domingo, 24 de abril de 2022

El “Lignum Crucis” o “las astillas de Dios”

                                    El “Lignum Crucis” o “las astillas de Dios”

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

Con los primeros días de mayo la Cruz Resucitada y Resucitadora ha salido a nuestras calles. Se construyen en esquinas y plazas de nuestros pueblos y ciudades cruces de flores. Sin duda, su origen religioso gira en torno a los festejos populares en torno a la fiesta litúrgica de la hallazgo  de la Santa Cruz promovidos por los franciscanos desde el siglo XIV, denominados de la Cruz Verde o Vera Cruz. En los ámbitos rurales iban acompañados de la bendición de los campos y rogativas por el buen tiempo.

Se exorna una cruz desnuda con flores silvestres y se le levanta un altar con telas y elementos suntuarios de las casas: velones, calderos de cobre, cacharros de cerámica, etc. Por otra parte hay un segundo modelo, en que la celebración está estructurada a través de hermandades o cofradías que tienen a la Vera Cruz como titular, o que veneran la Cruz desnuda.

“Las expresiones de devoción a Cristo crucificado, numerosas y variadas, --nos indica el “Directorio de piedad popular y liturgia”-- adquieren un particular relieve en las iglesias dedicadas al misterio de la Cruz o en las que se veneran reliquias, consideradas auténticas del Lignum Crucis. La “invención de la Cruz”, acaecida según la tradición durante la primera mitad del siglo IV, con la consiguiente difusión por todo el mundo de fragmentos de la misma, objeto de grandísima veneración, determinó un aumento notable del culto a la Cruz”.

“No obstante, la piedad respecto a la Cruz, --añade el citado Directorio-- con frecuencia, tiene necesidad de ser iluminada. Se debe mostrar a los fieles la referencia esencial de la Cruz al acontecimiento de la Resurrección: la Cruz y el sepulcro vacío, la Muerte y la Resurrección de Cristo, son inseparables en la narración evangélica y en el designio salvífico de Dios. En la fe cristiana, la Cruz es expresión del triunfo sobre el poder de las tinieblas, y por esto se la presenta adornada con gemas y convertida en signo de bendición, tanto cuando se traza sobre uno mismo, como cuando se traza sobre otras personas y objetos”.

La fiesta de la hallazgo de la Santa Cruz es propia de la Iglesia de occidente. Tradicionalmente se ha creído que esta fiesta fue primeramente adoptada por la liturgia galicana, titulada De inventione Sanctae Crucis, asignándola al tres de mayo.

La elección de la fecha, unos la vinculan a la leyenda de Judas Ciriaco, divulgada a principios del siglo VI, cuya fiesta se celebra el día siguiente, cuatro de mayo, y que fija la hallazgo del Lignum Crucis el tres de mayo y hace remontar la fiesta al propio mandato de la emperatriz Elena. El Liber Pontificalis dice al respecto en el pontificado de Eusebio (309): Él fue obispo en el tiempo de Constantino. Mientras él era obispo, la Cruz de nuestro Señor Jesucristo fue hallada, el tres de mayo, y Judas fue bautizado, que es también llamado Ciriaco.

El 3 de mayo se conmemora el descubrimiento en el año 326 de la verdadera cruz de Cristo. El santoral católico lo reconoce como la celebración del hallazgo de la Santa Cruz.

La tradición cristiana recoge que el emperador romano Constantino, en la batalla en que derrotó al tirano Majencio, tuvo la visión de la imagen de una gran cruz resplandeciente en el cielo, en la que se leía la leyenda “Cum hoc signo vinces” (‘con este signo vencerás’). Constantino venció y de inmediato reprodujo una magnífica cruz bordada en su estandarte imperial en oros, esmaltes y piedras preciosas. Con ese estandarte como bandera continuó luchando con históricas victorias. Su madre, santa Elena, conocedora de la devoción que su hijo profesaba a la Santa Cruz y apoyada en los relatos que contaban que los seguidores de Jesús habían enterrado la cruz en la que el Mesías había muerto, se trasladó a Jerusalén, mandando excavar en el monte Gólgota hasta que se encontraron tres cruces. Luego, la emperatriz ordenó que pusieran tres enfermos sobre ellas y cuentan que uno sanó.

Más tarde, colocaron tres cadáveres, uno sobre cada cruz, resucitando el que fue puesto sobre la misma cruz en la que el enfermo había recobrado la salud. Desde ese momento, la fe católica aceptó esta Cruz como aquella en la que murió Cristo.

La cristiandad asumió como signo de fe la llamada cruz latina. Su culto se expandió por todo el orbe católico. La mitad de esta milagrosa cruz se quedó en un templo en Jerusalén; la otra se envió a Constantinopla, donde el emperador mandó poner un trozo en el interior de una estatua suya; el resto viajó hasta Roma. De la parte que se quedó en Jerusalén, cuenta el que fuera obispo de esta ciudad, san Cirilo, que se cortaron muchos fragmentos sin que disminuyera su tamaño, de lo que fue este santo testigo ocular.

También recoge la tradición que fueron encontrados los tres clavos con los que prendieron a Cristo sobre la cruz, por lo que santa Elena ordenó que uno se preparara y pusiese en la corona imperial y otro en el tascafreno del caballo de su hijo Constantino. El tercero lo arrojó al mar para calmar una tempestad, aunque volvió flotando sobre el agua y fue recuperado por la emperatriz, que más tarde lo regaló a la iglesia de Tréveris. Por su parte, Constantino dio libertad a los cristianos (terminaba la persecución) para ejercer su culto en el Imperio. Se cuenta que, en el lecho de muerte, el emperador pidió ser bautizado en la fe de la Iglesia.

El culto positivo a la Cruz, como referencia privilegiada al sacrificio redentor de Cristo, nace en Jerusalén, y a su desarrollo confluyen fundamentalmente estos factores: el desescombro del Gólgota, con la erección allí de una basílica memorial, el hallazgo de la Santa Cruz, con el consiguiente reparto de reliquias, y el rescate y devolución de la sagrada reliquia jerosolimitana por el emperador Heraclio en el siglo VII. En occidente se centra, además de en el Viernes Santo, en las dos fiestas creadas en su honor: la del catorce de septiembre, Exaltación de la Santa Cruz, y la del tres de mayo, hallazgo de la Santa Cruz.

A partir de la hallazgo de la Santa Cruz por santa Elena que había viajado al frente de una delegación de su hijo el emperador Constantino prometida al obispo Macario en el concilio de Nicea para desenterrar y embellecer los lugares en los que se selló el Misterio Pascual, se empieza a rendir culto positivo al Lignum Crucis, con la extensión de éstos, y se pasa finalmente al de la Cruz en general como símbolo de la redención.

La hallazgo debió ocurrir en la primavera del 326, porque de Jerusalén fue santa Elena a Constantinopla, y de allí a Roma, donde “murió entre el abrazo del hijo y de los nietos” el mismo año, última vez que su hijo Constantino visitó la Urbe, el vigésimo primero de su reinado, entre los meses de julio y septiembre; la tradición señala el día de su natalicio el dieciocho de agosto. Ya una década más tarde el emperador Juliano el Apóstata (361-363) reprobaba a los cristianos por rendir culto al leño de la cruz, por signarse con ella y por grabarla en los vestíbulos de los edificios, a lo que san Cirilo de Alejandría le contesta que el “leño saludable” trae a la memoria la muerte salvadora del Redentor.

En cuanto a la extensión de las reliquias de la Vera Cruz, son muy importantes los testimonios de san Cirilo de Jerusalén que encontramos en sus Catequesis, pronunciadas en el 347 ó 348, es decir unos veinte y pocos años después del hallazgo y unos trece de la consagración del Martyrium, en las que se presenta el leño de la cruz como testimonio de la realidad de la Encarnación y Pasión del Señor. Dice san Cirilo: “Él fue verdaderamente crucificado por nuestros pecados, lo que, si quisieres negarlo, te convencería este conocido lugar, este dichoso Gólgota en el que ahora estamos congregados por causa del que aquí fue clavado en la Cruz, y todo el orbe está ya lleno del leño de la Cruz, seccionado en fragmentos”. En otra, encontramos la siguiente afirmación: “Hay muchos testimonios verdaderos de Cristo. […] Es testigo el santo madero de la Cruz, que se contempla entre nosotros hasta el día de hoy y por los que, impelidos por la fe, separan partículas de éste y desde aquí ya poco más o menos han llenado casi completamente todo el orbe”.

La última referencia de san Cirilo dice: “La pasión, pues, fue verdadera, pues verdaderamente fue crucificado, y no nos avergonzamos; fue crucificado y no lo negamos, es más, me glorío cuando lo digo. Pues si lo negare, me lo haría constar ese Gólgota, junto al que ahora todos estamos presentes; me lo haría constar el madero de la Cruz, que en partículas desde este lugar ha sido distribuido ya por todo el orbe”.

El culto a la Vera Cruz estaba ya más que consolidado a mediados del siglo IV. A partir de la extensión de éste sobre todo para la adoración del Viernes Santo, donde no había reliquia se empezó a venerar una simple cruz, con o sin crucifijo.

En el Missale Romanum clásico, anterior a 1962, podemos encontrar dos fiestas en honor del árbol de la salvación desde la Edad Media: la fiesta del hallazgo de la Santa Cruz, el tres de mayo, reducida a calendarios particulares en la reforma del calendario universal de 1962, y la de la Exaltación de la Santa Cruz, el catorce de septiembre, que tiene categoría litúrgica de fiesta en el actual calendario romano ordinario y que es compartida con las Iglesias orientales. Las solemnidades y fiestas del Señor que se distribuyen en el tiempo ordinario del año litúrgico subrayan o desarrollan aspectos del misterio pascual de Jesucristo. No son repeticiones, porque, además, contemplan la obra de la Redención desde una óptica distinta. Se hace la conmemoración desde una perspectiva diferente. Mientras que en el propio del tiempo lo hacemos siguiendo a los sinópticos, que nos acercan detalladamente a la figura de Jesús partiendo de su infancia de una manera cronológica, en estas fiestas se vive desde el prisma joánico, con una visión teológica unitaria desde la globalidad del misterio pascual --Pasión, Muerte, Resurrección-- en el tiempo de la Iglesia.

La primera fiesta litúrgica de la Cruz, la del catorce de septiembre, surge a partir del aniversario de la dedicación del complejo jerosolimitano del Santo Sepulcro el trece de septiembre del 335, según Egeria (Itinerarium, cap. 48-49). Aunque cuando ella hizo la visita estaban las dos basílicas terminadas: Martyrium y Anástasis, dicha dedicación ocurrió antes de terminar la de la Anástasis. El cuerpo principal del conjunto era una basílica de cinco naves que el arquitecto Zenobio hizo levantar, llamada Martyrium, porque era memoria de la pasión, pues se alzaba sobre el lugar del hallazgo de la Santa Cruz. Su ábside estaba frente a la cámara sepulcral. La fachada se abría al Este, al cardo maximus.

San Adamnano de Iona (+704), siguiendo a san Arculfo, que había realizado un viaje a Tierra Santa en torno al 680, compuso en el 698 su descripción de los Santos Lugares. Cuando habla del Martyrium dice: “[basílica] levantada en el lugar donde fue hallada la Cruz del Señor, con la otras dos cruces de los ladrones, escondida bajo tierra, después de doscientos treinta y tres años, por merced del Señor”. Un atrio porticado comunicaba esta basílica con la rotonda de la Anástasis, construida en torno a la cámara sepulcral, individuada del resto del terreno. En el ángulo sudoriental del patio se encontraba a cielo abierto la cima del Gólgota, que se elevaba poco más o menos como la altura de un hombre, a cuya cima conducía una escalinata, y en cuya cumbre se erguía una cruz maciza, adornada de oro y piedras preciosas, hecha colocar allí en torno al 385 por el emperador Teodosio”.

El Arcediano Teodosio, norteafricano, con ocasión de una peregrinación suya a Tierra Santa, alrededor del 530, también vincula la fiesta del hallazgo, y dice: “Hallazgo de la Santa Cruz, cuando fue hallada por Elena, la madre de Constantino, en XXVII calendas de octubre [15 de septiembre] y por un periodo de siete días en Jerusalén, allí, junto al sepulcro del Señor se celebran misas y la propia Cruz es expuesta”.

Otros la hacen remontar a la Apparitio Crucis en Jerusalén el siete de mayo del 351, cuya memoria al pasar a occidente se vinculó al hallazgo del santo madero y quizá por error de lectura se fijó el tres de mayo. Los textos eucológicos de la misa pasaron a la redacción galicana del Sacramentario Gelasiano, y en época carolingia a los libros romanos. Hay quien opina, que esta fiesta del tres de mayo es de origen romano y aun anterior allí a la del catorce de septiembre. La celebración solemne de este día, en cualquier caso, se puede constatar desde el siglo VII; en el siglo VIII, la fiesta penetró en la Galia con la reforma litúrgica carolingia, y finalmente entró en el Misal Romano de 1570.

Esta fiesta aparece, por otra parte, lo que viene a reforzar la tesis galicana, en Hispania, en muchos calendarios y fuentes litúrgicas mozárabes. Sin embargo, la fiesta del catorce de septiembre no figura en ningún calendario hispánico, por lo que debió introducirse con el rito romano.

Terminemos esta reflexión con las palabras de san Alfonso María de Ligorio, el gran maestro napolitano de la vida espiritual del siglo XVIII, que resumen todo el contenido del símbolo de la Cruz para el pueblo cristiano: “Peleemos, pues, señores, todos juntos debajo de la Santísima Insignia de la Cruz, no sólo crucificando la vanidad de las razones heréticas, por la oposición de la santa y sana doctrina, sino crucificando también entre nosotros al antiguo Adán, con todas nuestras concupiscencias, para que, conformes a la imagen del Hijo de Dios, cuando este estandarte de la Cruz se vea plantado sobre los muros de la Jerusalén celeste, en señal de que todas sus riquezas y magnificencia serán concedidas a los que hubieren valerosamente combatido, podamos tener parte en estos ricos despojos, que el Crucifijo promete en recompensa del ánimo y valor de sus soldados, que es el tesoro de la inmortalidad.

  

jueves, 7 de abril de 2022

EL RESUCITADO SE “ENCUENTRA” CON SU MADRE

 


                     

EL RESUCITADO SE “ENCUENTRA” CON SU MADRE

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Diocesano de Religiosidad Popular

 

 

 

En muchas localidades de nuestra geografía, en la mañana del Domingo de Pascua, se representa en forma de procesión el “encuentro” de Jesús resucitado con su Madre, la Virgen María. Aunque se trata de un dato no reflejado en la Escritura, la Iglesia lo ha hecho suyo a través de la Religiosidad Popular: son, todas, expresiones cultuales que exaltan la nueva condición y la gloria de Cristo Resucitado, así como su poder divino que brota de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

La Religiosidad Popular ha intuido que la asociación del Hijo con la Madre es permanente: en la hora del dolor y de la muerte, en la hora de la alegría y de la resurrección.

La afirmación litúrgica de que Dios ha colmado de alegría a la Virgen en la Resurrección del Hijo, ha sido, por decirlo de algún modo, traducida y representada por la Religiosidad Popular en el “encuentro de la Madre con el Hijo resucitado”: la mañana de Pascua dos procesiones, una con la imagen de la Madre Dolorosa, otra con la de Cristo Resucitado, se encuentran para significar que la Virgen fue la primera que participó, y plenamente, del misterio de la Resurrección del Hijo.

La reflexión teológica y litúrgica del encuentro de María con el Resucitado se ha convertido en un momento culminante de la Semana Santa de nuestros pueblos y ciudades al solemnizar así el domingo de Pascua.

Ni Pablo ni Marcos incluyen expresamente a la Madre de Jesús entre los cristianos. Más tarde, Mateo y Lucas ponen de relieve su función personal en el nacimiento de Jesús. Más tarde aún, Lucas y Juan afirmarán que ella ha sido una cristiana, suponiendo así que ha tenido una experiencia pascual. No se ha limitado a recibir con fe a su Hijo (como suponen Mateo y Lucas), sino que ha convertido en discípula de su Hijo. De todas formas, sobre el sentido de esa experiencia pascual de María hay en la Biblia una gran silencio que nosotros no queremos descorrer. Sin embargo, manteniendo un máximo respeto por lo que es desconocido, podemos y debemos esbozar algunos breves rasgos el sentido de su pascua materna.

Al hablar de una experiencia pascual de María de Nazaret la situamos al lado de María de Magdala y de Pedro, Santiago y Pablo. Estrictamente hablando, ése no es un tema bíblico, pero ha sido expuesto por algunos grandes orantes de la tradición cristiana. Ellos no son prueba, pero sí ejemplo de la forma en que millones de cristianos han imaginado la experiencia pascual de María, la Madre.

Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, sin embargo en ninguna de ellas se nos dice que Jesús se encontrara con su madre. Este silencio no puede conducirnos a concluir que dicha escena nunca ocurrió; al contrario, invita a los exégetas y teólogos a indagar en los motivos por los que no se refleja.

Quizá, la razón por la que el Nuevo Testamento no refiera este acontecimiento estriba en que aquellos que negaban la Resurrección de Cristo podrían haber considerado este testimonio como demasiado interesado y por tanto no merecedor de fe.

Los evangelios relatan varias apariciones de Jesús resucitado, sin embargo no pretenden hacer una descripción exhaustiva de los acontecimientos pascuales. Esto queda puesto de manifiesto al no referir aquella tan notoria en la que se apareció “a más de quinientos hermanos a la vez”, como nos recuerda san Pablo (1Co 15, 6). Ello es signo evidente de que otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no quedaron recogidas.

¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (cf. Hch 1, 14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo Resucitado de entre los muertos?

Aun no encontrando ningún testimonio bíblico sobre esta escena, el pueblo siempre lo creyó. Entre los “troparios” de la Resurrección que la liturgia bizantina canta cada domingo, en uno de ellos se ha conservado un breve recuerdo al encuentro de Jesús con la Virgen María: “Ángeles bajaron a tu sepulcro, y los guardianes cayeron amortecidos… Saliste al encuentro de la Virgen tú que dabas la vida. ¡Señor resucitado de entre los muertos, gloria a ti!” (Aldazábal 1992, 20).

Una antiquísima ilustración iconográfica se hace eco de esta convicción de los cristianos en el Evangeliario de Rabbula obispo de Edesa, de finales del siglo IV, conservado actualmente en la Biblioteca Laurenziana de Florencia.

Por otra parte la aparición de Jesús Resucitado a su Madre es un hecho que se daba por supuesto en la tradición recogida por Celio Sedulio, un autor del siglo V, en su poema “Carmen pascale” al afirmar que “Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su madre”. Así inundada por la gloria del  Resucitado, ella anticipa del resplandor de la Iglesia. Lo atestigua en la “La amarga pasión de Cristo” la beata Ana Catalina Emmerich (1774-1824), al afirmar que la Santísima Virgen le pidió a Jesucristo “que la dejase ir a morir con él”. Participó de la comunión en la última Cena y “le dijo que resucitaría y el lugar donde se le aparecería”, como de hecho sucedió.

María estuvo presente en el Calvario durante el Viernes Santo (Jn, 19, 25.) y fue modelo de la espera al Resucitado y también testigo privilegiado de la Resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del Misterio Pascual. Ella, al acoger a Jesucristo resucitado, es también un signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos. Los himnos de alegría y el Aleluya nos invitan a alegrarnos: “Reina del cielo, alégrate, Aleluya”. Así se recuerda el gozo de María con la Resurrección de Jesús prolongando el Aleluya en el tiempo pascual. Ella es también modelo de la Iglesia acompañando a los apóstoles en el cenáculo antes de Pentecostés (Hch 1,14).

San Ignacio de Loyola en una página famosa de su obra más significativa, ha evocado la más temprana aparición de Jesús resucitado. Así presenta a María como la primera que ha realizado el camino de renovación y experiencia cristiana que él propone a sus compañeros y discípulos: apareció a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿también vosotros estáis sin entendimiento? (EE, 299).

Supone pues, san Ignacio, que la Biblia no ha tenido necesidad de exponer esta experiencia de la madre de Jesús, pues ella se encuentra incluida en los pasajes donde se dice o implica que el proceso de experiencia pascual no está cerrado en el grupo de personas que se citan de una forma expresa en los pasajes pertinentes. Entre los muchos a los que el Cristo se ha manifestado debe hallarse ella. Esta aparición es para Ignacio de Loyola el punto de partida de toda la experiencia pascual.

La Madre no ha tenido que salir de casa, de su casa, en la mañana de la Pascua. Ella ha visto a Jesús o, mejor dicho, ha descubierto la presencia pascual de Jesús en el centro de su vida, dentro de su casa. Todo sigue siendo normal pero todo es diferente: ella sabe desde ahora que su Hijo vive y que ella vive en él por siempre, sin necesidad de visiones exteriores.

Esta aparición debe entenderse a la luz de la experiencia previa de la anunciación (cf. Lc 1, 26-38). Pero ahora ya no viene a saludarle el ángel del Señor; viene el mismo Jesús, Hijo de Dios. En vez de pedirle colaboración, Jesús le ofrece ya su gloria. Es normal que la Religiosidad Popular haya situado esta Pascua Mariana en el comienzo de toda la experiencia de la iglesia.

Santa Teresa de Jesús ha evocado el encuentro de una forma mucho más personal. Por eso apela a su propia experiencia de plegaria: “Díjome (Jesús) que en resucitando había visto a Nuestra Señora, porque estaba ya con gran necesidad, que la pena la tenía tan absorta y traspasada, que aun no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo (por aquí entendía es otro mi traspasamiento, bien diferente; “mas ¡cuál debía ser el de la Virgen!) y que había estado mucho con ella, porque había sido menester, hasta consolarla”.(Cuentas de conciencia, 13ª, 12).

Son palabras que santa Teresa de Jesús escucha en su interior después de comulgar, en actitud de profundo éxtasis. El mismo Jesús Resucitado viene a consolarle a ella, en actitud de experiencia pascual, diciéndole de alguna forma lo que en otro tiempo había dicho a su propia madre, en el momento de primera aparición resucitada.

Notemos que Teresa se sitúa en el lugar en que se hallaba antes María. Lo mismo que Jesús dijo a su madre es lo que ahora ha venido a decirle a ella. Por eso, la Eucaristía y el gozo de Dios (de Jesús) que en ella encuentra viene a interpretarse como experiencia (aparición) pascual en el camino de su vida.

Teresa estaba triste. También María, la madre de Jesús, se hallaba triste (absorta y traspasada de dolor) después del Viernes Santo. Lógicamente, Jesús viene a visitarla y consolarla, en gesto de amor largo que aparece como principio de las restantes apariciones. También ahora ha venido, viene a visitar y consolar a Teresa, en experiencia espiritual muy honda, en relación de Pascua.

San Ignacio de Loyola presentaba el tema de un modo objetivo, es decir, como una doctrina de la Iglesia, pidiendo a los ejercitantes que la aplicaran a su propia vida. Teresa de Jesús nos ha ofrecido en cambio su propia experiencia personal: el mismo Jesús Resucitado que vino a consolar a su madre en días de gran traspasamiento (dolor), viene a consolarle a ella, en la noche de su Viernes Santo, convertido en Pascua.

La aparición pascual se entiende, según eso, como ayuda para el triste: en gozo intenso, como signo de su triunfo total sobre la muerte, Jesús viene a sostener a los que sufren. Así imagina Teresa la Pascua de la madre de Jesús; así entiende la suya, pues el mismo Jesús resucitado viene a visitarla. Así deben entenderla los cristianos: la experiencia pascual no es algo que ha quedado cerrado en el pasado, no es puro recuerdo del principio, algo que sintieron sólo los apóstoles. Santa Teresa de Jesús supone que todos los cristianos pueden asumir y actualizar de alguna forma esa experiencia pascual en clave de oración intensa, en gesto de profunda donación y entrega en manos de Cristo.

Por otra parte la tradición de la Iglesia Oriental ha interpretado esta experiencia pascual de María a la luz del relato de la Encarnación. El mismo ángel que al principio le anunció el nacimiento de Cristo vino al fin a anunciarle su victoria: así como el Adviento, también el gozo de la Resurrección fue anunciado a su Madre antes que a los demás... La Virgen que alababa y suplicaba fue la primera a quien el Hijo mostró la luz de la Resurrección (Jorge de Nicomedia, siglo IX).

La Madre de Dios recibió el feliz anuncio de la Resurrección del Señor antes que todos los hombres, como era conveniente y justo; precisamente ella lo fio antes que los demás, ella gozó de su vista... y lo oyó con sus oídos, pero también la primera y la única, tocó con las manos sus santos pies (Gregorio Pálamas, siglo XIV).

Desde este fondo se entiende la más famosa de las oraciones marianas de tipo pascual, el “Regina coeli, laetare!” que, en formas diversas, se ha cantado y se sigue cantando desde antiguo en la Iglesia. Los cristianos se unen al ángel de la Pascua que anuncia a la Madre de Jesús el triunfo de su Hijo.

Dejando correr la imaginación en la línea esbozada de algún modo por el texto de Teresa de Jesús, podríamos pensar que la Madre había preparado el camino pascual cumpliendo el duelo por su hijo. Según las costumbres judías del tiempo, los parientes más cercanos tenían que observar un luto riguroso por un miembro de la familia.

Ciertamente, Jesús había fallecido de manera ignominiosa. Pero su Madre y hermanos tenían que hacer luto. Podemos suponer que esos hermanos habían sido de algún modo sus contrarios: no habían aceptado su mensaje, le habían rechazado. Pero aunque no hubieran aceptado su proyecto en vida, conforme a la costumbre social más arraigada, tenían que llorarle en la muerte.

Pues bien, en un momento determinado, que el texto no permite adivinar, la casa del luto de la madre y los parientes se ha transformado en hogar de nacimiento, en ámbito de Pascua: el llanto se vuelve alegría, la actitud anterior de oposición de los parientes ha venido a convertirse en acogida creyente. Es normal que esta experiencia de transformación pascual haya vinculado en primer lugar a la Madre de Jesús y los parientes. Es también normal que los otros grupos de personas más relacionadas con Jesús (apóstoles y mujeres) se hayan puesto en contacto con la Madre y los parientes en la Pascua.

Las mujeres han hallado en Jesús al amigo (como indicábamos hablando de María Magdalena): han descubierto en él al verdadero ser humano, al redentor universal que convoca a todos a la misma tarea del Reino. Los parientes han visto en Jesús al nuevo y verdadero israelita que rompe el tipo de familia nacional antigua, para recrear con ellos y por ellos el Israel escatológico. Pues bien, entre ellos se encuentra la Madre de Jesús que ha recuperado plenamente al Hijo que ella había criado sobre el mundo. Sólo ella puede aportar y aporta la experiencia y amor del nacimiento humano de Jesús dentro de la Iglesia

La procesión del “encuentro” de Cristo Resucitado y su Madre María es como una luminaria de espiritualidad frente a la actitud paganizante de nuestros tiempos. Si la resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra fe cristiana, con el encuentro de las imágenes de Cristo con su Madre se pone de relieve este misterio y paso, que despiertan profundos sentimientos de devoción y de esperanza en la Resurrección.

Los verdaderos protagonistas de la procesión y “encuentro” de Cristo Resucitado y su Madre María, no son las imágenes sino las gentes que contemplan el “encuentro”, como “cristos” de carne y hueso, que sienten vibrar sus corazones y despertar a las conciencias para la conversión hacia Dios. Se nos exige que vivamos lo que celebramos. Se nos exige también una nueva evangelización de la fe.