La
Virgen del Carmen, síntesis máxima de la devoción popular
Por
Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad
Popular
La devoción a la
Virgen del Carmen remonta sus orígenes al monte Carmelo, en Haifa al norte de
Israel. Probablemente lo más relevante de esta devoción es aquello que se nos
narra sobre la existencia de los primeros monjes de vida eremítica inspirados
por el profeta Elías. El más célebre de estos hombres de Dios fue el gran profeta
Elías, quien en el siglo IX antes de Cristo defendió valientemente de la contaminación
de los cultos idolátricos la pureza de la fe en el Dios único y verdadero.
Inspirándose en la figura de Elías, surgió al Orden contemplativa de los “carmelitas”.
En el monte
Carmelo —cuentan las crónicas-- erigieron una capilla en honor a Nuestra Señora.
Sobre la montaña a mano izquierda, en un lugar muy hermoso y sano, los eremitas
latinos construyeron un eremitorio: ellos se llamaban hermanos del Carmelo y tenían
allí una Iglesia dedicada a nuestra Señora; alrededor se encuentran fuentes milagrosas
y bellas flores perfumadas (Historia del Carmelo Teresiano, 42)
Más adelante aparece
en el año 1282 la idea de que la Orden fuera fundada en honor a la Virgen María,
tomando el nombre de hermanos de la gloriosa Virgen María.
La dedicación de
una capilla a Nuestra Señora tiene su importancia como una orden que nace a los
pies de la Virgen María, resaltando su matiz mariano como una comunidad con una
orientación religiosa definida. Los primeros monjes, después de vivir en Tierra
Santa como eremitas, emigraron a Europa hacia el año 1274, pasando a ser una
Orden Mendicante puesto que su estilo de vida estaba motivado por la pobreza y
la austeridad. Dentro de este estilo de vida mendicante uno de los apostolados
que más ejercieron era la expansión de la devoción de Nuestra Señora del monte
Carmelo. Por ello, los primeros años de expansión por Europa testimonian
también la formación y crecimiento de su devoción a la santísima Virgen.
A medida que se
expandían los primeros carmelitas, se iba extendiendo a la vez el fervor a la
Santísima Virgen del monte Carmelo. El nombre con que eran conocidos y que reza
en las constituciones de los carmelitas era “Hermanos
de la Bienaventurada Virgen del monte Carmelo”. A lo largo de la historia
de la Orden del Carmen, la devoción mariana de Nuestra Señora del Monte Carmelo
ocupa un lugar muy privilegiado dentro de la vida litúrgica, cultual y espiritual,
gracias a los signos del escapulario y el privilegio sabatino, medios de evangelización
y acercamiento a esta devoción dentro de la Iglesia. Estos signos van de la mano
en la devoción a la Virgen del Carmen.
“El escapulario es un signo exterior de la
relación especial, filial y confiada, que se establece entre la Virgen, Reina y
Madre del Carmelo, y los devotos que se confían a Ella con total entrega y
recurren con toda confianza a su intercesión maternal; recuerda la primacía de
la vida espiritual y la necesidad de la oración (Directorio de Religiosidad Popular y Liturgia, 205)
El signo del
escapulario está ligado a la relación con la madre de Dios y es a su vez un
símbolo de esperanza y confianza en las personas que lo llevan, pues para ellos
es señal de protección, de patrocinio, de acercamiento a Dios por medio de la
compañía de su madre y compromete a las personas que lo llevan a que se
revistan de Cristo, como nos lo recuerda el apóstol Pablo cuando le escribe a
los romanos: “Revestíos más bien del Señor Jesucristo” (Rm 13,14).
La entrada de
los carmelitas a Europa no fue fácil, por lo que el general de la Orden del
Carmen de aquel tiempo, Simón Stock,
pedía incesantemente a la Virgen una señal de defensa contra los momentos
difíciles por los que estaba atravesando la Orden. Por ello, el 16 de julio de
1251 la Virgen le entregó el escapulario como coraza y signo de protección
frente a estos momentos adversos por los que estaban pasando.
Así se describe el
hecho en un antiguo Catálogo de Santos de la Orden del siglo XIV: “Se le
apareció la Bienaventurada Virgen, acompañada de una multitud de ángeles,
llevando en sus benditas manos el Escapulario de la Orden y diciendo estas
palabras: Éste será el privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriese
con él, no padecerá el fuego del infierno”.
El escapulario
del Carmen es un signo que muchos creyentes llevan con gran devoción, ya que
ellos creen en su eficacia, especialmente en el tránsito de este caminar hacia
la Pascua Eterna o en los momentos de dificultad. A partir de esta religiosidad
popular, de su vigencia y la capacidad de ser aclarada, enriquecida y actualizada,
es con la que debemos mirar el escapulario.
Por tanto esta
insignia del escapulario es para las personas creyentes un símbolo de alianza
que se da entre la Virgen María, Madre de Dios y de los hombres y los fieles devotos
que se revisten con el hábito de la Virgen, su escapulario. Si bien en la
tradición de la Iglesia el escapulario es señal de confianza, hoy en día en la
vida y existencia de tantas personas que lo llevan sigue teniendo la misma
vigencia que ha tenido a lo largo de la historia, como señal de amor y entrega
de la Santísima Virgen a las personas que se acogen bajo su amparo. Dice santa
Teresa de Jesús, “imitadla y considerad
que tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien que ha de tenerla por patrona.
(Moradas, 1,3).Este signo
alimenta una verdadera devoción mariana, ya que sus innumerables bienes espirituales
que trae consigo a las personas sencillas que se acogen bajo su patrocinio, son
un reflejo de una vida cristiana sensible a su presencia en todos los momentos
de la vida. Por ello, la devoción hacia Ella no puede limitarse a oraciones y
obsequios en su honor en algunas circunstancias, sino que debe constituir un
‘hábito’, es decir una tesitura permanente de la propia conducta cristiana, entretejida
de oración y de vida interior, mediante la frecuente práctica de los
Sacramentos y el concreto ejercicio de las obras de misericordia espiritual y
corporal.
El escapulario
es por lo tanto un distintivo del cristiano que quiere seguir el proyecto del
Reino de Dios, acogiendo sus exigencias en las prácticas de una vida que se
experimenta llena de las bondades de Jesucristo y su Madre la Reina del
Carmelo. Parecería ilógico hablar de la devoción que el pueblo sencillo le
profesa a la Virgen del Carmen sin hacer mención a los favores que concede a
sus hijos bajo los signos del escapulario y del privilegio sabatino. La Virgen,
como buena madre que cuida de sus hijos, los acompaña en todos los momentos de
sus vidas, en especial en sus dificultades intercediendo ante Su Hijo
Jesucristo. Pero hay que tener claro que esta tradición tan arraigada en los
pueblos donde se profesa la devoción a la Virgen del Carmen, no se ha de
profundizar en su historicidad que, aunque es importante, lo son más sus
contenidos innatos dentro la devoción popular. Estos contenidos llevan a los
signos a tener un peso espiritual y teológico que permiten asimilar su acción
de intercesión ante la Virgen María, que conduce a las personas que le claman
hacia su hijo Jesucristo, como lo hizo en las Bodas de Caná de Galilea, cuando
intercedió ante el novio que se le había acabado el vino: “Le dice su madre a Jesús: No tienen vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo
yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Dice su madre a
los sirvientes: Haced lo que él os diga” (Jn 11,3).
Pero lo más
importante de esta promesa sabatina, que está viva en la memoria de las personas
que se acogen bajo su protección, es la confianza de que María es corredentora
en la obra de salvación; por eso la invocamos y le decimos según las palabras
de la encíclica “Spe Salvi: “Santa María madre de Dios, Madre nuestra.
Enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella
del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino”. (Sv,95).
Esta devoción y
propagación de Nuestra Señora, bajo las diferentes advocaciones, se debe a las
diferentes comunidades u órdenes religiosas, que bajo su patrocinio van
alimentando la fe y la devoción en la Virgen María. En este sentido, las
imágenes de la Virgen reflejan de forma sublimada el amor de madre, muy
arraigado en nuestro pueblo.
Al hablar de
María en el horizonte de la fe de nuestro pueblo no se puede olvidar que Ella ha
sido y sigue siendo el sustento de la fe en muchas de las poblaciones. En estas
venera a María dado que se ve en Ella la figura de la madre, la mujer del
pueblo, sencilla que conoce y acompaña el camino hacia Dios a través de los
diferentes signos religiosos que se van gestando en la cultura de cada región.
Por lo tanto, la religiosidad popular mariana sigue jugando un papel fundamental
dentro de la reflexión popular del pueblo que clama en María las raíces propias
de una liberación, de una conversión permanente que permee la vida cristiana, para
que estos signos de confianza en Ella sigan teniendo validez en el trascurso de
la vida diaria, muy en especial en la expresión de la religiosidad popular.
La religiosidad
popular permite asomarse a los trasfondos históricos y religiosos de los
pueblos; por tanto, allí se capta esa fe innata, pura que las personas
manifiestan a través de diversos ritos y cantos,
Si quisiéramos
adentrarnos en la significación semántica de la religiosidad popular, la
respuesta la encontraríamos en el documento de Puebla al referirse a ésta como
aquellas manifestaciones hondas y profundas de los creyentes, que expresan esa
filiación a Dios de manera sencilla: Su religiosidad está arraigada en la vida:
En el camino inexorable que debe recorrer el hombre desde su nacimiento hasta
su muerte.
Podemos decir
entonces que la religiosidad popular se caracteriza por sus expresiones de fe en
medio de un pueblo sencillo, pero que no se queda allí, sino que es capaz de
permear todas las clases sociales y económicas de la sociedad. Esta
religiosidad manifiesta su piedad de una manera muy rústica, además de que
impregna de manera arrolladora la vida eclesial y personal de las personas que
se acercan a los templos donde se gestan estas devociones, por medio de
peregrinaciones, pidiendo un favor o en acción de gracias por un favor
recibido.
Se hace entonces
evidente que el hombre es un ser religioso por naturaleza; él se pone en escena
frente a Dios, pero ahora a través de lo sagrado. Incluir completamente a Dios
en la esfera del conocimiento humano es eliminar su divinidad, de ahí que
muchos creyentes sepan cómo hablar a Dios, pero no como hablar de y sobre Dios.
Es decir, que la esfera de lo religioso lleva al hombre a llenar de sentido de
aquello que sale a su encuentro: Lo sagrado permea toda la vida, guía su
historia, la naturaleza se constituye en una naturaleza.
En cuanto a la
religiosidad popular mariana se debe tener en cuenta que ha sido desde sus
orígenes uno de los medios de evangelización y mecanismo en busca de la
salvación y de la protección de la Virgen María.
La religiosidad
popular mariana lo que pretende es un acercamiento a lo absoluto, en donde las
personas desean encontrarse con Dios, reconociendo que Él puede ayudar o
remediar sus dificultades y lo hacen por medio de la intercesión de su Madre.
Desde que Jesús,
desde lo alto de la cruz, poco antes de morir, pronunció aquellas palabras
sobre su Madre, el pueblo humilde nunca más se separó de la Virgen. La lleva
consigo, dentro de su corazón, dentro de su casa, donde quiera que vaya. Jesús
lo mandó. Fue su última voluntad. Por este motivo, ellos buscan en la Virgen
María un alivio a las dificultades a las que se ve abocado el hombre en su
diario vivir, en las situaciones límites y frágiles de la vida o cuando están
atravesando momentos de dolor, de enfermedad, ante un fracaso económico,
personal o familiar, cuando están en desempleados o con problemas familiares,
acuden a la madre, pues sienten la confianza de que Ella los fortalecerá y los
amparará en estos momentos.
La fe que
profesan tantos y tantos pueblos a la Virgen del Carmen es porque se han
sentido amparados por la acción y protección de la Virgen y por la
evangelización de los carmelitas.
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