Contemplemos al Crucificado
Por
Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
Algunos
símbolos tienen un simbolismo intrínseco, irradian luz por sí mismos, provocan
emociones en todas las épocas, generan preguntas y atisban respuestas. El
hombre es una animal simbólico, y el símbolo da que pensar. La cruz es uno de
esos grandes símbolos, símbolo de una realidad cruciforme, pero, gran paradoja,
símbolo que siempre abrirá un rayo de esperanza por espesas que sean las
tinieblas que nos rodeen. En la espiritualidad cristiana se nos invita a
contemplar la cruz, o mejor al Crucificado, desde una perspectiva iluminada por
la Resurrección. El Crucificado y el Resucitado serían las dos caras de una
misma moneda. Esto es totalmente cierto, pero no queremos detenernos en esta
contemplación del Crucificado, al menos por ahora. Desde aquí proponemos una
primera mirada sobre el Viernes Santo donde no se vislumbra aún el glorioso
domingo, un Viernes Santo que no es especulativo como lo pensara Hegel, sino
real, concreto, hiriente, lleno de atrocidad, de injusticia, de dolor y de
muerte.
Este
paso atrás es necesario para poder descubrir, experimentar y sentir en su total
radicalidad la novedad de una luz que en la Resurrección deslumbra, sorprende,
y rasga definitivamente el velo de oscuridad que nubla al hombre. Para entender
en profundidad aquella expresión paulina tan gastada por manida: La cruz
como necedad y escándalo (1 Cor, 1, 23). En el fondo estamos acostumbrados a
ver imágenes del Crucificado, a portar cruces, algo tan común en nuestros
ambientes que el propio Crucificado ya no es piedra de tropiezo.
Al
final de su camino filosófico, en su escrito Ecce homo, Nietzsche nos presentaba este reto: “¿Se me ha
comprendido?, decía, Dioniso contra el Crucificado”. Y tenía toda la razón, el Crucificado
pone en tela de juicio la vida como voluntad de poder, pone en la picota todo
intento de fidelidad a una tierra que todo lo engulle. El Crucificado muestra
la faz de la fría muerte como el autentico señor que reina sobre todo. Pues
abramos el pensamiento al abismo de la cruz, si se me permite, abramos nuestra
mente y nuestro corazón a lo que supone el hecho de “Él, Crucificado”. Quizás
asomándonos a ese abismo, podamos tocar la orla de lo Eterno en el deslumbrante
fulgor de la Resurrección.
“No
habiendo podido encontrar remedio a la muerte, a la miseria, a la ignorancia,
los hombres para ser felices han tomado la decisión de no pensar en ello”,
decía Pascal en los albores de la ilustración.
En
todo pensamiento humano subyace una filosofía, o sea, el modo que tiene
el ser humano de comprender tres realidades, la naturaleza, el hombre y
Dios. Cuál sería la filosofía que mana de “Él, Crucificado”. Intentemos verla
sin el aura de la resurrección. Si como decía San Juan Pablo II, la
Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad de Dios no solo con la
naturaleza humana sino asumir también en ella todo lo que es carne, toda la humanidad,
todo el mundo visible y material. La Encarnación y por tanto también la
cruz tiene un significado cósmico y una dimensión cósmica. La cátedra de
la cruz a secas está en las antípodas de toda epifanía luminosa. Benjamin
Franklin afirmaba que después de las derrotas y las cruces, el hombre se vuelve
más sabio y humilde. Pero qué sabiduría nos puede desvelar la cruz sino la amañada
derrota de toda existencia. Un proyecto para la muerte que hunde sus raíces en
el corazón de la realidad. El absurdo de toda existencia como desvelaron
algunos de los pensadores existencialistas del pasado siglo. Recuerdo cómo
leyendo la “La Nausea” de Sartre, me encontré con el pasaje en el que Roquentin
tiene la experiencia crucial de la nausea, de la angustia, cuando en una
especie de revelación descubre que “todo está de más”, todo es fútil,
pasajero sinsentido. Estaba de más el banco en que se sentaba, los arboles que
contemplaba, las personas que como sombras paseaban, y cómo no, estaba de más
él mismo y el universo entero. Y qué humildad aprendemos sino la de un destino
en el que estamos previamente vencidos. Más aún, la cruz ahonda el drama y lo
eleva a total tragedia. Ese “estar de más” va más allá de la angustia
existencialista que siempre me ha pareció una pose muy del gusto burgués de los
años sesenta del pasado siglo, el mismo Sartre decía al final de sus días que
“el sinsentido estaba entonces de moda”. El Crucificado sin embargo muestra
que no es ninguna moda sino la cruda e hiriente realidad.
Si
extendemos nuestra mirada a este universo que antaño se creía eterno e infinito
vemos que lleva en sí la marca de la cruz como aquella señal de la que Caín
nunca pudo desprenderse. La señal de la caducidad. Toda la realidad es tu morada,
si se me permite el neologismo, por la nada, su devenir es consumirse a sí
misma, acabar, perecer, morir. Engels, el gran colaborador de Marx, pensaba
erróneamente en la eternidad de la materia. Pura ilusión, fue necesaria la
ciencia de finales del siglo XIX y del siglo XX, para mostrar lo vano de este
planteamiento. Cuando el gran crítico del cristianismo Bertrand Russell tuvo
conciencia de las implicaciones filosóficas de los desarrollos últimos de
la física, cayó en un profundo vacío existencial. Nada permanecería, lo único
eterno era la muerte. Anticipándose “al de más” sartriano nos cuenta como toda
la realidad empezó a tambalearse bajo sus pies, el valor de todo el universo
era el mismo que el de una estrella fugaz que se apaga en un instante. Todo
se consumiría en su propia nada. Con el agravante de que no quedaría
ninguna inteligencia que pudiera contemplar el último gesto de agonía del
universo. Todo lo material tiene clavada la espina de la parca, y si la
realidad del espíritu no es más que una ilusión, o a lo sumo una vaga sombra,
nada puede escapar a la corrupción.
Qué
decir de la vida, una vida que evoluciona a costa de una enorme cantidad de
dolor y muerte. Una vida que aparece como un lugar de agonía. Como
escribe Holmes Rolston:“la naturaleza es aleatoria, ciega, catastrófica,
derrochadora, indiferente, egoísta, cruel, llena de sufrimiento y, en último
término, muerte”. San Pablo contemplaba esta realidad y reflexionando sobre
ella decía “que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el
presente”(Rom 8,22). Es cierto que , desde lo que suponía la resurrección del
Señor, la veía como una parturienta esforzándose por dar a luz la nueva
creación pues también sería liberada de la servidumbre de la corrupción, algo
que nosotros no nos permitimos vislumbrar todavía. El mundo natural se nos
presenta como cruciforme y su proceso evolutivo como un vía crucis. Las
imágenes suelen ser más expresivas que los fríos conceptos, miremos el
caso del polluelo del pelícano de reserva. Los pelicanos blancos suelen poner
dos huevos con algunos días de diferencia entre el uno y el otro. El primer
polluelo al romper el cascaron come, crece más y se vuelve batallador. Tiende a
comportarse agresivamente con el segundo tomando la mayor parte de la
comida que le ofrecen los padres y llegando a expulsar al otro polluelo
fuera del nido, ignorado por los padres a pesar de sus intentos de retornar a
la familia sufre inanición, solo una ínfima parte logra sobrevivir. El
demacrado aspecto de este polluelo condenado al ostracismo, sus gritillos, sus
desesperados intentos de volver al nido, su desplome para convertirse en
alimento de gaviotas han supuesto una buena estrategia evolutiva para el
pelícano, pero suponen una escena turbadora que reclama una explicación, máxime
cuando la angustia de esta pequeña criatura se repite a gran escala. El
elemento del sufrimiento y la tragedia siempre está ahí, siempre hay algo
que está muriendo, y siempre hay algo que continua viviendo, hasta que la
muerte, como el auténtico Moloch, sea todo en todos, parafraseando e
invirtiendo la frase de Pablo.
Ahora
miremos el aspecto cruciforme de hombre. Invito a contemplar el cuadro Angelus Novus
de Paul Klee. A la acuarela de Klee llegué por un texto de Walter Benjamin, él
la consideraba una metáfora de la historia, especialmente de los dramáticos
tiempos que le tocó vivir. Es el ángel de la historia que tiene un ojo fijo en
el pasado. Es el ángel asustado, aterrorizado, que contempla esa historia que
se va construyendo ruina tras ruina y a cuya espalda se alza el futuro ignoto.
Sus alas desplegadas por el impetuoso viento le arrastran de modo inexorable.
Al final él se liberó de su propia historia al suicidarse en Port-Bou antes de
caer en manos nazis, “Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie “había escrito.
La historia del hombre ha sido y es una historia marcada por el dolor, la
limitación, el sufrimiento y la cruz. El libro del Qohelet nos describe la vida
humana como“vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Miremos
cara a cara al hombre Crucificado a lo largo de la historia. ¿Qué camino
queda?, más aún ¿queda algún camino? Algo parece cierto, si al final de
todo la última sonrisa la esboza la muerte no quedaría ningún asidero al que
agarrarnos en nuestra afanosa búsqueda de sentido. Todo intento de defender una
especie de plenitud inmanente quedaría definitivamente refutado. Mirado así no
son tan extrañas la respuesta del sabio Sileno al rey Midas: “lo mejor no haber
nacido, lo segundo mejor morir pronto” (Sófocles, Edipo en Colono; también
recogida por Nietzsche en El Origen de la Tragedia).Milan Kundera reflejarían
esta idea con un tinte de amargura :“Por eso la vida parece un boceto. Pero ni
siquiera un boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un
borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es
nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro”.Gabriel Marcel
ponía el dedo en la llaga, si al final la muerte es la realidad última, el
valor se anula en el escándalo puro, la realidad se siente herida en su mismo
corazón. Toda la historian del linaje humano no sería más que una fatídica
procesión de fantasmas que van de la nada a la nada.
Cambiemos
ahora de perspectiva al contemplar la cruz. Edith Stein, (Santa Teresa
Benedicta de la cruz), aquella joven filósofa judía que al convertirse al
catolicismo se hizo Carmelita y murió en Auschwitz nos decía:“mientras
más oscuro se va haciendo a nuestro alrededor, más debemos abrir nuestros
corazones a la luz que viene de lo alto”. Pues bien esa luz que viene de lo
alto se expresa en una cruz, y solo puede ser comprensible desde una cruz.
Porque la cruz, como hemos visto, habla de la realidad insoslayable de nuestro
carácter contingente y finito. La cruz habla del drama inserto en la misma
realidad de la existencia. Pero esa cruz asumida libremente muestra el dolor
compartido, el sufrimiento asumido, el cáliz del mal bebido por el mismo
Dios. “Cargó sobre sus hombros el dolor, el sufrimiento, el pecado del hombre” profetizo
Isaías. La Cruz, junto a toda la realidad cruciforme, es
transfigurada en el mismo Crucificado transformándose en el signo
del amor de Dios a su criatura, a toda de la creación pero de modo infinito
al hombre. La cruz no es la realidad elocuente de un Dios muerto como
gritara el profeta nietzscheano, no supone el abandono o el silencio de Dios,
ni la maldición de la condición humana, sino la gran palabra de misericordia
que viene de lo alto. Es la respuesta al mal y al pecado, al sufrimiento
y la muerte, en la respuesta al grito desesperado de Job. Dios nos ha juzgado
en una cruz amándonos.
Siendo
así que en la historia de la salvación se nos ha ido desvelando un Dios
misericordioso, es en la historia de Jesús donde esta revelación adquiere una
profundidad insospechada más allá de toda lógica humana. Israel en su
propia historia fue descubriendo que la misericordia no era una realidad
abstracta. En la historia de Jesús esto adquiere proporciones abisales,
incomprensibles. Aquí se hace añicos toda la lógica racional y se desvela una
extraña lógica que nos habla de un abismo de amor que nos desborda totalmente.
“Todo comenzó con un encuentro”, según la
frase elocuente de Schillebeeckx. El recuerdo de su enseñanza y su trato con la
gente, transmitida por los discípulos y conservado por las comunidades que
creyeron en Él, quedó escrito en forma de diversos evangelios, éstos presentan
un fascinante retrato de una persona vibrante, apasionadamente enamorada de
Dios, que acentuaba el cuidado que Dios dispensaba a todos. A la luz de la
Pascua, los discípulos comenzaron a entender que Jesús había corporeizado
los modos de ese reinado de un modo intensamente original. Como sostuvo
Gregersten, la interpretación estaba clara:” si éste es Dios, así es
Dios”. Su historia inscribe en el tiempo la revelación del corazón de Dios. La
vida de Jesús fue un despliegue de amor y de misericordia frente a la miseria
humana, con todos aquellos que tenían necesidad de amor y compasión, de sostén
y de ayuda, de comprensión y perdón, lo que le llevó a enfrentarse a la
estrecha y hostil mentalidad ambiente con tal de hacer el bien y sanar (Hb 10,
38). Aquellos hombres comprendieron que la sabiduría de Dios en Jesús
había venido hasta nosotros, que en adelante la gloria de Dios no podía ser
vista junto a la carne ni a través de la carne, sino en la carne y en ningún
otro lugar .“El clímax de la historia de la salvación, nos dirá Rahner,
no es la separación del ser humano en cuanto espíritu respecto a la tierra para
llegar a Dios, sino el descenso de Dios al mundo y su irreversible entrada en
él, el advenimiento del logos divino a la materia, de modo que esta se
convierte en una realidad permanente en Dios”.
Pero
miremos ahora el precio exigido por la fidelidad de Jesús: “Tanto amo dios al
mundo que nos dio a su hijo unigénito”. Abandonado, torturado, agonizando en
una humillante cruz…una crucifixión histórica, impredecible, injusta,
consecuencia del pecado humano. Jesús no solo está compartiendo la suerte de
los Crucificados de la historia sino inclinándose ante el infeliz destino de
todo hombre. El acontecimiento de Getsemaní y el Viernes Santo introducen en la
historia de la revelación del amor misericordioso de Dios un cambio
fundamental: El que pasó haciendo el bien, el que mereció la más grande de las
misericordias no la obtiene. A Cristo que sufre de un modo real y terrible en
Getsemaní, que se dirige en el Gólgota al Padre, aquel Padre cuyo amor ha
predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado en todas sus obras,
a Él no se le ahorra el sufrimiento. “A quien no conoció el pecado, dirá
San Pablo, Dios le hizo pecado por nosotros”, aquí se resume el misterio
de la cruz. Justamente aquí se revela de modo definitivo e incomprensible el
amor y la misericordia de Dios. Esta es la justicia de Dios, su lógica que
brota del amor.
Que
el ser humano Jesús padeció la muerte agónica en la cruz es un dato histórico,
que en este acontecimiento fue Dios quien sufrió y murió es un dato de fe, una
afirmación realizada sobre la base de la encarnación: si este es Dios, entonces
así es Dios. Dios sabía del sufrimiento de las criaturas, este conocimiento es
parte permanente de la relación de inhabitación (presencia) que el Espíritu
mantiene con el mundo. Lo que es nuevo a la vista de la cruz es la
participación divina en el dolor y la muerte desde dentro de la carne. El Dios
encarnado conoce ahora el sufrimiento por experiencia personal (Moltman).
Walter Kasper describe cómo el sufrimiento y la muerte de cruz, ese
acontecimiento inesperado e indecoroso, es ya la insuperable definición de
Dios. En el calvario se burlaban de él, “Si eres el hijo de Dios baja de
la cruz” (Mt 27,40). Pero en verdad era lo contrario: precisamente porque era
el Hijo de Dios, Jesús estaba allí en la cruz, fiel hasta el final al
designio de amor del Padre. Dios sufre por amor y a causa del amor, que es
sobreabundancia de su ser. Desde luego, como señala Kasper, es necesario ser
omnipotente para poder amar de ese modo. Cuando Jesús clamó“¡Dios mío!¡ Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?”Ese horrífico grito que puso fin a su vida
descendiendo al fondo del abandono de Dios, nos aseguraba que ya nadie tendría
que vivir, sufrir, morir abandonado de Dios, ya que la presencia divina estará
siempre allí. Dios, a través de su hijo, sufrió primero y estará para siempre
cerca de nosotros en nuestros sufrimientos, esta es la cima de su poder, sufrir
con y por nosotros como señaló Benedicto XVI, recogiendo de alguna manera la
expresión de Santo Tomás que afirmaba que Dios manifestaba especialmente
su omnipotencia en la misericordia. Es la cruz la que nos hace comprender las
raíces profundas del mal que ahondan en el pecado y que llevan a la muerte, y
además se convierte en el signo histórico y escatológico de la victoria del
amor y de la renovación de las personas sobre la muerte. Hay pecado, cómo
no, sufrimiento y muerte, cómo negarlo, pero la muerte ya ha sido vencida en la
cruz y ya alborea el nuevo día, pues el mal ha sido vencido, la muerte
derrotada y, como dice el Papa Francisco algo muy, muy importante ha sucedido,
por medio de Cristo en la cruz se nos ha devuelto la esperanza, ¡la cruz es
nuestra única y verdadera esperanza!.Esta es la gran noticia que anuncian los
discípulos de Jesús, el binomio muerte pecado ha sido vencido, es la aurora de
la resurrección. Cuando recordamos la cruz, su pasión y su muerte, nuestra fe y
esperanza se centra en el resucitado, en la tarde de aquel día primero después
del sábado. La cruz no decretaba el fracaso de Jesús, era todo lo contario, era
la victoria.
¿Qué
significa creer en el Crucificado que Dios ha resucitado? , algo tan claro que
la propia lógica de Dios, o sea la misericordia, se convierte para los
discípulos de Jesús en su propio programa de vida. Creer en el Hijo Crucificado
significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más
fuerte que todo tipo de mal. Creer que el hombre, la humanidad y el mundo viven
en una auténtica historia de salvación que tiene su final en el gran abrazo de
Dios. Supone, pues, creer en el amor y en la misericordia que es la
dimensión indispensable del amor. Es ser impulsados hacia los demás no como
simple gesto de solidaridad sino porque Cristo se hace presente en el hombre
caído, en el hombre que sufre, pues “cada vez que fuimos misericordiosos con
alguien fue con el mismo Cristo con quien tuvimos misericordia”. Esta es la
síntesis de la Buena Nueva.
Esto
no puede proceder de un conocimiento teórico, Cristo no padeció teóricamente,
aquello no fue un Viernes Santo especulativo, el murió por nosotros, se entregó
por nosotros, para librarte de la muerte. Fueron las miserias del hombre, los
pecados del hombre, los dolores del hombre, los tuyos y los míos los que le
llevaron a la cruz y los estuvieron clavados en ella. Y solo viviendo esa
realidad podremos experimentar la misericordia de Dios, como aquel joven de la
parábola que cae convertido ante el amor incondicional del Padre que transforma
el juicio en misericordia y fiesta. Solo podremos experimentar la misericordia
y el amor de Dios en la experiencia de nuestra debilidad y miseria, en nuestra
radical humildad. Dios sale siempre a nuestro encuentro, solo es necesario un
pequeño paso hacia Dios, o al menos el deseo de darlo, como nos enseña el papa
Francisco en un encantador librito: “El nombre de Dios es misericordia”. La
respuesta del Papa viene tras la cuestión que le plantea el entrevistador al
citar la novela de Bruce Marshall “A cada uno su denario”. La escena se
desarrolla en la II guerra mundial, el abad Gastón está confesando a un joven
soldado alemán condenado a muerte, le pregunta sobre si le pesan sus pecados.
El joven contesta honestamente diciendo que en las mismas circunstancias
volvería a caer en ellos. El padre Gastón busca un resquicio para poder
absolverle y le pregunta: ¿Al menos te pesa que no te pesen? Esta es una vívida
imagen del Dios que aprovecha la mínima oportunidad para ofrecernos su
misericordia. Es en esa fragilidad de ánforas agrietadas donde podremos sentir
la mirada compasiva de Jesús.
De
qué modo tan sublime lo expresó San Juan de la Cruz en el canto “En solo
aquel cabello”, quien comentándolo nos decía:“El mirar de Dios es amor”, si Él,
por su misericordia, no nos mirara y amara primero… y se abajara, ninguna presa
hiciera en el vuelo del cabello de nuestro bajo amor”. Nuestro amor es
comparado al vuelo de un simple cabello que cae sobre los hombros, basta ese
pequeño cabello para que Dios se prende de nosotros: “En solo aquel cabello /que en mi cuello volar
consideraste / mirástele en mi cuello /y en él preso quedaste, /y en uno de mis
ojos te llegaste” (Canto 22)
Arlen
Grey descubrió que había una octava palabra, el terrible grito final, que fue
el último sonido que salió de su boca. Su dramática reflexión expresa la
enseñanza bíblica : “De repente comprendí que este último estertor de Jesús
reunió todo el sufrimiento de la tierra a lo largo de todas las épocas, lo
envolvió y lo presentó ante el trono celestial, no con abundancia de palabras,
sino en un paquete sagrado que contenía los pesares, sufrimientos y sueños
perdidos de toda la creación, todos los pueblos , todos los tiempos , todas las
condiciones; y los llevo directamente al palpitante y amoroso corazón de la
Trinidad viva, donde ahora se halla. Jesús grita; y él lleno de gracia y
verdad, tomó así su suplicio y todo suplicio, transfigurándolos en un medio
para tocar a Dios”.
En
el año 2013, en Copacabana (Brasil), ante millones de jóvenes, el Papa nos
hablaba de una antigua tradición de Roma, nosotros podemos recordarla por la
adaptación cinematográfica de la obra de Sienkiewiz “¿Quo Vadis?”. Pedro sale
de Roma ante el peligro que suponía la persecución de Nerón y se encuentra con
el Señor, en la vía Appia. Pedro le pregunta:”Domine, Quo Vadis?”.(¿Dónde vas
Señor?). El Señor le contesta que vuelve a Roma, con sus amigos, sus hijos, sus
discípulos, que vuelve con ellos a ser Crucificado. Pedro comprende, en este
momento, que hay que seguir a Jesús hasta el final. Que el camino de la cruz
siempre nos acompañará, pero que ésta es preludio de la resurrección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario