martes, 18 de diciembre de 2018

NUESTRAS FIESTAS PATRONALES, ATRIO DE LOS GENTILES


NUESTRAS FIESTAS PATRONALES,
ATRIO DE LOS GENTILES



Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular


Juan Pablo II habló de los “areópagos” para la “nueva evangelización”. Benedicto XVI oficializó la expresión “el atrio de los gentiles” para urgir una “nueva evangelización”. Ambos nos urgen a considerar los nuevos contextos donde la “nueva evangelización” tiene que insertarse.
El concepto “atrio de los gentiles” viene de lejos. Corría el año 20-19 a. C., cuando el rey Herodes dio inicio a la gran obra de renovación del segundo templo de Jerusalén construido después del exilio. La particularidad de este templo era que, además de las áreas reservadas a los miembros del pueblo de Israel (hombres, mujeres, sacerdotes) se dispuso un espacio en el que todos podían entrar, judíos o no judíos, circuncisos o no, miembros del pueblo elegido o no, personas educadas en la Ley o no: Gentiles o paganos. En ese espacio, también, se reunían rabinos y maestros de la Ley dispuestos a escuchar las preguntas de la gente sobre Dios y a responder en un intercambio respetuoso y misericordioso.
Con el objetivo de crear momentos de diálogo como los que tenían lugar en el famoso atrio del templo de Jerusalén, como dice Benedicto XVI, “con aquellos para quienes la religión era algo extraño, para quienes Dios es “desconocido” y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a Él al menos como “desconocido”, creo que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de 'atrio de los gentiles' donde los hombres puedan entrar en contacto de alguna manera con Dios sin conocerlo y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio está la vida interna de la Iglesia".
“Al diálogo con las religiones debe añadirse hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como desconocido”, aclaraba Benedicto XVI.
No dudamos que la “religiosidad popular” a pesar de ser un “lugar teológico” necesita encontrarse con el Dios manifestado en Jesucristo. Especialmente nuestras fiestas –tanto pasionales como de gloria—deben ser instrumentos para ser evangelizados. Deben ser ámbito que se desarrollen en el “atrio de los gentiles”. En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, Pablo VI recomendaba orientar la “religiosidad popular” mediante una pedagogía de evangelización (n. 48).
En el Directorio sobre piedad popular y liturgia, publicado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, (2001) por “religiosidad popular” se entiende las diversas manifestaciones culturales, de carácter privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente, no con los modos de la sagrada liturgia, sino con las formas peculiares derivadas del genio de un pueblo o de una etnia y de su cultura (n. 9).
Siguiendo a Juan Pablo II, la “religiosidad popular” se la reconoce como un verdadero tesoro del pueblo de Dios. Ésta nace como una experiencia del corazón de la persona. En la cultura de todo pueblo y en sus manifestaciones colectivas, está siempre presente una dimensión religiosa. Se afirma, además, que no tiene relación, necesariamente, con la revelación cristiana, aunque en las regiones en que la sociedad está impregnada de algunos valores cristianos, da lugar a una especie de “catolicismo popular” en el cual coexisten, más o menos armónicamente, elementos provenientes del sentido religioso de la vida, de la cultura propia de un pueblo, de la revelación cristiana.
Esta propuesta evoca la estructura del catecismo de la Iglesia Católica, en la que se reflejan las dimensiones de la fe, de la vida cristiana y de la espiritualidad concebidas como una totalidad, más allá de cualquier posible reduccionismo.
La profesión de fe tiene, indudablemente, una dimensión dogmática, doctrinal; ofrece el fundamento firme de la verdad. El cristianismo es, por cierto, una doctrina, aunque no se puede reducir exclusivamente a ella, a una teoría, a un conjunto armonioso y coherente de ideas verdaderas. Pero es necesario, superando un cierto desprecio de lo nocional en el conocimiento de fe, reforzar la formación de nuestros fieles en los contenidos de la fe, para que puedan distinguir lo que pertenece a la religión católica y lo que no pertenece a ella, para que adquieran una serena seguridad en la fe que profesan y sepan dar razón de la esperanza que la acompaña.
Muchas veces los miembros de la Iglesia no experimentan que efectivamente lo son. No se trata de encarecer el simple “sentirse” miembros de ella con una percepción superficial; parece, no obstante, que en muchos casos esa pertenencia a la Iglesia es vivida de un modo muy débil y genérico. En realidad, podríamos establecer círculos concéntricos que señalen distintos grados de pertenecer, de experimentar y expresar esa pertenencia; grados que van desde la conciencia clara y el compromiso más cercano, hasta la marginalidad o la casi marginalidad. Sin embargo, corresponde a la esencia de la Iglesia que ella se represente y sea percibida como casa de todos, como morada y familia que acoge cordialmente a todos sus hijos, como madre que puede ocuparse solícitamente de ellos. A este propósito hemos de reconocer como fundamental el testimonio de la unidad en el amor, la fraternidad del ágape; en definitiva ese valor testimonial será el que permita a todos los miembros de la Iglesia, más cercanos o más lejanos, experimentar la maternidad de la Iglesia-Madre. El propósito de hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión (Novo millennio ineunte, 43) se concreta en tareas precisas para fortalecer la vida comunitaria de las parroquias, que son la última localización de la Iglesia, para que puedan incorporar a esa misma vida a los que llegan ocasionalmente y a los bautizados que habitan en la respectiva jurisdicción, de manera que no se sientan necesitados de buscar otras pertenencias socio-religiosas, como por ejemplo la adhesión a las sectas y a sus caricaturas de la auténtica comunidad cristiana.
El contexto más amplio de la “nueva evangelización” es el diálogo Iglesia-mundo, la evangelización es una actitud misionera, es el fruto de una Iglesia abierta al mundo. Implica, pues, un ejercicio de diálogo sincero con el mundo, un diálogo hecho de escucha y de anuncio del mensaje cristiano. El evangelizador debe estar atento a la problemática de la gente, a la vez que adopta una actitud de comprensión y compasión.
Los organizadores de nuestras fiestas los tenemos muy cerca. No busquemos a los lejanos, ellos son los más cercanos de los lejanos. Son miembros naturales de nuestra “evangelización”. El Vaticano II pidió a toda la Iglesia pasar “del anatema al diálogo y al anuncio de la buena nueva”. Este diálogo evangeliza a la misma Iglesia: La hace más sensible y responsable en distintas áreas que también forman parte del Reino de Dios y su Justicia (la justicia, la solidaridad, los derechos humanos, la democracia participativa…).
Otro contexto de la evangelización ha de ser el ancho campo de la religiosidad popular. Esta está llena de valores y fidelidades subjetivas, y a la vez suele adolecer de numerosas falsificaciones del mensaje cristiano y de la práctica cristiana. Esas falsificaciones no son fruto de la mala voluntad de los fieles, sino de la ignorancia religiosa, que a su vez es el resultado de la ausencia o deficiencia de la evangelización y la catequesis. En este campo, como en tantos otros, el pueblo es más víctima que culpable. Por eso, merece respeto, comprensión y compasión. Y reclama nueva evangelización.
Al estar escasamente evangelizada, es lógico que la “religiosidad popular” acabe reduciendo la vida cristiana a creencias y ritos. No llega a cultivar la experiencia de gracia que está en el corazón de la vida cristiana y la buena noticia que es el Evangelio.
Un ámbito de la “nueva evangelización” es el ancho mundo de la secularización y la increencia. Desde el punto de vista religioso, esta es una situación cada vez más dramática en el llamado primer mundo (el mundo occidental, Europa, USA, Canadá…). Componen estos países una sociedad que se construye al margen de Dios. Lo que fue un ideal legítimo de secularización (respeto a la autonomía de las realidades terrenas) poco a poco ha derivado a un secularismo asfixiante, cerrado a toda trascendencia. El fracaso de los socialismos históricos, por una parte, y por otra, el desencante producido por la sociedad capitalista del bienestar… van cuestionando ya este intento de construir un mundo sin Dios. La cultura materialista de uno y otro cuño van dejando al ser humano sin respiro y sin alma. A esta situación la llama Benedicto XVI “el desierto inhóspito de la fe”.
En esta sociedad secular y laica se mantienen a veces hábitos e instituciones de origen cultural cristiano. Pero no están ya inspirados por la fe y la experiencia cristiana. El resultado de este proceso de secularización ha sido para muchas personas el ateísmo, el agnosticismo, la increencia o la indiferencia religiosa aunque las formas sean totalmente cristianas.
De tal forma que en esta sociedad el no creyente ya no es un “disidente”, sino el prototipo de la persona “normal”, ilustrada, emancipada. Y el creyente comienza a verse como todo lo contrario. Es cierto que la posmodernidad ha reaccionado contra este desierto de experiencias religiosas. Propicia la nostalgia de la mística y el retorno de lo sagrado. Pero no necesariamente se trata de una experiencia mística de inspiración cristiana.
El diálogo con estas situaciones religiosas se hace cada vez más urgente por cuanto la globalización y las migraciones van mezclando cada vez más personas y pueblos de distintos credos religiosos. El creyente de otra religión puede estar ya viviendo en nuestro propio portal, si no en nuestra propia casa.
En la perspectiva de la “nueva evangelización”, la religiosidad popular es una riqueza de la tradición católica que puede seguir representando un medio adecuado para la transmisión del cristianismo; para que este propósito se cumpla es preciso reconocer como condición la revitalización de la fe en su identidad y fervor y su arraigo en la cultura de los pueblos. Ahí los agentes de pastoral tienen un gran campo para trabajar la “nueva evangelización”. Están cerca y con predisposición de escucha y acogida.
La afirmación de la fe, fundamento de la inteligencia cristiana y de su cosmovisión, es el fundamento objetivo de la experiencia cristiana, de una triple experiencia: Experiencia de la gracia, que plasma la personalidad cristiana y acrecienta la santidad de la Iglesia en la vida litúrgica y sacramental; en ella se manifiesta la dimensión sobrenatural del cristianismo; experiencia de la praxis cristiana, a saber, el ejercicio de la libertad como obediencia de amor a la voluntad de Dios y respuesta a su amor primero según el doble precepto de la caridad. En la praxis cristiana son rescatados y cobran solidez y relieve los valores propios de la naturaleza humana. Se experimenta la intimidad con Dios, la relación personal con el Dios Trino, sin panteísmos pseudomísticos ni quietismos alienantes, verdadera coronación de la aspiración religiosa del hombre.
La “religiosidad popular”, como “atrio de los gentiles” ha de ser ayudada y orientada por una pedagogía de evangelización. Tal pedagogía implica, por una parte, superar los límites que la deforman y profundizar en sus muchos valores. Así, el cristiano será educado en la fe en orden a celebrar y vivir los sacramentos como verdaderos actos de fe, no recibiéndolos pasiva o apáticamente.
Son los agentes de pastoral quienes deben marcar las normas de conducta relativas a la misma “religiosidad popular”. Entre estas normas, subrayaríamos las siguientes: Sensibilidad, saber captar sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuestos a ayudarla y superar sus riesgos de desviación. Cuando se la evangeliza y orienta así, “la religiosidad popular” puede convertirse en un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo.


viernes, 23 de marzo de 2018

Las hermandades, evangelio encarnado




Las hermandades, evangelio encarnado


Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular



Corrían los años sesenta y setenta, y frases como “hay que conseguir una fe adulta” eran moneda corriente en los círculos cristianos que ellos se autodenominaban “comprometidos”. Cierta interpretación del concilio Vaticano II era la oportunidad de eliminar todos esos aderezos infantiles que al pasar de los siglos se había ido adhiriendo al mensaje del Evangelio.
Habían llegado los tiempos de la purificación, de la esencia, de lo fundamental. Por todas partes, se desmontaron altares de otra época, se arramblaron las vetustas imágenes, se abandonaron los signos externos y, donde fue posible, se clausuraron esas asociaciones rancias, más propias del concilio Trento que del Vaticano II que eran las cofradías y hermandades.
Esas agrupaciones provenientes de la Edad Media, moldeadas en las forjas del Barroco, ya no tenían sitio en el siglo XX, camino del tercer milenio. Y los buenos cofrades debían ser redirigidos a otras actividades más profundas.
¿Cuál fue el resultado de tan apostólico celo? El desierto total. Es un hecho constatado que allí donde la religiosidad popular ha desaparecido, no ha surgido un cristianismo más puro, una fe más diáfana, sino que se ha producido un abandono masivo de la Iglesia. Y es normal que así sea, porque esa fe pura, limpia de los aderezos de los siglos, no existe, ni puede existir. Es la herejía “cátara”. El problema fue que hubo quien, de buena fe, justo es reconocerlo, confundió la necesaria poda de las ramas para que crezcan más fuertes, con la tala del árbol. Y cuando se corta el tronco, es muy difícil que rebrote.
El mismo Hijo de Dios se encarnó en un tiempo determinado, dentro de un pueblo concreto, con una lengua particular. Jesús tenía unos rasgos y unas facciones, es decir, no era un rostro abstracto, y era ese rostro de israelita del siglo I el que transparentaba el rostro mismo del Padre. Esta dinámica impregna toda la transmisión de la fe: si la fe no se encarna en una cultura y en el pueblo que la crea, no puede ser transmitida. Dios se manifiesta –quiere manifestarse– a través de signos visibles, en medio de una cultura, en medio de un pueblo.
Aquellos que reciben el anuncio del Evangelio, lo hacen suyo y crean formas propias para expresarlo. El pueblo tiene una intuición para comprender la palabra que Dios le dirige, e interpretarla. El papa Francisco es bien consciente de esto, y lo plasma en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, donde expone la importancia evangelizadora de la religiosidad popular: “Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes" (num 122)
Y este es el punto central: las cofradías y hermandades son manifestaciones de la religiosidad popular. Es decir, son manifestaciones de la fe encarnada en el pueblo. Sin esa encarnación – que en nuestras tierras se plasma en las hermandades y en nuestro particular modo de vivir la Semana Santa –, no puede haber fe. Una fe desencarnada, no es fe. Y, al mismo tiempo, pertenecen al pueblo, no a una élite culta, teológica o académica. Para seguir fieles a sí mismas, las cofradías deben mantener sus raíces populares, deben seguir latiendo con el corazón del pueblo que las crea y vive su devoción a través de ellas.
Las hermandades deben ser comprendidas desde dentro, desde su propia dinámica, incluso, como dice el Papa, llegan a ser lugares teológicos, es decir, fuentes para el conocimiento de Dios. No pueden sucumbir ante una teología o una praxis pastoral de laboratorio en busca de una falsa pureza que le niega su función evangelizadora; ni ante ámbitos intelectuales que pretenden conservarla en un museo arrebatándole su vida misma.
Las cofradías y hermandades son de forma primordial fe encarnada de un pueblo. Y esto no en abstracto. Es la fe de María, Javier, Antonio, Bea, Pedro, Asunción,... hecha imagen y camino. Y esta es una fe viva que no se encuentra en manuales de teología, o en catálogos de arte sacro, o en informes etnográficos, que también son necesarios. Este conocimiento popular de Dios se encuentra en nuestras calles al llegar, como todos los años, el Domingo de Ramos.

viernes, 23 de febrero de 2018

¿Por qué soy cofrade?



¿Por qué soy cofrade?

Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular


Quedan ya un par de semanas para la Semana Santa y nuevamente se abrirá el ciclo de nervios, prisas y atropellos por tener todo a punto para ese gran día de las cofradías.
Unas cofradías que, aunque en los momentos que nos toca vivir desgraciadamente el fenómeno católico está siendo demonizado, siguen gozando de números relativamente estables de hermanos en nómina.
Hay aproximadamente unos nueve mil cofrades en Valencia capital y más de cincuenta mil en la diócesis. A raíz de esto, seguro que algún buen lector se habrá preguntado en más de una ocasión: "¿Por qué soy cofrade?". Y sin duda, cada uno de los que lo son hoy darían una respuesta diferente. También puedo asegurar que habría muchos que no sabrían explicar por qué lo son. Este simple hecho debe ser motivo de reflexión y ayudar a advertir, allá donde haga falta, que para muchos de esos "menos practicantes" la cofradía es el único hilo que les une a la familia de la Iglesia.
Hoy llegan a las cofradías cristianos –asumo por lo menos que están bautizados– procedentes de las más variadas condiciones sociales, espiritualidades y movimientos, atraídos por motivos variopintos; y ciertamente se observa cómo por ingresar en la cofradía y aumentar el número de hermanos lo hacen más atraídos por el singular atractivo de los pasos engalanados y grandiosos, por las bandas de música, por la moda de las procesiones, o por la amistad con otros cofrades, o por la tradición, o por la familia.
Todo ello hace que, sin la conveniente prevención y formación, el nivel espiritual de las cofradías prácticamente haya disminuido a cotas preocupantes. Pero para que la fe cristiana tenga presencia externa de la cofradía en la calle, el cofrade afronta un peligro que no sabe valorar: Convertir las procesiones en algo meramente cultural, social, tradicional o familiar. Salir de procesión por afición, más que por devoción y fe profunda.
En las cofradías no todo vale, y que el colectivo cofrade aúna diferentes sensibilidades, motivaciones o intereses. Por ello, precisamente, en estas asociaciones públicas de fieles hay que saber equilibrar los aspectos interiores de la hermandad con los que se muestran hacia el exterior, pues se dan casos, y no pocos, en los que todo es aparente y muy superficial y, cuando se profundiza en las raíces, se comprueba que la piscina no tiene agua.
Paradójicamente, se nota que algunos cofrades que más destacan en la cofradía son los que precisamente tienen una mayor práctica cristiana formal, y son los que menos presencia tienen y a los que se arrincona ante el empuje de la mediocridad que lastra la sociedad. Unos y otros –los cofrades– conviven y deberían convivir en la cofradía complementándose para hacer más grande la vivencia espiritual de la asociación ocupando su lugar en la Iglesia. Aunque fuese el bajo escalón del edificio eclesial, porque el cofrade es Iglesia.
Y es que parece que el ego de las cofradías –o de sus dirigentes– hoy en día es tener un gran escaparate de imágenes, tronos e insignias, pero el corazón de la organización está vacío de verdadero amor al prójimo a causa de disputas, divisiones, recelos y rencores. Cuando eso se produce, en no pocas cofradías y hermandades u organizaciones se rompen lazos de amistad que tardaron muchos años en forjarse y que, por esas divisiones, llegan incluso a ignorarse y comportarse como completos desconocidos por años sin término. O puede incluso ocurrir que relaciones familiares queden quebradas por dichas rencillas, pudiendo más ese ego que comentaba que la razón crítica y lazos familiares. Como tampoco sería la primera vez en la que se observa que la vida personal de sus miembros –los cofrades– se confunde con la vida cofrade. En cualquiera de los casos, es fácil comprobar cómo ante esas intransigencias parvularias se produce un borrón y cuenta nueva apareciendo fundaciones de nuevas cofradías al albur de esas disputas.
En el lado contrario, como si de un ring de boxeo se tratara, da la impresión de que aquellos que se consideran vencedores de dichas disputas quisieran aprovecharse de un uso abusivo del derecho que se supone que les confiere estar en una junta de gobierno para hacer de su capa un sayo e intentar alterar las normas internas que rigen la cofradía para no se sabe bien qué fines.
Por ello, hay que observar el gran peligro que corre el cofrade de hoy al tratar de convertir esa ostentación, que es solo un medio, en el objetivo de las cofradías. No se ha de caer en la tontería de esforzarse para dar envidia a los demás. De esta forma se puede llegar a pasar de un extremo a otro y cruzar una frontera peligrosa, dejando realmente de velar y mostrar la fe para caer en el despropósito de hacer las cosas para destacar más ante los hombres.
Y es que cuando la hermosa religiosidad popular pierde la fe y el respeto, de lo que las cofradías deben sentirse parte integrante y defensora como parte de la Iglesia, entonces se convierten en un carnaval de poquísimo gusto que, por desgracia, cada vez es más frecuente.
Ayuda a superar lo que acabamos de decir lo que indica el papa Francisco: Que a partir del Concilio Vaticano II se ha venido experimentado, de manera cada vez más intensa, la necesidad y la belleza de "caminar juntos" y que es la sinodalidad. Es el camino que la Iglesia está llamada a proseguir hoy; el camino que Dios espera de la Iglesia. Caminar juntos, aun cuando ello nunca resulte fácil. Pero es esto lo que el Señor y el mundo en el que vivimos nos llama a amar y a servir, también en sus contradicciones, lo que se nos está exigiendo a nosotros y a toda la Iglesia: el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Y es que ser cofrade no es un pasatiempo para que se entretenga el hombre


miércoles, 21 de febrero de 2018

LA ICONOGRAFÍA EN LA RELIGIOSIDAD POPULAR




LA ICONOGRAFÍA EN LA RELIGIOSIDAD POPULAR

Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Presidente de la Comisión Diocesana de Religiosidad Popular



La valoración positiva de la “religiosidad popular” es una característica de nuestro tiempo. También la Iglesia cada vez más es más consciente de la importancia que tiene la llamada “religiosidad popular”.
“Después de un tiempo en que vino a ser considerada como algo primitivo o como una manifestación menos pura de la fe, --escriben los obispos de la Provincia Eclesiástica de Valencia[1] -- son muchos los que en nuestros días ponen de relieve su riqueza y su importancia para la transmisión de la misma”
En una cultura marcada por el racionalismo de la Ilustración y por la idea del progreso del siglo XIX no había lugar para un tipo de religiosidad que pasaba por ser una vieja forma de superstición y magia, nacida de una visión mítica y pobre de la realidad. Incluso dentro de la Iglesia, los procesos relacionados con la renovación bíblica y con el movimiento litúrgico y ecuménico fomentaron una actitud crítica frente a las diversas formas de piedad tradicionales.
Una buena parte de los teólogos y no pocos responsables de la pastoral apenas se han fijado en el valor de la “piedad del pueblo”.
Pero la tendencia iba a cambiar de signo. A partir de 1973 aparecieron numerosos trabajos sobre el tema. Los distintos puntos de vista llevan de hecho a acentuar en cada caso unos determinados aspectos y a presentar definiciones en las que a menudo se destaca un solo elemento. En algunos autores encontramos una aproximación de tono histórico-antropológico que conduce a definir la “religión del pueblo” como vivida en contraste con una religiosidad oficial. Aquí encontramos los valores de un catolicismo no ilustrado, pero que comporta vivencias hondas y significativas[2]
Otros desde una perspectiva psicológica acentúan el elemento costumbre como el más característico del catolicismo popular o de masas. Y no faltan tampoco los que han identificado sin más la religiosidad popular con el folklore o lo han definido como una manifestación de la falsa conciencia impuesta por la clase dominante al proletariado. Se plantea el problema de la relación entre religión y fe cristiana.
Esta problemática está dominada todavía, incluso dentro del catolicismo, por las ideas del teólogo calvinista K. Barth (1886-1968). Según este teólogo, la revelación, si se toma totalmente en serio, sólo puede significar una cosa: La acción soberana de la gracia de Dios, en la que Dios mismo se comunica y se da conocer. La fe es la plena aceptación de ese hecho. En esta perspectiva, la religión, según Barth no es más que increencia: No es la auténtica respuesta a la manifestación de Dios en Cristo. Todas las religiones se presentan como intentos de auto justificación y auto redención por parte del hombre. Pero la revelación desenmascara esos intentos. Descubre su no necesidad, es decir, la impotencia innata del hombre para realizar la verdad. Entendido como religión, también el cristianismo es increencia. Sólo por un acto de fe es posible aceptarlo como la verdadera religión. Pero en su forma concreta no merece esta calificación. Indudablemente la visión de Barth muestra un gran respeto por la soberanía de Dios. Sin embargo, cabe poner en duda la exégesis de los primeros capítulos de la carta a los Romanos en que se funda esta concepción. Además, el rígido planteamiento de este autor no permite explicar el significado positivo de la grandeza de las religiones.
De todos modos, él mismo matizó posteriormente sus puntos de vista, si bien hay que decir que siempre subsiste la misma orientación fundamental. Hay que notar que en él la palabra “religión” tiene una resonancia negativa y que todas las formas de religiosidad, incluida la popular, participan de esa negatividad. De esta forma, la concepción barthiana se opone a una determinada concepción, preponderante en la teología católica, según la cual la religión y la fe no están en tensión dialéctica ni se neutralizan mutuamente, sino que más bien se prolongan entre sí.
Lo que equivale a decir que la relación entre religión y fe no puede definirse como discontinuidad, esto es, que la religión constituye un momento positivo de una etapa imprescindible en la formación del sentido cristiano de lo sagrado. Por tanto, la religión es un momento relativamente independiente dentro de la fe cristiana, y la religiosidad popular puede considerarse como una contextualización legítima (lo cual no quiere decir perfecta) de la experiencia de Dios. Manifestaciones a favor de que la religión es momento positivo con respecto a la fe cristiana las encontramos, por ejemplo, en el discurso de Pablo en el Areópago (Hech 17,22-31). El Apóstol toma como punto de partida las estatuas de las divinidades griegas e intenta aducir razones para hacer reconocer al “dios desconocido” como el Dios de Jesucristo: “Lo que vosotros adoráis sin conocerlo es lo que yo os anuncio”. Pablo no podría hablar así si hubiera existido una ruptura total entre la religión y la filosofía griegas, por una parte, y la fe cristiana, por otra.
Semejante ruptura no se vio tampoco en los primeros siglos del cristianismo. Así, Justino, padre apologeta del siglo II, afirmaba que el cristianismo es ciertamente la única religión verdadera, pero que en cada hombre actúan las semillas del “logos”.
Dando un salto en el tiempo, en el siglo XV se pueden recordar también las ideas de Nicolás de Cusa (1411- 1464) sobre lo que hay de común en todas las religiones; en el siglo XVII las opiniones de Roberto Nobili (1577-1656) y Mateo Ricci (1552-1610) sobre los ritos y usos indios y chinos, y las ideas de la Ilustración sobre la religión natural. Pensemos también en la distinción que hace el concilio Vaticano I entre el conocimiento de Dios basado en la creación y el basado en la revelación cristiana. Y lo que aquí se dice del conocimiento se puede extender lógicamente a la relación entre Dios y el hombre en general.
Podemos decir que la fe es una opción fundamental y un proyecto total del hombre, en los que se encuentra a sí mismo, su vida, a los otros y la realidad en su totalidad, al encontrar a Dios. La fe no es un acto de la sola razón, ni de la voluntad sola, sino que compromete al hombre entero y a todos los ámbitos de su realidad. Por esta razón, no tiene importancia sólo para su ámbito privado y personal, sino que tiene también una dimensión cultural, política y social, es decir, pública.
Desde el punto de vista histórico, la revelación como acontecimiento originario se inicia en Israel, sigue con Jesús, “mediador y plenitud de la revelación” y “en quien se consuma toda la revelación de Dios”, y perdura en la historia de la Iglesia. El acontecimiento originario de la revelación nos es actualizado y trasmitido por la “Iglesia en su doctrina, vida y culto”, en los que “perpetúa y trasmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree”. Ello equivale a decir que en el cristianismo la realidad de lo leído en la Escritura la ofrece la Liturgia, que se convierte en lex interpretandi Verbi Dei. La Liturgia es lex credendi porque previamente es el lugar donde la Palabra de Dios nos es dada como vida. El acontecimiento revelador, narrado en la Escritura y guardado en la Tradición, se “contiene” simbólicamente y se actualiza en los sacramentos de la Iglesia. Por ello, la Liturgia “contiene” (es decir, “actualiza”) la raíz de nuestra fe, en cuanto celebración del misterio de Cristo en los sacramentos; la “confiesa”, mediante la profesión de la fe o del Credo; la “entiende”, en cuanto la Liturgia es lugar hermenéutico o sede la de interpretación eclesial de la fe; y, por último, ha de seguir la fe para actuar por la caridad.
Esta relevancia de la Liturgia es puesta de relieve por el concilio Vaticano II cuando afirma que “la liturgia es la cumbre a la cual tiene la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”[3] En esta misma línea, teniendo presente la enseñanza del concilio Vaticano II y las enseñanzas de Juan Pablo II, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos reconoce que “en el curso de los siglos, las Iglesias de occidente han estado marcadas por el florecer y enraizarse del pueblo cristiano, junto y al lado de las celebraciones litúrgicas, de múltiples y variadas modalidades de expresar, con simplicidad y fervor, la fe en Dios, el año por Cristo Redentor, la invocación del Espíritu Santo, la devoción a la Virgen María, la veneración de los santos, el deseo de conversión y la caridad fraterna”. Todo esto constituye lo que se ha dado en denominar comúnmente “catolicismo popular”, “religiosidad popular” o “piedad popular”[4]. Cuando Juan Pablo II dirige un “mensaje” a la Asamblea General Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se refiere al tema de la “religiosidad popular” y la describe con precisión afirmando que “constituye una expresión de la fe que se nutre de elementos culturales de un determinado ambiente, interpretando e interpelando la sensibilidad de los participantes de modo vivo y eficaz […] en sus manifestaciones más auténticas, no se contrapone a la centralidad de la Sagrada Liturgia, sino que favoreciendo la fe del pueblo que la considera su connatural expresión religiosa, predispone a la celebración de los sagrados misterios”
En la religiosidad popular (fe y devociones populares, catolicismo popular, fe del pueblo, piedad popular...) intervienen múltiples factores religiosos y culturales, la tradición y lo social, la participación activa de unos grupos y la ausencia de otros que, por el carácter religioso del que hacen gala, se piensa que debieran estar más cerca de esta forma de vivir la fe. Sea como fuere, la religiosidad popular en una realidad muy compleja, tanto en unos contenidos como en sus manifestaciones.
 “La piedad popular no puede ser ignorada ni tratada con indiferencia o desprecio, porque es rica en valores, y ya de por sí expresa la actitud religiosa ante Dios; pero tiene necesidad de ser continuamente evangelizada, para que la fe que expresa llegue a ser un acto cada vez más maduro y auténtico. Tanto los ejercicios de piedad del pueblo cristiano, como otras formas de devoción, son acogidos y recomendados, siempre que no sustituyan y no se mezclen con las celebraciones litúrgicas. Una auténtica pastoral litúrgica sabrá apoyarse en las riquezas de la piedad popular, purificarla y orientarla hacia la Liturgia, como una ofrenda de los pueblos.[5] La religiosidad popular es un desbordarse colectivo de expresiones compartidas en las que parece triunfar lo estético sobre los contenidos, la religiosidad sobre lo religioso, la manifestación sobre el misterio de fe que se celebra.
El apego a las tradiciones, el sentido de lo popular, los fuertes arraigos familiares, son elementos comunes que se repiten en uno y otro lugar. El pueblo vive y expresa su fe conforme a su propia idiosincrasia, a su lenguaje, a su forma de ser. La cultura es como el imprescindible vehículo en el cual se expresan las vivencias de los hombres. Pero de ninguna manera se confunde el instrumento con el contenido de la palabra que a través de él se dice. No se puede confundir la fe con la cultura, ni la religión con el folklore. Aunque la vivencia de lo religioso haya dado motivo y ocasión para expresiones culturales, ciertamente respetables y bellas.
En el discurso de la visita “ad límina” de los Obispos de las Provincias Eclesiásticas de Sevilla y Granada, Juan Pablo II se refirió a la religiosidad popular diciendo: “Quiero ante todo referirme a la religiosidad popular, que mi Predecesor Pablo VI llamaba también “piedad popular” o “religión del pueblo”, y de la que yo mismo he tratado, haciéndome eco de las conclusiones del cuarto Sínodo de los Obispos, en la Exhortación Apostólica “Catechesi Tradendae y en otras ocasiones.
“Vuestros pueblos, -- añadía-- que hunden sus raíces en la antigua tradición apostólica, han recibido después numerosas influencias culturales que les han dado características propias. La religiosidad popular que de ahí ha surgido es fruto de la presencia fundamental de la fe católica, con una experiencia propia de los sagrado, que comporta a veces la exaltación ritualista de los momentos solemnes de la vida del hombre, una tendencia devocional y una dimensión muy festiva”[6]
En 1979 Juan Pablo II viaje a América y en el santuario de Zapopan (Guadalajara-México) pronuncia una homilía muy importante para el tema que nos ocupa. Emplea la terminología de “piedad popular” y “fe del pueblo”[7]
El sentido de Dios y de la trascendencia es algo indiscutible en la religiosidad popular. También el encuentro con la familia y el sentido de fiesta en la que todos pueden participar. Los sentimientos afloran y se reaviva el rescoldo de una fe adormecida.
El hombre necesita ver y sentir. Así lo entendió Dios y envió a su Hijo –imagen viva de Dios– que se reviste de lo sensible, de la humanidad. Lo divino quedaba oculto a los sentidos. Pero, a través de lo humano, se hacía comprender que con Él estaba la mano de Dios.
El problema de la legitimidad de la imagen y su culto en la fe cristiana tiene una larga historia. Se corresponden con dos tendencias teológicas (apofática y encarnatoria) que en equilibrio resultan asumibles por la ortodoxia y contrapuestas dan lugar a largas controversias, resueltas en el VII concilio de Nicea, que en la sexta sesión declara: “Aunque la Iglesia Católica con la pintura represente a Cristo en su forma humana, no separa su carne de la divinidad que a ella se ha unido; al contrario, cree que la carne es deificada y la confiesa una con la divinidad”.
En la base de toda cuestión lo que se debate es la lógica sacramental de la fe revelada, que a su vez expresa su plenitud en la Encarnación del Verbo. San Juan Damasceno lo advierte bellísimamente al afirmar en una homilía sobre la Trasfiguración del Señor que “hoy se ha podido ver a aquel que era invisible a los ojos humanos: Un cuerpo terreno que irradia esplendor divino, un cuerpo mortal que difunde la gloria de la divinidad. Porque el Verbo se ha hecho carne y la carne, Verbo”. Asimismo, afirma: “Yo no venero la materia, sino al Creador de la materia, que, por mí, se ha hecho materia, ha aceptado habitar en ella y a través de ella ha realizado mi salvación… ¿Acaso no es materia el monte venerable y santo del Gólgota? ¿No es materia la roca donadora y portadora de la vida, la tumba santa, fuente de nuestra resurrección? ¿No son materia la tinta y el santísimo libro de los Evangelios?... Y sobre todo ello, ¿no son materia el cuerpo y la sangre de Cristo”?.[8] 
Juan Pablo II en su Carta a los artistas (1999)[9], evocando a Paul Claudel y a Marc Chagall, calificó la Sagrada Escritura de “inmenso vocabulario” y “atlas iconográfico” del que se ha nutrido la cultura y el arte cristiano. Para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo. Por ello la Iglesia “manifiesta su consideración, estima y admiración por los artistas “enamorados de la belleza” que se han dejado; ellos han contribuido a decorar nuestras iglesias, a la celebración de nuestra, al enriquecimiento de nuestra liturgia y, al mismo tiempo, muchos de ellos han ayudado a reflejar de modo perceptible en el tiempo y en el espacio las realidades invisibles y eternas” [10]
Igual que la palabra es para el oído, la imagen lo es para la vista. Cristo es la Palabra de Dios. La humanidad de Cristo es imagen que habla y dice los misterios de Dios. De la imagen visible trasciende el hombre al amor de lo que no ve. Pero lo que ama no es la copia, sino el original representado. Y el hombre que contempla la imagen debe transformarse en imagen de Cristo. Nada de lo humano puede ser ajeno para el hombre. Pero entre todo lo humano, ninguna más sublime humanidad que la de nuestro Señor Jesucristo.
De la belleza en imágenes, música y adornos, a raudales en la religiosidad popular. Todo un desbordarse de hermosura donde los mejores artífices dejaron obras imperecederas en un catálogo increíblemente extenso y sublime. Pasos, imágenes, orfebrería, música, vestuario, insignias...Todo hermosamente creado y bien dispuesto, pero no sólo para contemplar, oír y llenar el sentimiento, sino para leer. Pues en cada una de esas imágenes y símbolos se muestra libro de la revelación, la historia sagrada, el Evangelio de Cristo. El libro es hermoso; el contenido más. Pues el arte se hace catequesis y ayuda para que pueda resonar ante los sentidos el misterio que Dios ha descubierto en la vida de Jesucristo.
El culto a las imágenes es una de las formas más extendidas de la piedad popular cristiana. Las procesiones, adquieren una gran importancia: Penitenciales en la Semana Santa, el Vía-Crucis, las de la Virgen María y de los Santos.
“La fuente que nutre la imagen y la imagen misma no son los elementos de este mundo, sino la gracia del Espíritu Santo. Del mismo modo que la palabra es una imagen, la imagen misma es una palabra. Tanto una como otra son un símbolo del Espíritu que ellas revelan”[11] Contemplar el rostro de Dios es el fin de la vida humana, porque es la mirada de Dios es la expresión máxima de la ternura, del amor, de la misericordia y, por tanto, sólo en ella el hombre se siente infinitamente amado, perdonado, elevado de su pobre condición.
La imagen conduce a la oración. Y con la imagen llega el mensaje y contenido de la fe; con el retablo, el evangelio. Pero el pueblo sabe muy bien distinguir el camino de lo que es el santuario, el signo del credo de la fe, la representación, del misterio representado.
No puede dudarse del gran valor catequético de la imagen. Es como un libro que facilita el que muchos puedan leer unos textos a los que no van a tener acceso de otra manera. La imagen, el icono, la figura, es el soporte material, artístico, sensible, de una realidad invisible. Un reflejo del misterio de la Encarnación del Verbo en el que la visibilidad de lo humano conduce al reconocimiento de Dios. De lo sensible a lo que no se ve, de lo material a una contemplación espiritual. Es como un puente que enlaza al hombre con el misterio.
Hay una relación entre lo divino y aquello que se ha representado. Lo materiales solamente el soporte imprescindible, que puede ser cualquier material. La mirada no habrá que dirigirse al soporte, sino al representado.
En la religiosidad popular, el papel de la imagen es imprescindible. Tan equivocado es el camino de quien ve la imagen y en la imagen termina su caminar y pone allí su casa, como la de quien intenta olvidarse de los sentidos como ayuda para la alabanza a Dios. La representación ha de llevar al encuentro con el original representado: la imagen, al misterio de fe. La imagen favorece el encuentro íntimo con el Señor representado, y hacer brotar la oración sincera y el deseo de ser imagen viva entre los hombres de Aquel que ha sido tan bellamente presentado en lo sensitivo. Se busca la imagen con la finalidad de vivir el misterio que ella manifiesta.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que "la iconografía cristiana transcribe mediante la imagen el mensaje evangélico que la Sagrada Escritura transcribe mediante la palabra. Imagen y Palabra se esclarecen mutuamente" La imagen es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de andar más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de lo infinito.
La imagen “habla” de aquello que representa. Y quien contemple la imagen del Señor, de la Virgen, o los Santos, debe hablar con el misterio --que eso es oración-- hermosamente contemplado en las imágenes. Si las imágenes son queridas, no es tanto porque sean bellas, sino porque expresan el amor del misterio en el que se cree. A la imagen se le rodea de una serie de expresiones que significan toda la veneración cultural que se le profesa. Aquello que se ha oído en la explicación del misterio religioso se quiere ver reflejado en la imagen.
Primero fue la predicación, después la imagen. Las imágenes son una escuela donde se aprende a vivir el encuentro con Cristo. “El Señor” es el único que salva. Igual que los enfermos y los pobres se acercaban a Cristo pidiendo la curación y el remedio, así lo hace la gente sencilla ante la imagen del Señor. Sería banalizar el valor de las imágenes el reducir su finalidad a lo meramente artístico, estético, cultural y, mucho menos, a quedarse en un artículo más para el comercio. Cuanto puede contemplarse, no es algo simplemente decorativo, sino que trasciende lo bello para quedarse en quien es la Bondad y Autor de toda la Hermosura.
Elemento imprescindible en el contenido de la religiosidad popular es el culto, aprecio y relación con la imagen. Para el Pueblo, es algo más que una simple representación convencional de lo sagrado, para convertirse en una particular forma de presencia de Cristo, de la Virgen María, de los Santos. Se venera y visita, se la rodea de expresiones culturales, se hacen de ella múltiples y variadas reproducciones y se pone en el santuario, en la casa, se la lleva consigo en alguna estampa u objeto personal. En el encuentro con la imagen se establece una especie de relación mística en la que el diálogo se hace íntimo, oracional, creyente. No puede dudarse del gran valor catequético de la imagen.
 “Desde hace algunos decenios se observa un renovado interés por la teología y la espiritualidad de los íconos orientales, señal de una creciente necesidad del lenguaje espiritual del arte auténticamente cristiano”, señala Juan Pablo II [12] Y añade que “los fieles cristianos de hoy, como los de ayer, han de ser ayudados en la oración y en la vida espiritual con la visión de obras que intentan expresar el misterio sin ocultar nada. Esta es la razón por la que, hoy como en el pasado, la fe es el necesario estímulo del arte eclesial. El arte por el arte que hace referencia sólo a su autor, sin establecer una relación con lo divino, no tiene cabida en la concepción cristiana. Cualquiera que sea el estilo que adopte, todo arte sacro debe expresar la fe y la esperanza de la Iglesia. La tradición de la imagen sagrada indica que el artista debe tener conciencia de cumplir una misión al servicio de la Iglesia” [13]
“La iconografía de Cristo implica, pues, toda la fe en la realidad de la Encarnación y su inagotable significación para la Iglesia y para el mundo. Si la Iglesia la práctica, es porque está convencida de que el Dios revelado en Jesucristo ha rescatado y santificado la carne y todo el mundo sensible, es decir, el hombre con sus cinco sentidos, para permitirle ser renovado sin cesar según la imagen de su Creador. (...) El arte sacro debe tender a darnos una síntesis visual de todas las dimensiones de nuestra fe. El arte de la Iglesia debe procurar hablar la “lengua” de la Encarnación y, expresar con los elementos de la materia, a Aquel “que se ha dignado habitar en la materia y llevar a cabo nuestra salvación a través de la materia”, según la bella fórmula de san Juan Damasceno”. [14]
El concilio Vaticano II recuerda que las imágenes han de exponerse “con moderación en el número y en el orden debido, para que no causen extrañeza al pueblo cristiano ni induzcan a una devoción menos ortodoxa”. Es sabia recomendación, para no confundir la señal con el camino, la imagen con el contenido de fe que re-presenta[15]
Tradición antigua es la de hacer estación de penitencia. Lo importante era la protestación pública de la fe y el sentido penitencial, es decir de sincero deseo de convertirse a Dios. Cada hermandad o cofradía llevaba sus imágenes como señal visible del misterio que la hermandad o cofradía celebraba. Los hombres se reúnen en hermandad, no tanto para venerar una imagen, cuanto para vivir el misterio que esa imagen representaba.
Primero ha sido la hermandad o cofradía, después la imagen. Quien contemple la imagen del Señor, de la Virgen, o los Santos, debe hablar con el misterio–que eso es oración– hermosamente representado en las imágenes. Si las imágenes son queridas, no es tanto porque sean bellas, sino porque expresan el amor del misterio en el que se cree. En el encuentro con la imagen se establece una especie de relación mística en la que el diálogo se hace íntimo, oracional, creyente.
La figura central en la imagen es el misterio de Cristo.
El Siervo de Dios sufriente y maltratado. Lleno de humanidad, pero siendo Dios de Dios. La imagen del Señor es sumida enseguida por la persona que sufre, el excluido, el enfermo, el pecados...De ahí los con los que se da título a la imagen. El Cristo del Amparo, de los Afligidos, de la Misericordia, del Perdón, de la Salud... La imagen de Cristo es la del Señor de la misericordia, del perdón del amor infinito al hombre. Está vivo y escucha la oración y súplica de los fieles. Es Dios puesto al alcance del hombre.
De la misma forma ocurre con las imágenes de la Virgen María. Ella será la Dolorosa que comprende el dolor de sus hijos. La que sabe de las Angustias y de la Soledad... La Señora que al pie de la cruz es modelo que acompaña al hijo.
La mirada de Dios manifestado en Cristo es la única que sondea y escruta con verdad lo íntimo del corazón, es la única que no se engaña (“Dios no ve como los hombres, que miran las apariencias, Dios ve el corazón” (1Sm 16,6).
Por ello cuando el hombre descubre la mirada de Dios se encuentra a sí mismo en su verdad. Apartarse de ella implica vivir la alienación, el autodesconocimiento:  “En Cristo, Dios se hace rostro y, a la vez, el hombre conoce su propio rostro” [16]




[1] Religiosidad popular y evangelización. Orientaciones pastorales de los obispos de la Provincia Eclesiástica de Valencia, 2016, 6
[2]  Cf. L. MALDONADO, Génesis del catolicismo popular. El inconsciente colectivo de un proceso histórico (Madrid, 1979), 11-12). Id., Introducción a la religiosidad popular, Sal Terrae,1985. P. Tena, Religiosidad Popular y Génesis del Catolicismo Popular, en Phase, 21,1981,75-77
[3]  Concilio Vaticano II Sacrosantum Concilium, 10
[4]  Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, 10
[5]  Cf. Carta apostólica Vicesimus quintus annus (4-12-1988), 18.

[6]  Juan Pablo II: Discurso a los obispos de las Provincias Eclesiásticas de Sevilla y Granada, 30, enero 1982
[7] Juan Pablo II en América, La Fuerza de la fe, Madrid 1979. El Catecismo de la Iglesia Católica hace referencia al tema de la “religiosidad popular” (núm. 1674-1676. Y al describir la “religiosidad popular” hace suyo el núm. 448 del Documento de Puebla (1979)
[8]  De imaginubus orationes, 1,16, PG 94, 1245
[9] Juan Pablo II, Carta a los artistas (1999), núm. 5. El mismo Benedicto XVI retoma las ideas de esta carta en el discurso que pronunció con ocasión de su encuentro con los artistas en el marco de la Capilla Sixtina (21 de noviembre de 2009)
[10]  Verbum Domini 112.
[11]  V. Lossky, L´icône ortodoxe, en Messanger de l´Exarchat du Patriarche Russe, Paris, 1950
[12]  Juan Pablo II, Duodecimun Saeculum
[13]  Idm.
[14]  Ibm.
[15]  Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 125.
[16]  N. Berdiaeff: Cinq méditation su l´existence, Paris, 1956, 172