lunes, 19 de abril de 2021

VIA CRUCIS

 

VIERNES SANTO 2021

VÍA CRUCIS

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

PRIMERA ESTACIÓN

Jesús es condenado a muerte (Mt 27,22-23. 26)

 

 

Pilatos les preguntó: ― Y ¿qué hago con Jesús, a quien llamáis el Mesías?

Contestaron ellos: ― ¡Que lo crucifiquen!

Pilatos repuso: ― Pero ¿qué ha hecho de malo?

Ellos gritaban más y más: ― ¡Que lo crucifiquen!

Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de mandarlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran.

 

¡Sea crucificado! Este grito, multiplicado por la ciega pasión de la multitud, resuena a lo largo de la historia. ¿Cuántos inocentes son hoy condenados a muerte? Innumerables son los condenados a morir de hambre o por el subdesarrollo, a morir en una guerra que ellos no iniciaron, a morir por el terrorismo, por el descarte y el abandono, por no permitirles nacer o por decir la verdad y defender la justicia.

De esta condena no son sólo responsables aquellos judíos; también lo es la multitud anónima que ante el dolor de los inocentes mira hacia otro lado y prefiere a Barrabás, símbolo de quien devuelve mal por mal. O tal vez nosotros mismos, cuando de forma irresponsable ponemos por delante nuestras preferencias sin valorar las consecuencias de lo que hacemos sobre el resto de la comunidad. Y he aquí que el Viviente, en quien no existe semilla de muerte, es condenado a muerte. Es Jesús quien quiere acompañar nuestra angustia y ese no saber qué va a ser de nosotros. Él, que ha vivido la angustia de una condena injusta, es capaz de compadecerse de nosotros y abrirnos caminos de esperanza.

 

 

SEGUNDA ESTACIÓN

Jesús carga con la cruz (Mt 27, 27-31)

 

Los soldados del gobernador llevaron a Jesús a la residencia y reunieron alrededor de él a toda la compañía. Lo desnudaron y le echaron una túnica roja por los hombros; le pusieron en la cabeza una corona de espinas y una caña en la mano derecha. Después, hincándose de rodillas delante de él, le hacían burla, gritando: —¡Viva el rey de los judíos! Y le escupían y le golpeaban con la caña en la cabeza. Después de haberse burlado de él, le quitaron la túnica, le vistieron otra vez con sus propias ropas y se lo llevaron para crucificarle.

 

A Jesús, la burla le consagra como rey. Ahí está revestido con la púrpura de los reyes, la cabeza coronada, el cetro en la mano. Pero la púrpura es la de su sangre y la sangre inocente que corre derramada por el mundo. Su corona está hecha de espinas que el suelo, maldito por los egoísmos de la humanidad, hace crecer inmisericorde. El cetro es una caña enhiesta en su mano. Y, no obstante, quienes se burlan de Él, sin saberlo, dicen la verdad: Jesús es rey de los judíos. Tal vez algún día lo sabrán, y la muchedumbre le reconocerá como rey del universo. Pero ahora sufre el desprecio y la humillación que degrada su condición de ser humano. Nosotros nos vemos obligados a tomar la cruz de prevenir o curar la enfermedad que nos amenaza. Jesús, que cargaste con la cruz injustamente y dijiste “dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien por mi causa”, ayúdanos a soportar con paciencia nuestra cruz de cada día y haz que aborrezcamos para siempre cualquier tipo de humillación que amenace la dignidad de nuestros hermanos.

 

 

 

 

TERCERA ESTACIÓN

Jesús cae por primera vez (Lc 9, 22-25)

 

Y añadió Jesús: “Este Hombre tiene que sufrir mucho, ser reprobado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, tiene que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Quien quiera seguirme, niéguese a sí, cargue con su cruz cada día y venga conmigo. Quien se empeñe en salvar su vida la perderá; quien pierda su vida por mí la salvará. ¿Qué aprovecha la hombre ganar el mundo entero si se pierde o se malogra él?”

 

Después de la angustia sufrida por Jesús en Getsemaní, que le hizo sudar sangre; después de la interminable noche en las dependencias del Sanedrín, soportando un juicio amañado desde el principio; después del ir y venir del Pretorio al palacio de Herodes, como moneda de cambio que nadie quiere; después del castigo de la flagelación y las burlas de los soldados; después de cargar con una cruz insoportable, las fuerzas le abandonaron y cae por tierra. Mejor sería terminar allí mismo, pero aún quedaba camino por recorrer; aún faltaba algo por cumplir. Y a duras penas se levantó para seguir hasta el final. Le pesan a Jesús nuestras vidas. Le pesan tantas atrocidades contra el ser humano.

Le pesan nuestras deserciones y nuestro pesimismo, le pesa la falta de voluntad política y las complicidades para acabar con el hambre y con todo lo que oprime y mortifica a tanta gente inocente: niños privados de su infancia, mujeres maltratadas y prostituidas, gentes descartadas porque no interesan.

Cansados por la monotonía y atemorizados por la inseguridad, sentimos la tentación de dejarnos llevar por el desánimo o de huir hacia adelante sin tomarnos en serio las normas que preservan nuestra seguridad y la de los que nos rodean. Tal vez deseamos terminar de una vez, en lugar de seguir luchando. Acompáñanos, Jesús, en este camino doloroso, Tu que fuiste capaz de levantarte después de haber tropezado bajo el peso insoportable de la cruz. Que tu ejemplo y tu cercanía nos sostengan.

 

 

CUARTA ESTACIÓN

Jesús encuentra a su Madre (Lc 2,34-35; Jer 31,16)

 

Simeón los bendijo y anunció a María, la madre del niño: —Mira, este niño va a ser causa en Israel de que muchos caigan y otros muchos se levanten. Es un signo de contradicción puesto para descubrir los más íntimos pensamientos de mucha gente. En cuanto a ti misma, una espada te atravesará el corazón.

Pues así dice el Señor: —Reprime tus sollozos, enjuga tus lágrimas, tu trabajo será pagado, volverán del país enemigo.

 

María, mujer fuerte y lúcida, su consentimiento hace libre nuestra libertad. Si ella no hubiera aceptado ser la madre de Jesús, la Palabra viviente de Dios no se hubiera encarnado en nuestro mundo. Pero tuvo el valor de decir: “Que suceda como has dicho”. María, tú eras una joven, casi una niña, de Galilea. Entonces no podías comprender todo lo que estaba pasando, y tu rostro se tornaba serio y dulce cuando en silencio meditabas tales anuncios.

Ahora te cruzas con tu hijo, abatido bajo el peso de la cruz, y recuerdas sus últimas confidencias, como las imaginó el poeta José Luis Martín Descalzo en “Diálogos de Pasión” Cuando le dijiste: “Yo, hijo, esperaba que el hombre entendería y que habría un atajo para salvar sin muerte”, a lo que él te respondió: “Eso no es posible, madre. El mal es duro. Y sólo a golpes de auténtico dolor puede resquebrajarse. No basta simular un combate y decirte: “Mañana resucitaré”, como quien traga un vaso de ricino. No. Morir es morirse, sin trampa ni cartón, sin tramoyas teatrales o pensando: “Bebámoslo, mañana vendrá el sol”. Hay que entrar en el túnel a contra corazón, creyendo (pero sin saberlo) que hay luz al otro lado”.

Madre has seguido a Jesús por el camino de la cruz, con una espada en el corazón. También nosotros tenemos clavada la espada de la angustia en nuestros corazones. Tú, madre fuerte y dulce a la vez, sostén nuestro ánimo en nuestros amargos días; mantén viva la esperanza en nosotros; haz fecundo nuestro sufrimiento para que, cuando salgamos de nuestro túnel, seamos más hermanos, mejores ciudadanos y dóciles discípulos de tu hijo.

 

 

 

QUINTA ESTACIÓN

Jesús es ayudado por el Cirineo (Mc 15,21; Mt 16,24)

 

Por el camino encontraron a un hombre que volvía del campo, un tal Simón, natural de Cirene, padre de Alejandro y Rufo, y le obligaron a cargar con la cruz de Jesús.

Dirigiéndose a sus discípulos, Jesús añadió: —Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz y seguirme.

 

Simón procedía del lejano Cirene, acaso era un inmigrante. Lo cierto es que era un campesino, como precisa san Marcos; un número más entre la gente, uno de aquellos considerados ‘malditos’ por los fariseos, porque no conocía bien la Ley. Volvía del campo con ganas de descansar junto a su mujer y sus dos hijos, y nada sabía de lo ocurrido en el Sanedrín y en el Pretorio; seguramente, nunca había hablado con Jesús de Nazaret. Un soldado romano, consciente del agotamiento del reo, se fijó en Simón, porque era de brazos robustos y espaldas anchas, y, además, era uno de esos despreciables hebreos sobre los que tenía autoridad para tratarlos como esclavos.

Simón obedeció porque había que obedecer; tomó sobre sí el madero del hombre extenuado: un harapiento como él, aunque más desgraciado. “Será ―pensó―un bandido o un alborotador”. Pero acaso un furtivo cruce de miradas abrió su corazón a la compasión, a una pasión compartida. Seguramente, Simón se hizo cristiano, pues sus dos hijos, Alejandro y Rufo, no eran desconocidos para la comunidad a la que Marcos escribió su evangelio. Hay ocasiones en las que el destino nos interpela, una cruz se nos impone, un grito de auxilio del que no es posible huir nos apremia. Esas ocasiones pueden cambiar la vida de arriba a abajo, como le ocurrió a Simón de Cirene. Este dolor o esta enfermedad, que se ha cruzado en nuestras vidas está obligando a muchos a llevarla cruz de otras personas, nos está obligando a todos a cargar con la cruz del aislamiento y del temor. ¿No será también la oportunidad que Dios pone en nuestro camino para reorientar la vida personal y comunitaria?

 

 

 

SEXTA ESTACIÓN

La Verónica enjuga el rostro de Jesús (Is 53,2-3; Sal 27, 8-9)

 

 

Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado.

Anda ―dice mi corazón―, busca su rostro. Y yo busco tu rostro, Señor; no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo, tú que eres mi auxilio, no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación.

 

Se decía entonces que un esclavo era un “sin rostro”, y he aquí que “el más bello de los hijos de los hombres” es un pobre esclavo torturado, tanto menos presentable cuanto más se le tortura. Así es como Jesús se ha identificado con todos los “sin rostro” de la historia, con aquellos cuyos rostros han sido desfigurados por los golpes de una agresividad ciega y creciente, con aquellos a los que la droga ha robado el alma y la conciencia, con quienes son deseados sin ser amados..., con todos aquellos a quienes se les roba la infancia y la juventud con el espejismo de una falsa felicidad.

Sólo una mujer, criatura de ternura y compasión, con un decidido gesto de valentía, ha limpiado tu rostro, Jesús, tratando de quitarte esa máscara de sudor, sangre y salivazos. Tu santo rostro, Señor, ha quedado impreso en el velo de Verónica, y ese será su nombre para siempre.

¡Cuántas personas sin nombre, en estos días duros de nuestra historia limpian el sudor de la enfermedad de muchos rostros! ¡Cuántos son los que se están ocupando de que los rostros de los “sin techo” encuentren cobijo! ¡Cuántos los que descubren tu rostro, Señor, en aquellos a quienes ayudan a salir de esa espiral de destrucción hacia la que han sido arrastrados por gentes sin conciencia!

 

 

SÉPTIMA ESTACIÓN

Jesús cae por segunda vez (Jn 12, 24)

 

“Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”.

 

A pesar de la ayuda del Cirineo, Jesús vuelve a caer. Le faltan las fuerzas. Ya le faltaron en Getsemaní, cuando tuvo que ser reconfortado por el ángel. Le faltan las fuerzas, pero no le falta el ánimo. Y se pone en pie y sigue adelante, hacia el Calvario, hasta la cruz. Son muchos los que, golpeados reiteradamente por la vida, ya no se levantan ni quieren seguir luchando. Marcados por la desgracia, se vuelven escépticos y amargados. Los que, atenazados por el vicio, desesperan. Son muchos también los que intentan levantarse pero no pueden, porque el peso es superior a sus fuerzas o la bota del opresor los aplasta. Durante este tiempo de nuestra historia que llevamos a cuestas, han llegado a nuestros móviles noticias de todo tipo: algunas nos ayudan a mantener encendida la llama de la esperanza y alimentado el ardor de la caridad. Pero también llegan sugerencias irresponsables que banalizan la situación, noticias que especulan o mienten e, incluso, se aprovechan del dolor ajeno. Mira a Jesús que no cede y se levanta de nuevo. No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal a fuerza de bien.

 

 

 

 

OCTAVA ESTACIÓN

Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén (Lc 23,27-29. 31)

 

Detrás iba también mucha gente del pueblo y mujeres que lloraban y se lamentaban. Jesús, en cierto momento, se volvió a ellas y les dijo: — Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien, por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque vienen días en que se dirá: “¡Felices las estériles, los vientres que no concibieron y los pechos que no criaron!” Porque si al árbol verde le hacen esto, ¿qué no le harán al seco?

 

Jesús, nunca tuvo enemigos entre las mujeres. Una desconocida derramó sobre su cabeza un precioso perfume, una prostituta bañó con sus lágrimas sus pies y los secó con sus cabellos. Le parecía bien que María se quedara embelesada escuchando sus palabras y dio la razón a Marta, que le reconoció como el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Una mujer cananea tuvo tanta confianza en El que se sintió obligado a decirle: “Mujer, qué grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Y otra, que llevaba doce años con hemorragias que nadie sabía curar, tocó furtivamente su manto convencida de que sanaría... Ahora, cuando camina hacia el Calvario, un grupo de mujeres rompen las normas que prohibían hacer duelo públicamente por los ajusticiados, y le acompañan llorando. Y aún tienes ánimo para agradecer su gesto y decirles: “llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”.

El mundo está empapado con las lágrimas de las madres que han perdido a sus hijos por el sinsentido del terrorismo y de las guerras. El mundo está empapado con las lágrimas de las madres, cuyos hijos les han sido robados por la droga, el dinero o el hambre. El mundo está empapado por la sangre de tantas mujeres masacradas por la violencia y la incomprensión de sus parejas. En muchos rincones de nuestra tierra lloran ahora las madres y esposas a las que la enfermedad ha arrebatado a sus hijos, esposos y seres queridos... Y el Señor, aplastado por el peso de todas esas cruces que cada día se descargan sobre sus hombros, las mira con dolor y compasión y quiere decirles que no están solas, que él también las acompaña a ellas.

 

 

NOVENA ESTACIÓN

Jesús cae por tercera vez (Mt 26, 73-75)

 

Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: “Seguro que tú también eres de ésos, pues tu habla te delata”. Entonces él empezó a imprecar y jurar: “No conozco a ese hombre”. Y enseguida el gallo cantó. Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había advertido: “Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”. Y saliendo afuera lloró amargamente.

 

A Jesús le pesaba el odio de los escribas y fariseos, que venían tramando su muerte, le pesaba también que la masa del pueblo, siempre manipulable, hubiera olvidado el entusiasmo de aquellos días en los que pregonaban que todo lo hacía bien; pero seguramente le pesaba más la deserción de sus discípulos y las negaciones de Pedro. Y, como verdadero hombre que también era, le costaba aceptar el silencio de Dios en estos momentos. ¡Demasiado peso para que no vacilase de nuevo con la cruz a sus espaldas!

Las consecuencias de la crisis sanitaria que nos toca vivir también pesan de muchas maneras sobre no pocos emprendedores y pequeños empresarios, que ven cómo se derrumba su negocio. Y sobre los responsables de la economía, que temen los efectos de una recesión de consecuencias impredecibles. Y pesa con angustia sobre tantos obreros amenazados de quedarse sin trabajo.

En esta repetida caída, Jesús nos acompaña en medio del temor; su debilidad sana nuestra fragilidad y nos da ánimo para no abandonarnos a la desesperanza. Su mirada sanó la debilidad de Pedro; su mirada quiere sostener nuestra esperanza en esta hora.

 

 

 

DÉCIMA ESTACIÓN

Jesús es despojado de sus vestidos (Jn 19, 23-25)

 

 

Entonces los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron sus ropas, hicieron cuatro partes y se las repartieron. Pero la túnica, como no tenía costura, sino que estaba tejida de una pieza, se dijeron: no la rompamos, sino echémosla a suertes. Y así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y sortearon mi túnica”.

 

El Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana, se despojó de su condición divina, se despojó de sí mismo, y aceptó ser tomado como uno de tantos. Renunció a todo aquello que es deseado como meta para de la vida: los honores, el respeto, las riquezas... Nació como hijo de unos pobres viajeros en el azar de un viaje, y le acogieron las tibias pajas de un pesebre. Mientras recorrió los caminos de Palestina, muchas veces no tuvo donde reclinar su cabeza. Y cuando su vida estaba llegando al límite, se repartieron sus vestidos, lo único que le quedaba.

El expolio de Jesús no ha terminado; ha seguido a lo largo de los siglos y continúa en nuestros días, porque “todo lo que hacéis a uno de estos, mis humildes hermanos, me lo hacéis a mí”: niños a los que se les quita la inocencia, mujeres a las que se les roba su dignidad, ancianos perdidos en la soledad anónima de las ciudades, campesinos a quienes se les quitan sus tierras, y tantos otros que han perdido su alegría y su canción. En la vivencia de nuestra historia actual, corremos el riesgo de que la pandemia nos quite la esperanza.

Miremos a Jesús despojado de todo y dejémonos arropar por él en estos momentos de vaciamiento; no estamos solos; él también sufrió el despojo de todo y, sin embargo, ha sido revestido de gloria. Sus heridas pueden curarnos.

 

 

 

 

 

UNDÉCIMA ESTACIÓN

Jesús es clavado en la cruz (Mt 27,35-42; Jn 19,25-27)

 

Cuando ya le habían crucificado, los soldados se quedaron allí sentados para vigilarle. Los que pasaban le insultaban, y, meneando la cabeza, decían: — ¡Tú que derribas el templo y en tres días vuelves a edificarlo, sálvate a ti mismo! ¡Baja de la cruz si eres el Hijo de Dios! De igual manera, los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos se burlaban de él, diciendo: —Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. Que baje ahora mismo de la cruz ese rey de Israel y creeremos en él.

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, María la mujer de Cleofás, que era hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y, junto a ella, al discípulo a quien tanto quería, dijo a su madre: —Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dijo al discípulo: —Ahí tienes a tu madre. Y, desde aquel momento, el discípulo la acogió en su casa.

 

El Maligno ya había tentado a Jesús en el desierto para que realizase prodigios fascinantes con los que convencer a la gente de su poder divino. Jesús lo rechazó con frase tajante: “No tentarás al Señor tu Dios”, porque el poder divino es el poder del amor, no de la fuerza. En este momento supremo de su existencia terrena, lo tienta de nuevo por boca de la gente y de los jefes del pueblo: “Si eres hijo de Dios, baja de la cruz”. Ni Dios ni Jesús podían acceder a esta provocación, porque aquella muerte ignominiosa y tremenda era la prueba de otra cosa: de que amaban y siguen amando a la humanidad hasta el extremo.

Junto a la cruz estaba la Madre dolorida y dolorosa, el amigo y dos mujeres, las únicas personas que se mantuvieron fieles, el germen de la primera Iglesia; los otros habían huido. La liturgia la acompaña con los piadosos gemidos, que escuchamos en el “Stabat mater”: Estaba la madre afligida / llorando junto a la cruz / de la que el Hijo pendía...

En estos días de enfermedad y muertes, también la Madre está firme al pie de la cama de los hospitales, en los que mueren muchos hijos suyos queridos a causa del coronavirus. Dejémonos acompañar por ella, con corazón piadoso y apenado, mientras brota en nosotros la oración.

 

 

DUODÉCIMA ESTACIÓN

Jesús muere en la cruz (Lc 23, 44s.)

 

Era ya cerca de la hora sexta, y se hizo la oscuridad sobre todo el país hasta la hora nona, al eclipsarse el sol, y se desgarró por medio la cortina del templo. Jesús gritó con una gran voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Y diciendo esto, expiró.

 

Las tinieblas parecen condensarse en Jesús. El Hijo de Dios ha sufrido humanamente nuestro infierno, el infierno del silencio de Dios subrayado por las palabras del salmo: “ ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Por un instante, ha parecido que la unidad entre Padre e Hijo se desgarraba; hasta tal punto Jesús se ha identificado con nuestra misma pregunta desesperada. Pero Jesús no duda de la bondad del Padre. Sabe que, si hasta ahora ha permanecido en silencio, ha sido porque quería mostrarnos que su amor hacia nosotros es tan verdadero que mantenía sus manos atadas para que el Hijo apurase el cáliz del dolor hasta el final, como tantas veces nos toca a nosotros. Entonces, cuando todo estuvo consumado, se escuchó que el Hijo se acogía confiadamente en las manos de su Padre: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu.” Y el abismo, por un instante abierto, se inundó con el gran soplo de la resurrección.

 

 

DECIMO TERCERA ESTACIÓN

Jesús es bajado de la cruz (Jn 20, 38-42)

 

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió autorización a Pilatos para retirar el cuerpo de Jesús. Pilatos se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo. A aquel que anteriormente había ido a verle de noche con una mezcla de unas cien libras de mirra y áloe.

 

Y cuando todo está consumado, dos hombres piadosos bajan de la cruz el cuerpo sin vida del Maestro y lo depositan en el regazo de la Madre. Tal vez sea éste el paso más entrañable de todo este camino de la cruz, por esa imagen de piedad desconsolada de la Madre y ese gesto “inútil” de estos dos hombres, que dan la cara por el ajusticiado cuando ya todo se ha consumado. Estos dos son la viva imagen de la ambigua valentía que tantas veces mostramos, cuando ya poco queda por defender.

Y de prisa y corriendo, porque se echaba encima el intangible descanso del gran Sábado, un sepulcro nuevo, prestado por uno de aquellos amigos del último momento, acoge el cuerpo sin vida del crucificado. Un sepulcro que vela la Madre en soledad.

Pero esta muerte no será la última palabra, sino la primera pregunta: ¿qué hay detrás de tanto sufrimiento, sólo la nada sin sentido? Este virus inesperado y ladino se ha llevado por delante la vida de muchos seres queridos, casi sin que sus familiares y amigos hayan podido despedirlos como hubieran deseado. No nos resignamos a que todo termine así. Jesús reclinado en el regazo de su Madre, con ese gesto de piedad, nos hace levantar la mirada hacia el cielo de donde esperamos un futuro mejor.

 

 

DECIMO CUARTA ESTACIÓN

Jesús es sepultado (Jn 19, 40s.)

 

José de Arimatea y Nicodemo tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas, con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Pusieron allí a Jesús, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca.

 

Las mujeres y el Espíritu velan a Jesús que duerme en el sepulcro, aunque en velatorios muy diferentes. Las mujeres, esperando que apunte el alba del tercer día, cuando ya haya pasado del descanso del gran Sábado, para ir a embalsamar debidamente el cuerpo de Jesús, que fue enterrado de prisa y corriendo, porque la tarde de aquel primer Viernes Santo tocaba a su fin. El Espíritu, preparando la luminosa claridad del que en adelante será ya el primer día de la semana, y tratando de contener los gemidos de una tumba, que no es capaz de contener dentro de sí al Viviente, como reconoce el himno pascual: “Muerto le bajaban / a la tumba nueva. / Nunca tan adentro / tuvo al sol la tierra. / Daba el monte gritos, / piedra contra piedra. / ¿Qué ves en la noche, / dinos, centinela?”

El único que no debía morir se nos ha entregado por amorosa fidelidad, y h ahecho de la muerte una Pascua. En la tumba Jesús duerme y sobre ella se ha pretendido poner la piedra del olvido. Pero con sus manos imperiosas aferra al Hombre y a la Mujer ―a todos los hombres y mujeres― y los recrea en la luz.

En medio del dolor que el virus está sembrando en nuestra tierra, se abre paso la aurora de la Resurrección. Esta historia, que hemos revivido en el Vía Crucis es una historia singular e insólita: la de un muerto que vive y sigue irradiando su imagen sobre el tejido de la historia humana. La última estación no es ésta, sino la irrupción gloriosa del Resucitado que, contra todo pronóstico, ha vencido la muerte para siempre, como cantará la Iglesia en la mañana de Pascua: La muerte, en huida, /ya va malherida. / Los sepulcros se quedan desiertos. /Decid a los muertos: /” ¡Renace la Vida /, y la muerte ya va de vencida!”/ Quien le lloró muerto / lo encontró en el huerto, / hortelano de rosas y olivos. / Decid a los vivos: /” ¡Viole jardinero / quien le viera colgar del madero!” / Las puertas selladas /hoy son derribadas. / En el cielo se canta victoria. / Gritadle a la gloria / que hoy son asaltadas / por el hombre sus “muchas moradas”.

 

 

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