LA “RELIGIOSIDAD POPULAR” COMO PERIFERIA
EXISTENCIAL DE LA PARROQUIA
Por
Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de religiosidad
Popular. Valencia
La
realidad de la Parroquia posee una larga historia y ha tenido desde los inicios
un papel fundamental en la vida de los cristianos y en el desarrollo y en la
acción pastoral de la Iglesia.[1]
Desde
su surgimiento, por tanto, la Parroquia se plantea como respuesta a una precisa
exigencia pastoral: acercar el Evangelio al pueblo a través del anuncio de la
fe y de la celebración de los sacramentos. La parroquia es una casa en medio de
las casas y responde a la lógica de la Encarnación de Jesucristo, viva y activa
en la comunidad humana. Así pues, visiblemente representada por el edificio de
culto, es signo de la presencia permanente del Señor Resucitado en medio de su
Pueblo. Y por tanto, es la casa de la “religiosidad popular”. La
“religiosidad popular” es un fenómeno que atraviesa todos los pueblos y
que influye en todas las culturas.
La
Parroquia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo
las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio
del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y
prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.[2]
La
Parroquia debe acoger los desafíos del tiempo presente, para adecuar su propio
servicio a las exigencias de los fieles y de los cambios históricos. Es preciso
un renovado dinamismo, que permita redescubrir la vocación de cada bautizado a
ser discípulo de Jesús y misionero del Evangelio, a la luz de los documentos
del concilio Vaticano II y del Magisterio posterior.
Es
en la parroquia donde el Pueblo Dios vive la fe cristiana, expresa sus
convicciones religiosas y se relaciona con Dios, Jesús, la Virgen y los santos
desde la sencillez, por vía de lo intuitivo y lo imaginativo, no sólo en el
ámbito privado e íntimo, sino en el comunitario y eclesial.
Es
en la Parroquia donde se viven las hondas creencias en Dios, las actitudes
básicas que de esas convicciones se derivan, las motivaciones que generan las
conductas humanas y a las expresiones que las manifiestan. En definitiva es en
la Parroquia donde vive y proyecta toda una “religiosidad popular” o “religión
del pueblo”.[3] Y es en este campo de la
“religiosidad popular” donde la Parroquia debe proyectar su misión
evangelizadora.
La
“religiosidad popular” recoge una serie de elementos precristianos, tomados de
una religiosidad ancestral, que hacen referencia a los ciclos de la naturaleza,
cultos de fecundidad, etc. Para sus partidarios esto no es negativo, sino todo
lo contrario: supone hacerse eco de las vivencias más auténticas del ser
humano. El pueblo proyecta en ella su filosofía, pero a partir de la
interpretación cristiana. Hace una síntesis vital entre lo divino y lo humano,
entre Cristo y María, entre espíritu y cuerpo, entre comunión e institución,
entre persona y comunidad, entre inteligencia y afecto.
Responde,
desde una sabiduría cristiana y vital, a los grandes interrogantes de la
existencia. Proporciona razones para la esperanza, la alegría y hasta el humor,
incluso en las situaciones duras de la vida, y tiene una enorme fuerza de
convocatoria.
Aunque
en la “religiosidad popular” entra todo tipo de personas, con el común
denominador de cristianos, reflejan especialmente una forma de relacionarse con
Dios experimentada preferentemente por los sectores más humildes del pueblo,
los pobres, los sencillos, los pequeños. Estos sectores ocupan un lugar
privilegiado, puesto que suelen guardar mejor la memoria histórica común,
condensan bien la cultura popular, y cuando luchan por la justicia, reflejan en
muchos casos la esperanza en un destino más feliz para todos. Privados de los
recursos del tener, del saber y del poder, en muchas ocasiones son como el
corazón del pueblo que aunque no tiene muy cultivada su fe, quiere que su
expresión religiosa sea católica, y la canaliza a través de los símbolos y
mediaciones propios de la Iglesia
Ante
la “religiosidad popular” surge, de una parte de la Iglesia una actitud crítica
con respecto a las expresiones rituales más tradicionales de ciertas élites y
amplias capas de la sociedad.
Entendemos
la Iglesia como pueblo de Dios universal, cuya misión en la historia humana es
estar presente y evangelizar a todos los pueblos del mundo, respetando las
culturas y las otras religiones y por otro reconocemos las culturas y los
estilos de vida que caracterizan a cada pueblo. Como consecuencia, la Iglesia
se planteó en el concilio Vaticano II una adaptación de la Liturgia[4] a
cada cultura y pueblo, lo que motivó e impulsó el reconocimiento de un
pluralismo legítimo en las formas y modos de expresión de las personas
sencillas de la Iglesia, en sintonía con el proceso histórico de ascenso social
y político generalizado de las masas populares en todas las facetas de la vida
cotidiana, además aceptó la amplia variedad expresiva de las manifestaciones de
la “religiosidad popular”, aunque denunciando las prácticas supersticiosas que
a veces se cobijan dentro de ellas.
La
vocación cristiana, que nace del hecho de ser miembro del pueblo de Dios, no
puede realizarse sólo en el compromiso individual, sino que primero habrá de
vivirse en las comunidades básicas y estables de la Parroquia, como Iglesia
local, y en segundo lugar en grupos asociativos que le ayudan a completar su
vivencia cristiana, como ocurre, por ejemplo, en el caso de las “hermandades y cofradías”.
Estas
son asociaciones públicas cuyo fin es el culto público en nombre de la Iglesia,
y realizar el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con
espíritu cristiano del orden temporal. Deben ser erigidas canónicamente por el
obispo del lugar. Sus estatutos y reglas, así como su revisión o cambio
necesitan la aprobación de la autoridad eclesiástica. Deben adaptarse al
espíritu de la legislación general de la Iglesia y a las normas promulgadas en
cada Diócesis. En ellos se definen y señalan los medios para que las “hermandades
y cofradías” sean realmente lugares de educación en la fe, de celebración de la
misma, de caridad y comunicación de bienes, de testimonio de Jesucristo en el
mundo.
Todo
el pueblo de Dios debe reconocer los valores que adornan a estas asociaciones públicas
de fieles. Son una importante realidad del asociacionismo católico en nuestras
iglesias. Tanto más cuanto que, en la sociedad, las diversas iniciativas de
asociacionismo encuentran muchas dificultades para prosperar, por falta de
participación ciudadana.
Las
“hermandades y cofradías” tienen mucha importancia para la evolución de nuestro
catolicismo popular y para la imagen que del mismo se forma dentro y fuera de
nuestros pueblos. Hay que alentar el esfuerzo renovador que ha brotado
últimamente en el seno de muchas de ellas. Esto implica la renovación y
actualización de los estatutos que las regulan conforme a las normas vigentes
en nuestras diócesis, de forma que definan y señalen los medios para que sean
realmente lugares de educación en la fe, de celebración de la misma, de caridad
y comunicación de bienes, de testimonio de Jesucristo en el mundo.
Además
de sus misiones más tradicionales y específicas que ya cumplen, deben adquirir
y mantener estas otras, que son esenciales en toda comunidad cristiana. También
deben sentirse llamadas a integrarse en los esquemas pastorales de sus Iglesias
locales, integrando su acción en los planes de pastoral de conjunto y
participando en los correspondientes consejos pastorales.
La
comunión con la Iglesia es necesaria para la salvación. Ella es la fuente y
matriz permanente de la fe. Las asociaciones y movimientos no realizan por sí
solos y aisladamente el ser completo de la Iglesia. Las “hermandades y
cofradías” han de sentirse en comunión con las otras asociaciones y movimientos
apostólicos de la Iglesia diocesana y con las parroquias a las que pertenecen,
colaborando con el párroco en la vida litúrgica y en otras tareas apostólicas o
catequísticas, y estando presentes en los consejos parroquiales de pastoral. A
través de la Parroquia se vinculan con la Iglesia diocesana y con la Iglesia
universal, bajo el ministerio pastoral de los Obispos.
El
Pueblo de Dios es el sujeto colectivo de la “religiosidad popular”, y el ser,
la vida y los valores son sus fuentes de inspiración. No reduce a la divinidad
al resultado de la razón y de la acción, sino que adopta una actitud respetuosa
ante el misterio, y lo vincula a una experiencia de relación con el prójimo en
el cual intuye una presencia paradójica de Dios, que se revela a través del
rostro humano, principalmente en el de los más débiles y necesitados.
El
análisis y valoración de la “religiosidad popular”, al igual que sucede en el
caso de cualquier experiencia humana, no es una tarea simple ni fácil. Aparecen
muchas dificultades a la hora de precisar el contenido de esta expresión,
porque es algo que no existe en estado puro. En ella, junto con elementos
estrictamente religiosos, coexisten otros de naturaleza socio-cultural. Son
distintos los sujetos de la misma y los modos de concebirla, y se emplean
presupuestos diversos. Al ser un fenómeno rico y complejo, exige la
interdisciplinariedad a la hora de acometerlo, para que sea lo más riguroso,
completo y satisfactorio posible
No
obstante, se tiene conciencia de que refleja la sabiduría del pueblo de Dios, y
constituye el objeto de un nuevo descubrimiento casi generalizado por lo que,
siendo reflejo de diversas manifestaciones de la cultura, hay que saber
escucharlas con amor, sin prejuicios ni actitudes de superioridad, para
descubrir en ella las acciones del Espíritu.
Es
importante expresar mediante categorías y gestos corporales aquello que
espiritualmente se quiere vivir. Por ello, el hombre que quiere seguir a Cristo
en su vida concreta lo expresa caminando tras su imagen en una procesión; el
hombre que quiere, siguiendo las enseñanzas del Maestro, tomar la cruz de cada
día, carga con la pesada cruz de madera en la procesión penitencial; el hombre
que quiere sufrir con Cristo para ser también con Él glorificado, camina con
Cristo, recordando su Pasión, por la pesada, tortuosa y difícil ascensión del
calvario o Víacrucis local, situado,
generalmente, en una pequeña colina a las afueras de la población. Las
manifestaciones religiosas populares son expresión de la fe cristiana en un
lenguaje total, son celebración de la fe de modo expresivo y comunitario, en un
lenguaje que va más allá del racionalismo, y que abarca la totalidad de la
persona.
Cuando
está bien orientada, sobre todo mediante una adecuada pedagogía de
evangelización, contiene los valores esenciales de la vida y las motivaciones
que generan las conductas humanas, y es un espacio privilegiado para que la
Iglesia entregue el mensaje de la Palabra de Dios por el ministerio de la
catequesis. Refleja una sed del Señor que solamente los pobres y los sencillos
pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo,
cuando se trata de manifestar la fe. Afecta a las más profundas creencias y
actitudes. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la
paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra
actitudes interiores de paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana,
desapego, aceptación de los demás, devoción.
La
“religiosidad popular” está vinculada a la cosmovisión de la cultura del pueblo
y a su escala de valores. Gira en torno a la vida, con sus diversas etapas, y a
la muerte. Asume la dialéctica bíblica, que se pone de manifiesto en la
creación y la alianza, y que consagra y bendice la naturaleza y la historia.
Suele motivar una serie de ritos espontáneos y coloristas, en los que el pueblo
participa colectivamente.
Por
eso está presente en los acontecimientos del campo, especialmente en los
solsticios y equinocios (fiestas agrícolas, bendiciones de los campos, siembra
y recolección de frutos, peregrinaciones, romerías...). Muestra sensibilidad
ecológica e interconexión de lo cósmico y de la naturaleza con las
celebraciones, sea por medio de paisajes, ritmos, horarios nocturnos o diurnos,
el ocaso, el crepúsculo, el claroscuro, la penumbra..., o por la colocación de
ermitas y lugares de culto en valles, colinas, acantilados, montes, etc.
Y
también está presente en los acontecimientos de la vida humana (sacramentos “sociales”:
nacimiento-bautismo, juventud--comunión y confirmación, matrimonio--boda,
bendiciones, muerte-funerales, etc.). Recoge la fabulosa sabiduría que tiene el
pueblo para expresar la dialéctica muerte-vida, muy entroncada con los ritos de
transición, que señalan un cambio importante de situación en la vida de una
persona, sea a nivel familiar, sea a nivel de naturaleza.
No
es mero ritualismo: se realiza una experiencia de encuentro con el misterio, de
apertura a la trascendencia. Se asume la muerte para compartir la vida, se
vence la tristeza por la opresión mediante explosiones de alegría. Por eso gran
parte de los ritos populares son inseparables de la alegría colectiva, que es
el modo popular común de señalar la “Pascua”, la liberación a la que se aspira.
Se comparte la comida y la bebida, música, danza, oración, colores, fantasía...
El
pueblo llano no queda satisfecho con una vivencia cerebral de la fe a nivel del
conceptualismo hierático y de la ortodoxia abstracta de los dogmas teológicos.
Tampoco con la clericalización de la Liturgia que se fue dando progresivamente
en la Iglesia y que se impuso a partir de la Edad Media. Igualmente, los que
llevaron a la práctica la reforma del concilio Vaticano II no supieron conectar
con el pueblo. Por eso éste ha seguido cultivando sus devociones tradicionales,
que están vinculadas a la experiencia sensible y corporal, y humanizan las
creencias y las celebraciones litúrgicas, cuyos signos y lenguaje desconocen.
Las reviste de imaginación intuitiva, sentimiento y fiesta, espectáculo y
celebración comunitaria, creando sus ritos paralelos.
Esto,
aunque se ha vivido como una división, favorece la mutua fecundación entre
dogma y vida, Liturgia y piedad, ortodoxia e interiorización de la fe del
pueblo. El eje ritual de la “religiosidad popular” está colmado de símbolos
polivalentes, que saben combinar bien el tradicionalismo con la creatividad.
Expresa necesidades, esperanzas, identidad humana, acontecer histórico. Lo
hace, en muchas ocasiones, mediante relatos, que recuerdan, y reavivan en el
tiempo presente, la superación de situaciones difíciles, gracias a la
intervención del trascendente. Da menos valor al elemento sacramental, y
destaca dos dimensiones fundamentales: la festiva, porque allí es donde el
pueblo encuentra mayor grado de libertad y porque la fe del pobre va muy unida
a la alegría. Se une a esto la dimensión devocional y mística, centrada en el
culto a las imágenes: novenas, quinarios, septenarios, funciones, procesiones,
romerías y peregrinaciones...
Aunque
cada una de las imágenes ha de ser venerada por lo que representa y no por lo
que es, el pueblo las carga de un plus de sacralidad. Son una ayuda para la
humanización de los mensajes. Es la expresión de su necesidad de cercanía, de
corporeizar los mensajes en ellas, de ver, de tocar. Se la decora con todo tipo
de medios (flores, candelería, túnicas, mantos, bordados, etc.). Tiene un gran
relieve el “imaginario colectivo” como sedimentación de todo un mundo de
símbolos, mitos, leyendas, tradiciones, etc., cargados de una enorme riqueza de
emociones profundas, sentimientos, afectos.
La
“religiosidad popular” estructura sus celebraciones y oraciones en torno a sus
tradiciones e imágenes, fundamentalmente de Cristo, a María y los santos, a las
que da una gran importancia, por un lado, y en la memoria de los difuntos, por
otro. En la oración predomina la petición ante necesidades urgentes o
angustiantes, particularmente aquellas que afectan a los estratos más pobres y
menos protegidos de la sociedad.
Da
prioridad a la expresión corporal, la ascesis y la danza, que se utiliza en la
peregrinación o la procesión (esfuerzo físico, ir descalzos, llevar una cruz,
ir de costalero, guardar silencio, tocar una imagen, pasar una medalla por su
manto...). Aprecia el vestido (hábitos, túnicas, etc.), como exteriorización de
una interioridad. Utiliza técnicas de concentración de la atención a través de
la repetición de palabras, al estilo de mantras orientales (letanías,
jaculatorias, rosario, etc.).
La
exhortación apostólica Evangelii
Nuntiandi[5] ha sido un hito en
la reflexión sobre la “religiosidad popular” porque hace una revaloración de
ella, a pesar de las carencias que puede tener, ya que los ejercicios piadosos
ante todo pretenden satisfacer la búsqueda de vida interior, así como la
vivencia más profunda personalizada e íntima de Dios, que los conduce a la Liturgia
como fuente y culmen de toda vida cristiana. Debido a eso, es necesario
recuperarlos o crear otros medios de alimento de la vida espiritual, ya que los
ejercicios piadosos deben llevar sobre todo a los cristianos a Dios, a vivir en
comunión con Él. De ahí la importancia de ubicarlos en los diversos tiempos
litúrgicos del año. Son instrumentos que completan la formación del cristiano
y, aun teniendo algunos rasgos mistagógicos, conducen a la plegaria y a las
obras de penitencia y misericordia,
sobre todo si se realizan como actos personales y comunitarios.
Fue
el Directorio de Religiosidad Popular (2002)[6] el
que marcó la revaloración de la “religiosidad
popular” ya que trató este candente tema y lo expresó en el contexto de los
medios para la comunión y la participación. El Directorio de Religiosidad Popular presenta a la “religiosidad
popular” principalmente como un elemento eficaz de evangelización, que debe ser
purificado y clarificado en sus conceptos. Para ser auténtica, la “religiosidad
popular” debe basarse en la Palabra de Dios y descubrir con autenticidad y
valentía los valores evangelizadores.
En
1992, en Santo Domingo, la IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano[7] manifestó la importancia
de la “religiosidad popular” en la línea de la inculturación, los valores
cristianos presentes en ella, los criterios, las conductas y actitudes que
nacen del dogma católico y son la sabiduría del pueblo; se invita a
comprenderla, acompañarla, purificarla y remediar posibles desviaciones.
Una
idea clara aparece a lo largo del Directorio
en su contenido doctrinal y en la praxis (que no agota) de ejercicios
devocionales. Se trata de la necesidad de educar para la “religiosidad popular”,
ya que cuanto más se entiende la Liturgia, más se entiende en su punto de
equilibrio la “religiosidad popular”.
La
“religiosidad popular” es un espacio de encuentro con Jesucristo. Es el
precioso tesoro de la Iglesia católica. Así quedó plasmado en el documento de Aparecida (2007)[8] y que tiene una
repercusión importante para la misión, entendida como estado permanente de
misión que se debe concretizar en la comunidad parroquial, y se pone como un
marco de referencia el respeto y el cariño que por ella se debe tener, para que
exprese su belleza e identidad y pueda ser un icono del genio de los pueblos y
de la insaciable hambre y sed de Dios del pueblo pobre, sencillo y peregrino.
La piedad popular, considerada justamente como un “verdadero tesoro del pueblo
de Dios”, “manifiesta una sed de Dios que sólo los sencillos y los pobres
pueden conocer; vuelve capaces de generosidad y de sacrificio hasta el
heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe; comporta un sentimiento vivo de
los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia
amorosa y constante; genera actitudes interiores, raramente observadas en otros
lugares, en el mismo grado: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana,
desprendimiento, apretura a los demás, devoción”[9]
También
a la “religiosidad popular” en el documento de Aparecida se le llama “espiritualidad popular” o “mística popular”.
Es un nuevo concepto que busca expresar la riqueza de contenido que se quiere
dar a la “religiosidad popular”, ya que la espiritualidad es el camino de
comunión con Cristo y ayuda en la configuración de cada creyente con el
Resucitado, para poder así vivenciar la vida cristiana.
La
mística marca a la persona puesto que tiene siempre como finalidad la vivencia
de encuentro e intimidad con Dios. Esto únicamente se puede lograr con la
sabiduría simple y los ejercicios piadosos en forma de oración, los más
concretos y sencillos, para nutrir el rico patrimonio de esta espiritualidad
popular con ritos, símbolos y gestos.
Las
“hermandades y cofradías” responden a la costumbre de grupos de cristianos que,
desde los primeros siglos de la Iglesia, se han venido asociando para conseguir
fines espirituales y caritativos comunes, siendo los principales el culto
público, la práctica de la caridad por medio de obras de misericordia
espiritual y corporal, la santificación y el perfeccionamiento espiritual por
la oración, la animación del orden temporal por el compromiso cotidiano y
social y la educación en la fe por la catequesis y evangelización.
Tienen
su origen en el siglo XIII, en torno a los monasterios y las órdenes
mendicantes, para responder a la necesidad de ayuda y apoyo que tenían las
personas de aquella época en casos de dificultad. Fundan los primeros
hospitales para ejercer la caridad con los más desfavorecidos y con los
peregrinos. Fueron especialmente promovidas por la predicación de los
dominicos. Poco a poco se van extendiendo por Europa.
Frente
a la idea de los dos “géneros de cristianos”, el superior de los clérigos
dedicados a las cosas de Dios, y el inferior de los laicos, dedicados a las
cosas del mundo, las cofradías vienen a proponer un camino laical de
perfección, sin necesidad de que se tenga que ser clérigo o monje y a reivindicar
el deseo de participar en la Iglesia y asumir responsabilidades en ella así
como de una autonomía frente al dominio del clero. No son impuestas por una
autoridad superior, sino que surgen de una opción libre para algunas personas.
Las
“hermandades y cofradías” son una importante realidad de asociacionismo
católico en nuestras iglesias, --en ocasiones han sido y aún son las únicas
asociaciones existentes incluso a nivel social -- y suscitan una entusiasmada
participación de los jóvenes. Han aportado un considerable caudal a la vida
espiritual de nuestro pueblo y han contribuido grandemente al florecimiento de
la vida cristiana. Actualmente continúan alimentando la fe muchos católicos
repartidos por toda nuestra geografía.
Las
“hermandades y cofradías” son asociaciones de fieles cristianos conscientes de
su pertenencia a la Iglesia. Deben sentirse, ante todo, personas que han
asumido libremente su bautismo, por el que están incorporados a Cristo y son
miembros vivos de su Cuerpo, la Iglesia, en la que viven con otros su fidelidad
al Señor. Esto exige de por sí la participación en la acción apostólica, como
tarea propia de todo fiel cristiano por el mismo hecho de estar bautizado. Por
ello, los cofrades, junto al fin peculiar del culto público, deben asumir las
responsabilidades propias de toda la Iglesia, según las necesidades que en cada
momento se vayan presentando dentro del pueblo de Dios y en el mundo donde
vivimos. Pues como dice el Concilio Vaticano II, la vocación cristiana, por su
misma naturaleza, es vocación al apostolado, que nunca puede faltar en la
Iglesia. Las circunstancias actuales les piden un apostolado mucho más intenso
y más amplio.
Toda
manifestación de la “religiosidad popular” se encuentra en los varios campos en
los que se desarrollan los ejercicios piadosos, bien sea a nivel personal,
familiar o grupal, en los Santuarios y en las peregrinaciones, así como en el
ámbito de la comunidad parroquial. En efecto, la Parroquia es el lugar
privilegiado para el desarrollo y la práctica de la “religiosidad popular”, de
suerte que los fieles puedan tener una experiencia concreta de Cristo y de la
comunidad eclesial.
Es
muy importante caer en la cuenta de que dentro de la comunidad parroquial se
dan múltiples experiencias de “religiosidad popular” que se deben purificar,
encauzar y promover, ya que en la parroquia se dan muchas formas de ejercicios
piadosos. No hay que olvidar que la “religiosidad popular” debe ayudar a que la
parroquia sea una comunidad eucarística por excelencia, reunida en la fracción
del pan de la Palabra y de la Eucaristía.
La
parroquia debe cuidar que la praxis de la “religiosidad popular” sea realmente
“escuela de vida cristiana”, para llegar así a ser una comunidad eclesial que
vive, se expresa y se manifiesta con las formas que el genio de los pueblos ha
concretizado en la “religiosidad popular”. Por este motivo, la experiencia y
vivencia del Señor Jesús no puede ser únicamente catequética y litúrgica. Para
que esté más encerrada en la vivencia cristiana, requiere de las expresiones de
la “religiosidad popular” que son una ayuda para educar y celebrar la fe.
La
Parroquia, hoy por hoy, está llamada a la conversión pastoral en muchos campos,
especialmente saliendo el ámbito de la “religiosidad popular” como “periferias”
que hay que evangelizar.
Una
de las tareas más importantes de la comunidad parroquial es su renovación, la
cual se puede hacer incrementando la “religiosidad popular”, fundamentándose en
aquella gran petición del concilio Vaticano II de que absolutamente todo debe
revisarse.
Ante
la hora histórica que vivimos, la Iglesia debe seguir anunciando el Evangelio,
y estos esfuerzos pastorales deben orientar a todos hacia el encuentro con
Jesucristo. Se debe destacar la renovación litúrgica a la que está anexa el
incremento de las manifestaciones de la “religiosidad popular”, especialmente
la piedad eucarística y la devoción mariana, que deben tener como base la
verdadera fe.
Para
lograr esto se necesita la formación. Aquí radica la importancia de saber
conducir y clarificar la “religiosidad popular”, pues si la lex orandi es lex credendi y tiene su aplicación en la Liturgia de la Iglesia,
aproximadamente algo así podemos decir de la “religiosidad popular”, que para
ser una auténtica lex orandi,
requiere de la iluminación desde la teología para lograr tener ideas y
conceptos claros y diáfanos que manifiesten la sana y ortodoxa fe y doctrina.
Es necesario que los ejercicios devocionales también cumplan la tarea de ser
catequesis permanente y constante que brota de la oración cristiana y así cada
expresión devocional sea una auténtica síntesis de la profesión de fe del
creyente.
A
los responsables de la misión parroquial les incumbe valorar y promover los
ejercicios de la “religiosidad popular” para armonizarla con la Liturgia.
Necesitamos crear nuevos, variados y sencillos instrumentos que sean la base de
los ejercicios piadosos, con fundamentos escriturísticos y litúrgicos para ser
usados a nivel personal, familiar y comunitario, ya sea para grupos nuevos o
tradicionales, como para las hermandades y cofradías. Debe existir un elenco de
los instrumentos, recursos o subsidios que se pueden crear para los ejercicios
piadosos y el fomento de la “religiosidad popular”. Debemos seguir el
cronograma del Año litúrgico, pues a lo largo de él podemos descubrir la
cantidad de subsidios que podemos crear.
Uno
de los cultos que más desarrollo deben tener es el que se refiere a la Virgen
María. Ayudaría mucho la creación de materiales que ayuden a la devoción
mariana. Existen varias vetas que tenemos que descubrir para enriquecer la
piedad de los fieles. El Via Matris,
una vigilia para la preparación de las memorias, conmemoraciones de la Virgen,
así como de sus fiestas y solemnidades. Hace falta que exista un recurso
devocional con el Rosario de la Virgen María, siguiendo el Año Litúgico, para
que éste aparezca en verdad más formativo y se ore en el gran contexto que vive
la liturgia de la Iglesia.
No
hay que olvidar los ejercicios devocionales en torno a los difuntos para ser
usados en torno a la muerte, al momento de fallecer, el rosario de los difuntos
y las jornadas especiales dentro de la vida de la Iglesia
Finalmente
sería conveniente tener en cuenta el acto devocional de la Peregrinación como
realidad muy importante y significativa. El hecho de realizar la peregrinación
como elemento devocional requiere de todos los responsables en esta área que se
busque la creación de diversos subsidios para la mejor realización de las
peregrinaciones, así como para los tiempos de permanencia en los Santuarios,
que deben estar acompañados de diversos ejercicios piadosos.
[1] CONCREGACIÓN
PARA EL CLERO, Instrucción La conversión
pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora de
la Iglesia. 20.07.2020.
[2] Jorge Mario Bergoglio
“La dulce y confortadora alegría
de evangelizar” pre-cónclave ante los 114 cardenales electores, el 9 de
marzo de 2013,
[3] La religiosidad popular es un fenómeno
que atraviesa todos los pueblos y que influye en todas las culturas. El
documento de Puebla (n. 444) nos dice con palabras sencillas que “por
religión del pueblo, religiosidad popular o piedad popular, entendemos el
conjunto de hondas creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de
esas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan”. Y añade:
“Se trata de la forma o de la existencia cultural que la religión adopta en
un pueblo determinado”. La religiosidad popular ha acompañado la liturgia
de la Iglesia desde sus albores.
[4]
Vaticano II,Constitución Sacrosanctum
Concilium n. 7: En ella, los signos sensibles significan y, cada uno
a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de
Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público
íntegro.
[5]
Pablo VI, Envangelii nuntiandi, 8
diciembre 1975
[6] CONGREGACIÓN
PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Directorio sobre la
Piedad Popular y la Liturgia, Editorial Vaticana 2002.
[7] CELAM, Las cinco conferencias
generales del episcopado latinoamericano. Río de Janeiro, Medellín, Puebla,
Santo Domingo, Aparecida. Bogotá: CELAM, 2014
[8] CELAM, Las cinco conferencias
generales del episcopado latinoamericano. Río de Janeiro, Medellín, Puebla,
Santo Domingo, Aparecida. Bogotá: CELAM, 2014
[9]
CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Directorio sobre la Piedad Popular y la
Liturgia, Editorial Vaticana 2002, n.9.
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