Las
hermandades, evangelio encarnado
Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular
Corrían los años sesenta y setenta, y frases como “hay
que conseguir una fe adulta” eran moneda corriente en los círculos cristianos que
ellos se autodenominaban “comprometidos”. Cierta interpretación del concilio
Vaticano II era la oportunidad de eliminar todos esos aderezos infantiles que
al pasar de los siglos se había ido adhiriendo al mensaje del Evangelio.
Habían llegado los tiempos de la purificación, de la
esencia, de lo fundamental. Por todas partes, se desmontaron altares de otra
época, se arramblaron las vetustas imágenes, se abandonaron los signos externos
y, donde fue posible, se clausuraron esas asociaciones rancias, más propias del
concilio Trento que del Vaticano II que eran las cofradías y hermandades.
Esas agrupaciones provenientes de la Edad Media,
moldeadas en las forjas del Barroco, ya no tenían sitio en el siglo XX, camino
del tercer milenio. Y los buenos cofrades debían ser redirigidos a otras
actividades más profundas.
¿Cuál fue el resultado de tan apostólico celo? El
desierto total. Es un hecho constatado que allí donde la religiosidad popular
ha desaparecido, no ha surgido un cristianismo más puro, una fe más diáfana,
sino que se ha producido un abandono masivo de la Iglesia. Y es normal que así
sea, porque esa fe pura, limpia de los aderezos de los siglos, no existe, ni
puede existir. Es la herejía “cátara”. El problema fue que hubo quien, de buena
fe, justo es reconocerlo, confundió la necesaria poda de las ramas para que
crezcan más fuertes, con la tala del árbol. Y cuando se corta el tronco, es muy
difícil que rebrote.
El mismo Hijo de Dios se encarnó en un tiempo
determinado, dentro de un pueblo concreto, con una lengua particular. Jesús
tenía unos rasgos y unas facciones, es decir, no era un rostro abstracto, y era
ese rostro de israelita del siglo I el que transparentaba el rostro mismo del
Padre. Esta dinámica impregna toda la transmisión de la fe: si la fe no se
encarna en una cultura y en el pueblo que la crea, no puede ser transmitida.
Dios se manifiesta –quiere manifestarse– a través de signos visibles, en medio
de una cultura, en medio de un pueblo.
Aquellos que reciben el anuncio del Evangelio, lo
hacen suyo y crean formas propias para expresarlo. El pueblo tiene una
intuición para comprender la palabra que Dios le dirige, e interpretarla. El
papa Francisco es bien consciente de esto, y lo plasma en su exhortación
apostólica Evangelii Gaudium, donde expone la importancia evangelizadora
de la religiosidad popular: “Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su
vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la
enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes" (num 122)
Y este es el punto central: las cofradías y
hermandades son manifestaciones de la religiosidad popular. Es decir, son
manifestaciones de la fe encarnada en el pueblo. Sin esa encarnación – que en
nuestras tierras se plasma en las hermandades y en nuestro particular modo de
vivir la Semana Santa –, no puede haber fe. Una fe desencarnada, no es fe. Y,
al mismo tiempo, pertenecen al pueblo, no a una élite culta, teológica o
académica. Para seguir fieles a sí mismas, las cofradías deben mantener sus
raíces populares, deben seguir latiendo con el corazón del pueblo que las crea
y vive su devoción a través de ellas.
Las hermandades deben ser comprendidas desde dentro,
desde su propia dinámica, incluso, como dice el Papa, llegan a ser lugares
teológicos, es decir, fuentes para el conocimiento de Dios. No pueden sucumbir
ante una teología o una praxis pastoral de laboratorio en busca de una falsa
pureza que le niega su función evangelizadora; ni ante ámbitos intelectuales
que pretenden conservarla en un museo arrebatándole su vida misma.
Las cofradías y hermandades son de forma primordial fe
encarnada de un pueblo. Y esto no en abstracto. Es la fe de María, Javier,
Antonio, Bea, Pedro, Asunción,... hecha imagen y camino. Y esta es una fe viva
que no se encuentra en manuales de teología, o en catálogos de arte sacro, o en
informes etnográficos, que también son necesarios. Este conocimiento popular de
Dios se encuentra en nuestras calles al llegar, como todos los años, el Domingo
de Ramos.
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