lunes, 19 de abril de 2021

VIA CRUCIS

 

VIERNES SANTO 2021

VÍA CRUCIS

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

PRIMERA ESTACIÓN

Jesús es condenado a muerte (Mt 27,22-23. 26)

 

 

Pilatos les preguntó: ― Y ¿qué hago con Jesús, a quien llamáis el Mesías?

Contestaron ellos: ― ¡Que lo crucifiquen!

Pilatos repuso: ― Pero ¿qué ha hecho de malo?

Ellos gritaban más y más: ― ¡Que lo crucifiquen!

Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de mandarlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran.

 

¡Sea crucificado! Este grito, multiplicado por la ciega pasión de la multitud, resuena a lo largo de la historia. ¿Cuántos inocentes son hoy condenados a muerte? Innumerables son los condenados a morir de hambre o por el subdesarrollo, a morir en una guerra que ellos no iniciaron, a morir por el terrorismo, por el descarte y el abandono, por no permitirles nacer o por decir la verdad y defender la justicia.

De esta condena no son sólo responsables aquellos judíos; también lo es la multitud anónima que ante el dolor de los inocentes mira hacia otro lado y prefiere a Barrabás, símbolo de quien devuelve mal por mal. O tal vez nosotros mismos, cuando de forma irresponsable ponemos por delante nuestras preferencias sin valorar las consecuencias de lo que hacemos sobre el resto de la comunidad. Y he aquí que el Viviente, en quien no existe semilla de muerte, es condenado a muerte. Es Jesús quien quiere acompañar nuestra angustia y ese no saber qué va a ser de nosotros. Él, que ha vivido la angustia de una condena injusta, es capaz de compadecerse de nosotros y abrirnos caminos de esperanza.

 

 

SEGUNDA ESTACIÓN

Jesús carga con la cruz (Mt 27, 27-31)

 

Los soldados del gobernador llevaron a Jesús a la residencia y reunieron alrededor de él a toda la compañía. Lo desnudaron y le echaron una túnica roja por los hombros; le pusieron en la cabeza una corona de espinas y una caña en la mano derecha. Después, hincándose de rodillas delante de él, le hacían burla, gritando: —¡Viva el rey de los judíos! Y le escupían y le golpeaban con la caña en la cabeza. Después de haberse burlado de él, le quitaron la túnica, le vistieron otra vez con sus propias ropas y se lo llevaron para crucificarle.

 

A Jesús, la burla le consagra como rey. Ahí está revestido con la púrpura de los reyes, la cabeza coronada, el cetro en la mano. Pero la púrpura es la de su sangre y la sangre inocente que corre derramada por el mundo. Su corona está hecha de espinas que el suelo, maldito por los egoísmos de la humanidad, hace crecer inmisericorde. El cetro es una caña enhiesta en su mano. Y, no obstante, quienes se burlan de Él, sin saberlo, dicen la verdad: Jesús es rey de los judíos. Tal vez algún día lo sabrán, y la muchedumbre le reconocerá como rey del universo. Pero ahora sufre el desprecio y la humillación que degrada su condición de ser humano. Nosotros nos vemos obligados a tomar la cruz de prevenir o curar la enfermedad que nos amenaza. Jesús, que cargaste con la cruz injustamente y dijiste “dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien por mi causa”, ayúdanos a soportar con paciencia nuestra cruz de cada día y haz que aborrezcamos para siempre cualquier tipo de humillación que amenace la dignidad de nuestros hermanos.

 

 

 

 

TERCERA ESTACIÓN

Jesús cae por primera vez (Lc 9, 22-25)

 

Y añadió Jesús: “Este Hombre tiene que sufrir mucho, ser reprobado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, tiene que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Quien quiera seguirme, niéguese a sí, cargue con su cruz cada día y venga conmigo. Quien se empeñe en salvar su vida la perderá; quien pierda su vida por mí la salvará. ¿Qué aprovecha la hombre ganar el mundo entero si se pierde o se malogra él?”

 

Después de la angustia sufrida por Jesús en Getsemaní, que le hizo sudar sangre; después de la interminable noche en las dependencias del Sanedrín, soportando un juicio amañado desde el principio; después del ir y venir del Pretorio al palacio de Herodes, como moneda de cambio que nadie quiere; después del castigo de la flagelación y las burlas de los soldados; después de cargar con una cruz insoportable, las fuerzas le abandonaron y cae por tierra. Mejor sería terminar allí mismo, pero aún quedaba camino por recorrer; aún faltaba algo por cumplir. Y a duras penas se levantó para seguir hasta el final. Le pesan a Jesús nuestras vidas. Le pesan tantas atrocidades contra el ser humano.

Le pesan nuestras deserciones y nuestro pesimismo, le pesa la falta de voluntad política y las complicidades para acabar con el hambre y con todo lo que oprime y mortifica a tanta gente inocente: niños privados de su infancia, mujeres maltratadas y prostituidas, gentes descartadas porque no interesan.

Cansados por la monotonía y atemorizados por la inseguridad, sentimos la tentación de dejarnos llevar por el desánimo o de huir hacia adelante sin tomarnos en serio las normas que preservan nuestra seguridad y la de los que nos rodean. Tal vez deseamos terminar de una vez, en lugar de seguir luchando. Acompáñanos, Jesús, en este camino doloroso, Tu que fuiste capaz de levantarte después de haber tropezado bajo el peso insoportable de la cruz. Que tu ejemplo y tu cercanía nos sostengan.

 

 

CUARTA ESTACIÓN

Jesús encuentra a su Madre (Lc 2,34-35; Jer 31,16)

 

Simeón los bendijo y anunció a María, la madre del niño: —Mira, este niño va a ser causa en Israel de que muchos caigan y otros muchos se levanten. Es un signo de contradicción puesto para descubrir los más íntimos pensamientos de mucha gente. En cuanto a ti misma, una espada te atravesará el corazón.

Pues así dice el Señor: —Reprime tus sollozos, enjuga tus lágrimas, tu trabajo será pagado, volverán del país enemigo.

 

María, mujer fuerte y lúcida, su consentimiento hace libre nuestra libertad. Si ella no hubiera aceptado ser la madre de Jesús, la Palabra viviente de Dios no se hubiera encarnado en nuestro mundo. Pero tuvo el valor de decir: “Que suceda como has dicho”. María, tú eras una joven, casi una niña, de Galilea. Entonces no podías comprender todo lo que estaba pasando, y tu rostro se tornaba serio y dulce cuando en silencio meditabas tales anuncios.

Ahora te cruzas con tu hijo, abatido bajo el peso de la cruz, y recuerdas sus últimas confidencias, como las imaginó el poeta José Luis Martín Descalzo en “Diálogos de Pasión” Cuando le dijiste: “Yo, hijo, esperaba que el hombre entendería y que habría un atajo para salvar sin muerte”, a lo que él te respondió: “Eso no es posible, madre. El mal es duro. Y sólo a golpes de auténtico dolor puede resquebrajarse. No basta simular un combate y decirte: “Mañana resucitaré”, como quien traga un vaso de ricino. No. Morir es morirse, sin trampa ni cartón, sin tramoyas teatrales o pensando: “Bebámoslo, mañana vendrá el sol”. Hay que entrar en el túnel a contra corazón, creyendo (pero sin saberlo) que hay luz al otro lado”.

Madre has seguido a Jesús por el camino de la cruz, con una espada en el corazón. También nosotros tenemos clavada la espada de la angustia en nuestros corazones. Tú, madre fuerte y dulce a la vez, sostén nuestro ánimo en nuestros amargos días; mantén viva la esperanza en nosotros; haz fecundo nuestro sufrimiento para que, cuando salgamos de nuestro túnel, seamos más hermanos, mejores ciudadanos y dóciles discípulos de tu hijo.

 

 

 

QUINTA ESTACIÓN

Jesús es ayudado por el Cirineo (Mc 15,21; Mt 16,24)

 

Por el camino encontraron a un hombre que volvía del campo, un tal Simón, natural de Cirene, padre de Alejandro y Rufo, y le obligaron a cargar con la cruz de Jesús.

Dirigiéndose a sus discípulos, Jesús añadió: —Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz y seguirme.

 

Simón procedía del lejano Cirene, acaso era un inmigrante. Lo cierto es que era un campesino, como precisa san Marcos; un número más entre la gente, uno de aquellos considerados ‘malditos’ por los fariseos, porque no conocía bien la Ley. Volvía del campo con ganas de descansar junto a su mujer y sus dos hijos, y nada sabía de lo ocurrido en el Sanedrín y en el Pretorio; seguramente, nunca había hablado con Jesús de Nazaret. Un soldado romano, consciente del agotamiento del reo, se fijó en Simón, porque era de brazos robustos y espaldas anchas, y, además, era uno de esos despreciables hebreos sobre los que tenía autoridad para tratarlos como esclavos.

Simón obedeció porque había que obedecer; tomó sobre sí el madero del hombre extenuado: un harapiento como él, aunque más desgraciado. “Será ―pensó―un bandido o un alborotador”. Pero acaso un furtivo cruce de miradas abrió su corazón a la compasión, a una pasión compartida. Seguramente, Simón se hizo cristiano, pues sus dos hijos, Alejandro y Rufo, no eran desconocidos para la comunidad a la que Marcos escribió su evangelio. Hay ocasiones en las que el destino nos interpela, una cruz se nos impone, un grito de auxilio del que no es posible huir nos apremia. Esas ocasiones pueden cambiar la vida de arriba a abajo, como le ocurrió a Simón de Cirene. Este dolor o esta enfermedad, que se ha cruzado en nuestras vidas está obligando a muchos a llevarla cruz de otras personas, nos está obligando a todos a cargar con la cruz del aislamiento y del temor. ¿No será también la oportunidad que Dios pone en nuestro camino para reorientar la vida personal y comunitaria?

 

 

 

SEXTA ESTACIÓN

La Verónica enjuga el rostro de Jesús (Is 53,2-3; Sal 27, 8-9)

 

 

Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado.

Anda ―dice mi corazón―, busca su rostro. Y yo busco tu rostro, Señor; no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo, tú que eres mi auxilio, no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación.

 

Se decía entonces que un esclavo era un “sin rostro”, y he aquí que “el más bello de los hijos de los hombres” es un pobre esclavo torturado, tanto menos presentable cuanto más se le tortura. Así es como Jesús se ha identificado con todos los “sin rostro” de la historia, con aquellos cuyos rostros han sido desfigurados por los golpes de una agresividad ciega y creciente, con aquellos a los que la droga ha robado el alma y la conciencia, con quienes son deseados sin ser amados..., con todos aquellos a quienes se les roba la infancia y la juventud con el espejismo de una falsa felicidad.

Sólo una mujer, criatura de ternura y compasión, con un decidido gesto de valentía, ha limpiado tu rostro, Jesús, tratando de quitarte esa máscara de sudor, sangre y salivazos. Tu santo rostro, Señor, ha quedado impreso en el velo de Verónica, y ese será su nombre para siempre.

¡Cuántas personas sin nombre, en estos días duros de nuestra historia limpian el sudor de la enfermedad de muchos rostros! ¡Cuántos son los que se están ocupando de que los rostros de los “sin techo” encuentren cobijo! ¡Cuántos los que descubren tu rostro, Señor, en aquellos a quienes ayudan a salir de esa espiral de destrucción hacia la que han sido arrastrados por gentes sin conciencia!

 

 

SÉPTIMA ESTACIÓN

Jesús cae por segunda vez (Jn 12, 24)

 

“Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”.

 

A pesar de la ayuda del Cirineo, Jesús vuelve a caer. Le faltan las fuerzas. Ya le faltaron en Getsemaní, cuando tuvo que ser reconfortado por el ángel. Le faltan las fuerzas, pero no le falta el ánimo. Y se pone en pie y sigue adelante, hacia el Calvario, hasta la cruz. Son muchos los que, golpeados reiteradamente por la vida, ya no se levantan ni quieren seguir luchando. Marcados por la desgracia, se vuelven escépticos y amargados. Los que, atenazados por el vicio, desesperan. Son muchos también los que intentan levantarse pero no pueden, porque el peso es superior a sus fuerzas o la bota del opresor los aplasta. Durante este tiempo de nuestra historia que llevamos a cuestas, han llegado a nuestros móviles noticias de todo tipo: algunas nos ayudan a mantener encendida la llama de la esperanza y alimentado el ardor de la caridad. Pero también llegan sugerencias irresponsables que banalizan la situación, noticias que especulan o mienten e, incluso, se aprovechan del dolor ajeno. Mira a Jesús que no cede y se levanta de nuevo. No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal a fuerza de bien.

 

 

 

 

OCTAVA ESTACIÓN

Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén (Lc 23,27-29. 31)

 

Detrás iba también mucha gente del pueblo y mujeres que lloraban y se lamentaban. Jesús, en cierto momento, se volvió a ellas y les dijo: — Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien, por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque vienen días en que se dirá: “¡Felices las estériles, los vientres que no concibieron y los pechos que no criaron!” Porque si al árbol verde le hacen esto, ¿qué no le harán al seco?

 

Jesús, nunca tuvo enemigos entre las mujeres. Una desconocida derramó sobre su cabeza un precioso perfume, una prostituta bañó con sus lágrimas sus pies y los secó con sus cabellos. Le parecía bien que María se quedara embelesada escuchando sus palabras y dio la razón a Marta, que le reconoció como el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Una mujer cananea tuvo tanta confianza en El que se sintió obligado a decirle: “Mujer, qué grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Y otra, que llevaba doce años con hemorragias que nadie sabía curar, tocó furtivamente su manto convencida de que sanaría... Ahora, cuando camina hacia el Calvario, un grupo de mujeres rompen las normas que prohibían hacer duelo públicamente por los ajusticiados, y le acompañan llorando. Y aún tienes ánimo para agradecer su gesto y decirles: “llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”.

El mundo está empapado con las lágrimas de las madres que han perdido a sus hijos por el sinsentido del terrorismo y de las guerras. El mundo está empapado con las lágrimas de las madres, cuyos hijos les han sido robados por la droga, el dinero o el hambre. El mundo está empapado por la sangre de tantas mujeres masacradas por la violencia y la incomprensión de sus parejas. En muchos rincones de nuestra tierra lloran ahora las madres y esposas a las que la enfermedad ha arrebatado a sus hijos, esposos y seres queridos... Y el Señor, aplastado por el peso de todas esas cruces que cada día se descargan sobre sus hombros, las mira con dolor y compasión y quiere decirles que no están solas, que él también las acompaña a ellas.

 

 

NOVENA ESTACIÓN

Jesús cae por tercera vez (Mt 26, 73-75)

 

Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: “Seguro que tú también eres de ésos, pues tu habla te delata”. Entonces él empezó a imprecar y jurar: “No conozco a ese hombre”. Y enseguida el gallo cantó. Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había advertido: “Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”. Y saliendo afuera lloró amargamente.

 

A Jesús le pesaba el odio de los escribas y fariseos, que venían tramando su muerte, le pesaba también que la masa del pueblo, siempre manipulable, hubiera olvidado el entusiasmo de aquellos días en los que pregonaban que todo lo hacía bien; pero seguramente le pesaba más la deserción de sus discípulos y las negaciones de Pedro. Y, como verdadero hombre que también era, le costaba aceptar el silencio de Dios en estos momentos. ¡Demasiado peso para que no vacilase de nuevo con la cruz a sus espaldas!

Las consecuencias de la crisis sanitaria que nos toca vivir también pesan de muchas maneras sobre no pocos emprendedores y pequeños empresarios, que ven cómo se derrumba su negocio. Y sobre los responsables de la economía, que temen los efectos de una recesión de consecuencias impredecibles. Y pesa con angustia sobre tantos obreros amenazados de quedarse sin trabajo.

En esta repetida caída, Jesús nos acompaña en medio del temor; su debilidad sana nuestra fragilidad y nos da ánimo para no abandonarnos a la desesperanza. Su mirada sanó la debilidad de Pedro; su mirada quiere sostener nuestra esperanza en esta hora.

 

 

 

DÉCIMA ESTACIÓN

Jesús es despojado de sus vestidos (Jn 19, 23-25)

 

 

Entonces los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron sus ropas, hicieron cuatro partes y se las repartieron. Pero la túnica, como no tenía costura, sino que estaba tejida de una pieza, se dijeron: no la rompamos, sino echémosla a suertes. Y así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y sortearon mi túnica”.

 

El Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana, se despojó de su condición divina, se despojó de sí mismo, y aceptó ser tomado como uno de tantos. Renunció a todo aquello que es deseado como meta para de la vida: los honores, el respeto, las riquezas... Nació como hijo de unos pobres viajeros en el azar de un viaje, y le acogieron las tibias pajas de un pesebre. Mientras recorrió los caminos de Palestina, muchas veces no tuvo donde reclinar su cabeza. Y cuando su vida estaba llegando al límite, se repartieron sus vestidos, lo único que le quedaba.

El expolio de Jesús no ha terminado; ha seguido a lo largo de los siglos y continúa en nuestros días, porque “todo lo que hacéis a uno de estos, mis humildes hermanos, me lo hacéis a mí”: niños a los que se les quita la inocencia, mujeres a las que se les roba su dignidad, ancianos perdidos en la soledad anónima de las ciudades, campesinos a quienes se les quitan sus tierras, y tantos otros que han perdido su alegría y su canción. En la vivencia de nuestra historia actual, corremos el riesgo de que la pandemia nos quite la esperanza.

Miremos a Jesús despojado de todo y dejémonos arropar por él en estos momentos de vaciamiento; no estamos solos; él también sufrió el despojo de todo y, sin embargo, ha sido revestido de gloria. Sus heridas pueden curarnos.

 

 

 

 

 

UNDÉCIMA ESTACIÓN

Jesús es clavado en la cruz (Mt 27,35-42; Jn 19,25-27)

 

Cuando ya le habían crucificado, los soldados se quedaron allí sentados para vigilarle. Los que pasaban le insultaban, y, meneando la cabeza, decían: — ¡Tú que derribas el templo y en tres días vuelves a edificarlo, sálvate a ti mismo! ¡Baja de la cruz si eres el Hijo de Dios! De igual manera, los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos se burlaban de él, diciendo: —Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. Que baje ahora mismo de la cruz ese rey de Israel y creeremos en él.

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, María la mujer de Cleofás, que era hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y, junto a ella, al discípulo a quien tanto quería, dijo a su madre: —Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dijo al discípulo: —Ahí tienes a tu madre. Y, desde aquel momento, el discípulo la acogió en su casa.

 

El Maligno ya había tentado a Jesús en el desierto para que realizase prodigios fascinantes con los que convencer a la gente de su poder divino. Jesús lo rechazó con frase tajante: “No tentarás al Señor tu Dios”, porque el poder divino es el poder del amor, no de la fuerza. En este momento supremo de su existencia terrena, lo tienta de nuevo por boca de la gente y de los jefes del pueblo: “Si eres hijo de Dios, baja de la cruz”. Ni Dios ni Jesús podían acceder a esta provocación, porque aquella muerte ignominiosa y tremenda era la prueba de otra cosa: de que amaban y siguen amando a la humanidad hasta el extremo.

Junto a la cruz estaba la Madre dolorida y dolorosa, el amigo y dos mujeres, las únicas personas que se mantuvieron fieles, el germen de la primera Iglesia; los otros habían huido. La liturgia la acompaña con los piadosos gemidos, que escuchamos en el “Stabat mater”: Estaba la madre afligida / llorando junto a la cruz / de la que el Hijo pendía...

En estos días de enfermedad y muertes, también la Madre está firme al pie de la cama de los hospitales, en los que mueren muchos hijos suyos queridos a causa del coronavirus. Dejémonos acompañar por ella, con corazón piadoso y apenado, mientras brota en nosotros la oración.

 

 

DUODÉCIMA ESTACIÓN

Jesús muere en la cruz (Lc 23, 44s.)

 

Era ya cerca de la hora sexta, y se hizo la oscuridad sobre todo el país hasta la hora nona, al eclipsarse el sol, y se desgarró por medio la cortina del templo. Jesús gritó con una gran voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Y diciendo esto, expiró.

 

Las tinieblas parecen condensarse en Jesús. El Hijo de Dios ha sufrido humanamente nuestro infierno, el infierno del silencio de Dios subrayado por las palabras del salmo: “ ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Por un instante, ha parecido que la unidad entre Padre e Hijo se desgarraba; hasta tal punto Jesús se ha identificado con nuestra misma pregunta desesperada. Pero Jesús no duda de la bondad del Padre. Sabe que, si hasta ahora ha permanecido en silencio, ha sido porque quería mostrarnos que su amor hacia nosotros es tan verdadero que mantenía sus manos atadas para que el Hijo apurase el cáliz del dolor hasta el final, como tantas veces nos toca a nosotros. Entonces, cuando todo estuvo consumado, se escuchó que el Hijo se acogía confiadamente en las manos de su Padre: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu.” Y el abismo, por un instante abierto, se inundó con el gran soplo de la resurrección.

 

 

DECIMO TERCERA ESTACIÓN

Jesús es bajado de la cruz (Jn 20, 38-42)

 

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió autorización a Pilatos para retirar el cuerpo de Jesús. Pilatos se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo. A aquel que anteriormente había ido a verle de noche con una mezcla de unas cien libras de mirra y áloe.

 

Y cuando todo está consumado, dos hombres piadosos bajan de la cruz el cuerpo sin vida del Maestro y lo depositan en el regazo de la Madre. Tal vez sea éste el paso más entrañable de todo este camino de la cruz, por esa imagen de piedad desconsolada de la Madre y ese gesto “inútil” de estos dos hombres, que dan la cara por el ajusticiado cuando ya todo se ha consumado. Estos dos son la viva imagen de la ambigua valentía que tantas veces mostramos, cuando ya poco queda por defender.

Y de prisa y corriendo, porque se echaba encima el intangible descanso del gran Sábado, un sepulcro nuevo, prestado por uno de aquellos amigos del último momento, acoge el cuerpo sin vida del crucificado. Un sepulcro que vela la Madre en soledad.

Pero esta muerte no será la última palabra, sino la primera pregunta: ¿qué hay detrás de tanto sufrimiento, sólo la nada sin sentido? Este virus inesperado y ladino se ha llevado por delante la vida de muchos seres queridos, casi sin que sus familiares y amigos hayan podido despedirlos como hubieran deseado. No nos resignamos a que todo termine así. Jesús reclinado en el regazo de su Madre, con ese gesto de piedad, nos hace levantar la mirada hacia el cielo de donde esperamos un futuro mejor.

 

 

DECIMO CUARTA ESTACIÓN

Jesús es sepultado (Jn 19, 40s.)

 

José de Arimatea y Nicodemo tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas, con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Pusieron allí a Jesús, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca.

 

Las mujeres y el Espíritu velan a Jesús que duerme en el sepulcro, aunque en velatorios muy diferentes. Las mujeres, esperando que apunte el alba del tercer día, cuando ya haya pasado del descanso del gran Sábado, para ir a embalsamar debidamente el cuerpo de Jesús, que fue enterrado de prisa y corriendo, porque la tarde de aquel primer Viernes Santo tocaba a su fin. El Espíritu, preparando la luminosa claridad del que en adelante será ya el primer día de la semana, y tratando de contener los gemidos de una tumba, que no es capaz de contener dentro de sí al Viviente, como reconoce el himno pascual: “Muerto le bajaban / a la tumba nueva. / Nunca tan adentro / tuvo al sol la tierra. / Daba el monte gritos, / piedra contra piedra. / ¿Qué ves en la noche, / dinos, centinela?”

El único que no debía morir se nos ha entregado por amorosa fidelidad, y h ahecho de la muerte una Pascua. En la tumba Jesús duerme y sobre ella se ha pretendido poner la piedra del olvido. Pero con sus manos imperiosas aferra al Hombre y a la Mujer ―a todos los hombres y mujeres― y los recrea en la luz.

En medio del dolor que el virus está sembrando en nuestra tierra, se abre paso la aurora de la Resurrección. Esta historia, que hemos revivido en el Vía Crucis es una historia singular e insólita: la de un muerto que vive y sigue irradiando su imagen sobre el tejido de la historia humana. La última estación no es ésta, sino la irrupción gloriosa del Resucitado que, contra todo pronóstico, ha vencido la muerte para siempre, como cantará la Iglesia en la mañana de Pascua: La muerte, en huida, /ya va malherida. / Los sepulcros se quedan desiertos. /Decid a los muertos: /” ¡Renace la Vida /, y la muerte ya va de vencida!”/ Quien le lloró muerto / lo encontró en el huerto, / hortelano de rosas y olivos. / Decid a los vivos: /” ¡Viole jardinero / quien le viera colgar del madero!” / Las puertas selladas /hoy son derribadas. / En el cielo se canta victoria. / Gritadle a la gloria / que hoy son asaltadas / por el hombre sus “muchas moradas”.

 

 

VIA LUCIS

 

VIA LUCIS PASCUAL

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

 

Primera estación

CRISTO HA RESUCITADO Y EL AMANECER SE HA LLENADODE LUZ Y DE CLARIDAD

 

Lectura del Evangelio Lucas 24, 1-12

 

El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: «Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día». Y las mujeres recordaron sus palabras. Cuando regresaron del sepulcro, refirieron esto a los Once y a todos los demás. Eran María Magdalena, Juana y María, la madre de Santiago, y las demás mujeres que las acompañaban. Ellas contaron todo a los Apóstoles, pero a ellos les pareció que deliraban y no les creyeron.

 

Es domingo. Ha amanecido y es una mañana llena de claridad, porque Cristo ya no está en la tumba y cuando las mujeres han ido a buscarle se han encontrado que allí no había nadie y los rayos de luz, aún estaban en el aire. Después de varios días de tristeza, oscuridad de miedo y de muerte, de desesperanzas y preguntas, el ángel vestido de blanco resplandeciente, ha anunciado que Cristo ya no está allí y que la alegría de la Pascua ha entrado por todas las ventanas del alma, de quienes le buscan, para que vivan en la luz más radiante, pues la muerte no ha vencido a la vida y la vida si que ha vencido a la muerte y ahora todo es fiesta y esperanza, ya que todo se ha hecho luminoso para que tú camines en la luz. ¡Cristo vive en ti! ¡Alegría y Aleluya!, pues va a tu lado en el camino de tu vida y te acompaña siempre y en todo momento, para que vivas como resucitado y anuncies a todos los que están contigo que Él vive en cada corazón y que nos quiere felices. Es una mañana luminosa, como nunca la hubo y desde ahora, sabemos que siempre amanece y que por muy largas que sean las noches y por grandes que sean los sufrimientos, siempre amanece.

 

 

Segunda estación

JESÚS SE APARECE A MARÍA MAGDALENA.

 

Lectura del Evangelio según San Juan: 20, 11-17

 

Los discípulos se volvieron a casa. María estaba frente al sepulcro, afuera, llorando. Llorosa se inclinó hacia el sepulcro y ve dos ángeles vestidos de blanco, sentados: uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cadáver de Jesús. Le dicen: ---Mujer, ¿por qué lloras? Responde: ---Porque se han llevado a mi señor y no sé dónde lo han puesto. Al decir esto, se dio media vuelta y ve a Jesús de pie; pero no lo reconoció. Jesús le dice: ---Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: - --Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo. Jesús le dice: - --¡María! Ella se vuelve y le dice en hebreo: ---Rabbuni --que significa maestro--. Le dice Jesús: ---Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: ---He visto al Señor y me ha dicho esto. María Magdalena, va al frente de las mujeres que se dirigen al sepulcro para terminar de embalsamar el cuerpo de Jesús. Llora su ausencia porque ama, pero Jesús no se deja ganar en generosidad y sale a su encuentro.

 

María Magdalena fue a la tumba, pero se quedó fuera llorando, porque desde que había conocido a Jesús su vida era seguirle a donde fuera Él y en estos momentos sentía que todo se había venido abajo y que sin Él, ya no era lo mismo; por eso y mientras lloraba, rota por el dolor, oyó una voz que le llamaba por su nombre y ella creyó que era el encargado de la finca, pero cuando se dio cuenta que era Jesús saltó de alegría, pues en Jesús había encontrado la amistad verdadera, y por eso, quiso retenerle, pues de nuevo recobraba la esperanza y la alegría, sin embargo su misión ahora era anunciar a los apóstoles y a sus hermanos lo que había visto para que todos se llenarán de su misma alegría y lo anunciaran por todos los lugares, pues no había noticia mejor. Cristo había resucitado y todo se llenaba de sentido y futuro. De nuevo había amanecido en su alma y la felicidad volvía a brillar en su corazón. La amistad es un don del cielo y por eso tener amigos es una bendición, que no dejar de maravillarnos y nos ayuda a ser mejores y a pasar por la vida como Jesús haciendo siempre el bien. No hay nada más importante que hacer siempre el bien. Jesús vivió la amistad como algo esencial y tuvo buenos amigos, por eso en Betania y con sus amigos siempre se sentía feliz. Pocas veces vemos a Jesús llorar, pero cuando Lázaro murió, lloró como se llora la muerte de un amigo.

 

 

Tercera estación

LOS DISCÍPULOS BUSCAN A JESÚS.

 

Lectura del Evangelio según San Juan: 20, 3-8

 

Salió Pedro con el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Después llegó Simón Pedro, detrás de él, y entró en el sepulcro. Observó los lienzos en el suelo y el sudario que le había envuelto la cabeza, no en el suelo con los lienzos, sino enrollado en lugar aparte. Entonces entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó.

 

Todos los discípulos de Jesús estaban llenos de tristeza por lo que había pasado y no eran capaces de entender, que siendo Jesús una persona tan buena y tan llena de Dios y de los demás, hubiera acabado así y parecía que todo había terminado definitivamente, pero algo en sus corazones les decía que aquello no podía acabar así cuando había tantas esperanzas e ilusiones sin cumplir y que la vida tenía que renacer y aunque no sabían bien lo que les estaba pasando, algo en sus almas les decía que había futuro en abundancia y que lo sembrado no se podía perder, que algo tenía que cambiar y por eso cuando algunos fueron a la tumba y vieron las vendas por el suelo y que allí no había nada ni nadie, el corazón les dio un salto y empezaron a comprender que algo nuevo estaba naciendo y de este modo empezaron a creer. Ellos que habían vivido con Él, que habían escuchado sus enseñanzas de vida, que habían soñado y esperado y que creían en un reino nuevo no se resistían a pensar que todo hubiera sido un fracaso y que el futuro se hubiera terminado, por eso creyeron y la vida volvió a renacer y así se unieron más que nunca y los que habían sido amigos y discípulos volvieron a esperar.

 

 

Cuarta estación

JESÚS RESUCITADO SE APARECE A LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS.

 

Del Evangelio según San Lucas 24, 13-28

 

Aquel mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús. Iban comentando todo lo sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona los alcanzó y se puso a caminar con ellos. Pero ellos tenían los ojos incapacitados para reconocerlo. Él les preguntó: --- ¿De qué vais conversando por el camino? Ellos se detuvieron con semblante afligido, y uno de ellos, llamado Cleofás, le dijo: --¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que desconoce lo que ha sucedido allí estos días? Jesús preguntó: --¿Qué? Le contestaron: --Lo de Jesús de Nazaret, que era un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. ¡Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel!, pero ya hace tres días que sucedió todo esto. Es verdad que unas mujeres de nuestro grupo nos han alarmado; ellas fueron de madrugada al sepulcro y volvieron diciendo que había resucitado. Jesús les dijo: --- ¡Qué necios y torpes para creer cuanto dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él.

 

Todos los discípulos y amigos de Jesús se habían quedado, no solamente llenos de tristeza, sino también desilusionados, deprimidos, abatidos y desolados, como quien ya no espera nada. Todo había terminado y ya no había ni futuro ni esperanza y algunos como los de Emaús se habían marchado ya de Jerusalén para volver a las tareas de siempre y para retomar la vida diaria en sus pueblos y en sus campos o en el lago y en el mar. Todo había sido un sueño precioso, pero al final no había sido posible, con lo cual había que volver a la realidad y dejar de soñar. Y es en ese momento cuando Jesús resucitado se va a encontrar con ellos y van a sentir que algo nuevo les ardía en el corazón y que sus almas se encendían cuando escuchaban las palabras de aquel caminante, que había hecho el camino con ellos, que había entrado en su casa, que se había quedado y que al partir el pan les dio un salto de vida y le reconocieron, y fue de tal manera, tan asombrosa y maravillosa, que todo comenzó de nuevo, pues era verdad que había resucitado, que estaba vivo y que la vida renacía y el cielo se llenaba otra vez de imposibles y de sueños nuevos y luminosos, que ahora eran definitivamente y para siempre posibles partiendo el pan. ¡Era el momento de partir y compartir!

 

 

 

Quinta estación

LE RECONOCIERON AL PARTIR EL PAN.

 

Del Evangelio según San Lucas 24, 28-35

 

Se acercaban a la aldea adonde se dirigían, y él fingió seguir adelante. Pero ellos le insistieron: ---Quédate con nosotros, que se hace tarde y el día va de caída. Entró paraquedarse con ellos; y, mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lopartió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero éldesapareció de su vista. Se dijeron uno al otro: --- ¿No ardía nuestro corazón mientrasnos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura? Al punto se levantaron, volvierona Jerusalén y encontraron a los Once con los demás compañeros, que decían: ---Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.

 

Los discípulos de Emaús habían comprendido muchísimas cosas en un momento, que fue fundamental para ellos y para nosotros, como fue el partir el pan. Sintieron que la alegría renacía de nuevo en sus vidas y en sus caminos y fueron lo más deprisa que pudieron a Jerusalén, para compartir con los demás discípulos lo que habían vivido y que les había parecido tan maravilloso y que desde entonces cada uno de nosotros puede si quiere celebrar, participando en la eucaristía y saboreando ese pan que a ellos les hizo ser personas nuevas, llenas de esperanza y fortalecidas en el cuerpo y en el alma por el alimento recibido y que Jesús había regalado en la última cena del jueves santo, a sus amigos y discípulos y también a cada uno de nosotros paraqué tengamos vida y la tengamos en abundancia. Dios hecho pan para ti, para que nunca tengas hambre ni sed y para que participes de su vida, gustando su bondad tan inmensa que le puedes comer cada día y alimentarte de Él. ¡Maravilla de maravillas y regalo divino al alcance de cada uno de nosotros para andar el camino con alegría y esperanza, pues alimentados con su pan todo es posible!

 

 

 

Sexta estación

JESÚS RESUCITADO SE LES APARECE A LOS DISCÍPULOS.

 

Del Evangelio según San Lucas 24, 36-39

 

Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.

 

Los apóstoles que estaban atemorizados y que no eran capaces de vivir sin miedo y que estaban encerrados en Jerusalén, recibieron a Jesús resucitado, que les trajo la paz que necesitaban. Sin salir del asombro por lo que estaban viendo, sintieron que sus almas se llenaban no sólo de luz, sino de paz, porque el saludo era precisamente la paz en persona que Jesús les regalaba cuando aún era más importante que el aire que respiraban y aunque sorprendidos y desbordados por lo que estaban contemplando ante un Jesús, todavía con las llaga s recientes, empezaron a descansar en lo más hondo de sus corazones. Había llegado la paz y con ella, la luz y la esperanza, la vida y la palabra, la presencia y la resurrección. Brotaba la vida a raudales y aquellos hombres que habían vivido el mayor de los desconciertos, volvían a vivir en quien es la vida y ahora estaba allí, para que no tuvieran miedo nunca más, al saber que Él está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos. Jerusalén se vistió de nuevo de paz y de luz con esta llegada de Jesús y toda la ciudad volvió a ser luminosa y radiante, brillante y resplandeciente, pues la claridad ilumina de nuevo las calles por las que pasó la luz que no se apaga y la paz que serena las almas de todos los que la habitan.

 

 

 

Séptima estación

JESÚS RESUCITADO DA LA PAZ Y EL PERDÓN.

 

 

Del Evangelio según San Juan 20, 21-23

 

Luego Jesús dijo de nuevo:

– ¡Paz a vosotros! Como el Padre me envió a mí, también yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: –Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar.

 

Llenos de paz, como don esencial de la vida, que Jesús resucitado ha regalado a sus discípulos, sabedores que sin paz no se puede vivir y que con ella la vida es siempre nueva, comienzan a vivir en paz, pues su presencia lo ha serenado todo y en él han descubierto a quien puede quitar todos los miedos y dar comienzo a todos los sueños que habían quedado paralizados. Todo renace a ahora de una manera nueva, pues la esperanza es más fuerte que nunca, con la llegada de quien lo llena todo y hace que la vida recobre de nuevo sentido. Jesús tiene otro regalo, que ellos van a recibir y que les va a llenar de fuerza para ser misericordiosos, pues van a recibir el poder de perdonar los pecados y sanar heridas, haciendo que los corazones rotos y las vidas destrozadas sean curadas con este perdón que Él les ha traído para siempre y por los siglos de los siglos. Y desde entonces el perdón es un regalo para la humanidad, siempre necesitada de reconciliación y de ternura, porque Dios sabe que necesitamos su misericordia y su acogida.

 

 

Octava estación

JESÚS RESUCITADO SE APARECE A TOMÁS.

 

 

Del Evangelio según San Juan 20, 26-29

 

Ocho días después se hallaban los discípulos reunidos de nuevo en una casa, y esta vez también estaba Tomás. Tenían las puertas cerradas, pero Jesús entró, y poniéndose en medio de ellos los saludó diciendo: – ¡Paz a vosotros! Luego dijo a Tomás: –Mete aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado. ¡No seas incrédulo, sino cree! Tomás exclamó entonces: – ¡Mi Señor y mi Dios! Jesús le dijo: – ¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!

 

Cuando Jesús resucitado se apareció a los discípulos en Jerusalén, Tomás no estaba en la comunidad y cuando le contaron la alegría que sentían y lo que habían visto, él no les creyó, pues le parecía demasiado bonito para ser verdad y dijo que si no lo veía con sus ojos no lo podía creer. Y como Jesús siempre nos da todas las oportunidades que necesitemos, se apareció de nuevo y ahora Tomás se rindió ante Jesús y solo pudo decir: " ¡Señor mío y Diosmío! ", a pesar de que Jesús le dijo que metiera sus dedos en las llagas y en el costado. Es una maravilla fiarse de Dios, de los demás, de uno mismo y de tantas realidades que, aunque no se ven ahí están, como el aire, el amor, la amistad, las emociones, los afectos, el cariño, la presencia en la ausencia y un sinfín de cosas que hacen que nuestra vida sea una fiesta, porque siempre es mejor confiar que desconfiar y fiarse de la bondad de todo lo que nos rodea y de tanta gente que nos quiere, aunque no lo sepamos o no nos demos cuenta.

 

 

Novena estación.

JESÚS RESUCITADO SE APARECE A LOS APÓSTOLES EN EL LAGO DE TIBERÍADES.

 

Del Evangelio según San Juan 21,4-7. 10. 13

 

Cuando comenzaba a amanecer, Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no sabían que fuera él. Jesús les preguntó: –Muchachos, ¿no habéis pescado nada?–Nada –le contestaron. Jesús les dijo: –Echad la red a la derecha de la barca y pescaréis. Así lo hicieron, y luego no podían sacar la red por los muchos peces que habían cogido. Entonces aquel discípulo a quien Jesús quería mucho le dijo a Pedro: – ¡Es el Señor! Apenas oyó Simón Pedro que era el Señor, se vistió, porque estaba sin ropa, y se lanzó al agua. Jesús les dijo: –Traed algunos peces de los que acabáis de sacar. Jesús se acercó, tomó en sus manos el pan y se lo dio; y lo mismo hizo con el pescado.

 

 

El lago Tiberíades es el lugar donde empezó todo y allí vuelve Jesús resucitado, para que recobren las ilusiones del principio y vuelvan a vivir con la misma alegría que al principio. Estaban pescando y aquella noche no habían pescado absolutamente nada y la cosa no había podido ser peor, cuando aparece Jesús y es el discípulo amado el que se da cuenta que es el Señor. Es entonces cuando Pedro salta de alegría y en el momento que les dice que echen de nuevo las redes, se fiaron y las echaron, aunque era de día, para llenarse de asombro y sorpresa cuando no podían sacar las redes de lo llenas que estaban. Aquello fue una fiesta y la esperanza renació en el lugar donde lo sueños no habían faltado y ahora de nuevo todo empezaba a brillar de una manera luminosa, porque la luz había llegado y el lago de Tiberiades no podía ser más transparente, ni sus almas más claras.

 

 

 

Décima estación

JESÚS LE PREGUNTA A PEDRO QUE SI LE AMA.

 

Del Evangelio según San Juan 21, 15

Cuando ya habían comido, Jesús preguntó a Simón Pedro: –Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Pedro le contestó: –Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: –Apacienta mis corderos.

 

Después de comer y felices por la presencia de Jesús resucitado, después de la ausencia por la que tanto habían sufrido, se respiraba una paz en el lago, que dulcificaba los corazones y hacía que todo pareciera una fiesta como nunca antes lo habían sentido ni imaginado. Fue en ese momento cuando le preguntó Jesús a Pedro que si le amaba y él sin dudarlo le contestó que sí y lo mismo hizo la segunda vez, pero cuando de nuevo le hizo la misma pregunta, Pedro se sorprendió muchísimo y se quedó un poco entristecido y es cuando le dijo: Tú lo sabes todo y sabes bien que te quiero, con lo cual y en ese momento Jesús le dijo que apacentase sus ovejas. Jesús lo sabe todo y sabe que le queremos y que deseamos quererle más. Porque adónde vamos a ir sin Él, cuando tantas veces nos hemos dado cuenta que no hay mejor compañía que la suya, ni mayor esperanza que caminar a su lado o en sus hombros cuando no podemos ni con nuestra alma.

 

 

Undécima estación.

JESÚS ENVÍA A SUS DISCÍPULOS A ANUNCIAR LA BUENA NOTICIA.

 

Del Evangelio según San Mateo 28,16-20

 

Así pues, los once discípulos fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al ver a Jesús, le adoraron, aunque algunos dudaban. Jesús se acercó a ellos y les dijo: –Dios me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced mis discípulos a todos los habitantes del mundo; bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñadles a cumplir todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

 

Comienza la misión de anunciar a todos los pueblos la mejor noticia que nunca se ha recibido y es que Dios nos ama y que nosotros somos sus hijos. La tarea ahora es bautizar y hacer discípulos en el nombre del Padre que es Dios y nos ama como nadie puede imaginar, del Hijo, que nos ha regalado su amor y ha muerto por nosotros, regalándonos su vida que es eterna para que vivamos siempre y del Espíritu Santo, que es la fuerza de lo Alto que nos acompaña en todo momento, para que seamos testigos y mensajeros del amor y la reconciliación y así construyamos una humanidad fraterna, cercana, acogedora y universal donde todos seamos hermanos. Y todo esto con la esperanza y la alegría de saber, porque Él nos lo ha dicho, que estará con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos, para que sintamos su presencia y sepamos que nunca estaremos solos, porque Él camina a nuestro lado con nosotros y en nosotros. Es momento de anunciar la Vida y la Resurrección, porque Él vive y la vida verdadera ha llegado a todo el que quiera vivir de verdad, por los siglos de los siglos.

 

 

Duodécima estación.

JESÚS RESUCITADO SUBIÓ A LOS CIELOS.

 

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1, 8-11

 

Pero cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, recibiréis poder y saldréis a dar testimonio de mí en Jerusalén, en toda la región de Judea, en Samaria y hasta en las partes más lejanas de la tierra. Dicho esto, mientras ellos le estaban mirando, Jesús fue llevado arriba; una nube lo envolvió y no volvieron a verle. En tanto ellos miraban fijamente cómo Jesús subía al cielo, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: –Galileos, ¿qué hacéis ahí, mirando al cielo? Este mismo Jesús que estuvo entre vosotros y que ha sido llevado al cielo, vendrá otra vez de la misma manera que le habéis visto ir allá.

 

 

Jesús los llevó a lo alto del monte de los Olivos y desde allí y en presencia de ellos subió a los cielos para prepararnos sitio, antes de enviarnos el Espíritu Santo. La misión de Jesús en la tierra había terminado y ahora eran ellos los que tenían que continuar la preciosa tarea de ser testigos de su Vida y su Resurrección y aunque en un primer momento se quedaron ensimismados mirando al cielo, un ángel les hizo ver que a partir de ese momento luminoso y glorioso, tenían que seguir con aquel sueño que empezó en Galilea, junto al lago de Tiberíades y aunque se marcharon tristes y contentos a la vez, por la ausencia que respiraba presencia, estaban convencidos que había llegado la hora en que algo importante iba a transformar sus vidas todavía más y se les veía en Jerusalén felices y alabando a Dios en el templo a la espera de que sucedieran acontecimientos que lo cambiarían todo definitivamente. Jesús no podía dejarles solos y ahora más que nunca iban a sentir algo nuevo en sus almas, que les haría confiar y esperar todavía más

 

 

Decimotercera estación.

MARÍA Y LOS DISCÍPULOS ESPERAN LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO.

 

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1, 12-14

 

Desde el llamado monte de los Olivos, los apóstoles regresaron a Jerusalén. La distancia era corta: precisamente la que la ley permitía recorrer en sábado. Al llegar a la ciudad subieron al piso alto de la casa donde estaban alojados. Eran Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago hijo de Alfeo, Simón el Celote y Judas hijo de Santiago. Todos ellos, junto con algunas mujeres, y con María la madre de Jesús y los hermanos de él, se reunían siempre para orar.

 

Los discípulos volvieron del monte de los Olivos, después de presenciar asombrados la subida de Jesús a los cielos y reunidos en lo alto de Jerusalén vivían unidos con María y esperando la llegada del Espíritu Santo que les hacía arder de esperanza en sus corazones, acompañados de María, la madre de Jesús, que siempre había estado presente y especialmente en los momentos más difíciles y que seguía estando ahora que también la necesitaban. Rezaban todos juntos y alababan a Dios que no les había dejado solos y que ahora lo sentían más presente que nunca, porque estaba llegando la hora del Espíritu Santo que sacaría de ellos lo mejor y serían personas nuevas y sin ningún miedo ni tristeza, porque el momento de la misión iba a empezar de una forma nueva, al ser fortalecidos por la fuerza que da Dios a quienes tienen la misión de ser sus testigos. Iban al templo y allí también rezaban y sentían la presencia de Dios, entre las gentes yen los acontecimientos diarios, donde descubrían que Dios está al lado y en el corazón de cada persona que camina y espera. Rezar es fundamental, porque nos abre a Dios y a los hermanos y de esta forma estamos siempre unidos como familia y comunidad, sintiendo que el Señor nos reúne siempre que lo hacemos en su nombre.

 

 

Decimocuarta estación.

LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO.

 

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2, 1-14

 

Cuando llegó la fiesta de Pentecostés, todos los creyentes se encontraban reunidos en un mismo lugar. De pronto, un gran ruido que venía del cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde estaban. Y se les aparecieron lenguas como de fuego, repartidas sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas según el Espíritu les daba que hablasen.

 

Maria y los apóstoles estaban reunidos en la casa, en Jerusalén y de repente un ruido tremendo resonó de una forma increíble, apareciendo unas lenguas de fuego sobre sus cabezas, que transformó totalmente sus vidas. Era el Espíritu Santo, que a partir de ahora sería su fuerza y aquellos apóstoles que en algún momento habían sido cobardes y miedosos, eran para siempre hombre nuevos, llenos del Espíritu Santo, hablando en todas las lenguas posibles y anunciando a todas las gentes las maravillas de Dios, que había resucitado en su Hijo Jesús y que ahora era viento fresco y aire renovador para todos los pueblos Era la hora de Espíritu para ellos y para todos y hoy lo es para ti, que estás invitado a ser testigo de la vida y la Resurrección, porque Él vive en ti y lo ha llenado todo de claridad, para que tú también seas luz, pues Cristo arde en tu corazón y tú necesitas llevar su fuego luminoso por todos los caminos, diciendo que la Alegría que no se apaga, te llena de felicidad y tú necesitas anunciarla a todo el que se encuentra contigo cada mañana. Dios sigue llamando cada día personas que lo anuncien, para hacer que su Reino, que es un regalo para todos siga siendo la mejor noticia de todos los tiempos, pues ensancha el alma y llena el corazón de todos los que generosamente quieren ser sus amigos y enviados.