “atlas iconográfico” del que se ha nutrido la cultura y
el arte cristiano. Para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la
Escritura son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en
el mundo. Por ello la Iglesia “manifiesta su consideración, estima y admiración
por los artistas “enamorados de la belleza” que se han dejado; ellos han
contribuido a decorar nuestras iglesias, a la celebración de nuestra, al
enriquecimiento de nuestra liturgia y, al mismo tiempo, muchos de ellos han ayudado
a reflejar de modo perceptible en el tiempo y en el espacio las realidades
invisibles y eternas” [10]
Igual que la
palabra es para el oído, la imagen lo es para la vista. Cristo es la Palabra de
Dios. La humanidad de Cristo es imagen que habla y dice los misterios de Dios. De
la imagen visible trasciende el hombre al amor de lo que no ve. Pero lo que ama
no es la copia, sino el original representado. Y el hombre que contempla la
imagen debe transformarse en imagen de Cristo. Nada de lo humano puede ser
ajeno para el hombre. Pero entre todo lo humano, ninguna más sublime humanidad
que la de nuestro Señor Jesucristo.
De la belleza en
imágenes, música y adornos, a raudales en la religiosidad popular. Todo un
desbordarse de hermosura donde los mejores artífices dejaron obras imperecederas
en un catálogo increíblemente extenso y sublime. Pasos, imágenes, orfebrería,
música, vestuario, insignias...Todo hermosamente creado y bien dispuesto, pero
no sólo para contemplar, oír y llenar el sentimiento, sino para leer. Pues en
cada una de esas imágenes y símbolos se muestra libro de la revelación, la historia
sagrada, el Evangelio de Cristo. El libro es hermoso; el contenido más. Pues el
arte se hace catequesis y ayuda para que pueda resonar ante los sentidos el
misterio que Dios ha descubierto en la vida de Jesucristo.
El culto a las
imágenes es una de las formas más extendidas de la piedad popular cristiana.
Las procesiones, adquieren una gran importancia: Penitenciales en la Semana
Santa, el Vía-Crucis, las de la Virgen María y de los Santos.
“La fuente que
nutre la imagen y la imagen misma no son los elementos de este mundo, sino la
gracia del Espíritu Santo. Del mismo modo que la palabra es una imagen, la
imagen misma es una palabra. Tanto una como otra son un símbolo del Espíritu
que ellas revelan”[11] Contemplar
el rostro de Dios es el fin de la vida humana, porque es la mirada de Dios es
la expresión máxima de la ternura, del amor, de la misericordia y, por tanto,
sólo en ella el hombre se siente infinitamente amado, perdonado, elevado de su
pobre condición.
La imagen
conduce a la oración. Y con la imagen llega el mensaje y contenido de la fe;
con el retablo, el evangelio. Pero el pueblo sabe muy bien distinguir el camino
de lo que es el santuario, el signo del credo de la fe, la representación, del
misterio representado.
No puede dudarse
del gran valor catequético de la imagen. Es como un libro que facilita el que
muchos puedan leer unos textos a los que no van a tener acceso de otra manera.
La imagen, el icono, la figura, es el soporte material, artístico, sensible, de
una realidad invisible. Un reflejo del misterio de la Encarnación del Verbo en
el que la visibilidad de lo humano conduce al reconocimiento de Dios. De lo
sensible a lo que no se ve, de lo material a una contemplación espiritual. Es
como un puente que enlaza al hombre con el misterio.
Hay una relación
entre lo divino y aquello que se ha representado. Lo materiales solamente el
soporte imprescindible, que puede ser cualquier material. La mirada no habrá
que dirigirse al soporte, sino al representado.
En la
religiosidad popular, el papel de la imagen es imprescindible. Tan equivocado
es el camino de quien ve la imagen y en la imagen termina su caminar y pone
allí su casa, como la de quien intenta olvidarse de los sentidos como ayuda para
la alabanza a Dios. La representación ha de llevar al encuentro con el original
representado: la imagen, al misterio de fe. La imagen favorece el encuentro
íntimo con el Señor representado, y hacer brotar la oración sincera y el deseo
de ser imagen viva entre los hombres de Aquel que ha sido tan bellamente
presentado en lo sensitivo. Se busca la imagen con la finalidad de vivir el
misterio que ella manifiesta.
El Catecismo de
la Iglesia Católica nos recuerda que "la iconografía cristiana transcribe
mediante la imagen el mensaje evangélico que la Sagrada Escritura transcribe
mediante la palabra. Imagen y Palabra se esclarecen mutuamente" La imagen
es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de andar más allá
de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de lo infinito.
La imagen
“habla” de aquello que representa. Y quien contemple la imagen del Señor, de la
Virgen, o los Santos, debe hablar con el misterio --que eso es oración-- hermosamente
contemplado en las imágenes. Si las imágenes son queridas, no es tanto porque
sean bellas, sino porque expresan el amor del misterio en el que se cree. A la
imagen se le rodea de una serie de expresiones que significan toda la
veneración cultural que se le profesa. Aquello que se ha oído en la explicación
del misterio religioso se quiere ver reflejado en la imagen.
Primero fue la predicación,
después la imagen. Las imágenes son una escuela donde se aprende a vivir el
encuentro con Cristo. “El Señor” es el único que salva. Igual que los enfermos
y los pobres se acercaban a Cristo pidiendo la curación y el remedio, así lo
hace la gente sencilla ante la imagen del Señor. Sería banalizar el valor de
las imágenes el reducir su finalidad a lo meramente artístico, estético,
cultural y, mucho menos, a quedarse en un artículo más para el comercio. Cuanto
puede contemplarse, no es algo simplemente decorativo, sino que trasciende lo
bello para quedarse en quien es la Bondad y Autor de toda la Hermosura.
Elemento
imprescindible en el contenido de la religiosidad popular es el culto, aprecio
y relación con la imagen. Para el Pueblo, es algo más que una simple representación
convencional de lo sagrado, para convertirse en una particular forma de
presencia de Cristo, de la Virgen María, de los Santos. Se venera y visita, se la
rodea de expresiones culturales, se hacen de ella múltiples y variadas reproducciones
y se pone en el santuario, en la casa, se la lleva consigo en alguna estampa u
objeto personal. En el encuentro con la imagen se establece una especie de
relación mística en la que el diálogo se hace íntimo, oracional, creyente. No
puede dudarse del gran valor catequético de la imagen.
“Desde hace algunos decenios se observa
un renovado interés por la teología y la espiritualidad de los íconos
orientales, señal de una creciente necesidad del lenguaje espiritual del arte
auténticamente cristiano”, señala Juan Pablo II [12] Y
añade que “los fieles cristianos de hoy, como los de ayer, han de ser ayudados
en la oración y en la vida espiritual con la visión de obras que intentan
expresar el misterio sin ocultar nada. Esta es la razón por la que, hoy como en
el pasado, la fe es el necesario estímulo del arte eclesial. El arte por el
arte que hace referencia sólo a su autor, sin establecer una relación con lo
divino, no tiene cabida en la concepción cristiana. Cualquiera que sea el
estilo que adopte, todo arte sacro debe expresar la fe y la esperanza de la
Iglesia. La tradición de la imagen sagrada indica que el artista debe tener
conciencia de cumplir una misión al servicio de la Iglesia” [13]
“La iconografía
de Cristo implica, pues, toda la fe en la realidad de la Encarnación y su
inagotable significación para la Iglesia y para el mundo. Si la Iglesia la práctica,
es porque está convencida de que el Dios revelado en Jesucristo ha rescatado y
santificado la carne y todo el mundo sensible, es decir, el hombre con sus
cinco sentidos, para permitirle ser renovado sin cesar según la imagen de su
Creador. (...) El arte sacro debe tender a darnos una síntesis visual de todas las
dimensiones de nuestra fe. El arte de la Iglesia debe procurar hablar la
“lengua” de la Encarnación y, expresar con los elementos de la materia, a Aquel
“que se ha dignado habitar en la materia y llevar a cabo nuestra salvación a
través de la materia”, según la bella fórmula de san Juan Damasceno”. [14]
El concilio
Vaticano II recuerda que las imágenes han de exponerse “con moderación en el
número y en el orden debido, para que no causen extrañeza al pueblo cristiano
ni induzcan a una devoción menos ortodoxa”. Es sabia recomendación, para no
confundir la señal con el camino, la imagen con el contenido de fe que
re-presenta[15]
Tradición antigua
es la de hacer estación de penitencia. Lo importante era la protestación
pública de la fe y el sentido penitencial, es decir de sincero deseo de
convertirse a Dios. Cada hermandad o cofradía llevaba sus imágenes como señal
visible del misterio que la hermandad o cofradía celebraba. Los hombres se
reúnen en hermandad, no tanto para venerar una imagen, cuanto para vivir el
misterio que esa imagen representaba.
Primero ha sido
la hermandad o cofradía, después la imagen. Quien contemple la imagen del Señor,
de la Virgen, o los Santos, debe hablar con el misterio–que eso es oración–
hermosamente representado en las imágenes. Si las imágenes son queridas, no es
tanto porque sean bellas, sino porque expresan el amor del misterio en el que
se cree. En el encuentro con la imagen se establece una especie de relación
mística en la que el diálogo se hace íntimo, oracional, creyente.
La figura
central en la imagen es el misterio de Cristo.
El Siervo de
Dios sufriente y maltratado. Lleno de humanidad, pero siendo Dios de Dios. La
imagen del Señor es sumida enseguida por la persona que sufre, el excluido, el
enfermo, el pecados...De ahí los con los que se da título a la imagen. El
Cristo del Amparo, de los Afligidos, de la Misericordia, del Perdón, de la Salud...
La imagen de Cristo es la del Señor de la misericordia, del perdón del amor
infinito al hombre. Está vivo y escucha la oración y súplica de los fieles. Es
Dios puesto al alcance del hombre.
De la misma
forma ocurre con las imágenes de la Virgen María. Ella será la Dolorosa que
comprende el dolor de sus hijos. La que sabe de las Angustias y de la Soledad...
La Señora que al pie de la cruz es modelo que acompaña al hijo.
La mirada de
Dios manifestado en Cristo es la única que sondea y escruta con verdad lo
íntimo del corazón, es la única que no se engaña (“Dios no ve como los hombres,
que miran las apariencias, Dios ve el corazón” (1Sm 16,6).
Por ello cuando
el hombre descubre la mirada de Dios se encuentra a sí mismo en su verdad. Apartarse
de ella implica vivir la alienación, el autodesconocimiento: “En Cristo, Dios se hace rostro y, a la vez,
el hombre conoce su propio rostro” [16]
[1] Religiosidad popular y evangelización.
Orientaciones pastorales de los obispos de la Provincia Eclesiástica de
Valencia, 2016, 6
[2]
Cf. L. MALDONADO, Génesis del catolicismo popular. El inconsciente
colectivo de un proceso histórico (Madrid, 1979), 11-12). Id., Introducción a
la religiosidad popular, Sal Terrae,1985. P. Tena, Religiosidad Popular y Génesis del Catolicismo Popular, en Phase,
21,1981,75-77
[3]
Concilio Vaticano II Sacrosantum Concilium,
10
[4]
Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Directorio sobre la piedad popular y la
liturgia, 10
[6]
Juan Pablo II: Discurso a los
obispos de las Provincias Eclesiásticas de Sevilla y Granada, 30, enero
1982
[7] Juan Pablo II en América, La Fuerza de la fe, Madrid 1979. El Catecismo de la Iglesia Católica hace
referencia al tema de la “religiosidad popular” (núm. 1674-1676. Y al describir
la “religiosidad popular” hace suyo el núm. 448 del Documento de Puebla (1979)
[8]
De imaginubus orationes, 1,16,
PG 94, 1245
[9] Juan Pablo II, Carta a los artistas (1999), núm. 5. El
mismo Benedicto XVI retoma las ideas de esta carta en el discurso que pronunció
con ocasión de su encuentro con los artistas en el marco de la Capilla Sixtina
(21 de noviembre de 2009)
[10]
Verbum Domini 112.
[11] V. Lossky, L´icône
ortodoxe, en Messanger de l´Exarchat du Patriarche Russe, Paris, 1950
[12]
Juan Pablo II, Duodecimun Saeculum
[13] Idm.
[14]
Ibm.
[15]
Vaticano II, Sacrosanctum
Concilium, 125.
[16]
N. Berdiaeff: Cinq méditation su
l´existence, Paris, 1956, 172
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