lunes, 30 de noviembre de 2020

LA “RELIGIOSIDAD POPULAR” COMO PERIFERIA EXISTENCIAL DE LA PARROQUIA

 

 

 

 

 

 

LA “RELIGIOSIDAD POPULAR” COMO PERIFERIA EXISTENCIAL DE LA PARROQUIA

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de religiosidad Popular. Valencia

 

 

 

La realidad de la Parroquia posee una larga historia y ha tenido desde los inicios un papel fundamental en la vida de los cristianos y en el desarrollo y en la acción pastoral de la Iglesia.[1]

Desde su surgimiento, por tanto, la Parroquia se plantea como respuesta a una precisa exigencia pastoral: acercar el Evangelio al pueblo a través del anuncio de la fe y de la celebración de los sacramentos. La parroquia es una casa en medio de las casas y responde a la lógica de la Encarnación de Jesucristo, viva y activa en la comunidad humana. Así pues, visiblemente representada por el edificio de culto, es signo de la presencia permanente del Señor Resucitado en medio de su Pueblo. Y por tanto, es la casa de la “religiosidad popular”. La  “religiosidad popular” es un fenómeno que atraviesa todos los pueblos y que influye en todas las culturas.

La Parroquia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.[2]

La Parroquia debe acoger los desafíos del tiempo presente, para adecuar su propio servicio a las exigencias de los fieles y de los cambios históricos. Es preciso un renovado dinamismo, que permita redescubrir la vocación de cada bautizado a ser discípulo de Jesús y misionero del Evangelio, a la luz de los documentos del concilio Vaticano II y del Magisterio posterior.

Es en la parroquia donde el Pueblo Dios vive la fe cristiana, expresa sus convicciones religiosas y se relaciona con Dios, Jesús, la Virgen y los santos desde la sencillez, por vía de lo intuitivo y lo imaginativo, no sólo en el ámbito privado e íntimo, sino en el comunitario y eclesial.

Es en la Parroquia donde se viven las hondas creencias en Dios, las actitudes básicas que de esas convicciones se derivan, las motivaciones que generan las conductas humanas y a las expresiones que las manifiestan. En definitiva es en la Parroquia donde vive y proyecta toda una “religiosidad popular” o “religión del pueblo”.[3] Y es en este campo de la “religiosidad popular” donde la Parroquia debe proyectar su misión evangelizadora.

La “religiosidad popular” recoge una serie de elementos precristianos, tomados de una religiosidad ancestral, que hacen referencia a los ciclos de la naturaleza, cultos de fecundidad, etc. Para sus partidarios esto no es negativo, sino todo lo contrario: supone hacerse eco de las vivencias más auténticas del ser humano. El pueblo proyecta en ella su filosofía, pero a partir de la interpretación cristiana. Hace una síntesis vital entre lo divino y lo humano, entre Cristo y María, entre espíritu y cuerpo, entre comunión e institución, entre persona y comunidad, entre inteligencia y afecto.

Responde, desde una sabiduría cristiana y vital, a los grandes interrogantes de la existencia. Proporciona razones para la esperanza, la alegría y hasta el humor, incluso en las situaciones duras de la vida, y tiene una enorme fuerza de convocatoria.

Aunque en la “religiosidad popular” entra todo tipo de personas, con el común denominador de cristianos, reflejan especialmente una forma de relacionarse con Dios experimentada preferentemente por los sectores más humildes del pueblo, los pobres, los sencillos, los pequeños. Estos sectores ocupan un lugar privilegiado, puesto que suelen guardar mejor la memoria histórica común, condensan bien la cultura popular, y cuando luchan por la justicia, reflejan en muchos casos la esperanza en un destino más feliz para todos. Privados de los recursos del tener, del saber y del poder, en muchas ocasiones son como el corazón del pueblo que aunque no tiene muy cultivada su fe, quiere que su expresión religiosa sea católica, y la canaliza a través de los símbolos y mediaciones propios de la Iglesia

Ante la “religiosidad popular” surge, de una parte de la Iglesia una actitud crítica con respecto a las expresiones rituales más tradicionales de ciertas élites y amplias capas de la sociedad.

Entendemos la Iglesia como pueblo de Dios universal, cuya misión en la historia humana es estar presente y evangelizar a todos los pueblos del mundo, respetando las culturas y las otras religiones y por otro reconocemos las culturas y los estilos de vida que caracterizan a cada pueblo. Como consecuencia, la Iglesia se planteó en el concilio Vaticano II una adaptación de la Liturgia[4] a cada cultura y pueblo, lo que motivó e impulsó el reconocimiento de un pluralismo legítimo en las formas y modos de expresión de las personas sencillas de la Iglesia, en sintonía con el proceso histórico de ascenso social y político generalizado de las masas populares en todas las facetas de la vida cotidiana, además aceptó la amplia variedad expresiva de las manifestaciones de la “religiosidad popular”, aunque denunciando las prácticas supersticiosas que a veces se cobijan dentro de ellas.

La vocación cristiana, que nace del hecho de ser miembro del pueblo de Dios, no puede realizarse sólo en el compromiso individual, sino que primero habrá de vivirse en las comunidades básicas y estables de la Parroquia, como Iglesia local, y en segundo lugar en grupos asociativos que le ayudan a completar su vivencia cristiana, como ocurre, por ejemplo, en el caso de las “hermandades y cofradías”.

Estas son asociaciones públicas cuyo fin es el culto público en nombre de la Iglesia, y realizar el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu cristiano del orden temporal. Deben ser erigidas canónicamente por el obispo del lugar. Sus estatutos y reglas, así como su revisión o cambio necesitan la aprobación de la autoridad eclesiástica. Deben adaptarse al espíritu de la legislación general de la Iglesia y a las normas promulgadas en cada Diócesis. En ellos se definen y señalan los medios para que las “hermandades y cofradías” sean realmente lugares de educación en la fe, de celebración de la misma, de caridad y comunicación de bienes, de testimonio de Jesucristo en el mundo.

Todo el pueblo de Dios debe reconocer los valores que adornan a estas asociaciones públicas de fieles. Son una importante realidad del asociacionismo católico en nuestras iglesias. Tanto más cuanto que, en la sociedad, las diversas iniciativas de asociacionismo encuentran muchas dificultades para prosperar, por falta de participación ciudadana.

Las “hermandades y cofradías” tienen mucha importancia para la evolución de nuestro catolicismo popular y para la imagen que del mismo se forma dentro y fuera de nuestros pueblos. Hay que alentar el esfuerzo renovador que ha brotado últimamente en el seno de muchas de ellas. Esto implica la renovación y actualización de los estatutos que las regulan conforme a las normas vigentes en nuestras diócesis, de forma que definan y señalen los medios para que sean realmente lugares de educación en la fe, de celebración de la misma, de caridad y comunicación de bienes, de testimonio de Jesucristo en el mundo.

Además de sus misiones más tradicionales y específicas que ya cumplen, deben adquirir y mantener estas otras, que son esenciales en toda comunidad cristiana. También deben sentirse llamadas a integrarse en los esquemas pastorales de sus Iglesias locales, integrando su acción en los planes de pastoral de conjunto y participando en los correspondientes consejos pastorales.

La comunión con la Iglesia es necesaria para la salvación. Ella es la fuente y matriz permanente de la fe. Las asociaciones y movimientos no realizan por sí solos y aisladamente el ser completo de la Iglesia. Las “hermandades y cofradías” han de sentirse en comunión con las otras asociaciones y movimientos apostólicos de la Iglesia diocesana y con las parroquias a las que pertenecen, colaborando con el párroco en la vida litúrgica y en otras tareas apostólicas o catequísticas, y estando presentes en los consejos parroquiales de pastoral. A través de la Parroquia se vinculan con la Iglesia diocesana y con la Iglesia universal, bajo el ministerio pastoral de los Obispos.

El Pueblo de Dios es el sujeto colectivo de la “religiosidad popular”, y el ser, la vida y los valores son sus fuentes de inspiración. No reduce a la divinidad al resultado de la razón y de la acción, sino que adopta una actitud respetuosa ante el misterio, y lo vincula a una experiencia de relación con el prójimo en el cual intuye una presencia paradójica de Dios, que se revela a través del rostro humano, principalmente en el de los más débiles y necesitados.

El análisis y valoración de la “religiosidad popular”, al igual que sucede en el caso de cualquier experiencia humana, no es una tarea simple ni fácil. Aparecen muchas dificultades a la hora de precisar el contenido de esta expresión, porque es algo que no existe en estado puro. En ella, junto con elementos estrictamente religiosos, coexisten otros de naturaleza socio-cultural. Son distintos los sujetos de la misma y los modos de concebirla, y se emplean presupuestos diversos. Al ser un fenómeno rico y complejo, exige la interdisciplinariedad a la hora de acometerlo, para que sea lo más riguroso, completo y satisfactorio posible

No obstante, se tiene conciencia de que refleja la sabiduría del pueblo de Dios, y constituye el objeto de un nuevo descubrimiento casi generalizado por lo que, siendo reflejo de diversas manifestaciones de la cultura, hay que saber escucharlas con amor, sin prejuicios ni actitudes de superioridad, para descubrir en ella las acciones del Espíritu.

Es importante expresar mediante categorías y gestos corporales aquello que espiritualmente se quiere vivir. Por ello, el hombre que quiere seguir a Cristo en su vida concreta lo expresa caminando tras su imagen en una procesión; el hombre que quiere, siguiendo las enseñanzas del Maestro, tomar la cruz de cada día, carga con la pesada cruz de madera en la procesión penitencial; el hombre que quiere sufrir con Cristo para ser también con Él glorificado, camina con Cristo, recordando su Pasión, por la pesada, tortuosa y difícil ascensión del calvario o Víacrucis local, situado, generalmente, en una pequeña colina a las afueras de la población. Las manifestaciones religiosas populares son expresión de la fe cristiana en un lenguaje total, son celebración de la fe de modo expresivo y comunitario, en un lenguaje que va más allá del racionalismo, y que abarca la totalidad de la persona.

Cuando está bien orientada, sobre todo mediante una adecuada pedagogía de evangelización, contiene los valores esenciales de la vida y las motivaciones que generan las conductas humanas, y es un espacio privilegiado para que la Iglesia entregue el mensaje de la Palabra de Dios por el ministerio de la catequesis. Refleja una sed del Señor que solamente los pobres y los sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Afecta a las más profundas creencias y actitudes. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores de paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción.

La “religiosidad popular” está vinculada a la cosmovisión de la cultura del pueblo y a su escala de valores. Gira en torno a la vida, con sus diversas etapas, y a la muerte. Asume la dialéctica bíblica, que se pone de manifiesto en la creación y la alianza, y que consagra y bendice la naturaleza y la historia. Suele motivar una serie de ritos espontáneos y coloristas, en los que el pueblo participa colectivamente.

Por eso está presente en los acontecimientos del campo, especialmente en los solsticios y equinocios (fiestas agrícolas, bendiciones de los campos, siembra y recolección de frutos, peregrinaciones, romerías...). Muestra sensibilidad ecológica e interconexión de lo cósmico y de la naturaleza con las celebraciones, sea por medio de paisajes, ritmos, horarios nocturnos o diurnos, el ocaso, el crepúsculo, el claroscuro, la penumbra..., o por la colocación de ermitas y lugares de culto en valles, colinas, acantilados, montes, etc.

Y también está presente en los acontecimientos de la vida humana (sacramentos “sociales”: nacimiento-bautismo, juventud--comunión y confirmación, matrimonio--boda, bendiciones, muerte-funerales, etc.). Recoge la fabulosa sabiduría que tiene el pueblo para expresar la dialéctica muerte-vida, muy entroncada con los ritos de transición, que señalan un cambio importante de situación en la vida de una persona, sea a nivel familiar, sea a nivel de naturaleza.

No es mero ritualismo: se realiza una experiencia de encuentro con el misterio, de apertura a la trascendencia. Se asume la muerte para compartir la vida, se vence la tristeza por la opresión mediante explosiones de alegría. Por eso gran parte de los ritos populares son inseparables de la alegría colectiva, que es el modo popular común de señalar la “Pascua”, la liberación a la que se aspira. Se comparte la comida y la bebida, música, danza, oración, colores, fantasía...

El pueblo llano no queda satisfecho con una vivencia cerebral de la fe a nivel del conceptualismo hierático y de la ortodoxia abstracta de los dogmas teológicos. Tampoco con la clericalización de la Liturgia que se fue dando progresivamente en la Iglesia y que se impuso a partir de la Edad Media. Igualmente, los que llevaron a la práctica la reforma del concilio Vaticano II no supieron conectar con el pueblo. Por eso éste ha seguido cultivando sus devociones tradicionales, que están vinculadas a la experiencia sensible y corporal, y humanizan las creencias y las celebraciones litúrgicas, cuyos signos y lenguaje desconocen. Las reviste de imaginación intuitiva, sentimiento y fiesta, espectáculo y celebración comunitaria, creando sus ritos paralelos.

Esto, aunque se ha vivido como una división, favorece la mutua fecundación entre dogma y vida, Liturgia y piedad, ortodoxia e interiorización de la fe del pueblo. El eje ritual de la “religiosidad popular” está colmado de símbolos polivalentes, que saben combinar bien el tradicionalismo con la creatividad. Expresa necesidades, esperanzas, identidad humana, acontecer histórico. Lo hace, en muchas ocasiones, mediante relatos, que recuerdan, y reavivan en el tiempo presente, la superación de situaciones difíciles, gracias a la intervención del trascendente. Da menos valor al elemento sacramental, y destaca dos dimensiones fundamentales: la festiva, porque allí es donde el pueblo encuentra mayor grado de libertad y porque la fe del pobre va muy unida a la alegría. Se une a esto la dimensión devocional y mística, centrada en el culto a las imágenes: novenas, quinarios, septenarios, funciones, procesiones, romerías y peregrinaciones...

Aunque cada una de las imágenes ha de ser venerada por lo que representa y no por lo que es, el pueblo las carga de un plus de sacralidad. Son una ayuda para la humanización de los mensajes. Es la expresión de su necesidad de cercanía, de corporeizar los mensajes en ellas, de ver, de tocar. Se la decora con todo tipo de medios (flores, candelería, túnicas, mantos, bordados, etc.). Tiene un gran relieve el “imaginario colectivo” como sedimentación de todo un mundo de símbolos, mitos, leyendas, tradiciones, etc., cargados de una enorme riqueza de emociones profundas, sentimientos, afectos.

La “religiosidad popular” estructura sus celebraciones y oraciones en torno a sus tradiciones e imágenes, fundamentalmente de Cristo, a María y los santos, a las que da una gran importancia, por un lado, y en la memoria de los difuntos, por otro. En la oración predomina la petición ante necesidades urgentes o angustiantes, particularmente aquellas que afectan a los estratos más pobres y menos protegidos de la sociedad.

Da prioridad a la expresión corporal, la ascesis y la danza, que se utiliza en la peregrinación o la procesión (esfuerzo físico, ir descalzos, llevar una cruz, ir de costalero, guardar silencio, tocar una imagen, pasar una medalla por su manto...). Aprecia el vestido (hábitos, túnicas, etc.), como exteriorización de una interioridad. Utiliza técnicas de concentración de la atención a través de la repetición de palabras, al estilo de mantras orientales (letanías, jaculatorias, rosario, etc.).

La exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi[5] ha sido un hito en la reflexión sobre la “religiosidad popular” porque hace una revaloración de ella, a pesar de las carencias que puede tener, ya que los ejercicios piadosos ante todo pretenden satisfacer la búsqueda de vida interior, así como la vivencia más profunda personalizada e íntima de Dios, que los conduce a la Liturgia como fuente y culmen de toda vida cristiana. Debido a eso, es necesario recuperarlos o crear otros medios de alimento de la vida espiritual, ya que los ejercicios piadosos deben llevar sobre todo a los cristianos a Dios, a vivir en comunión con Él. De ahí la importancia de ubicarlos en los diversos tiempos litúrgicos del año. Son instrumentos que completan la formación del cristiano y, aun teniendo algunos rasgos mistagógicos, conducen a la plegaria y a las obras de penitencia y misericordia,  sobre todo si se realizan como actos personales y comunitarios.

Fue el Directorio de Religiosidad Popular (2002)[6] el que marcó la revaloración de la  “religiosidad popular” ya que trató este candente tema y lo expresó en el contexto de los medios para la comunión y la participación. El Directorio de Religiosidad Popular presenta a la “religiosidad popular” principalmente como un elemento eficaz de evangelización, que debe ser purificado y clarificado en sus conceptos. Para ser auténtica, la “religiosidad popular” debe basarse en la Palabra de Dios y descubrir con autenticidad y valentía los valores evangelizadores.

En 1992, en Santo Domingo, la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano[7] manifestó la importancia de la “religiosidad popular” en la línea de la inculturación, los valores cristianos presentes en ella, los criterios, las conductas y actitudes que nacen del dogma católico y son la sabiduría del pueblo; se invita a comprenderla, acompañarla, purificarla y remediar posibles desviaciones.

Una idea clara aparece a lo largo del Directorio en su contenido doctrinal y en la praxis (que no agota) de ejercicios devocionales. Se trata de la necesidad de educar para la “religiosidad popular”, ya que cuanto más se entiende la Liturgia, más se entiende en su punto de equilibrio la “religiosidad popular”.

La “religiosidad popular” es un espacio de encuentro con Jesucristo. Es el precioso tesoro de la Iglesia católica. Así quedó plasmado en el documento de Aparecida (2007)[8] y que tiene una repercusión importante para la misión, entendida como estado permanente de misión que se debe concretizar en la comunidad parroquial, y se pone como un marco de referencia el respeto y el cariño que por ella se debe tener, para que exprese su belleza e identidad y pueda ser un icono del genio de los pueblos y de la insaciable hambre y sed de Dios del pueblo pobre, sencillo y peregrino. La piedad popular, considerada justamente como un “verdadero tesoro del pueblo de Dios”, “manifiesta una sed de Dios que sólo los sencillos y los pobres pueden conocer; vuelve capaces de generosidad y de sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe; comporta un sentimiento vivo de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante; genera actitudes interiores, raramente observadas en otros lugares, en el mismo grado: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desprendimiento, apretura a los demás, devoción”[9]

También a la “religiosidad popular” en el documento de Aparecida se le llama “espiritualidad popular” o “mística popular”. Es un nuevo concepto que busca expresar la riqueza de contenido que se quiere dar a la “religiosidad popular”, ya que la espiritualidad es el camino de comunión con Cristo y ayuda en la configuración de cada creyente con el Resucitado, para poder así vivenciar la vida cristiana.

La mística marca a la persona puesto que tiene siempre como finalidad la vivencia de encuentro e intimidad con Dios. Esto únicamente se puede lograr con la sabiduría simple y los ejercicios piadosos en forma de oración, los más concretos y sencillos, para nutrir el rico patrimonio de esta espiritualidad popular con ritos, símbolos y gestos.

Las “hermandades y cofradías” responden a la costumbre de grupos de cristianos que, desde los primeros siglos de la Iglesia, se han venido asociando para conseguir fines espirituales y caritativos comunes, siendo los principales el culto público, la práctica de la caridad por medio de obras de misericordia espiritual y corporal, la santificación y el perfeccionamiento espiritual por la oración, la animación del orden temporal por el compromiso cotidiano y social y la educación en la fe por la catequesis y evangelización.

Tienen su origen en el siglo XIII, en torno a los monasterios y las órdenes mendicantes, para responder a la necesidad de ayuda y apoyo que tenían las personas de aquella época en casos de dificultad. Fundan los primeros hospitales para ejercer la caridad con los más desfavorecidos y con los peregrinos. Fueron especialmente promovidas por la predicación de los dominicos. Poco a poco se van extendiendo por Europa.

Frente a la idea de los dos “géneros de cristianos”, el superior de los clérigos dedicados a las cosas de Dios, y el inferior de los laicos, dedicados a las cosas del mundo, las cofradías vienen a proponer un camino laical de perfección, sin necesidad de que se tenga que ser clérigo o monje y a reivindicar el deseo de participar en la Iglesia y asumir responsabilidades en ella así como de una autonomía frente al dominio del clero. No son impuestas por una autoridad superior, sino que surgen de una opción libre para algunas personas.

Las “hermandades y cofradías” son una importante realidad de asociacionismo católico en nuestras iglesias, --en ocasiones han sido y aún son las únicas asociaciones existentes incluso a nivel social -- y suscitan una entusiasmada participación de los jóvenes. Han aportado un considerable caudal a la vida espiritual de nuestro pueblo y han contribuido grandemente al florecimiento de la vida cristiana. Actualmente continúan alimentando la fe muchos católicos repartidos por toda nuestra geografía.

Las “hermandades y cofradías” son asociaciones de fieles cristianos conscientes de su pertenencia a la Iglesia. Deben sentirse, ante todo, personas que han asumido libremente su bautismo, por el que están incorporados a Cristo y son miembros vivos de su Cuerpo, la Iglesia, en la que viven con otros su fidelidad al Señor. Esto exige de por sí la participación en la acción apostólica, como tarea propia de todo fiel cristiano por el mismo hecho de estar bautizado. Por ello, los cofrades, junto al fin peculiar del culto público, deben asumir las responsabilidades propias de toda la Iglesia, según las necesidades que en cada momento se vayan presentando dentro del pueblo de Dios y en el mundo donde vivimos. Pues como dice el Concilio Vaticano II, la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es vocación al apostolado, que nunca puede faltar en la Iglesia. Las circunstancias actuales les piden un apostolado mucho más intenso y más amplio.

Toda manifestación de la “religiosidad popular” se encuentra en los varios campos en los que se desarrollan los ejercicios piadosos, bien sea a nivel personal, familiar o grupal, en los Santuarios y en las peregrinaciones, así como en el ámbito de la comunidad parroquial. En efecto, la Parroquia es el lugar privilegiado para el desarrollo y la práctica de la “religiosidad popular”, de suerte que los fieles puedan tener una experiencia concreta de Cristo y de la comunidad eclesial.

Es muy importante caer en la cuenta de que dentro de la comunidad parroquial se dan múltiples experiencias de “religiosidad popular” que se deben purificar, encauzar y promover, ya que en la parroquia se dan muchas formas de ejercicios piadosos. No hay que olvidar que la “religiosidad popular” debe ayudar a que la parroquia sea una comunidad eucarística por excelencia, reunida en la fracción del pan de la Palabra y de la Eucaristía.

La parroquia debe cuidar que la praxis de la “religiosidad popular” sea realmente “escuela de vida cristiana”, para llegar así a ser una comunidad eclesial que vive, se expresa y se manifiesta con las formas que el genio de los pueblos ha concretizado en la “religiosidad popular”. Por este motivo, la experiencia y vivencia del Señor Jesús no puede ser únicamente catequética y litúrgica. Para que esté más encerrada en la vivencia cristiana, requiere de las expresiones de la “religiosidad popular” que son una ayuda para educar y celebrar la fe.

La Parroquia, hoy por hoy, está llamada a la conversión pastoral en muchos campos, especialmente saliendo el ámbito de la “religiosidad popular” como “periferias” que hay que evangelizar.

Una de las tareas más importantes de la comunidad parroquial es su renovación, la cual se puede hacer incrementando la “religiosidad popular”, fundamentándose en aquella gran petición del concilio Vaticano II de que absolutamente todo debe revisarse.

Ante la hora histórica que vivimos, la Iglesia debe seguir anunciando el Evangelio, y estos esfuerzos pastorales deben orientar a todos hacia el encuentro con Jesucristo. Se debe destacar la renovación litúrgica a la que está anexa el incremento de las manifestaciones de la “religiosidad popular”, especialmente la piedad eucarística y la devoción mariana, que deben tener como base la verdadera fe.

Para lograr esto se necesita la formación. Aquí radica la importancia de saber conducir y clarificar la “religiosidad popular”, pues si la lex orandi es lex credendi y tiene su aplicación en la Liturgia de la Iglesia, aproximadamente algo así podemos decir de la “religiosidad popular”, que para ser una auténtica lex orandi, requiere de la iluminación desde la teología para lograr tener ideas y conceptos claros y diáfanos que manifiesten la sana y ortodoxa fe y doctrina. Es necesario que los ejercicios devocionales también cumplan la tarea de ser catequesis permanente y constante que brota de la oración cristiana y así cada expresión devocional sea una auténtica síntesis de la profesión de fe del creyente.

A los responsables de la misión parroquial les incumbe valorar y promover los ejercicios de la “religiosidad popular” para armonizarla con la Liturgia. Necesitamos crear nuevos, variados y sencillos instrumentos que sean la base de los ejercicios piadosos, con fundamentos escriturísticos y litúrgicos para ser usados a nivel personal, familiar y comunitario, ya sea para grupos nuevos o tradicionales, como para las hermandades y cofradías. Debe existir un elenco de los instrumentos, recursos o subsidios que se pueden crear para los ejercicios piadosos y el fomento de la “religiosidad popular”. Debemos seguir el cronograma del Año litúrgico, pues a lo largo de él podemos descubrir la cantidad de subsidios que podemos crear.

Uno de los cultos que más desarrollo deben tener es el que se refiere a la Virgen María. Ayudaría mucho la creación de materiales que ayuden a la devoción mariana. Existen varias vetas que tenemos que descubrir para enriquecer la piedad de los fieles. El Via Matris, una vigilia para la preparación de las memorias, conmemoraciones de la Virgen, así como de sus fiestas y solemnidades. Hace falta que exista un recurso devocional con el Rosario de la Virgen María, siguiendo el Año Litúgico, para que éste aparezca en verdad más formativo y se ore en el gran contexto que vive la liturgia de la Iglesia.

No hay que olvidar los ejercicios devocionales en torno a los difuntos para ser usados en torno a la muerte, al momento de fallecer, el rosario de los difuntos y las jornadas especiales dentro de la vida de la Iglesia

Finalmente sería conveniente tener en cuenta el acto devocional de la Peregrinación como realidad muy importante y significativa. El hecho de realizar la peregrinación como elemento devocional requiere de todos los responsables en esta área que se busque la creación de diversos subsidios para la mejor realización de las peregrinaciones, así como para los tiempos de permanencia en los Santuarios, que deben estar acompañados de diversos ejercicios piadosos.

 

 

 

 

 



[1] CONCREGACIÓN PARA EL CLERO, Instrucción La conversión pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia. 20.07.2020.

[2] Jorge Mario Bergoglio  “La dulce y confortadora alegría de evangelizar” pre-cónclave ante los 114 cardenales electores, el 9 de marzo de 2013,

[3] La religiosidad popular es un fenómeno que atraviesa todos los pueblos y que influye en todas las culturas. El documento de Puebla (n. 444) nos dice con palabras sencillas que “por religión del pueblo, religiosidad popular o piedad popular, entendemos el conjunto de hondas creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de esas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan”. Y añade: “Se trata de la forma o de la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo determinado”. La religiosidad popular ha acompañado la liturgia de la Iglesia desde sus albores.

[4] Vaticano II,Constitución Sacrosanctum Concilium  n. 7: En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.

[5] Pablo VI, Envangelii nuntiandi, 8 diciembre 1975

[6] CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia, Editorial Vaticana 2002.

[7] CELAM, Las cinco conferencias generales del episcopado latinoamericano. Río de Janeiro, Medellín, Puebla, Santo Domingo, Aparecida. Bogotá: CELAM, 2014

[8] CELAM, Las cinco conferencias generales del episcopado latinoamericano. Río de Janeiro, Medellín, Puebla, Santo Domingo, Aparecida. Bogotá: CELAM, 2014

[9] CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia, Editorial Vaticana 2002, n.9.

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