viernes, 19 de mayo de 2017

EL SACERDOTE, LLAMADO A LA SANTIDAD




EL SACERDOTE, LLAMADO A LA SANTIDAD

Por Antonio DIAZ TORTAJADA


El sacerdote secular está llamado, por el bautismo, y su ordenación a ser hijo y templo de Dios, dándonos la posibilidad real de vivir inmersos en el mismo Dios y de comunicarnos abiertamente con él. Por eso, vivir la vida de la gracia de forma permanente está al alcance de todos los cristianos, y ese modo de ser y de vivir es precisamente el modo contemplativo de vivir.
La mayoría de la gente cree que esta forma de vida sacerdotal está reservado sólo a los místicos. Sin embargo, el encuentro personal con el Dios vivo es el centro y el núcleo de toda vida cristiana y, por lo tanto, es una gracia que Dios pone al alcance de todos los bautizados para que puedan entrar en la experiencia que nos descubre el auténtico rostro de Dios, y descubran cómo vivir en comunión con él.
En el fondo, la vida sacerdotal consiste en vivir el encuentro humano con Dios de manera consciente y personal, lo que hace que el sacerdote supere la vivencia rutinaria de la fe y descubra en sí mismo un ser distinto, una nueva dignidad, que le permite ser lo que realmente es, aquello a lo que Dios le llama a ser desde la creación, tal como dice san Pablo: «Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia”.
Nuestra vida contemplativa no es incompatible con el hecho de vivir como sacerdotes en el mundo. Dios también vive en el mundo. Y precisamente en medio del mundo, entre los hombres, asi el sacerdote se convierte en testigo vivo del Dios escondido.
Por eso, el Señor no le dice al sacerdote secular que se retire del mundo, sino que se guarde del maligno. Lo cual no significa que tenga que diluirse en el mundo; porque si el sacerdote pertenece a Dios, no puede pertenecer al mismo tiempo al mundo, puesto que no puede servir a la vez a dos señores. Tiene que desarrollar y mantener una opción radical a favor de Dios, aunque esté inmerso en las realidades del mundo, que amenazan con dividirlo. Y para lograrlo, tendrá que aceptar la contradicción, la incomprensión y el rechazo que comporta ineludiblemente la ruptura con el mundo, tal como nos avisa el mismo Jesús.
El sacerdote secular, es decir, aquel al que Dios llama a vivir unido a él en medio del mundo, ha de guardarse del mundo, sin cortar con él; insertarse en el mundo, sin diluirse en él. Ha de buscar el delicado equilibrio que consiste en compaginar la presencia en el mundo y una cierta desvinculación del mismo, siguiendo el ejemplo de Jesús en Nazaret. Es un difícil equilibrio que se manifiesta en una forma de vida peculiar, y que hace que el sacerdote esté siempre próximo, permaneciendo distante; solidario, queriendo estar solitario; presente a los demás, pero inquieto únicamente por Dios. Para lograrlo, debe tener el convencimiento de que lo fundamental no es la mera soledad exterior, sino la búsqueda apasionada de Dios; porque el aislamiento por sí mismo no garantiza el encuentro con Dios. Y para que toda su vida esté centrada en la búsqueda de Dios, tendrá que salvaguardar, a cualquier precio, adaptándolo a la vida en el mundo, el silencio, la oración, la lectio divina, la soledad, etc.
Para poder vivir como sacerdote secular en medio del mundo es necesario construir una espiritualidad específica, que se apoye en los siguientes medios fundamentales: Disponer del tiempo y el modo necesarios para la oración contemplativa. Buscar frecuentemente espacios amplios de tiempo para hacer retiros espirituales. Vivir las realidades del mundo de forma radicalmente evangélica. Encontrar el propio ritmo de la fidelidad a Dios permaneciendo en el mundo. Ordenar el tiempo y las diferentes tareas seculares con criterio evangélico para que no obstaculicen el desarrollo de la vida interior. Regular adecuadamente el descanso. Rehusar en lo posible todo lo que dispersa, como visitas innecesarias, televisión, cine, etc., pero estando informado de lo sustancial que sucede en el mundo.
Todo esto permitirá al sacerdote secular vivir como le pide el Señor: en el mundo, sin ser del mundo; sin aislarse del mundo, pero guardándose del maligno. Porque estar en el mundo no debe llevarle a dispersarse o diluirse en él, perdiendo así su identidad, sino a armonizar la primacía absoluta de Dios con la misión en el mundo que el mismo Dios le encomienda.
Este estilo de vida se suscita y crea  a través de un encuentro personal con Jesucristo y dándole la gracia que potencia el ser bautismal, para impulsarle con fuerza hacia la unión con Él y a la transformación en Cristo.”Ya no soy yo el que vico, sino que es Cristo quien vive en mí”
Se trata de algo semejante a lo que sucedió con el llamamiento del pueblo de Israel. Dios quería establecer un pacto con la humanidad entera, de forma que todos llegaran a ser sus hijos; y para ello escogió un pueblo, ciertamente pequeño e insignificante, como prototipo de la relación de amor que quería establecer con todos los pueblos, y como instrumento para hacer posible que el resto de la humanidad llegara a ser el pueblo de Dios. Quizá, de igual modo, él elige a unas pocas personas como signos visibles de la obra que quiere realizar en todos los hombres, y también para convertirlos en instrumentos de esta transformación universal que desea.
Dios quiere que a todos los hombres llegue el mensaje del Evangelio, y no lo puede conseguir por las circunstancias de pecado de los pueblos, de las personas y de la misma Iglesia. Y, por medios ordinarios y extraordinarios, se empeña en que algunas personas lo conozcan; no sólo por ellas mismas, sino también para que sean instrumentos eficaces de la propagación del Evangelio. Este evidente empeño que tiene Dios por entregar su gracia a algunas personas, no significa que no quiera que ese proceso se realice en todos.
La misma vida de los santos que la Iglesia nos propone como modelos y intercesores tiene, precisamente, esta misma finalidad. El convencimiento de que la santidad es la llamada de Dios para todos, y no para unos pocos privilegiados, forma parte del patrimonio de la Iglesia desde sus primeros momentos. Por eso, aunque la santidad no sea la forma de vida común a la mayoría de los cristianos, la vida de los santos nos muestra el afán de Dios para lograr que ellos alcancen la meta que él desea para todos; de modo que nadie pueda justificarse pensando que los santos son una casta especial de cristianos con una meta diferente a la del resto; y que el común de los cristianos posee una vocación distinta a la santidad.
De hecho, los santos no son sino cristianos que se han tomado en serio la gracia bautismal y han realizado en su vida el proyecto de transformación en Cristo que Dios desea para todo ser humano. De este modo se han convertido en modelos universales de santidad; como si Dios nos dijera: Mirad lo que sucede en ellos; pues eso es lo que deseo para todos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario