jueves, 4 de abril de 2019

Mirando la historia del Viacrucis



Mirando la historia del Viacrucis


Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular



Hacia el año 33, se desencadenó la primera persecución por parte de la mayoría judía hacia la comunidad cristiana, concretada sobre todo en sus miembros de procedencia helenística o en los principales cabecillas (Esteban, Pedro, Juan, Santiago, y demás apóstoles...). Esto produjo una primera dispersión de quienes se llevaban consigo la memoria de los hechos, la fe pascual, pero no los escenarios de la pasión, ni los objetos relacionados con la vida o la muerte de Jesús, hacia los que no pusieron ningún interés.
Años después, la tensión con el poder romano cobró fuerza en la rebelión de los zelotas, que se alzaron contra los soldados de Roma. La reacción no se hizo esperar y Tito, al frente de las legiones acantonadas en Siria, se desplazó hacia el sur arrasando sistemáticamente todo a su paso. Los legionarios no se pararon a considerar si eran o no cristianos, pues todos corrieron igual suerte. Fueron numerosos los que buscaron refugio, a la desesperada, tras las murallas sólidas de Jerusalén, que incrementó su población hasta el límite.
Los dos episodios más conocidos de aquella guerra fueron la toma de Jerusalén, tras enconada resistencia (año 70), y la del reducto de Masada (año 74). Tras la destrucción, Jerusalén quedó arrasada y los “santos lugares” irreconocibles. (Para los judíos, el “lugar santo” era el templo; para los que han querido asegurar después la localización de espacios relacionados con la pasión de Jesús, los “lugares santos” cristianos eran otros). Pero todos quedaron arrasados.
Al cesar las hostilidades, algunos supervivientes —no todos— regresaron a Jerusalén, y de nuevo se restableció allí una comunidad cristiana, obligada por la necesidad a reconstruir viviendas o un espacio para su culto minoritario. No se empeñaron en excavaciones arqueológicas para reconstruir los escenarios de la pasión de Jesús. Por otro lado, eran un número reducido, pues en el cristianismo se había producido un desplazamiento del centro de gravedad hacia Grecia primero y hacia Roma después.
Cuando los cristianos de la primera generación, particularmente quienes residían en Jerusalén, constituyen una inicial comunidad, saben de primera mano —algunos como testigos oculares— lo que ha sucedido con Jesús. Pero los relatos conservados jamás ponen el más mínimo acento, ni el más mínimo interés, en referir que preservan como valiosos tesoros objetos relacionados directamente con Jesús: ni con su vida (ropas, sandalias, manto, herramientas, cosas usadas por él), ni tampoco con su muerte (cruz, corona de espinas, clavos, sudario...). La reflexión que hacen tiene claramente dos estilos: Uno consiste en narrar los hechos escuetos, que culminan con el testimonio de su encuentro con el Resucitado; el otro, en la línea del ahondamiento teológico, consiste en caer en la cuenta de que su muerte nos ha salvado, que no es una muerte inútil y absurda, sino cargada de sentido salvador: Muerte para engendrar y repartir vida, como hace el apóstol Pablo. Este, cristiano de segunda generación, repite los hechos que no ha conocido, pero enseña el sentido que ha descubierto en la muerte de Jesús. Pero nadie puede dar con un solo vestigio de interés por conocer lugares, poseer objetos, fijar relatos, preservar memorias o vínculos que tengan que ver con la pasión de Jesús.
Todo lo que se sale de ahí está envuelto en la leyenda, a pesar de que haya quien lo pretende legitimar con supuestos datos históricos (sudario, síndone o sábana santa, grial, cruz...). La primera comunidad cristiana de Palestina no se ocupó en absoluto de detalles de este tipo, y su interés es muy ajeno a estas particularidades: Gira en transmitir el fabuloso descubrimiento de que Jesús Dios se ha hecho presente en el mundo; de ahí, conservar la fe en él, su mensaje, sus propuestas, la fidelidad a su estilo de relación con Dios. Para aquella comunidad, ese era el valioso tesoro que era preciso conservar y transmitir a toda costa.
Por si fuera poco el notable desastre bélico y sus consecuencias, la situación se repitió: Durante los años 132 a 135 los judíos se volvieron a levantar en armas contra Roma acaudillados por Bar Kokeba. De nuevo fue asediada y tomada sesenta años después la medio reconstruida Jerusalén el año 134.
El emperador Aelius Hadrianus construyó una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua, que llamó Colonia Aelia Capitolina, conocida como simplemente Aelia; en la parte norte residían los colonos civiles (soldados veteranos licenciados) y al sur la Legio X Fretensis. Si algo pudiera haber quedado en pie del primer asedio y destrucción, no resistió el embate de la nueva conquista y la construcción de una colonia romana. Los vestigios quedaron enterrados a la espera de los arqueólogos, que llegarían siglos después. Es intento vano echar mano de la memoria de los primeros cristianos de Jerusalén, o de la socorrida tradición.
Al cambiar la situación con Constantino primero y Teodosio después (años 313 y 380, respectivamente) hubo cristianos que, movidos de devoción, acudieron a Jerusalén. Otros, como el caso de san Jerónimo, unió motivos de estudio. Se invocan sus palabras para aducir un testimonio que pretende poner en pie lo que había sido arrasado. He aquí sus expresiones: “Os animo y ruego por la caridad del Señor, que lleguemos a veros, y que no os retraséis tanto por otras circunstancias [en la visita] de los santos lugares. Pues aunque pudiera resultaros incómoda nuestra compañía, constituye una parte de la fe haber adorado donde estuvieron los pies del Señor, y haber visto las huellas de su reciente nacimiento y de su cruz y pasión”.
Igualmente, se ha invocado el testimonio de Egeria (Eteria) a fin de asegurar los vestigios de la práctica del viacrucis. Sospecho que en la mayor parte de las ocasiones se ha repetido de memoria, sin haber consultado sus escritos, lo que da poca garantía a los que proceden así. Eteria visitó Jerusalén a finales del siglo IV: Es una de las personas que se sintieron impulsadas al viaje por su fe. Cuando estuvo allá, constató la existencia de una comunidad cristiana, con su obispo al frente, acompañado de un conjunto de presbíteros y diáconos. Llegó a Jerusalén a mediados del año 381, y el obispo era Cirilo —conocido como Cirilo de Jerusalén—. Da fe de las celebraciones ordinarias y más en particular de la semana mayor, en la que en la mañana del viernes, antes de la salida del sol, se reúnen los cristianos en el lugar en el que se repite de unos a otros que Jesús fue flagelado. Allí se coloca una cruz que sostiene el obispo rodeado de sus diáconos; los fieles se acercan a besar la cruz. También besan el anillo que perteneció al rey Salomón, y el cuerno de aceite con que eran ungidos los reyes de Israel. En comunidad se recitan salmos, lecturas de las cartas apostólicas, del evangelio y los profetas que tienen relación con la pasión de Señor; luego se lee la pasión siguiendo el relato de Juan. Finalmente, se anuncia que habrá una vigilia (celebración) en la Anástasis (Resurrección), para completar las celebraciones de la semana. No es posible, por consiguiente, deducir orígenes del viacrucis en el testimonio de Egeria, que consigna la práctica celebrativa de la comunidad de Jerusalén.
Si esta constancia ha quedado por escrito, a lo largo de la Edad Media otros testimonios variados fueron transmitidos oralmente por parte de los peregrinos que acudían a los tres centros de peregrinación: a Roma (romeros) o a Jerusalén (palmeros), y más tarde a Santiago (concheros), así como también a otros lugares, deseosos de contacto y cercanía cuando se aseguraba la presencia en el pasado de algún apóstol o del mismo Jesús.
Los peregrinos a Jerusalén, al retornar a sus orígenes, contaban lo que habían visto, y lo que les habían dicho, pero que no habían podido comprobar por sí mismos, dado que todo lo que veían sus ojos no existía en el momento de la vida de Jesús, salvo algunas ruinas (muro de las lamentaciones, por ejemplo). Lo que les habían referido no tenía ninguna exactitud histórica, aunque saliera de labios de cristianos convencidos; lo que ellos narraban a su regreso podía perfectamente ser deformado, magnificado, alterado o preterido ante unos oyentes que no tenían otro recurso que admitir lo que venían contando quienes habían estado en Jerusalén (o quienes decían haber estado). La verosimilitud de la tradición oral a los países cristianos de occidente no tenía otra base. Con tan débiles cimientos, la exactitud y el rigor se tambalean.
Aún es preciso añadir otro acontecimiento que hace zozobrar todavía más la exactitud: En el siglo VII desde Arabia, se produjo la invasión musulmana, que hacia el norte de África se extendió por Palestina, Egipto y Libia sin especial resistencia. Los cristianos que permanecieron allí fueron vistos por los dominadores como población sometida, obligada a pagar impuestos, y a tener restricciones en la manifestación pública de su fe. Los peregrinos que continuaron acudiendo se vieron, según los casos, tolerados, respetados u hostigados. No era más grave que a un peregrino aislado le asaltaran en su camino a Santiago o a Jerusalén; pero si en el primer caso los asaltantes eran otros cristianos, en el segundo eran unos musulmanes, que no compartían la misma fe. Esto hizo posible que se incubara una hostilidad religiosa que fue creciendo, junto con el riesgo político y militar de copar la cuenca del Mediterráneo en una pinza que abarcaba desde la España musulmana hasta la Turquía islámica de los seléucidas (seldyúcidas).
El papa Gregorio VII pensó en 1074 organizar una ayuda militar a los cristianos de Oriente, que, aunque separados por el cisma (1054), eran cristianos. Veinte años después, en el concilio de Clermont de 1095 surge el lema “Dios lo quiere” como eslogan para convocar la primera de las cruzadas al año siguiente. Desde 1096 hasta 1270 se sucedieron siete cruzadas, con muy diversa suerte cada una de ellas. Tan solo la primera llegó a conquistar Jerusalén y, en cierto modo, garantizar la seguridad de los peregrinos (órdenes militares). Tanto estos como los que regresaron de las expediciones militares narraban en los países occidentales lo que les habían dicho, o lo que habían visto directamente. Pero es seguro que nada o muy poco tenía que ver realmente con los acontecimientos de la pasión de Jesús.
Es entonces, a partir del siglo XII, cuando los relatos en países occidentales prenden en el ánimo del pueblo cristiano y cuando se empiezan a consolidar, relato sobre relato, unas historias que parecen tener una certeza: La que aportan los testigos. Entonces se empieza a fomentar una devoción hacia la pasión, que se pretende transportar, llevando a Occidente los recuerdos de lo que había sucedido en los lejanos días de la pasión de Jesús. Los recuerdos se tornan más vívidos y permanentes cuando se construyen pequeñas capillas que albergan escenas o tablas en las que se ha dibujado, pintado o esculpido tal o cual momento de la pasión. Quienes están imposibilitados para peregrinar tienen de esta forma un recuerdo próximo a sus viviendas. En cada país, en cada región, en cada lugar en que esto se lleva a cabo, obedece a una tradición anárquica que emana de quien había hecho el relato, cuya palabra testimonial no se ponía en duda.
En 1342 se encomendó a los franciscanos el mantenimiento del culto de los que se consideraban lugares santos para los cristianos. De la certeza de muchos de ellos es posible albergar serias dudas; pero, si lo narraba un religioso, el peregrino dudaba menos; y el oyente en el oeste de Europa ni se lo planteaba.
Cuando alguien, desconocido, propone hacer un recorrido por los diversos lugares que se narraban como relacionados con la pasión, surge el viacrucis. Cuando alguien cuenta en su país de origen la práctica de devoción en que ha participado cuando estuvo en Jerusalén, este se implanta en la Europa cristiana. Se efectúa además un cambio en la sensibilidad religiosa en relación con la pasión: Consiste en recordarla con dolor, mirarla con compasión, como queriendo aliviar a Jesús en sus dolores al participar de ellos. La combinación de estos elementos da como resultado una devoción particular a los diversos lugares donde Cristo sufrió los tormentos de su pasión y muerte.
No hay nada reglado. El recorrido puede llevarse a cabo en el orden sucesivo de los acontecimientos de la pasión, tal como los narra el evangelio; pero también se admite el orden inverso, retrocediendo desde el Gólgota hacia atrás. Como además cada uno de los cuatro relatos evangélicos no proporciona los mismos detalles, según la guía que se siga, o según el narrador que relate, se rememoran unos u otros hechos.
Se pretenden ver precedentes seguros del Viacrucis en narraciones de viajeros que peregrinaron a Palestina. Así, se cita a Riccoldo di Monte Croce, nacido en Florencia en 1243. Ingresó en los dominicos en el convento de Santa María de Novella. En 1288 peregrinó hacia el Este: hasta Acre, Galilea y Bagdag, de cuyo viaje dejó un escrito, con el nombre de “Itinerarium”, en que aparecen algunos vestigios de lo que alcanzó a ver en su peregrinación. Su obra más célebre es “Imputatio alcorani” (también citada como “Confutatio alcorani”), que tira por tierra las afirmaciones y usos de los musulmanes. Falleció en Florencia el 31 de octubre de 1320. Poco después de su viaje, el también dominico Francisco Pipinus, del convento de Bolonia, redactó por mandato de sus superiores el relato titulado “Iter orientale”, que le ocupó los años 1250 a 1266 y de 1269 a 1295: Su escrito refleja las impresiones de su peregrinación anterior, de la que los superiores no deseaban que quedase en el olvido.
El beato Henri de Suso, muerto en 1366, preconizó en el siglo XIV una especie de recorrido espiritual (sin desplazamiento físico, por tanto), consistente en una serie de meditaciones para recordar algunos momentos de lo acontecido en la pasión. Los franciscanos introdujeron en Europa y propagaron una serie de representaciones de momentos de la pasión, a los que se dio el nombre de “pasiones”, pues aún no había surgido el más moderno nombre de “viacrucis”. En esa misma línea, la beata Eustoquia, clarisa de Messina, fallecida en 1498, organizó en su ámbito una serie de representaciones que iban desde el nacimiento hasta la pasión y muerte, abarcando diversos momentos de la vida de Jesús; es claro que está en la misma dirección que las representaciones centradas en los “nacimientos”, fomentadas por los franciscanos. También contribuyó a fomentar el “vía crucis”, a principios del siglo XV, el beato Álvaro de Córdoba. No se conoce con certeza su origen ni su fecha de nacimiento. Sí, en cambio, que fue profesor en San Pablo, de Valladolid. Pasó a Italia y además peregrinó a Jerusalén. A su retorno, junto con Rodrigo de Valencia, adquirió la Torre Berlanga, en la serranía de Córdoba, y allí edificó un convento dominico reformado al que llamó de Santo Domingo de Escalaceli, donde murió hacia 1430. En él organizó unas representaciones pintadas con algunas de las escenas de la pasión, además de denominar a ciertos parajes del recinto con nombres que evocaban su estancia en Palestina. El hecho de tener que recorrer las escenas una a una comportaba el desplazamiento de las personas de un lugar a otro, remarcando siempre el sentido espiritual; se introduce insensiblemente el sentido procesional. Esto lleva a intercalar marchas, paradas, contemplación, comentario, oración, canto... Sin embargo, resulta pretencioso ver en esas rememoraciones un precedente del actual viacrucis.


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