sábado, 26 de septiembre de 2015

HOMILIA EN LA FIESTA DEL APÓSTOL MATEO







Dice el Papa Francisco que «la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia... Es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza» (Misericordiae vultus, 10).
Vivimos una serie de momentos de singular dureza en la vida de tantas personas y en el conjunto de la sociedad. Son muchas las razones por las que tanta gente experimenta el ahogo de un aire irrespirable. Es la foto cotidiana que con pasmo y tristeza tenemos que contemplar en el drama de los refugiados que vienen. Drama por tener que abandonar su tierra, sus casas, su libertad. Drama por el destino incierto que les aguarda en la larga travesía hasta una nueva tierra y casas que los acojan.
De modo particular, pensamos en los cristianos que nos podrán llegar: esos que han salido vivos de las degollaciones sistemáticas o de las bombas en sus iglesias y capillas, por el único delito de ser allí cristianos. El listado de los maleficios es tan grande y tan terco que parece impedir que tenga cabida el más humilde de los beneficios como es la paz, la confianza, la posibilidad de construir algo que no se derrumbe al primer envite infortunado. Pero cualquier camino en el que podamos y queramos aventurarnos, que no sea un camino ficticio y engañoso sino que responda a la verdad de nuestro corazón, que coincida con la promesa que Dios nos ha hecho, pasa irremediablemente por la experiencia del perdón. No es un perdón que banaliza nuestros errores y pecados, ni tampoco un perdón que nos restriega nuestra fragilidad tan vulnerable. Es un perdón que nos toma en serio, que nos abraza de veras, que posibilita en nosotros volver a comenzar tal y como nos habla san Pablo: «Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 1ss).
El perdón del Señor sale a nuestro encuentro con la misericordia de Dios, que deshace el maleficio que nos acorrala cegándonos los ojos e imponiéndonos la impostura de creer que la vida no tiene salida, que nuestras dificultades más íntimas o más públicas no tienen solución posible y sólo cabe la evasión o la desesperación. Es el chantaje con el que siempre el maligno tratará de robarnos la esperanza.
La escena del evangelio en la fiesta de san Mateo, narra precisamente su encuentro con Jesús, es la historia de su vocación personal. Alguien que no estaba previsto que fuera llamado por andar en labores tan distintas y tan distantes de las que hablaban las palabras y los gestos del Maestro Jesús de Nazaret. Y, sin embargo, contra todo pronóstico y sin espera que lo aguardase, ese encuentro se dio entre Jesús y Mateo. Fue el Señor quien se acercó a aquel funcionario al servicio del Imperio Romano. El punto de partida era su actitud, sus hechos, sus modos reprobables, sus pecados. Ahí comenzó Jesús a llamarle. Mateo no fue llamado porque fuera bueno, sino para que descubriese la bondad que jamás había probado.
Con belleza y fuerza, lo dijo el Papa Francisco al comienzo de su pontificado: «Dios está en la vida de toda persona. Dios está en la vida de cada uno. Y aun cuando la vida de una persona haya sido un desastre, aunque los vicios, la droga o cualquier otra cosa la tengan destruida, Dios está en su vida. Se puede y se debe buscar a Dios en toda vida humana. Aunque la vida de una persona sea terreno lleno de espinas y hierbajos, alberga siempre un espacio en que puede crecer la buena semilla. Es necesario fiarse de Dios» (Entrevista a La Civiltà Cattolica agosto 2013).
Recordamos a este apóstol, pero no estamos asomándonos a una historia lejana y ajena a nosotros. Porque es el mismo Dios quien también nos llama a cada uno, por nuestro nombre y en nuestra situación, pero con tantas cosas comunes con aquel bendito Mateo. Evidentemente que son otros los tiempos y son distintos los lares que nos distancian de san Mateo, pero tenemos en común tantas cosas que pertenecen al corazón de toda persona sea cual sea su edad, su situación y circunstancia. Los latidos de nuestro corazón no palpitan tan diversamente hace dos mil años y ahora, y compartimos igualmente con aquel recaudador de impuestos sorprendido por Jesús, los ensueños de lo mejor y más noble, así como las torpezas de lo peor y más mezquino. En esa trama de hoy, Jesús entrará en nuestros ámbitos para señalarnos con dulzura, sin reproches acorraladores, y fijará su mirada bondadosa para invitarnos a la aventura de andar los caminos que Él hizo pensando en nuestra felicidad, a pesar y aun en medio de los obstáculos y fisuras que el mal uso de la libertad nuestra o de nuestros semejantes pueda complicar casi excesivamente nuestro destino.
Mateo se encontró con Jesús, se dejó encontrar por Él. No tuvo que hacer nada especial, ni limar previamente las aristas oscuras que contradicen la luz diáfana de Dios,  sino que consintió que esa luz entrase y sencillamente iluminase. Todo cambió en la vida de Mateo, incluso lo que siguió en el mismo sitio y con las mismas gentes, pero que a partir del encuentro con Jesús fue mirado y abrazado de un modo tan distinto.

(Valencia 21 de septiembre de 2015)


SALUDO A LA COMUNIDAD PARROQUIAL DE SAN MATEO APOSTOL Y EVANGELISTA




Queridos hermanos y hermanas, bienvenidos seáis todos:

¡Bendito sea Dios Padre que, en Cristo, por el Espíritu, nos ha enriquecido con toda clase de gracias y dones, sin mérito alguno de nuestra parte!
No podían ser otras, mis primeras palabras en este templo parroquial de san Mateo Apóstol y Evangelista. Para seguidamente añadir, con sinceridad: Gracias, ante todo y sobre todo, a todos vosotros fieles, por vuestra generosa acogida y por las muestras de afecto sincero y desbordante,
Al recibir la invitación de aceptar el ejercicio del ministerio sacerdotal en esta Comunidad Parroquial una vez más escuché en mi interior el eco del comprometido mensaje del beato Juan Pablo II, cuando en nuestra ciudad de Valencia, en el año 1982, manifestó a los que allí se ordenaban: “Sed sacerdotes de cuerpo entero y al servicio de la Iglesia universal; allí donde os necesite”. Con esta actitud he tratado de vivir hasta ahora y con esta actitud hoy me presento ante vosotros.
Gracias al señor arzobispo de Valencia, don Antonio, Cardenal Cañizares Llovera por confiar en mi persona. Sí, deseo de corazón servir, en la verdad y en la caridad allí donde la Iglesia me ha enviado.
Pido a al Apóstol y Evangelista san Mateo que acierte a ser sacerdote de todos, con todos y para todos. Que sea un valiente y verdadero evangelizador. Y, siempre, según el corazón, el modelo y las actitudes del Buen Pastor; Jesucristo.
Un saludo agradecido y muy cordial, en Cristo a los sacerdotes que me han antecedido en la conducción pastoral de esta Comunidad: A don Leoncio Alpuente, don Juan Pedro Cegarra, don Vicente Bataller y don Joan Almela. A ellos mi gratitud más cordial.
Gracias a estos sacerdotes que vivieron en esta zona de Valencia los gozos y esperanzas, alegrías y tristezas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y a los fieles laicos que les acompañaron en su dedicación por fundar, edificar y consolidar la parroquia que hoy tenemos la alegría de contemplar no solo en su dimisión física sino sobre todo espiritual.
Un saludo muy agradecido a mi familia: A mis padres que me acompañan desde la Casa de Dios Padre, a mis hermanos sus esposas e hijos; a mis amigos más cercanos a quienes debo lo mejor de mí mismo.
En estos momentos saludo especialmente a los llegados desde las diversas comunidades cristianas en las que he trabajado – Nuestra Señora del Pilar,en el barrio de Velluters, san Maximiliano María Kolbe de Benimaclet Nuestra Señora de los Ángeles del Cabañal y Santa María del ´Mar del Grao de Valencia--¡A todas ellas, gracias de corazón!
¡Dios os pague todo el bien que me habéis hecho!
Un saludo muy cercano a los sacerdotes de este Arciprestazgo. Espero mantener con vosotros, al menos, la misma relación que tuve con mis compañeros de los anteriores arciprestazgos.
Saludo extensivo a todas las asociaciones, grupos de espiritualidad, hermandades, cofradías y movimientos laicales que me acompañáis.
Saludo a las familias, particularmente a las más afectadas por el paro y la crisis. ¡Seguiremos estando con vosotras de forma solidaria, cercana y comprometida a través de la acción caritativa de la Cáritas Parroquial!
Un recuerdo y una oración para los enfermos, los mayores, los impedidos y los hospitalizados. ¡Estáis también aquí presentes!


Hermanos: No tengo ningún programa preconcebido.
El centro de nuestra vida parroquial debe ser Jesucristo: Presencia viva y real, siempre joven,
Quien se encuentra con Jesucristo no sólo no pierde nada, sino que gana todo. Porque Él es la Verdad que ilumina nuestra mente, la Belleza que calma el corazón y la Bondad que hace buenas nuestras pobres obras.
Hemos de ser testigos de Jesucristo en este nuestro barrio. ¡Sin miedos! ¡Testigos y comunidad llena de Vida!
¡No es tiempo de palabras, sino de hechos!
Permitidme, para concluir con una plegaria:

Deseo ser sacerdote para vosotros.
Y nada más.
Porque jamás quiero ser otra cosa.
Ni mejor cosa.
Deseo que mis manos estén siempre libres
para consagrar, perdonar y bendecir.
Y que mis ojos permanezcan bien abiertos,
asombrados aún de tanto amor como recibí sin merecerlo,
y de tanto amor recibido para repartirlo.
Perdonad cuando no sepa entregarme como el pan de la Eucaristía.
Deseo ser para todos un vaso transparente y comunicante de los dones y misterios de Dios.
¡Cuando fui otras cosas,
al final, me descubrí volviendo a ser tan sólo existencia expropiada y mendigo de Cristo!
¡Soy tan débil y quisiera llevar sobre mis espaldas
a tantas personas y familias necesitadas!
Llevo carbones encendidos en mi boca
y no son mías las palabras.
Son palabras prestadas por el Espíritu Santo,
que caerán sembradas con suavidad en cada corazón
e iluminarán con Aquella Luz que sólo Dios enciende.
¡Cómo me envuelve el misterio!
Ahora sé bien que nada es sólo mío.
Que donde pongo pan o vino,
Palabra y Sacramentos
Alguien los convierte en su carne y sangre,
en su Vida y en su Palabra.
No soy sólo yo quien bendice
ni mi sola voz la que habla.
Espíritu Santo, que guías mis pasos
y que ahora me seguirás sosteniendo;
Espíritu Santo, que haces grande mi amor pequeño
y que alumbrarás mis pasos hasta el final,
déjame suplicarte:
Continúa siendo río y fuerza de Dios Uno y Trino, fecundando mis resecas orillas;
continúa sosteniendo
mis tartamudeos y mis dudas en la noche;
continúa floreciendo el pan entre mis dedos
hasta que un día duerman,
por fin, mis huesos en el seno Trinitario.
Mientras,
te lo ruego, sigue hablando con mis pobres labios,
con mi voz a veces cansada,
con mi corazón desgastado,
y con mis brazos siempre abiertos.
Todo es tuyo; y, por ti y contigo,
de Cristo y de su Iglesia,
para el Padre de todos los dones
y para estas comunidad de hermanos
que Él, como Pastor, me va regalando.
¡Ayudadme a ser pastor de todos!
¡Ayudadme a hacer presente
el bello misterio de Jesucristo y de su Iglesia!.
Si alguna vez me encontráis más cansado o desanimado, pedid con mayor fuerza por mí y regaladme el don de vuestra vida cristiana coherente y entregada.
En esta hora de tantas desafecciones
para con la madre Iglesia,
es oportuno recordar unas palabras de San Juan Crisóstomo: “¡No te separes de la Iglesia!
Ningún poder tiene su fuerza.
Tu esperanza es la Iglesia.
Tu salvación es la Iglesia.
Tu refugio es la Iglesia.
Ella es más alta que el cielo y más grande que la tierra.
No envejece jamás; su juventud es eterna.
Ya desde ahora os encomiendo a todos en la Eucaristía de cada día y pido al Espíritu Santo,
que hará posible un vez más
el milagro de convertir el pan y el vino
en el Cuerpo y la Sangre de Cristo,
me conceda luz y fuerza para saber gastarme y desgastarme
con todo mi ser en el martirio del amor sacerdotal,
Que el Apóstol y Evangelista San Mateo sea siempre mi modelo de vida sacerdotal,
y que María, reina de los Apóstoles interceda por todos nosotros.
Amén. 




Valencia 20 de septiembre de 2015