Por Antonio DIAZ
TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular
Siempre por estas
fechas de Semana Santa escuchamos o leemos noticias desagradables que se
producen en diversos puntos de nuestro país. Se trata de incidentes o
enfrentamientos entre ciudadanos que expresan públicamente su fe y otros que la
rechazan o vituperan.
Se trata, en una sociedad adulta y
democrática, ciertos actos deplorables referentes a lugares de culto o al paso
de las procesiones. Se trata de la Cristianofobia: un tabú que ya causa
el 77% de las agresiones a la libertad religiosa en España. Según el Informe 2018 del Observatorio sobre
Intolerancia y Discriminación contra los cristianos en Europa, Francia está a
la cabeza con 153 casos. Les siguen de cerca España con 96, Alemania 54 y Reino
Unido 53 y, a media distancia, Italia, Bélgica, Austria y Suecia.
Ante estos actos de
intolerancia, las voces de alarma se levantan.
No son pocos los que
afirman que nos encontramos en una época de crisis para la fe cristiana en
general y para la Semana Santa, en particular proporcionada por la falta de
respeto de algunos. Otros comparan dichos actos vandálicos con tristes épocas
pasadas, y hay quien prácticamente predice el final de las procesiones.
Sin embargo, creo que
no debemos dejarnos llevar por una serie de actos que, si bien gravísimos,
condenables y continuados (puesto que son ya varios los años en los que
escuchamos estas noticias), no dejan de ser puntuales. Quiero decir que no
debemos dar más importancia de la que tiene al árbol que cae en el bosque, que
a todos los demás que se mantienen en pie. O si queremos hacer más cofrades
estas palabras: no centrarnos en los cirios que se apagaron o rompieron, sino
mirar la larga teoría de nazarenos que, con una seriedad y templanza dignas de
encomiar, ofrecieron su otra mejilla manteniendo los suyos derechos y
encendidos. Debemos, por tanto, intentar poner los medios para que este tipo de
acciones no se repitan ni proliferen, sin darles un protagonismo tal que ponga
en peligro la continuación de una tradición tan nuestra como es la de la Semana
Santa.
Pero al hilo de estas
consideraciones y con el dolor que me produce el enterarme de la mayoría de
estas noticias, me vene a la mente la idea de que Jesús molesta. Molestó en
vida, molesta hoy y molestará en un futuro, simplemente porque nos pone delante
de nosotros una manera de vivir que no queremos aceptar, además de que, con su
vida intachable, deja manifiestas todas nuestras incongruencias y
contradicciones.
Jesús molestó en vida.
Quizá hubiera sido mejor que se hubiese contentado con ser simplemente el
humilde carpintero de Nazaret. Pero no, él quiso cumplir con radicalidad la
voluntad de Dios. Y por ello, por poner a Dios y al prójimo siempre en el
centro, se granjeó la enemistad de las autoridades civiles y religiosas de su
época, y en no pocas ocasiones también del propio pueblo. Todo ello le llevó a
una muerte ignominiosa que fue celebrada por muchos que al eliminarlo creyeron
haberse quitado de encima un gran problema. Su manera de ser le condujo a esa
cruz en la que le veneramos en lo alto de nuestros pasos procesionales.
Jesús molesta hoy. Es
cierto, su imagen, su Evangelio, su doctrina, sus seguidores… molestan a muchos
que exigen un respeto que no practican. Su cruz en las calles o en los espacios
públicos resulta hiriente para aquellos que no la ven como un símbolo del amor
de Dios para con los hombres, sino como un instrumento de conquista y opresión
en épocas pasadas. Su rostro ensangrentado y su cuerpo lacerado hieren
curiosamente la sensibilidad de aquellos que se encuentran inmunizados ante la
violencia que presentan diariamente los medios de comunicación. Y por ello
algunos deciden hacer con él lo que otros ya hicieron en la primera madrugada
del Viernes Santo de la historia: insultarlo, faltarle al respeto, asustar y
dispersar a sus discípulos y tratar de borrar de la sociedad todo lo que tenga
que ver con él. Los que actúan así, realmente conocen poco de Jesús y su
mensaje de amor que ha sido capaz de soportar y sobrevivir a las situaciones
más adversas y complicadas.
Pero Jesús también
molesta a los creyentes y a los cofrades. Sus palabras y su ejemplo nos
incomodan a nosotros, cristianos y cofrades del siglo XXI, cuando nos ponen de
manifiesto que no vivimos lo que predicamos. Que no dejamos que Dios sea el
centro de nuestra vida, que no luchamos porque nuestros prójimos puedan vivir
dignamente y que convertimos de nuevo la casa de su Padre en una cueva de
ladrones. Jesús molesta cuando vivimos un cristianismo vacío y descafeinado de
Ramos a Pascua, y también cuando nos creemos superiores, o mejores cristianos
convirtiendo nuestra fe y nuestras obras en armas arrojadizas contra los demás.
Y por último, Jesús
molestará en el futuro, puesto que su vida y su mensaje seguirán siendo
contraculturales en todos los tiempos y en todas las circunstancias. Porque su
apuesta radical por Dios y el prójimo seguirá haciendo heridas a nuestros
planes y cálculos humanos. Y también porque seguirá poniendo la otra mejilla y
dando una oportunidad tras otra a todos los que le ofenden, rechazan o
traicionan.
Jesús molesta, sí, pero
a la vez atrae. Puesto que nos muestra un camino de felicidad tan plena y tan
inabarcable, que preferimos contentarnos con pequeñas dosis y porciones que
podamos controlar. Ojalá Jesús no deje de molestar nunca nuestra vida y
nuestros planes y así podamos parecernos cada día un poco más a él.
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