LAS
“COFRADÍAS” REFLEJO DE LA VIDA EUCARÍSTICA
Por Antonio DÍAZ
TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular
La historia del cristianismo nos habla
de la interpretación del sentido del Sacramento. Las confrontaciones de
carácter metafísico afectaron a diversos matices, como a la verdadera materia
de las especies una vez consagradas, a las palabras adecuadas que el oficiante
debía pronunciar durante la consagración, al valor espiritual y devocional de
la celebración o al carácter sacrificial inherente a la eucaristía.
San Ambrosio de Milán contribuyó a
establecer algunos de los principios fundamentales: “Este pan es pan antes de
las palabras sacramentales; en cuanto sobreviene la consagración, de pan pasa a
ser carne de Cristo”. Se trata de una premisa relativa a la presencia efectiva
de Cristo en las especies consagradas, en la que reside la esencia de la
veneración que ha de recibir la Sagrada Forma por parte de los fieles, y que ha
sido ampliamente cuestionada por algunos.
Berengario de Tours fue una de las voces
discordantes que más repercusión tuvieron en plena Edad Media, al manifestar su
oposición a la doctrina de la transustanciación, por la cual el pan y el vino
se transforman, total y absolutamente, en el cuerpo y la sangre de Cristo tras
la consagración del sacerdote. Interpretaba la eucaristía como un acto
simbólico, pero rechazaba la presencia de Cristo en ella. La consecuencia
inmediata, después de que fuese condenada la ideología en el concilio de
Burdeos en el año 1080, fue un auge del culto y la adoración eucarística en
todo el Occidente cristiano.
Las creencias albigenses o cátaras difundidas
por Europa entre los siglos XI y XIII, seguían una interpretación similar a la
de Berengario en cuanto a la negación de que Cristo se manifestara en las
especies, por considerar su existencia, únicamente, bajo el sentido simbólico.
Por su parte, el francés Pedro Valdo, iniciador del llamado movimiento
valdense, consideraba que la importancia de la administración eucarística
radicaba en la bendición que el sacerdote imponía sobre el pan y el vino que se
habrían de recibir, sin aceptar la presencia efectiva de Cristo en ellos.
Estas corrientes, algunas de las más
destacadas entre aquellas que se alzaron en contra de los principios
establecidos por la Iglesia durante los siglos centrales de la Edad Media,
fueron condenadas y sirvieron, a su vez, para reforzar los decretos y valores
eucarísticos. Esto ocurrió especialmente a partir del siglo XIII, periodo que
supuso el punto de partida de un fenómeno devocional que afectaría
profundamente a la espiritualidad cristiana. Trascendería hasta convertirse en
una causa de organización social mediante las congregaciones devocionales y en
uno de los principales motivos de creación artística durante toda la Edad
Moderna, como una vía de la exaltación salvífica de la fe católica a través del
Sacramento.
El IV Concilio de Letrán, celebrado en
el año 1215, fue el primero de los grandes acontecimientos del siglo vinculados
al crecimiento de la devoción eucarística, al declarar la transustanciación
como dogma. Pocas décadas después, santo Tomás de Aquino, en su Tratado de los
Sacramentos, contenido en la tercera parte de la Suma Teológica, amplió las
definiciones y atendió a cada una de sus cláusulas. Asimismo, el dominico fue
responsable de codificar el oficio de la fiesta del Corpus Christi.
Esta celebración también tiene su origen
en las primeras décadas de la centuria, a partir de las revelaciones místicas
de sor Juliana de Rétine (†1258), monja en el cenobio de Mont-Cornillon, en
Lieja, relativas al fomento de una celebración dedicada al cuerpo de Cristo. El
contexto histórico en el que ocurrió, en pleno apogeo de las medidas
conciliares, facilitó la divulgación del mensaje y la implantación de la fiesta
en el año 1264. Fue impulsada por Urbano IV, directamente implicado en la causa
de la hermana Juliana como depositario de sus confesiones antes de ascender al
solio pontificio.
Otra cuestión relativa al Sacramento,
que afectó a su devoción en el siglo XIII, estuvo relacionada con la escasez de
fieles que participaban en él, debido a la necesidad de preparación espiritual,
a la exigencia de pureza del alma y a la penitencia. Estas disposiciones fueron
anotadas por san Pablo: “porque el que come y bebe de manera indigna, y sin
discernir el cuerpo del Señor, come y bebe para su propio castigo”, y con el
objetivo de facilitar su cumplimiento se buscó una solución consistente en una
modificación del ritual litúrgico. El nuevo rito estableció la elevación de la forma
y del cáliz para hacerlos visibles a todos los asistentes a la celebración,
fomentando de esa manera la participación espiritual del Sacramento, en lugar
de recibirlo físicamente, acto reservado para el día de Pascua.
Durante el siglo XIV de acuerdo con los preceptos
de la Devotio Moderna, aunque la implantación oficial del llamado rito romano
no llegó hasta el año 1570 con el papa san Pío V.
A pesar de los esfuerzos de la Iglesia
por fortalecer la devoción sacramental y frenar a los opositores, en el siglo XIV
Juan Wiclef siguiendo el criterio de los valdenses, proclamó la interpretación
de la Eucaristía solamente bajo su valor simbólico. Continuó el camino de
escisión que tiempo después retomarían Ulrico Zwinglio, Juan Calvino, y Martín
Lutero, como figuras cumbre del protestantismo, ya en el siglo XVI.
Sin embargo, el fervor popular hacia la Eucaristía
continuó creciendo en todo Occidente, y así se pone de manifiesto con la
creación de congregaciones de fieles, “hermandades y cofradías” dedicadas a su
exaltación, veneración y acompañamiento cuando se llevaba a los enfermos. Las
primeras “cofradías” del Santísimo Sacramento surgieron en Aviñón durante la
primera mitad del siglo XIII, en relación con las noticias concernientes a las
revelaciones de Juliana de Cornillon y a la posterior institucionalización de
la fiesta del Corpus Christi. Desde allí se expandieron paulatinamente por toda
Europa, al mismo tiempo que lo hacían las celebraciones populares y nacían
nuevas formas o expresiones de culto eucarístico entre ellas las “cofradías”
sacramentales.
En los reinos peninsulares las
agrupaciones de devotos se remontan al siglo XIV. Algunos autores señalan que
la primera se instituyó en Barcelona en 1319, y en fechas cercanas aparecieron
algunas en territorio navarroaragonés, y en Valencia en 1355. Entre sus
cometidos estaba la organización de las celebraciones del día del Corpus Christi, con su correspondiente
procesión “extra ecclesiam”. Se
trataba del acto anual de mayor relevancia pública asociado a la devoción
eucarística, cuando los fieles acompañaban por las calles el Sacramento.
Las prescripciones acerca del cuidado y
decencia con los que debía preservarse el Sacramento, así como la manera de
proceder durante los oficios, aparecen frecuentemente en lo sínodos tardomedievales,
al igual que las recomendaciones acerca del decoro y acompañamiento con que
debía salir de la iglesia para administrarse a los enfermos. Este cuidado
especial también puede vincularse con los frecuentes casos de sacrilegio
relacionados con el tratamiento de la Sagrada Forma, que se difundieron
ampliamente entre los siglos XII y XV. En ocasiones los relatos informan de que
eran judíos los que apuñalaban y profanaban la hostia consagrada, pero también
se habla de cristianos que la robaban por superstición o ignorancia, y de la
duda del oficiante en el momento de la consagración, por lo que caían en el
sacrilegio.
Las “cofradías” sacramentales adquirieron
entre los siglos XVI y XVIII, una gran importancia llegando a atesorar un
amplio ajuar eucarístico formado por grandes custodias, custodias que muchas
desaparecieron por actuaciones iconoclastas.
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