domingo, 15 de junio de 2025

 

EL CORPUS: MISTERIO, MEMORIA Y PRESENCIA

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

En nuestro tiempo la fiesta del Corpus Christi, con su procesión por las calles de pueblos y ciudades, es la de mayor significado público y se convierte en referencia de las demás fiestas populares de nuestra cultura cristiana.

Los orígenes de la celebración del Corpus Christi se remontan al siglo XIII, y hay que situarlo en el contexto de las heterodoxias y las polémicas religiosas que se produjeron en aquella época. En este tiempo aparecieron pensadores, como Berengario de Tours, que negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Coincidiendo con todo esto, ocurrieron una serie de sucesos que contribuirán al establecimiento de esta fiesta. Uno de ellos fue las revelaciones eucarísticas de Santa Juliana de Retina, priora de un monasterio cercano a Lieja. Otro suceso fue el milagro de las formas de Bolsena, así como el milagro de los Corporales de Daroca (milagro en el que las hostias se habían convertido en auténtica carne y no se podían separar de los corporales o tela litúrgica que los envolvía, debido a la sangre coagulada).

Los corporales se llevaron a Urbano IV, quien estimulado por esto y consciente de la necesidad de combatir eficazmente la herejía de Berengario, estableció en 1264 la fiesta del Corpus Christi en toda la Iglesia. Clemente V la confirmó en 1311, y desde entonces se difundió por todo el mundo católico.

La celebración de la solemnidad litúrgica del Corpus Christi en nuestra ciudad de Valencia se remonta al siglo XIII, aunque la procesión eucarística fue introducida el año 1355 por el obispo Hugo de Fenollet (1348-1356), que convirtió a Valencia en la segunda ciudad de España, después de Barcelona, donde se celebró la fiesta.

Los jurados de la ciudad invitaron al pueblo a engalanar las calles y tomar parte en una procesión general, en la que el Santísimo Sacramento fuera manifestado en el expositor-custodia, hoy una de las más grandes del mundo, por las calles de la ciudad.

Se trata de un precioso relicario que contiene y muestra al Señor de la historia, al Dios que está aquí, como canta el pueblo cristiano. Se puede contemplar con cuánto esmero se prepara el paso del Señor por nuestras calles y plazas, expresión y grito de un deseo: “Quédate con nosotros Señor, ven a nuestras casas y a nuestras vidas”. Y se tejen alfombras, que son signo del amor de un pueblo.

Toda la procesión del Corpus Christi es una gigante catequesis sobre la Eucaristía a través de las “Rocas” o carros triunfales donde se representan misterios bíblicos. Estas representaciones, podemos calificarlas como una especie de autos sacramentales denominados “misteris”. A ello hay que añadirle los personajes bíblicos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

El Corpus Christi es una fiesta eminentemente religiosa y toda ella es una exaltación universal del Santísimo Sacramento. Lógicamente, el Corpus Christi celebra el sacramento por excelencia, es decir la Eucaristía, la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas del pan y del vino, que fue un dogma insistentemente combatido por los protestantes y otros grupos.

Todas las artes, desde las plásticas a las literarias, pasando por la música, que se desarrollan en torno a la procesión del Corpus Christi, tienen por objeto la exaltación y defensa del Sacramento. Existe también un significado de carácter teológico que se deriva de la contraposición de unas figuras que representan los siete pecados capitales y la virtud. La “Moma”, que representa la virtud, y es el personaje central de la fiesta que vestida de blanco danza luchando contra los “Momos”, o los siete pecados capitales, triunfando sobre éstos con la Eucaristía (alojada en la custodia), y que es la gran vencedora de este combate.

Este misterio del Corpus Christi es para nosotros memoria. Doce hombres alrededor de la mesa y Él en medio de ellos, las mujeres les sirven, y cuidan de que nada falte y en todo se cumpla el ritual de la Pascua. Como cada año celebran la memoria del paso del Señor, su presencia que liberó al pueblo de la opresión egipcia. Todo se desenvuelve con naturalidad, han comido, han rezado; sin embargo, en el ambiente se respira cierta inquietud, algo pasa y hace distinta esta noche del resto. La mirada de Jesús, los ojos de los apóstoles puestos en Él. Sobre la mesa hay pan, es pan ázimo, el pan de la prisa. Ahora el Maestro toma ese pan, lo bendice, da gracias a Dios con la palabras rituales; sin embargo, dice unas palabras desconcertantes, no lo entienden. “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”. Todos miran, ninguno se atreve a preguntar qué significa esto. Y lo mismo hace con la copa llena de vino: “Tomad y bebed, esta es mi sangre que se derrama por vosotros y por muchos, la sangre de la nueva alianza para el perdón de los pecados”. Los Doce siguen sin comprender. Estas palabras sólo encontrarán la luz al cumplirse existencialmente en la pasión, muerte y resurrección del Señor.

El Corpus Christi es misterio de presencia. Impresiona la presencia de Jesucristo, saber que está ahí verdadera y realmente. Que le podemos mirar, que le podemos hablar, que le podemos gustar. Saber que está ahí, en las especies eucarísticas para nosotros que se queda en el Sagrario. ¡Qué bueno eres, Señor, que en silencio nos esperas, que estás aguardando con paciencia infinita a que vengamos a ti!  Cómo tenemos que agradecerte que desde niño nos enseñaron que en la Eucaristía estás Tú presente.

Señor, toca los corazones de los padres, de las familias, para que transmitan a sus hijos esta verdad tan hermosa; que nuestros niños aprendan que en la Eucaristía estás Tú; que los catequistas sepan anunciar esta buena noticia de tu presencia, que te muestren íntegro, sin recortes, a Ti verdadero Dios y verdadero hombre escondido en las especies eucarísticas del pan y del vino, como cantamos en el himno eucarístico: “Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad”.

La Eucaristía, pan de vida, partido y repartido para la vida del mundo. La Eucaristía es banquete donde Cristo se nos da en alimento. En Él y por Él vivimos. En la mesa eucarística hay sitio para todos, es una mesa que se extiende por todo el mundo, en ella se parte el pan de la fraternidad y se da el cáliz de la salvación. El cuerpo del Señor se reparte entre todos. El pan de Cristo que es su cuerpo es la vida del mundo, por eso quien come de su carne y bebe de su sangre vive para siempre.

Nos encontramos, pues, ante un misterio sublime y altísimo, por el que Dios se hace cercano y se comunica sin medida. Es, a la vez, el fundamento único de unas auténticas relaciones de fraternidad entre los hombres. Sin esta referencia a lo sublime y misterioso, todo se reduciría a un pintoresco folklore de participación popular en una vivencia lúcida y festiva. Sin Él todo se reduciría a unas fiestas de indudable valor cultural y celebrativo, a las que se les habría quitado el soporte y la base.

 

 

 

 

 

 

LAS “COFRADÍAS” REFLEJO DE LA VIDA EUCARÍSTICA

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

La historia del cristianismo nos habla de la interpretación del sentido del Sacramento. Las confrontaciones de carácter metafísico afectaron a diversos matices, como a la verdadera materia de las especies una vez consagradas, a las palabras adecuadas que el oficiante debía pronunciar durante la consagración, al valor espiritual y devocional de la celebración o al carácter sacrificial inherente a la eucaristía.

San Ambrosio de Milán contribuyó a establecer algunos de los principios fundamentales: “Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; en cuanto sobreviene la consagración, de pan pasa a ser carne de Cristo”. Se trata de una premisa relativa a la presencia efectiva de Cristo en las especies consagradas, en la que reside la esencia de la veneración que ha de recibir la Sagrada Forma por parte de los fieles, y que ha sido ampliamente cuestionada por algunos.

Berengario de Tours fue una de las voces discordantes que más repercusión tuvieron en plena Edad Media, al manifestar su oposición a la doctrina de la transustanciación, por la cual el pan y el vino se transforman, total y absolutamente, en el cuerpo y la sangre de Cristo tras la consagración del sacerdote. Interpretaba la eucaristía como un acto simbólico, pero rechazaba la presencia de Cristo en ella. La consecuencia inmediata, después de que fuese condenada la ideología en el concilio de Burdeos en el año 1080, fue un auge del culto y la adoración eucarística en todo el Occidente cristiano.

Las creencias albigenses o cátaras difundidas por Europa entre los siglos XI y XIII, seguían una interpretación similar a la de Berengario en cuanto a la negación de que Cristo se manifestara en las especies, por considerar su existencia, únicamente, bajo el sentido simbólico. Por su parte, el francés Pedro Valdo, iniciador del llamado movimiento valdense, consideraba que la importancia de la administración eucarística radicaba en la bendición que el sacerdote imponía sobre el pan y el vino que se habrían de recibir, sin aceptar la presencia efectiva de Cristo en ellos.

Estas corrientes, algunas de las más destacadas entre aquellas que se alzaron en contra de los principios establecidos por la Iglesia durante los siglos centrales de la Edad Media, fueron condenadas y sirvieron, a su vez, para reforzar los decretos y valores eucarísticos. Esto ocurrió especialmente a partir del siglo XIII, periodo que supuso el punto de partida de un fenómeno devocional que afectaría profundamente a la espiritualidad cristiana. Trascendería hasta convertirse en una causa de organización social mediante las congregaciones devocionales y en uno de los principales motivos de creación artística durante toda la Edad Moderna, como una vía de la exaltación salvífica de la fe católica a través del Sacramento.

El IV Concilio de Letrán, celebrado en el año 1215, fue el primero de los grandes acontecimientos del siglo vinculados al crecimiento de la devoción eucarística, al declarar la transustanciación como dogma. Pocas décadas después, santo Tomás de Aquino, en su Tratado de los Sacramentos, contenido en la tercera parte de la Suma Teológica, amplió las definiciones y atendió a cada una de sus cláusulas. Asimismo, el dominico fue responsable de codificar el oficio de la fiesta del Corpus Christi.

Esta celebración también tiene su origen en las primeras décadas de la centuria, a partir de las revelaciones místicas de sor Juliana de Rétine (†1258), monja en el cenobio de Mont-Cornillon, en Lieja, relativas al fomento de una celebración dedicada al cuerpo de Cristo. El contexto histórico en el que ocurrió, en pleno apogeo de las medidas conciliares, facilitó la divulgación del mensaje y la implantación de la fiesta en el año 1264. Fue impulsada por Urbano IV, directamente implicado en la causa de la hermana Juliana como depositario de sus confesiones antes de ascender al solio pontificio.

Otra cuestión relativa al Sacramento, que afectó a su devoción en el siglo XIII, estuvo relacionada con la escasez de fieles que participaban en él, debido a la necesidad de preparación espiritual, a la exigencia de pureza del alma y a la penitencia. Estas disposiciones fueron anotadas por san Pablo: “porque el que come y bebe de manera indigna, y sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe para su propio castigo”, y con el objetivo de facilitar su cumplimiento se buscó una solución consistente en una modificación del ritual litúrgico. El nuevo rito estableció la elevación de la forma y del cáliz para hacerlos visibles a todos los asistentes a la celebración, fomentando de esa manera la participación espiritual del Sacramento, en lugar de recibirlo físicamente, acto reservado para el día de Pascua.

Durante el siglo XIV de acuerdo con los preceptos de la Devotio Moderna, aunque la implantación oficial del llamado rito romano no llegó hasta el año 1570 con el papa san Pío V.

A pesar de los esfuerzos de la Iglesia por fortalecer la devoción sacramental y frenar a los opositores, en el siglo XIV Juan Wiclef siguiendo el criterio de los valdenses, proclamó la interpretación de la Eucaristía solamente bajo su valor simbólico. Continuó el camino de escisión que tiempo después retomarían Ulrico Zwinglio, Juan Calvino, y Martín Lutero, como figuras cumbre del protestantismo, ya en el siglo XVI.

Sin embargo, el fervor popular hacia la Eucaristía continuó creciendo en todo Occidente, y así se pone de manifiesto con la creación de congregaciones de fieles, “hermandades y cofradías” dedicadas a su exaltación, veneración y acompañamiento cuando se llevaba a los enfermos. Las primeras “cofradías” del Santísimo Sacramento surgieron en Aviñón durante la primera mitad del siglo XIII, en relación con las noticias concernientes a las revelaciones de Juliana de Cornillon y a la posterior institucionalización de la fiesta del Corpus Christi. Desde allí se expandieron paulatinamente por toda Europa, al mismo tiempo que lo hacían las celebraciones populares y nacían nuevas formas o expresiones de culto eucarístico entre ellas las “cofradías” sacramentales.

En los reinos peninsulares las agrupaciones de devotos se remontan al siglo XIV. Algunos autores señalan que la primera se instituyó en Barcelona en 1319, y en fechas cercanas aparecieron algunas en territorio navarroaragonés, y en Valencia en 1355. Entre sus cometidos estaba la organización de las celebraciones del día del Corpus Christi, con su correspondiente procesión “extra ecclesiam”. Se trataba del acto anual de mayor relevancia pública asociado a la devoción eucarística, cuando los fieles acompañaban por las calles el Sacramento.

Las prescripciones acerca del cuidado y decencia con los que debía preservarse el Sacramento, así como la manera de proceder durante los oficios, aparecen frecuentemente en lo sínodos tardomedievales, al igual que las recomendaciones acerca del decoro y acompañamiento con que debía salir de la iglesia para administrarse a los enfermos. Este cuidado especial también puede vincularse con los frecuentes casos de sacrilegio relacionados con el tratamiento de la Sagrada Forma, que se difundieron ampliamente entre los siglos XII y XV. En ocasiones los relatos informan de que eran judíos los que apuñalaban y profanaban la hostia consagrada, pero también se habla de cristianos que la robaban por superstición o ignorancia, y de la duda del oficiante en el momento de la consagración, por lo que caían en el sacrilegio.

Las “cofradías” sacramentales adquirieron entre los siglos XVI y XVIII, una gran importancia llegando a atesorar un amplio ajuar eucarístico formado por grandes custodias, custodias que muchas desaparecieron por actuaciones iconoclastas.