CENTENARIO JUNTA MAYOR DE SEMANA SANTA
MARINERA
I
El Señor ha estado
grande con nosotros y estamos alegres. Ha hecho maravillas en sus humildes
siervos.
En la celebración de este Centenario donde recordamos a los
fueron presidentes, secretarios y priores de la Semana Santa Marinera, se unen el
pasado, el presente y el futuro:
agradecimiento y esperanza, petición de perdón y de gracia. Vivir este Centenario
nos anima a mirar al pasado con gratitud,
vivir el presente con entusiasmo y encaminarse al futuro con esperanza.
Este Centenario nos ofrece, ante todo, una ocasión para
redescubrir lo esencial de nuestra existencia como miembros cofrades de una Hermandad
o Cofradía: El amor de Dios por cada uno, que nos llama en su Hijo, con el don
del Espíritu Santo, a ser sus hijos.
Junta Mayor de la Semana Santa Marinera fue y es una obra de la
Iglesia que peregrina por nuestros
Poblados Marineros.
Por tanto, nuestra vida como cristianos que viven de manera
pública su fe debe ser una fidelidad agradecida, porque no somos fieles a una
idea sino a una persona: a Cristo Jesús, Señor nuestro, que –podemos decir cada
uno– «nos amó y se entregó por nosotros» (Gal, 2,20). Sabernos queridos
personalmente por Dios nos empuja, con su gracia, a un amor fiel y
perseverante. Un amor lleno de esperanza en lo que Dios hará en la Iglesia y en
el mundo, a través de la vida de cada uno de nosotros, aun en medio de nuestra
fragilidad.
La celebración del Centenario de la Junta Mayor de la Semana
Santa Marinera de Valencia tiene este eco que acabo de evocar: La gratitud a los
que nos antecedieron y sembraron esta semilla que se ha hecho árbol frondoso.
Durante estos cien años, hombres y mujeres de nuestros barrios del Cabañal, del
Cañamelar y del Grao han contribuido en la misión evangelizadora y samaritana a
través de las diversas hermandades y cofradías de nuestra Semana Santa. Todo
ello ha sido y es posible por la oración, la formación y el compromiso
voluntario de cada miembro de las diversas asociaciones de fieles que han
expresado a lo largo de los años, en nuestras calles y plazas, su adhesión a la
Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
Hemos de dar gracias por estos cien años, con una memoria
agradecida, que nos impulse a vivir el presente con entrega apasionada, sin
lamentos ni nostalgias, conscientes de que “a los que aman a Dios todo les
sirve para el bien”. La memoria agradecida y el presente apasionado nos invitan
a mirar al futuro con esperanza, renovando nuestra conciencia de elegidos y
predestinados a colaborar en la obra de Dios, camino de su Reino.
Junto a la gratitud, debe ser un tiempo de petición de perdón.
Perdón por las limitaciones personales y colectivas, por las omisiones y por el
daño que cada uno de nosotros haya podido causar.
La memoria del pasado implica un redescubrimiento de los orígenes
y de la esencia de la institución, de su originalidad y su valor. Y también una
profundización en la historia, en las personas y momentos concretos, con sus
luces y sus sombras: la historia –personal o institucional– forma parte de nuestra
identidad.
Hoy el amor al misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesucristo que tenemos los miembros de las diversas Hermandades, Cofradías y
Corporaciones de nuestra Junta de Semana Santa Marinera une el pasado, el presente y el futuro. Un amor que nos impulsa a
evangelizar y comprometernos con generosidad cara a las futuras generaciones. Nuestra
entrega debe ser una entrega confiada. Ella guiará nuestras mentes y nuestros corazones
y los abrirá a la acción del Espíritu Santo y al encuentro transformador con su
Hijo Jesús.
Las dimensiones misionera y samaritana de nuestra Hermandades,
Cofradías y Corporaciones deben traspasar el tiempo.
II
La religiosidad popular contiene esa capacidad transformadora
que nos permite, por el contacto con el misterio del Hijo de Dios hecho “carne”,
tocar no sólo la razón, sino cada uno de los sentidos y, de esta forma,
anunciar el Evangelio al ser humano en su verdad más real.
El Dios misericordioso, que comparece en el acto de veneración
de nuestras imágenes devocionales, se presenta como fundamento de la esperanza en un camino que emprendieron nuestros
antepasados, no fiados en nuestras capacidades y grandezas, sino “amando la
pequeñez y la pobreza”, sabedores de que sólo Él es nuestro bien, “nuestro
único tesoro”. Su mirada divina se detiene en nuestra pequeñez y el impacto de
su amor ciega nuestra mirada, porque desborda la capacidad de proporción --siempre
ajustada a los cálculos de este mundo-- que caracteriza el humano sentido de la
vista.
Este Centenario debe encontrar su inspiración, por tanto, en la
profunda mirada de contemplación sobre la realidad eclesial de las parroquias
que hace cien años desarrollaban su expresión de fe atravesadas por la
incidencia de la piedad popular, y que configuraron un testimonio vivo de la
misión y la espiritualidad cristianas de su época.
Desde esta perspectiva, podemos contemplar cómo la piedad
popular, con su capacidad de encarnar el Evangelio en la vida cotidiana
preserva, de hecho, un rico patrimonio de fe, pero además pone en juego un
modelo pastoral válido y profundamente necesario para los años transcurridos a
lo largo de estos cien años. Esta piedad, que brotó del corazón del pueblo de
Dios que caminaba, y camina, en estos Poblados Marítimos, y se nutrió de sus
anhelos y desafíos, ofreció una forma de evangelización que incidió sobre la
cultura de su tiempo, promoviendo una Iglesia con sentido misionero. Hoy los
cofrades de nuestro tiempo herederos de un pasado tienen que definirse como
discípulos misioneros, de profunda espiritualidad y una sólida formación.
Estos cien años han sido un espacio de encuentro, de diálogo, de
reflexión, de contemplación y compromiso, donde las Hermandades, Cofradías y
Corporaciones han tenido la oportunidad, no sin problemas, de considerar su
identidad y su misión y, al mismo tiempo, han podido renovar su vocación
eclesial de servicio a la sociedad.
La primera actitud que
permitió reflejar la imagen de Cristo en el seno de las Hermandades y Cofradías
fue la fraternidad, antídoto frente al aislamiento que muchas veces nos rodean,
que permite superar además toda forma de soledad. Las Hermandades, Cofradías y
Corporaciones han desempeñado un papel fundamental en la cohesión social, en el
apoyo mutuo y en la promoción de valores morales cristianos, que ha hecho ver
cómo la santificación es un camino comunitario.
La pertenencia a una Cofradía o a una Hermandad o a una
Corporación no ha sido algo aleatorio, sino un hecho que ha estado íntimamente
ligado a la pertenencia familiar, primer ámbito de anuncio de la fe para los
hijos. Por ello, las Cofradías, Hermandades y Corporaciones no han sido simples
sociedades de ayuda mutua o asociaciones filantrópicas, tampoco conglomerados
sin enganche sobrenatural ni grupos que buscan favorecer y proteger intereses
personales y corporativos. Han sido un conjunto de hermanos que, queriendo
vivir el Evangelio con la certeza de ser parte viva de la Iglesia, se propusieron
poner en práctica el mandamiento del amor que impulsó a abrir el corazón a los
demás, especialmente a los que estaban atravesando dificultades y carencias.
Este Centenario, es además un momento propicio para considerar
los desafíos que se presentan a nuestras asociaciones públicas de fieles de
la Iglesia, como son las Cofradías, Hermandades, y Corporaciones y a la
sociedad en general y plantearnos cómo
podríamos contribuir mejor a dar una respuesta válida como instituciones
eclesiales a la vivencia del Evangelio.
Finalmente, este Centenario debe ser un tiempo de esperanza, con
confianza en la gracia de Dios y en la actualidad para iluminar las realidades
más complejas, de ahora y en el futuro. Confiamos en el poder del Espíritu
Santo, no en nuestras fuerzas.
Estamos en pleno jubileo eclesial del 2025, el primero del
tercer milenio, que tiene como tema “peregrinos de la esperanza”. El artista
del cartel anunciador de nuestra Semana Santa Marinera ha sabido incidir en la
raíz y fundamento de este Jubileo al plasmar que Cristo Crucificado es el ancla de nuestra esperanza.
III
Las Hermandades, Cofradías y Corporaciones, como expresiones
vivas de la piedad popular, son fenómenos complejos que han de ser comprendidos
desde diversas perspectivas: antropológica, histórica, teológica y
eclesiológica. Estas instituciones eclesiales reflejan ciertamente las
necesidades humanas de pertenencia y trascendencia, pero tienen sobre todo una
profunda raigambre histórica, actuando como transmisoras de la fe en un tiempo
y lugar concreto. En el plano teológico, encarnan una espiritualidad orientada
a la devoción y al misterio cristiano, mientras que, desde el punto de vista de
la eclesiología, representan una forma de comunión y participación en la vida
de la Iglesia. Cada una de estas dimensiones aporta claves esenciales para
entender el papel multifacético de las hermandades en la sociedad y en la fe.
Las Hermandades, Cofradías y Corporaciones tienen una profunda
dimensión antropológica, ya que responden, en el seno de la Iglesia, a la
permanente necesidad humana de pertenencia, identidad y trascendencia. Estas
instituciones eclesiales reúnen a personas que ponen en juego valores,
tradiciones y una fe común, fortaleciendo así el sentido de comunidad. Además,
expresan el anhelo humano de encuentro con Dios a través de la Sagrada Liturgia,
las procesiones y los actos devocionales que permiten acoger el don de la
gracia divina.
Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñar a
la Iglesia, y para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos
prestar mucha atención, particularmente a la hora de pensar la nueva
evangelización, porque la teología debe aprender, profundizar, sistematizar las
expresiones de la piedad católica popular que representan el sentido de la fe
cristiana.
Al reflexionar sobre la misión evangelizadora, alma de las Hermandades,
Cofradías y Corporaciones en el contexto de una sociedad en constante
transformación, muy diferente de hace cien años, es fundamental reconocer la
riqueza que la tradición y la piedad popular aportan como claves de comprensión
de la cultura y sus expresiones. Aunque no cabe aferrarse a sueños nostálgicos
de restauración, tampoco se pueden ignorar los valores que la tradición
representa. La historia, como maestra, ofrece lecciones perdurables, incluso
frente al vertiginoso avance del tiempo.
El desafío de la evangelización cara al futuro implica no solo
humanizar la tecnología, sino también redescubrir la maravilla ante la belleza
como vía privilegiada para el encuentro con Dios. Las Cofradías, Hermandades y
Corporaciones herederas de una rica tradición de fe, actúan como garante de
estos signos indelebles, invitando a nuevas generaciones a valorar y continuar
este legado en el marco de un cambio cultural que redefine nuestro modo de
pensar y actuar.
Karl Rahner, uno de los grandes teólogos del siglo XX, hizo esta
afirmación emblemática: “el cristiano del futuro o será un místico o no será
cristiano”. E insistía: “sin la experiencia religiosa interior de Dios, ningún
hombre puede permanecer siendo cristiano a la larga bajo la presión del actual
ambiente secularizado”.
Celebrar este Centenario de historia es una invitación a
recuperar la dimensión contemplativa, de nuestras Hermandades, Cofradías y
Corporaciones, especialmente en una sociedad acelerada que a menudo deja poco
lugar para el silencio y la meditación. En los actos piadosos (besamanos,
besapiés, viacrucis…), pero sobre todo en las procesión de nuestras imágenes
durante la Semana Santa, la contemplación de las imágenes sagradas, auténticas
obras de arte que expresan la fe del Pueblo de Dios, deben presentarse como una
puerta de entrada a la experiencia de lo divino.
Las tallas de Cristo y de la Virgen María, con su extraordinaria
belleza y su valor patrimonial e histórico, deben ser el centro de un ejercicio de oración. Nuestras
procesiones, que son actos de culto externo, están llamadas a recordar a todos
que estas imágenes son medios para contemplar el misterio de la salvación que llega de Cristo y de la intercesión de
María, la Virgen al pie de la Cruz. Estas procesiones deben ser una inmensa luz
que alumbre el existir, mirando más allá de lo visible y descubriendo en cada
expresión la grandeza del mensaje evangélico.
A raíz de la controversia iconoclasta desencadenada por el
emperador León III –que negaba todo valor a las imágenes y que derivó en la
oleada de destrucción de los principales iconos de la Iglesia oriental–, el año
787 fue convocado el II concilio de Nicea. Durante su desarrollo, los padres
conciliares procuraron fundar teológicamente el culto a las imágenes a través
del principio de la “veneración”, que permite una “traslatio ad prototypum”, es decir, las imágenes tienen la
capacidad de reenviar a su modelo a quienes las contemplan. De un modo análogo
a la Encarnación del Verbo, las imágenes se erigen en una cierta mediación
visible que, no obstante, remite a una verdad oculta y misteriosa.
Debemos cuidar que nunca se pierda de vista la “carne” de
Jesucristo, esa carne hecha de pasiones y emociones, sentimientos y relatos
concretos, manos que tocan y sanan, miradas que liberan y animan; de
hospitalidad y perdón, indignación, valor, y arrojo. En una palabra: Amor.
Cuenta Chesterton, en su biografía “San Francisco”, que cuando san
Francisco de Asís montó con su característica sencillez la representación “Navidad
en Belén”, en el que reyes y ángeles vestían ropajes vistosos y acartonados, al
estilo medieval y pelucas doradas, se produjo un milagro lleno de encanto
franciscano: El Niño Dios era un muñeco de madera, y cuentan que cuando san
Francisco lo abrazó, aquella imagen cobró vida en sus brazos.
Ante las imágenes de nuestra Semana Santa Marinera, también
nosotros nos sentimos mirados, pues no son meras pantallas, sino que, en ellas,
es Dios mismo quien cruza su viva mirada con la nuestra, hasta el punto de que
somos vistos por el Señor, alcanzados por el milagro de su Vida, y de su Carne.
Que así sea.
Poblados Marítimos, 1 de febrero de
2025
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