HOMILÍA VIRGEN DESAMPARADOS
I.- En
los relatos evangélicos de la Resurrección de Cristo, la Virgen María no tiene
aparentemente ningún protagonismo. Pero qué difícil pensar que quien tuvo un
papel fundamental en el momento de la Cruz como corredentora, no lo tenga
también en el momento de la Resurrección.
¡Cómo
debió vivir la Virgen María el aparente silencio de Dios Padre cuando su hijo
Jesús es crucificado en el Calvario! Resonarían en su mente y en su corazón las
palabras que le dijo el anciano Simeón: “Mira, este niño será signo de
contradicción, y a ti, una espada atravesará tu alma”.
María
fue testigo del evento de la Pasión. Ella estuvo de pie junto a la Cruz; no se
dobló ante el dolor, sino que su fe la fortaleció. Ella nos fue entregada como
Madre por su Hijo como parte del testamento de Cristo en la Cruz. Y en su
corazón desgarrado de Madre permaneció siempre encendida la llama de la
esperanza. Dios no podía dejar abandonado a su Hijo Jesús, aunque su muerte es
lo que parecía transmitir. De hecho, muchos de sus discípulos vivieron la
muerte del Maestro como un fracaso: ¿dónde estaban Pedro y los demás apóstoles?
¿Por qué abandonaron Jerusalén y se fueron camino de Emaús dos de sus
discípulos?
Pero
María, en cambio, se mantuvo firme en su esperanza, confiaba plenamente que
Dios rompería su silencio. Y aunque no aparece reflejado en los Evangelios, ¿por qué no imaginar que ella fue la primera
testigo de la resurrección de Jesús de entre los muertos? Ella experimento
el “grito” de Dios, el “sí” que suponía la Resurrección: ¡la Vida ha
vencido a la muerte! ¡La misericordia y el amor han vencido sobre el mal!
La
Buena Noticia de la Resurrección de Cristo comenzaba así su andadura, iniciando
un viaje a través de la historia de la humanidad, que abre un nuevo y
maravilloso horizonte.
Y María
es la primera en beneficiarse de esta nueva Vida, que está alimentada por la fe
y la esperanza. Si Cristo ha resucitado, podemos mirar con ojos y corazón
nuevos todo evento de nuestra vida, también los más negativos. Los momentos de
oscuridad, de fracaso y también de pecado pueden transformarse y anunciar un
camino nuevo. Cuando hemos tocado el fondo de nuestra miseria y de nuestra
debilidad, Cristo resucitado nos da la fuerza para volvernos a levantar,
convierte nuestras dificultades en oportunidades para crecer.
Y hoy el Evangelio
nos introduce en el Cenáculo, ya de noche, el mismo día de la Resurrección de
Jesús. Los discípulos de Emaús “contaron lo que les había pasado por el camino
y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24,35). Ya no hay lugar a
dudas: son muchos los testimonios que, a lo largo de aquel día, han confirmado
la Resurrección del Maestro. No había otro tema de conversación. Estaban
hablando de estas cosas, se ayudaban mutuamente a recordar las promesas de
Jesús, “cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros” (Lc
24,36). Les saludó con la paz, como tiempo atrás les había recomendado que
hicieran cuando entraran a una casa (cfr. Lc 10,5).
Aunque los
presentes en el Cenáculo –los Apóstoles y María-- estaban ya convencidos de la Resurrección
del Señor, reaccionaron con sorpresa y temor ante la aparición, “pensando que
veían un espíritu” (Lc 24,37). Les sucedió como aquella noche en el mar, cuando
se les había aparecido sobre las aguas, en medio de la tormenta (cfr. Mc 6,50).
En esta ocasión, Jesús les insiste en la realidad de su presencia física. Y les
enseña sus heridas como si fueran sus credenciales, su documento de identidad. “Les
dijo: ¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros
corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que
un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo”. Y dicho esto, les
mostró las manos y los pies” (Lc 24,38-40).
II.- La Liturgia
actualiza el misterio pascual y, por tanto, la misión apostólica. Como hace
veinte siglos, Jesús resucitado nos dice ahora a nosotros: “Vosotros sois
testigos de esto” (Lc 24,48). Esta llamada al apostolado forma parte de nuestra
identidad cristiana. La nueva evangelización debe implicar un nuevo
protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en una
llamada dirigida a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con
la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de
Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a
anunciarlo.
Con la
conciencia de una misión tan importante, queremos hacer lo mismo que aquellos
primeros cristianos: Acudimos a María, Madre nuestra y Madre de los
Desamparados para que nos ayude a convertirnos en anunciadores de la Pascua de Jesucristo.
María es la
mujer de la Pascua, la mujer del anuncio, la mujer de la misión. Aunque poco
sabemos de cómo fue la vida de la Virgen después de la Resurrección de
Jesucristo, me atrevería a decir que realmente Ella vivió con alegría, energía
y prontitud aquel encargo de ir por el mundo haciendo discípulos del Señor.
Para María la
Resurrección de Jesús tuvo que tener un valor especial. Ella tuvo que vivirlo
de forma muy distinta a los demás, porque de Ella nació Jesús, Ella lo crió,
Ella lo vio crecer, Ella aprendió a guardar las cosas en su corazón al verlo
predicando en el templo delante de los sacerdotes contando Jesús con apenas
nueve años, Ella lo vio madurar, de Ella se despidió cuando se fue al desierto
para prepararse al camino de su vida pública, Ella lo animó a hacer su primer
milagro en aquella boda de Caná, Ella escuchó decir que su madre y sus hermanos
son los que cumplen la voluntad de Dios y la ponen en práctica y…. Ella lo vio,
y lloró amarga y desconsoladamente, roto y clavado en la Cruz. ¿Hay algo que
duela más que un hijo? La Resurrección de Jesús supuso para María revivir
gozosamente la inolvidable frase del ángel Gabriel: “Para Dios no hay nada
imposible”.
Decía san
Agustín que vivir el tiempo de Pascua consiste sencillamente en imitar con
prontitud las virtudes de María. Imitar a María no es caer en la adoración
hacía ella únicamente. El imitar a María es unirnos más a Jesús porque él se
complace al ver que en nosotros hay algo de su Madre amadísima.
Jesús nunca nos
daría, como modelo a imitar, a alguien que nos apartara de él, así que si nos
dio a la Santísima Virgen fue porque ciertamente en ella encontramos a una
persona humana que se dio a la causa del amor, que resistió el dolor de ver
morir a su propio Hijo en la Cruz, que ante todo, respondió a la voluntad del
Padre porque no cualquiera se lanza a la misión que María tuvo, no cualquiera
resiste los dolores que ella experimentó, en fin, en ella tenemos a una amiga,
a una compañera y sobre todo a una madre en quien confiar.
III.- Esta mañana
estamos convocados por su Hijo, el Señor Resucitado, para honrar, contemplar y
rezar una vez más a su Madre y Madre nuestra. Y al Señor Jesús queremos darle
gracias porque nos ha dado a su Madre como nuestra Madre. Sintamos su presencia
en nuestra vida para que nunca nos sintamos desamparados en nuestros
desvalimientos y dificultades.
María es nuestra
Madre y forma parte de nuestra vida. La Madre de Dios es y la sentimos como
Madre nuestra: Es la madre que nunca nos abandona. ¿No es éste el significado
profundo de nuestra alegría y de la manifestación de devoción y cariño a la
Virgen hoy?
Nuestra
presencia en esta celebración eucarística no es algo postizo: Es expresión
sentida de nuestro amor a la Madre. La hemos recibido en vuestra vida con todas
las consecuencias. Juan “la recibió como algo propio”, es decir, como su propia
madre. No se trata sólo de acogerla por un día. Los discípulos de Jesús
recibimos un verdadero tesoro, justamente para que no nos sintamos nunca solos
y desamparados, y, sobre todo, para que vivamos como auténticos discípulos de
Cristo. Porque la Virgen María es la Madre de Dios: Ella nos da a Dios y quiere
llevarnos a su Hijo, el Hijo de Dios, para que creamos en Él, le sigamos y
seamos sus testigos allá donde nos encontremos.
Y, si abrimos
nuestro corazón a María, podríamos preguntarnos, ¿qué nos trae la Virgen para
cada uno de nosotros?
En primer lugar
de la Virgen, Madre de Dios y de los Desamparados podemos decir que es la
morada de Dios con los hombres. Sí, hermanos: la Virgen María fue la primera
morada del Dios en este mundo. En ella el mismo Dios se hizo Hombre entre
nosotros. Desde los primeros siglos a la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios
encarnado, está unida una veneración particular a su Madre: ella tuvo la dicha
de concebir en su seno virginal al Hijo de Dios, compartiendo con ella incluso
el latido de su corazón.
¡Qué maravilla
si somos capaces de unir nuestro corazón al latido del corazón de María! En su
latido de corazón de Madre sentiremos la presencia y cercanía de Dios; en su
latido acogeremos el amor de Dios hacia nosotros y le responderemos con el
nuestro, como María; en este latido viviremos el amor fraterno con todos con
cuantos nos encontremos en nuestro camino; y este amor fraterno será donación
de si, entrega desinteresada, misericordia, perdón, renuncia, ayuda al hermano;
buscaremos siempre el bien que elimina hambres, injusticias, discriminaciones,
que va siempre orientado hacia la verdad y el bien del otro. ¡Qué belleza
adquiere la vida humana, cuando nuestro corazón late con la fuerza que el
corazón de nuestra Madre pone en nuestras vidas!
En un segundo
lugar la Virgen, Madre de Dios y de los Desamparados nos enseña a vivir siempre
animados por la caridad a Dios y al prójimo: por una caridad franca y
verdadera, sin fingimiento ni farsas, siendo capaces de aborrecer lo malo y de
apegarnos a lo bueno, para vivir siempre con esperanza y en la alegría de sabernos
amados por Dios. Esta es la caridad que impulsó a María a aceptar ser Madre de
Dios y Madre nuestra. Este es el amor que la llevó a olvidarse de sí misma para
ponerse en manos de Dios, para acoger y cuidar la vida, para pasar los primeros
meses de su embarazo al servicio de su prima Isabel, para unirse al
ofrecimiento de la vida a su Hijo en la Cruz por la salvación de todos los
hombres.
¡Qué hondura
tiene la vida de nuestra Madre! El Espíritu Santo que hizo presente al Hijo de
Dios en la carne de María, ensanchó su corazón hasta la dimensión del corazón
de Dios y la impulsó por la senda de la caridad.
El mismo
Espíritu Santo que la cubrió con su sombra, hizo que se pusiera al servicio de
su prima Isabel, de los sirvientes en las bodas de Caná, de los discípulos del
Señor, de todos nosotros. El Espíritu Santo la impulsa a salir a la misión para
ir al encuentro del prójimo necesitado, quien le da la fuerza para afrontar las
dificultades y los peligros para su vida. Todo gesto de amor genuino de María,
contiene en sí un destello del misterio infinito del amor de Dios: la mirada de
atención al hermano, estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus
heridas, responsabilizarse de su futuro, todo, hasta los más mínimos detalles,
está animado por el Espíritu de Cristo.
Ojalá que
también nosotros sepamos como María tener esa mirada misericordiosa para saber
ver y atender las necesidades de nuestros hermanos. Hay muchas personas que
sufren en su cuerpo y en su espíritu; los enfermos, las personas que sufren
soledad, los matrimonios y las familias rotas y sus hijos, o los mayores
aparcados en residencias. Muchos otros sufren el paro, la precariedad económica
o la angustia por no llegar a fin de mes. También hay injusticias, guerras,
violencia y amenazas, la esclavitud del alcohol y las drogas.
Ante este
panorama no podemos cerrar los ojos. Tampoco podemos quedarnos con los brazos
cruzados. Hoy la Virgen nos anima a todos a tener su misma mirada. Por eso hoy,
me atrevo a deciros como nos lo dice el Señor: “No tengáis miedo”, no os dejéis
llevar por el desanimo, no perdáis nunca la esperanza. Salid a las periferias,
sed testigos del amor de Dios y dadlo a conocer a todos. Como María, los
cristianos sabemos muy bien, que sin Dios y su amor no somos nada. Sin Dios, el
hombre pierde el norte en su vida y en la historia. Sin Dios desaparece la
frescura y la felicidad de nuestra tierra. Si el hombre abdica de Dios abdica
también de su dignidad, porque el hombre sólo es digno de Dios. La mayor
violencia contra el hombre y su dignidad, su mayor tragedia, es la supresión de
Dios del horizonte de su vida. Pertenecemos a Dios puesto que Él nos ha creado
y nos llama a la Vida, y vida en plenitud: en Él está nuestro origen y en Él
esta nuestro fin. Las cosas mueren; sólo Dios permanece para siempre.
IV.- Tenemos mucha
información sobre el Jesús de la historia, pero no una fe personalizada en
Cristo como misterio actual y presente, no una fe integrada en la Eucaristía,
en una lectura vivencial del Evangelio, en una comunidad viva que desarrolla su
comunión en una esperanza sólida. Necesitamos encontrarnos vivencialmente con
Cristo en una experiencia intensamente afectiva, ilusionada, ilusionante.
Necesitamos saber escucharle personalmente a él diciéndonos “soy yo, no temas”,
porque afectivamente estamos lejos y fríos.
Cristo, desde la
Cruz nos dio a su Madre, pero no nos podemos quedar en el Viernes Santo, sino
hemos de pasar a la Pascua.
En todos los
momentos de nuestra vida, incluso en los momentos difíciles y preocupantes,
podemos contar con el consuelo y la protección de la Madre de Dios y Madre
nuestra. Tengamos la certeza de que la Virgen nos acompaña siempre. Sabemos
bien que ella nos mira y nos acoge con verdadero amor de Madre; cada uno de
nosotros, nuestras familias y nuestro pueblo estamos en su corazón; ella cuida
de nuestras personas y de nuestras vidas; ella camina con nosotros en nuestras
alegrías y esperanzas, en nuestros sufrimientos y dificultades.
Que María nos
obtenga el don de saber creer y amar como Ella supo creer y amar. A María, a la
“Mare de Déu dels Desamparats”, le pedimos que nos dé un corazón como el suyo.
Con María tenemos que decir que el primer capital que se ha de salvaguardar y
valorar es la persona humana, su vida, su naturaleza, su dignidad, su libertad
y su conciencia ante las ideologías del pensamiento único. No hay verdadero
desarrollo y progreso sin este respeto a la persona que pasa por garantizar que
pueda vivir según la dignidad que Dios le ha dado, desde su concepción hasta su
muerte natural. María nos enseña que solamente Dios es el garante de la
dignidad del ser humano, creado a su imagen; sólo Dios fundamenta su dignidad y
alimenta su anhelo de ser más.
Que la Madre de
Dios y de los Desamparados, nos guíe y proteja en todos los momentos y
situaciones de la vida. A Nuestra Señora la Virgen de los Desamparados
encomendamos especialmente a nuestros niños y jóvenes, a nuestros matrimonios y
familias, a nuestros mayores y enfermos, a todos los que sufren y toda la
comunidad parroquia de Santa María.
Pidámosle
a María que nos ayude también a nosotros a acoger en plenitud el anuncio
pascual de la Resurrección, para encarnarlo en lo concreto de nuestra vida
cotidiana, como ella lo hizo. Que la Virgen María nos dé la certeza de fe, para
que cada paso sufrido de nuestro camino, iluminado por la luz de la Pascua, sea
bendición y alegría para nosotros y para los demás, en especial para los que
más sufren del desamparo de la sociedad de nuestro tiempo.
(Parroquia Santa María del Mar, 14 de abril 2024)