Dice
el Papa Francisco que «la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida
de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la
ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su
testimonio hacia el mundo
puede carecer de misericordia... Es triste constatar cómo la experiencia del
perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez
más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el
testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril,
como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia
el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar
a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros
hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el
valor para mirar el futuro con esperanza» (Misericordiae
vultus, 10).
Vivimos
una serie de momentos de singular dureza en la vida de tantas personas y en el
conjunto de la sociedad. Son muchas las razones por las que tanta gente
experimenta el ahogo de un aire irrespirable. Es la foto cotidiana que con
pasmo y tristeza tenemos que contemplar en el drama de los refugiados que
vienen. Drama por tener que abandonar su tierra, sus casas, su libertad. Drama
por el destino incierto que les aguarda en la larga travesía hasta una nueva
tierra y casas que los acojan.
De
modo particular, pensamos en los cristianos que nos podrán llegar: esos que han
salido vivos de las degollaciones sistemáticas o de las bombas en sus iglesias
y capillas, por el único delito de ser allí cristianos. El listado de los
maleficios es tan grande y tan terco que parece impedir que tenga cabida el más
humilde de los beneficios como es la paz, la confianza, la posibilidad de
construir algo que no se derrumbe al primer envite infortunado. Pero cualquier
camino en el que podamos y queramos aventurarnos, que no sea un camino ficticio
y engañoso sino que responda a la verdad de nuestro corazón, que coincida con
la promesa que Dios nos ha hecho, pasa irremediablemente por la experiencia del
perdón. No es un perdón que banaliza nuestros errores y pecados, ni tampoco un
perdón que nos restriega nuestra fragilidad tan vulnerable. Es un perdón que
nos toma en serio, que nos abraza de veras, que posibilita en nosotros volver a
comenzar tal y como nos habla san Pablo: «Os ruego que andéis como pide la
vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed
comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad
del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 1ss).
El
perdón del Señor sale a nuestro encuentro con la misericordia de Dios, que
deshace el maleficio que nos acorrala cegándonos los ojos e imponiéndonos la
impostura de creer que la vida no tiene salida, que nuestras dificultades más
íntimas o más públicas no tienen solución posible y sólo cabe la evasión o la
desesperación. Es el chantaje con el que siempre el maligno tratará de robarnos
la esperanza.
La
escena del evangelio en la fiesta de san Mateo, narra precisamente su encuentro
con Jesús, es la historia de su vocación personal. Alguien que no estaba
previsto que fuera llamado por andar en labores tan distintas y tan distantes
de las que hablaban las palabras y los gestos del Maestro Jesús de Nazaret. Y,
sin embargo, contra todo pronóstico y sin espera que lo aguardase, ese
encuentro se dio entre Jesús y Mateo. Fue el Señor quien se acercó a aquel
funcionario al servicio del Imperio Romano. El punto de partida era su actitud,
sus hechos, sus modos reprobables, sus pecados. Ahí comenzó Jesús a llamarle.
Mateo no fue llamado porque fuera bueno, sino para que descubriese la bondad
que jamás había probado.
Con
belleza y fuerza, lo dijo el Papa Francisco al comienzo de su pontificado:
«Dios está en la vida de toda persona. Dios está en la vida de cada uno. Y aun
cuando la vida de una persona haya sido un desastre, aunque los vicios, la
droga o cualquier otra cosa la tengan destruida, Dios está en su vida. Se puede
y se debe buscar a Dios en toda vida humana. Aunque la vida de una persona sea
terreno lleno de espinas y hierbajos, alberga siempre un espacio en que puede
crecer la buena semilla. Es necesario fiarse de Dios» (Entrevista a La Civiltà Cattolica agosto 2013).
Recordamos
a este apóstol, pero no estamos asomándonos a una historia lejana y ajena a
nosotros. Porque es el mismo Dios quien también nos llama a cada uno, por nuestro
nombre y en nuestra situación, pero con tantas cosas comunes con aquel bendito
Mateo. Evidentemente que son otros los tiempos y son distintos los lares que
nos distancian de san Mateo, pero tenemos en común tantas cosas que pertenecen
al corazón de toda persona sea cual sea su edad, su situación y circunstancia.
Los latidos de nuestro corazón no palpitan tan diversamente hace dos mil años y
ahora, y compartimos igualmente con aquel recaudador de impuestos sorprendido
por Jesús, los ensueños de lo mejor y más noble, así como las torpezas de lo
peor y más mezquino. En esa trama de hoy, Jesús entrará en nuestros ámbitos
para señalarnos con dulzura, sin reproches acorraladores, y fijará su mirada
bondadosa para invitarnos a la aventura de andar los caminos que Él hizo
pensando en nuestra felicidad, a pesar y aun en medio de los obstáculos y
fisuras que el mal uso de la libertad nuestra o de nuestros semejantes pueda
complicar casi excesivamente nuestro destino.
Mateo
se encontró con Jesús, se dejó encontrar por Él. No tuvo que hacer nada
especial, ni limar previamente las aristas oscuras que contradicen la luz
diáfana de Dios, sino que consintió que esa luz entrase y sencillamente
iluminase. Todo cambió en la vida de Mateo, incluso lo que siguió en el mismo sitio
y con las mismas gentes, pero que a partir del encuentro con Jesús fue mirado y
abrazado de un modo tan distinto.
(Valencia
21 de septiembre de 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario