NUESTRAS
FIESTAS PATRONALES,
ATRIO
DE LOS GENTILES
Por
Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
Juan Pablo II
habló de los “areópagos” para la “nueva evangelización”. Benedicto XVI
oficializó la expresión “el atrio de los gentiles” para urgir una “nueva
evangelización”. Ambos nos urgen a considerar los nuevos contextos donde la
“nueva evangelización” tiene que insertarse.
El concepto “atrio
de los gentiles” viene de lejos. Corría el año 20-19 a. C., cuando el rey
Herodes dio inicio a la gran obra de renovación del segundo templo de Jerusalén
construido después del exilio. La particularidad de este templo era que, además
de las áreas reservadas a los miembros del pueblo de Israel (hombres, mujeres,
sacerdotes) se dispuso un espacio en el que todos podían entrar, judíos o no
judíos, circuncisos o no, miembros del pueblo elegido o no, personas educadas
en la Ley o no: Gentiles o paganos. En ese espacio, también, se reunían rabinos
y maestros de la Ley dispuestos a escuchar las preguntas de la gente sobre Dios
y a responder en un intercambio respetuoso y misericordioso.
Con el objetivo
de crear momentos de diálogo como los que tenían lugar en el famoso atrio del templo
de Jerusalén, como dice Benedicto XVI, “con aquellos para quienes la religión era
algo extraño, para quienes Dios es “desconocido” y que, a pesar de eso, no
quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a Él al menos como “desconocido”,
creo que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de 'atrio de los
gentiles' donde los hombres puedan entrar en contacto de alguna manera con Dios
sin conocerlo y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo
servicio está la vida interna de la Iglesia".
“Al diálogo con
las religiones debe añadirse hoy sobre todo el diálogo con aquellos para
quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, a
pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a él al
menos como desconocido”, aclaraba Benedicto XVI.
No dudamos que
la “religiosidad popular” a pesar de ser un “lugar teológico” necesita
encontrarse con el Dios manifestado en Jesucristo. Especialmente nuestras
fiestas –tanto pasionales como de gloria—deben ser instrumentos para ser
evangelizados. Deben ser ámbito que se desarrollen en el “atrio de los
gentiles”. En la exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi, Pablo VI recomendaba orientar la “religiosidad popular” mediante
una pedagogía de evangelización (n. 48).
En el Directorio
sobre piedad popular y liturgia, publicado por la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, (2001) por “religiosidad
popular” se entiende las diversas manifestaciones culturales, de carácter
privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente,
no con los modos de la sagrada liturgia, sino con las formas peculiares
derivadas del genio de un pueblo o de una etnia y de su cultura (n. 9).
Siguiendo a Juan
Pablo II, la “religiosidad popular” se la reconoce como un verdadero tesoro del
pueblo de Dios. Ésta nace como una experiencia del corazón de la persona. En la
cultura de todo pueblo y en sus manifestaciones colectivas, está siempre
presente una dimensión religiosa. Se afirma, además, que no tiene relación,
necesariamente, con la revelación cristiana, aunque en las regiones en que la
sociedad está impregnada de algunos valores cristianos, da lugar a una especie
de “catolicismo popular” en el cual coexisten, más o menos armónicamente,
elementos provenientes del sentido religioso de la vida, de la cultura propia
de un pueblo, de la revelación cristiana.
Esta propuesta
evoca la estructura del catecismo de la Iglesia Católica, en la que se reflejan
las dimensiones de la fe, de la vida cristiana y de la espiritualidad
concebidas como una totalidad, más allá de cualquier posible reduccionismo.
La profesión de
fe tiene, indudablemente, una dimensión dogmática, doctrinal; ofrece el
fundamento firme de la verdad. El cristianismo es, por cierto, una doctrina,
aunque no se puede reducir exclusivamente a ella, a una teoría, a un conjunto
armonioso y coherente de ideas verdaderas. Pero es necesario, superando un
cierto desprecio de lo nocional en el conocimiento de fe, reforzar la formación
de nuestros fieles en los contenidos de la fe, para que puedan distinguir lo
que pertenece a la religión católica y lo que no pertenece a ella, para que
adquieran una serena seguridad en la fe que profesan y sepan dar razón de la
esperanza que la acompaña.
Muchas veces los
miembros de la Iglesia no experimentan que efectivamente lo son. No se trata de
encarecer el simple “sentirse” miembros de ella con una percepción superficial;
parece, no obstante, que en muchos casos esa pertenencia a la Iglesia es vivida
de un modo muy débil y genérico. En realidad, podríamos establecer círculos
concéntricos que señalen distintos grados de pertenecer, de experimentar y
expresar esa pertenencia; grados que van desde la conciencia clara y el
compromiso más cercano, hasta la marginalidad o la casi marginalidad. Sin
embargo, corresponde a la esencia de la Iglesia que ella se represente y sea
percibida como casa de todos, como morada y familia que acoge cordialmente a
todos sus hijos, como madre que puede ocuparse solícitamente de ellos. A este
propósito hemos de reconocer como fundamental el testimonio de la unidad en el
amor, la fraternidad del ágape; en definitiva ese valor testimonial será el que
permita a todos los miembros de la Iglesia, más cercanos o más lejanos,
experimentar la maternidad de la Iglesia-Madre. El propósito de hacer de la
Iglesia la casa y la escuela de la comunión (Novo
millennio ineunte, 43) se concreta en tareas precisas para fortalecer la
vida comunitaria de las parroquias, que son la última localización de la
Iglesia, para que puedan incorporar a esa misma vida a los que llegan
ocasionalmente y a los bautizados que habitan en la respectiva jurisdicción, de
manera que no se sientan necesitados de buscar otras pertenencias
socio-religiosas, como por ejemplo la adhesión a las sectas y a sus caricaturas
de la auténtica comunidad cristiana.
El contexto más
amplio de la “nueva evangelización” es el diálogo Iglesia-mundo, la
evangelización es una actitud misionera, es el fruto de una Iglesia abierta al
mundo. Implica, pues, un ejercicio de diálogo sincero con el mundo, un diálogo
hecho de escucha y de anuncio del mensaje cristiano. El evangelizador debe
estar atento a la problemática de la gente, a la vez que adopta una actitud de
comprensión y compasión.
Los
organizadores de nuestras fiestas los tenemos muy cerca. No busquemos a los
lejanos, ellos son los más cercanos de los lejanos. Son miembros naturales de
nuestra “evangelización”. El Vaticano II pidió a toda la Iglesia pasar “del
anatema al diálogo y al anuncio de la buena nueva”. Este diálogo evangeliza a
la misma Iglesia: La hace más sensible y responsable en distintas áreas que
también forman parte del Reino de Dios y su Justicia (la justicia, la
solidaridad, los derechos humanos, la democracia participativa…).
Otro contexto de
la evangelización ha de ser el ancho campo de la religiosidad popular. Esta
está llena de valores y fidelidades subjetivas, y a la vez suele adolecer de
numerosas falsificaciones del mensaje cristiano y de la práctica cristiana.
Esas falsificaciones no son fruto de la mala voluntad de los fieles, sino de la
ignorancia religiosa, que a su vez es el resultado de la ausencia o deficiencia
de la evangelización y la catequesis. En este campo, como en tantos otros, el
pueblo es más víctima que culpable. Por eso, merece respeto, comprensión y compasión.
Y reclama nueva evangelización.
Al estar
escasamente evangelizada, es lógico que la “religiosidad popular” acabe
reduciendo la vida cristiana a creencias y ritos. No llega a cultivar la
experiencia de gracia que está en el corazón de la vida cristiana y la buena
noticia que es el Evangelio.
Un ámbito de la
“nueva evangelización” es el ancho mundo de la secularización y la increencia.
Desde el punto de vista religioso, esta es una situación cada vez más dramática
en el llamado primer mundo (el mundo occidental, Europa, USA, Canadá…).
Componen estos países una sociedad que se construye al margen de Dios. Lo que
fue un ideal legítimo de secularización (respeto a la autonomía de las
realidades terrenas) poco a poco ha derivado a un secularismo asfixiante,
cerrado a toda trascendencia. El fracaso de los socialismos históricos, por una
parte, y por otra, el desencante producido por la sociedad capitalista del
bienestar… van cuestionando ya este intento de construir un mundo sin Dios. La
cultura materialista de uno y otro cuño van dejando al ser humano sin respiro y
sin alma. A esta situación la llama Benedicto XVI “el desierto inhóspito de la
fe”.
En esta sociedad
secular y laica se mantienen a veces hábitos e instituciones de origen cultural
cristiano. Pero no están ya inspirados por la fe y la experiencia cristiana. El
resultado de este proceso de secularización ha sido para muchas personas el
ateísmo, el agnosticismo, la increencia o la indiferencia religiosa aunque las
formas sean totalmente cristianas.
De tal forma que
en esta sociedad el no creyente ya no es un “disidente”, sino el prototipo de
la persona “normal”, ilustrada, emancipada. Y el creyente comienza a verse como
todo lo contrario. Es cierto que la posmodernidad ha reaccionado contra este
desierto de experiencias religiosas. Propicia la nostalgia de la mística y el
retorno de lo sagrado. Pero no necesariamente se trata de una experiencia
mística de inspiración cristiana.
El diálogo con
estas situaciones religiosas se hace cada vez más urgente por cuanto la
globalización y las migraciones van mezclando cada vez más personas y pueblos
de distintos credos religiosos. El creyente de otra religión puede estar ya
viviendo en nuestro propio portal, si no en nuestra propia casa.
En la
perspectiva de la “nueva evangelización”, la religiosidad popular es una
riqueza de la tradición católica que puede seguir representando un medio
adecuado para la transmisión del cristianismo; para que este propósito se
cumpla es preciso reconocer como condición la revitalización de la fe en su
identidad y fervor y su arraigo en la cultura de los pueblos. Ahí los agentes
de pastoral tienen un gran campo para trabajar la “nueva evangelización”. Están
cerca y con predisposición de escucha y acogida.
La afirmación de
la fe, fundamento de la inteligencia cristiana y de su cosmovisión, es el
fundamento objetivo de la experiencia cristiana, de una triple experiencia:
Experiencia de la gracia, que plasma la personalidad cristiana y acrecienta la
santidad de la Iglesia en la vida litúrgica y sacramental; en ella se
manifiesta la dimensión sobrenatural del cristianismo; experiencia de la praxis
cristiana, a saber, el ejercicio de la libertad como obediencia de amor a la
voluntad de Dios y respuesta a su amor primero según el doble precepto de la
caridad. En la praxis cristiana son rescatados y cobran solidez y relieve los
valores propios de la naturaleza humana. Se experimenta la intimidad con Dios,
la relación personal con el Dios Trino, sin panteísmos pseudomísticos ni
quietismos alienantes, verdadera coronación de la aspiración religiosa del
hombre.
La “religiosidad
popular”, como “atrio de los gentiles” ha de ser ayudada y orientada por una
pedagogía de evangelización. Tal pedagogía implica, por una parte, superar los
límites que la deforman y profundizar en sus muchos valores. Así, el cristiano
será educado en la fe en orden a celebrar y vivir los sacramentos como
verdaderos actos de fe, no recibiéndolos pasiva o apáticamente.
Son los agentes
de pastoral quienes deben marcar las normas de conducta relativas a la misma
“religiosidad popular”. Entre estas normas, subrayaríamos las siguientes:
Sensibilidad, saber captar sus dimensiones interiores y sus valores innegables,
estar dispuestos a ayudarla y superar sus riesgos de desviación. Cuando se la
evangeliza y orienta así, “la religiosidad popular” puede convertirse en un
verdadero encuentro con Dios en Jesucristo.
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