viernes, 19 de mayo de 2017

LA EUCARISTIA, CENTRO DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR


Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular


La renovación litúrgica del concilio Vaticano II acentuó la dimensión celebrativa y festiva de la fe cristina, centrada en el misterio pascual de Cristo Salvador, en particular en la Eucaristía. A partir de esta renovación crecen las manifestaciones de la religiosidad popular, especialmente la piedad eucarística.
El culto al Santísimo Sacramento constituye uno de los pilares de la espiritualidad popular. La Eucaristía no ocupa un lugar concreto en la historia de la salvación, sino que la ocupa toda ella, de tal manera que está presente en el Antiguo Testamento como figura; está presente en el Nuevo Testamento como acontecimiento y está presente en el tiempo de la Iglesia, en el que vivimos nosotros, como sacramento. La figura anticipa y prepara el acontecimiento, el sacramento prolonga y actualiza el acontecimiento. Por tanto, en el mismo corazón de la Iglesia se encuentra el Santísimo Sacramento, que la alienta y vivifica.
A la luz de la naturaleza y las características propias del culto cristiano, es evidente, ante todo, que los ejercicios de piedad deben ser conformes con la sana doctrina y con las leyes y normas de la Iglesia; además deben estar en armonía con la Sagrada Liturgia, y tener en cuenta, en la medida de la posible, los tiempos del año litúrgico y favoreciendo una participación consciente y activa en la oración común de la Iglesia.
Los ejercicios de piedad pertenecen a la esfera del culto cristiano. Por esto, la Iglesia siempre ha sentido la necesidad de prestarles atención, para que a través de los mismos, Dios sea glorificado dignamente y el hombre obtenga provecho espiritual e impulso para llevar una vida cristiana coherente.
La Liturgia, por naturaleza, es superior, con mucho, a los ejercicios de piedad, por lo cual en la praxis pastoral hay que dar a la Liturgia el lugar preeminente que le corresponde respecto a los ejercicios de piedad; Liturgia y ejercicios de piedad deben coexistir respetando la jerarquía de valores y la naturaleza específica de ambas expresiones cultuales.
Una consideración atenta de estos principios debe llevar a un verdadero empeño para armonizar, en la medida de lo posible, los ejercicios de piedad con los ritmos y las exigencias de la Liturgia; esto es, sin fusionar o confundir las dos formas de piedad; para evitar, consiguientemente, la confusión y la mezcla híbrida de Liturgia y ejercicios de piedad.
No debemos contraponer la Liturgia a los ejercicios de piedad o, ir contra el sentir de la Iglesia, eliminándolos, produciendo un vacío que con frecuencia no se ve colmado, en perjuicio del pueblo fiel de los ejercicios de piedad.
En los ejercicios de piedad se debe acentuar el espíritu bíblico y la inspiración litúrgica, y también debe encontrarse en su expresión el aspecto ecuménico.
Se debe mostrar en ellos el núcleo esencial, descubierto a través del estudio histórico y hacer que reflejen aspectos de la espiritualidad de nuestros días, teniendo en cuenta las conclusiones ya adquiridas por una sana antropología, respetando la cultura y el estilo de expresión del pueblo al que se dirigen, sin perder los elementos tradicionales arraigados en las costumbres populares
Las expresiones eucarísticas de la piedad popular son: Adoración el Jueves Santo (“Monumento”); visita diaria a Jesús Sacramentado (“Quince minutos en compañía de Jesús”), novena al Santísimo Sacramento, octavario breve al Santísimo Sacramento, Jueves eucarísticos, Jueves Santo (hora santa por las vocaciones sacerdotales), Adoración Nocturna, Jubileo eucarístico o Cuarenta horas, y Adoración perpetua o Adoración continua, entre otras.
Centremos nuestra atención en algunas de estas expresiones eucarísticas de la piedad popular.
Jueves Santo: La visita al lugar de la reserva del Santísimo Sacramento. La piedad popular es especialmente sensible a la adoración del Santísimo Sacramento, que sigue a la celebración de la misa en la cena del Señor. A causa de un proceso histórico, que todavía no está del todo claro en algunas de sus fases, el lugar de la reserva se ha considerado como “santo sepulcro". Los fieles acudían para venerar a Jesús que después del descendimiento de la Cruz fue sepultado en la tumba, donde permaneció unas cuarenta horas. Es preciso iluminar a los fieles sobre el sentido de la reserva: Realizada con austera solemnidad y ordenada esencialmente a la conservación del Cuerpo del Señor, para la comunión de los fieles en la celebración litúrgica del Viernes Santo y para el Viático de los enfermos, es una invitación a la adoración, silenciosa y prolongada, del sacramento admirable, instituido en este día.
Por lo tanto, para el lugar de la reserva hay que evitar el término "sepulcro" ("monumento"), y en su disposición no se le debe dar la forma de una sepultura; el sagrario no puede tener la forma de un sepulcro o urna funeraria: El Sacramento hay que conservarlo en un sagrario cerrado, sin hacer la exposición con la custodia. Después de la media noche del Jueves Santo, la adoración se realiza sin solemnidad, pues ya ha comenzado el día de la Pasión del Señor
La solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor: El jueves o domingo siguiente a la solemnidad de la Santísima Trinidad, la Iglesia celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor. La fiesta, extendida en 1269 por el Papa Urbano IV a toda la Iglesia latina, por una parte constituyó una respuesta de fe y de culto a doctrinas heréticas acerca del misterio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía; por otra parte fue la culminación de un movimiento de ardiente devoción hacia el augusto Sacramento del Altar. La piedad popular favoreció el proceso que instituyó la fiesta del Corpus Christi, con su consiguiente procesión por las calles del Santísimo en la custodia o expositor, a su vez, esta fue causa y motivo de la aparición de nuevas formas de piedad eucarística en el pueblo de Dios.
Durante siglos, la celebración del Corpus Christi fue el principal punto de confluencia de la piedad popular a la Eucaristía. En los siglos XVI-XVII, la fe, reavivada por la necesidad de responder a las negaciones del movimiento protestante, y la cultura  –arte, literatura, folclore –han contribuido a dar vida a muchas y significativas expresiones de la piedad popular para con el misterio de la Eucaristía.
La procesión de la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo es, por así decir, la "forma tipo" de las procesiones eucarísticas. Prolonga la celebración de la Eucaristía: inmediatamente después de la Misa, el pan que ha sido consagrado en dicha misa se conduce fuera de la iglesia para que el pueblo cristiano dé un testimonio público de fe y de veneración al Santísimo Sacramento.
Los fieles comprenden y aman los valores que contiene la procesión del Corpus Christi: Se sienten "pueblo de Dios" que camina con su Señor, proclamando la fe en Él, que se ha hecho verdaderamente el "Dios con nosotros". Con todo, es necesario que en las procesiones eucarísticas se observen las normas que regulan su desarrollo, en particular las que garantizan la dignidad y la reverencia debidas al santísimo Sacramento; y también es necesario que los elementos típicos de la piedad popular, como el adorno de las calles y de las ventanas, la ofrenda de flores, los altares en los diversos ángulos de las calles donde se colocará el Santísimo en las estaciones del recorrido, los cantos y las oraciones muevan a todos a manifestar su fe en Cristo, atendiendo únicamente a la alabanza del Señor, y ajenos a toda forma de emulación.
Las procesiones eucarísticas concluyen, normalmente, con la bendición del Santísimo Sacramento. En el caso concreto de la procesión del Corpus Christi, la bendición constituye la conclusión solemne de toda la celebración: En lugar de la bendición sacerdotal acostumbrada, se imparte la bendición con el Santísimo Sacramento.
Es importante que los fieles comprendan que la bendición con el Santísimo Sacramento no es una forma de piedad eucarística aislada, sino el momento conclusivo de un encuentro cultual suficientemente amplio. Por eso, la normativa litúrgica prohíbe la exposición realizada únicamente para impartir la bendición.
La adoración eucarística: La adoración del Santísimo Sacramento es una expresión particularmente extendida del culto a la Eucaristía, al cual la Iglesia exhorta a los sacerdotes y fieles. Su forma primigenia se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la misa en la Cena del Señor y a la reserva de las sagradas especies. Esta resulta muy significativa del vínculo que existe entre la celebración del memorial del sacrificio del Señor y su presencia permanente en las especies consagradas.
La reserva de las especies sagradas, motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para administrar el Viático a los enfermos, hizo nacer en los fieles la loable costumbre de recogerse en oración ante el sagrario, para adorar a Cristo presente en el Sacramento. De hecho, la fe en la presencia real del Señor conduce de un modo natural a la manifestación externa y pública de esta misma fe. La piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa Eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo.
Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad. De esta manera cultivan las disposiciones adecuadas para celebrar, con la devoción que es conveniente, el memorial del Señor y recibir frecuentemente el Pan que nos ha dado el Padre.
La adoración del Santísimo Sacramento, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular entre las que no es fácil establecer claramente los límites, puede realizarse de diversas maneras: La simple visita al Santísimo Sacramento reservado en el sagrario: Breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa en el Sagrario o expuesto en la custodia o en la píxide, de forma prolongada o breve, o bien en la denominada Adoración Perpetua o la de las Cuarenta Horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y dan ocasión a numerosas expresiones de piedad eucarística.
Todos estos actos de piedad popular, tan arraigados en la vida de nuestro pueblo cristiano, hacen que sean espacio para que Cristo se haga presente, y desde ellos debemos evangelizar esta experiencia de fe que nos resulta “próxima”.

EL SACERDOTE, LLAMADO A LA SANTIDAD




EL SACERDOTE, LLAMADO A LA SANTIDAD

Por Antonio DIAZ TORTAJADA


El sacerdote secular está llamado, por el bautismo, y su ordenación a ser hijo y templo de Dios, dándonos la posibilidad real de vivir inmersos en el mismo Dios y de comunicarnos abiertamente con él. Por eso, vivir la vida de la gracia de forma permanente está al alcance de todos los cristianos, y ese modo de ser y de vivir es precisamente el modo contemplativo de vivir.
La mayoría de la gente cree que esta forma de vida sacerdotal está reservado sólo a los místicos. Sin embargo, el encuentro personal con el Dios vivo es el centro y el núcleo de toda vida cristiana y, por lo tanto, es una gracia que Dios pone al alcance de todos los bautizados para que puedan entrar en la experiencia que nos descubre el auténtico rostro de Dios, y descubran cómo vivir en comunión con él.
En el fondo, la vida sacerdotal consiste en vivir el encuentro humano con Dios de manera consciente y personal, lo que hace que el sacerdote supere la vivencia rutinaria de la fe y descubra en sí mismo un ser distinto, una nueva dignidad, que le permite ser lo que realmente es, aquello a lo que Dios le llama a ser desde la creación, tal como dice san Pablo: «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia”.
Nuestra vida contemplativa no es incompatible con el hecho de vivir como sacerdotes en el mundo. Dios también vive en el mundo. Y precisamente en medio del mundo, entre los hombres, asi el sacerdote se convierte en testigo vivo del Dios escondido.
Por eso, el Señor no le dice al sacerdote secular que se retire del mundo, sino que se guarde del maligno. Lo cual no significa que tenga que diluirse en el mundo; porque si el sacerdote pertenece a Dios, no puede pertenecer al mismo tiempo al mundo, puesto que no puede servir a la vez a dos señores. Tiene que desarrollar y mantener una opción radical a favor de Dios, aunque esté inmerso en las realidades del mundo, que amenazan con dividirlo. Y para lograrlo, tendrá que aceptar la contradicción, la incomprensión y el rechazo que comporta ineludiblemente la ruptura con el mundo, tal como nos avisa el mismo Jesús.
El sacerdote secular, es decir, aquel al que Dios llama a vivir unido a él en medio del mundo, ha de guardarse del mundo, sin cortar con él; insertarse en el mundo, sin diluirse en él. Ha de buscar el delicado equilibrio que consiste en compaginar la presencia en el mundo y una cierta desvinculación del mismo, siguiendo el ejemplo de Jesús en Nazaret. Es un difícil equilibrio que se manifiesta en una forma de vida peculiar, y que hace que el sacerdote esté siempre próximo, permaneciendo distante; solidario, queriendo estar solitario; presente a los demás, pero inquieto únicamente por Dios. Para lograrlo, debe tener el convencimiento de que lo fundamental no es la mera soledad exterior, sino la búsqueda apasionada de Dios; porque el aislamiento por sí mismo no garantiza el encuentro con Dios. Y para que toda su vida esté centrada en la búsqueda de Dios, tendrá que salvaguardar, a cualquier precio, adaptándolo a la vida en el mundo, el silencio, la oración, la lectio divina, la soledad, etc.
Para poder vivir como sacerdote secular en medio del mundo es necesario construir una espiritualidad específica, que se apoye en los siguientes medios fundamentales: Disponer del tiempo y el modo necesarios para la oración contemplativa. Buscar frecuentemente espacios amplios de tiempo para hacer retiros espirituales. Vivir las realidades del mundo de forma radicalmente evangélica. Encontrar el propio ritmo de la fidelidad a Dios permaneciendo en el mundo. Ordenar el tiempo y las diferentes tareas seculares con criterio evangélico para que no obstaculicen el desarrollo de la vida interior. Regular adecuadamente el descanso. Rehusar en lo posible todo lo que dispersa, como visitas innecesarias, televisión, cine, etc., pero estando informado de lo sustancial que sucede en el mundo.
Todo esto permitirá al sacerdote secular vivir como le pide el Señor: en el mundo, sin ser del mundo; sin aislarse del mundo, pero guardándose del maligno. Porque estar en el mundo no debe llevarle a dispersarse o diluirse en él, perdiendo así su identidad, sino a armonizar la primacía absoluta de Dios con la misión en el mundo que el mismo Dios le encomienda.
Este estilo de vida se suscita y crea  a través de un encuentro personal con Jesucristo y dándole la gracia que potencia el ser bautismal, para impulsarle con fuerza hacia la unión con Él y a la transformación en Cristo.”Ya no soy yo el que vico, sino que es Cristo quien vive en mí”
Se trata de algo semejante a lo que sucedió con el llamamiento del pueblo de Israel. Dios quería establecer un pacto con la humanidad entera, de forma que todos llegaran a ser sus hijos; y para ello escogió un pueblo, ciertamente pequeño e insignificante, como prototipo de la relación de amor que quería establecer con todos los pueblos, y como instrumento para hacer posible que el resto de la humanidad llegara a ser el pueblo de Dios. Quizá, de igual modo, él elige a unas pocas personas como signos visibles de la obra que quiere realizar en todos los hombres, y también para convertirlos en instrumentos de esta transformación universal que desea.
Dios quiere que a todos los hombres llegue el mensaje del Evangelio, y no lo puede conseguir por las circunstancias de pecado de los pueblos, de las personas y de la misma Iglesia. Y, por medios ordinarios y extraordinarios, se empeña en que algunas personas lo conozcan; no sólo por ellas mismas, sino también para que sean instrumentos eficaces de la propagación del Evangelio. Este evidente empeño que tiene Dios por entregar su gracia a algunas personas, no significa que no quiera que ese proceso se realice en todos.
La misma vida de los santos que la Iglesia nos propone como modelos y intercesores tiene, precisamente, esta misma finalidad. El convencimiento de que la santidad es la llamada de Dios para todos, y no para unos pocos privilegiados, forma parte del patrimonio de la Iglesia desde sus primeros momentos. Por eso, aunque la santidad no sea la forma de vida común a la mayoría de los cristianos, la vida de los santos nos muestra el afán de Dios para lograr que ellos alcancen la meta que él desea para todos; de modo que nadie pueda justificarse pensando que los santos son una casta especial de cristianos con una meta diferente a la del resto; y que el común de los cristianos posee una vocación distinta a la santidad.
De hecho, los santos no son sino cristianos que se han tomado en serio la gracia bautismal y han realizado en su vida el proyecto de transformación en Cristo que Dios desea para todo ser humano. De este modo se han convertido en modelos universales de santidad; como si Dios nos dijera: Mirad lo que sucede en ellos; pues eso es lo que deseo para todos.