martes, 25 de enero de 2022

APORTACIÓN DE LAS COFRADÍAS A LA IGLESIA

                     

 

APORTACIÓN DE LAS COFRADÍAS A LA IGLESIA

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

 

Presidente de la Comisión Diocesana de Religiosidad Popular y Delegado Diocesano de la Junta de Hermandades y Cofradías

 

 

 

Las cofradías y hermandades son una realidad eclesial, de naturaleza asociativa. Los miembros son, pues, fieles cristianos y, por tanto, mayoritariamente laicos. Su estructura jurídica es asociativa, no constituyendo en sí mismas una institución jerárquica, y se gobiernan por sus propios estatutos, que han de ser aprobados por la correspondiente autoridad eclesiástica.

Comparten con todas las formas de asociación en la Iglesia la búsqueda de la perfección cristiana de sus miembros, así como la promoción y la participación en la vida y misión de la Iglesia. Cada cofradía, se define por algún aspecto de esta vida de la Iglesia, a cuyo cuidado o realización se siente especialmente llamada.

Toda asociación canónica surge, por supuesto, de la voluntad libre de sus miembros; pero implica también siempre una llamada, una particular gracia de Dios, que hace nacer en diferentes momentos históricos estas variadas formas de vida y comunión eclesial para bien de los fieles y de la misión de la Iglesia. Las iniciativas asociativas de los fieles –y las cofradías– han de ser consideradas, por tanto, como una contribución importante para la realización del ser cristiano en cada momento, queridas por Dios.

Pues la vida de estas asociaciones es expresión de la naturaleza comunional misma de la Iglesia, y en concreto, de la dinámica de vida en el Espíritu propia de todos los fieles, aunque sus formas históricas sean siempre contingentes..

De ello habla la misma palabra “cofradía”. Muestra así la novedad profunda de estas realidades asociativas, que no son expresión de las dinámicas sociales civiles, sino que implican, manifiestan y están al servicio de la peculiar realidad de fraternidad que es la Iglesia fundada por Cristo: “Porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos”,

Se corresponde pues con la naturaleza más íntima de las cofradías el dejarse interpelar precisamente por la situación actual de la vida y de la misión de la Iglesia en nuestro mundo.

Debemos partir de una constatación sobre nuestra sociedad: No existe ya un tejido social hecho de valores cristianos, que hasta hace poco se daba por descontado. Es necesaria una “nueva evangelización”, porque la fe ha perdido fuerza en nuestras vidas e incluso resulta muchas veces desconocida en sus contenidos esenciales. Los fieles cristianos mismos tendemos a vivirla privadamente, sin la alegría y la audacia propias del creer en Jesucristo, sin mucha capacidad de comunicación.

En esta situación histórica, participando de la marcha de la Iglesia en estos momentos, ¿qué pueden significar más específicamente las cofradías, qué pueden aportar?

Conviene considerar, en primer lugar, la significación de la dimensión asociativa como tal de las cofradías para la vida de fe de los cofrades; pues el bien de sus miembros es siempre finalidad primera de toda asociación de fieles.

Los frutos de esta vida asociativa son de dos géneros: los derivados de asumir así el propio ser cristiano con un gesto personal y libre; y los provenientes del fin y de la actividad específica de la asociación, en este caso la devoción viva por el misterio de la pasión redentora de Cristo.

Así pues, ser miembro de una cofradía significa en primer lugar una forma concreta de participación en la vida de la Iglesia. Establece un vínculo que reafirma la propia relación con la Iglesia, y ello es en sí mismo un bien. Pues el ser cristiano no puede quedarse en lo abstracto, sino que necesita formas de realización, relaciones vividas, experimentables. Esto es de particular valor en el momento presente, en que la relación del fiel con la Iglesia como “pueblo de Dios” concreto y visible, como comunidad viva, no puede ya darse por descontada. De modo que la salvaguardia por las cofradías de su identidad más propia, cristiana y eclesial, es ya un servicio primordial para la fe de sus miembros.

Esta dimensión eclesial primera de las cofradías se ha expresado también en su preocupación por la vida espiritual, e incluso temporal, de sus cofrades. Esto ha significado, por ejemplo, el interés en que los participantes en las “estaciones de penitencia” se confiesen y comulguen, en la visita a los hermanos enfermos, en que reciban los últimos sacramentos, con frecuencia en la existencia de sufragios por los miembros difuntos; e incluso en el auxilio en especiales necesidades de naturaleza más temporal. Esta dimensión de caridad y solidaridad, de atención a los necesitados, ha podido tener gran importancia en la historia de algunas hermandades.

Al mismo tiempo es verdad, sin embargo, que las cofradías no se identifican con el todo de la Iglesia ni de la vida cristiana de los fieles.

Las cofradías de Semana Santa, brotan de un especial sentido de la fe del pueblo cristiano, que mira con devoción grande el misterio de la redención cumplido por nuestro Señor en la Cruz.

Son realidades del segundo milenio, enraizadas en la Edad Media y desarrolladas sobre todo a partir del siglo XVI. Tienen en común con la fe de los primeros siglos la defensa de la figura de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre; pero responden a las preguntas modernas, agudas tras la “reforma” del siglo XVI: ¿dónde encuentro a un Dios misericordioso? ¿quién es Jesucristo para mí? ¿cuál es su victoria sobre el mal?

La sensibilidad por la Encarnación, manifestada en la contemplación de todos los aspectos del camino que hace humanamente el Señor Jesús por nuestra redención, está en el centro de la fe cofrade. En los padecimientos, en la paciencia infinita, en los sacrificios cumplidos por nosotros hasta el final, ven los fieles la grandeza incalculable del amor de Cristo por nosotros, comprensible, visible y conmovedora –sobre todo para quien se sabe parte del mundo pecador y causa de sufrimientos.

Ver y sentir de nuevo el drama de la pasión y de nuestra salvación en sus manifestaciones principales, percibidas en toda la densidad de la experiencia humana –de dolor y de amor inmenso– del Hijo de Dios, es una verdadera salvaguarda de la fe del fiel cofrade.

La fe adquiere así un realismo extraordinario, tanto en referencia al Dios en quien creemos, al que confesamos hecho hombre y Salvador; como con respecto al mundo y al hombre, al fiel cristiano, que se reconoce pecador, llamado al cambio, a la penitencia y al amor verdadero, es decir a la conversión.

En nuestra época es especialmente relevante seguir afirmando la fe en Jesucristo, es decir, percibiendo el significado de su humanidad, en la que Dios se revela y nos salva. Pues existen multitud de presentaciones de su figura que, con la excusa del conocimiento histórico, interpretan a Jesús al final como un hombre más en la historia del mundo.

El Vaticano II respondió ya a estas formas modernas de pensamiento –desarrolladas sobre todo al hilo del racionalismo y de filosofías e ideologías de los siglos XIX y XX–, mostrando cómo en Jesús tiene lugar la comunicación de sí definitiva que Dios hace a los hombres, manifestada sobre todo en la obra de la Pasión. No obstante, la lucha por la comprensión de la persona histórica de Jesús sigue muy viva en nuestra sociedad, ya no sólo en los debates científicos, sino también con los grandes medios actuales de comunicación.

En este contexto, se comprende la actualidad plena de la vocación cofrade y el servicio que puede prestar a la salvaguardia y a la comunicación de la fe en Jesucristo. Este es, por otra parte, el camino adecuado para poder conservar la fe en Dios, tan puesta en cuestión y tan expulsada de la vida en nuestro tiempo. Hoy día, en efecto, es convicción de muchos que Dios no existe y, en todo caso, que no cambiaría nada la vida.

Comprender el amor de Dios es posible contemplando al Crucificado y Resucitado. Y ello hace posible creer verdaderamente en Dios, sabiendo que no cuestiona, sino que crea y defiende la libertad de cada uno, llamándonos a la tarea de la vida, a la dignidad del amor. La fe en Cristo, propia de una cofradía auténtica, enseña al mismo tiempo, cuál es la dureza del pecado, la frialdad del desamor en el hombre, la tendencia hacia la muerte, que han de ser vencidas para que la vida cambie, para que el hombre, su corazón y su alma, se salven. El hermano cofrade sabe muy bien y testimonia con su presencia pública que la fe en Dios, que nos ha amado así, ilumina y cambia la vida profundamente.

Este es, pues, el testimonio de fe que las cofradías dan en la actualidad, el que deben cuidar por encima de todo, su contribución más específica: la fe y el amor verdadero por Aquel a quien llevan en su “paso”. Y así encontrarán las cofradías la razón permanente de su vida y de su unidad.

jueves, 20 de enero de 2022

ORACIÓN A LA VIRGEN DE LOS DESAMPARADOS EN EL 156 ANIVERSARIO DE “LAS PROVINCIAS”

                 

 

 

 

 

 

ORACIÓN A LA VIRGEN DE LOS DESAMPARADOS

EN EL 156 ANIVERSARIO DE “LAS PROVINCIAS”

 

 

 

Madre de Dios y Madre nuestra, Madre de los Desamparados:

Gracias por visitar nuestro lugar de trabajo.

Tú nos has puesto en el camino para ser misioneros de tu luz y tu verdad;

concédenos el don de satisfacer en todos los momentos la nobilísima necesidad

de la inteligencia por conocer la verdad del acontecer humano.

Para que al hacerlo con respeto y oportunidad,

estemos ensanchando cotidianamente los dominios de la Verdad

 y preparando a las voluntades los dominios al servicio del bien.

Que lleguemos a ser desde las columnas de nuestro periódico

esos maestros, eso obreros, esos soldados, esos hermanos del pueblo

de cuya misión se espera orientación y enseñanza.

Desde nuestro lugar de trabajo hemos vuelto nuestros ojos hasta tu imagen,

Tú, que te consideraste la humilde esclava del Señor,

que dijiste “sí” al plan de Dios en tu vida,

nos enseñas a ponernos confiadamente en las manos de nuestro Padre.

Tú, que serviste a Isabel, nos enseñas a servir a todos los hombres nuestros hermanos.

Tú, que buscaste y hallaste a Jesús en el templo,

nos enseñas el sendero hacia el que es Luz del mundo;

Tú, la mujer atenta a las necesidades de los novios de Caná,

nos enseñas a fijar nuestra atención en los más necesitados.

Tú, que estabas de pie ante la Cruz de tu Hijo,

nos enseñas a no desesperar ante las dificultades que vamos encontrando.

Te pedimos, Madre de los Desamparados, que nos protejas, que guardes a tu pueblo,

que veles por todos y cada uno de nosotros.

Haz que nuestras columnas periodísticas defiendan las causas nobles de nuestro pueblo.

Haz que informemos para orientar.

Que critiquemos para construir.

Que provoquemos la risa con el fin trascendente de evitar el llanto.

Haz que nuestro trabajo esté inspirado en la Luz de la Verdad

y en la ley de la Justicia;

para que así, logremos hacer ágil lo que es sólido,

hacer atractivo lo que es serio,

hacer alegre lo que es Santo y dar a las Verdades Eternas

el aire de sorpresa apasionante de las últimas noticias.

Entonces, Señora y Madre de los Desamparados,

Tu que fuiste oyente de aquel que dijo ser el Camino, la Verdad y la Vida,

esperamos nos concedas todo aquello que pueda realizar nuestra misión de periodistas.

 

(Valencia 22 de enero de 2022)

 

Antonio DÍAZ TORTAJADA

Sacerdote-periodista

 

 

PLEGARIA QUE SE LEYO EN LA REDACCIÓN DE “LAS PROVINCIAS” CON MOTIVO DE LA VISITA DE LA IMAGEN

martes, 18 de enero de 2022

             

2 de febrero

 

 

LA CANDELARIA O LA FIESTA DE LA LUZ

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

 

La conmemoración litúrgica de la Presentación de Jesús en el Templo y la purificación de María, es una de las celebraciones cristianas más enraizada en la religiosidad popular de nuestros pueblos, llamada Candelaria, fiesta de las Candelas o fiesta de la luz, es una fiesta popular católica, advocación mariana muy arraigada de España así como en Hispanoamérica.

Qué duda cabe que en nuestra religiosidad popular la Virgen María ocupa un lugar de gran relieve.

Dice una canción popular:

“Cuarenta días Señora estuvisteis recogida/en el portal de Belén guardando la ley divina./No viene a lavar sus manchas la sin mancha concebida/viene a cumplir con la ley que Dios puso a las paridas.

María como es tan pobre no le ofrece a Dios cordero/que le ofrece dos palomas como reza el Evangelio./El corazón de la Virgen fue partido de dolor/al oir la profecía del anciano Simeón”

Esta fiesta siempre ha tenido un marcado carácter popular. Los fieles, de hecho asisten con gusto a la procesión conmemorativa de la entrada de Jesús en el templo y de su encuentro, ante todo con Dios Padre, en cuya morada entra por primera vez, después con Simeón y Ana.

Esta procesión, que en Occidente había sustituido a los cortejos paganos licenciosos y que era de tipo penitencial, posteriormente se caracterizó por la bendición de las candelas, que se llevaban encendidas durante la procesión, en honor de Cristo “luz para alumbrar a las naciones”.

Además las comunidades cristianas son sensibles al gesto realizado por la Virgen María, que presenta a su Hijo en el Templo y se somete, según el rito de la Ley de Moisés, al rito de la purificación. En la religiosidad popular el episodio de la purificación se ha visto como una muestra de la humildad de la Virgen, por lo cual, la fiesta del 2 de febrero es considerada con frecuencia la fiesta de los que realizan los servicios más humildes en la Iglesia.

La primera noticia de esta conmemoración nos la da Egeria en su peregrinación a Jerusalén a finales del siglo IV. Se llamaba “Quadragesima de Epiphania” porque entonces se celebraba aún el nacimiento también el seis de enero, es decir, el catorce de febrero.

Junto a la Presentación del Señor como primogénito, motivo central de la fiesta pese a su título mantenido hasta la última reforma del calendario romano, en la que también María cobra una importancia especial por la profecía de la espada, va pareja la purificación de María, pues toda mujer que pariera un varón debía presentarse para su purificación acaba la cuarentena, rito al que se somete por humildad. Ambas ceremonias se reseñan y aparecen en Lucas 2, 22: “Cumplidos los días de la purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor”.

Desde Jerusalén esta fiesta se fue extendiendo por Oriente. En Constantinopla, donde se celebraba ya a principios del siglo VI, tenía ya esta fiesta un carácter mariano muy marcado, pues se invitaba en ella a recurrir a la intercesión mariana y la corte imperial la celebraba en el templo mariano de la Blancherna.

El Emperador Justiniano I, en agradecimiento por atribuir a la intercesión mariana el cese de una epidemia, en el 542 extendió su celebración a todo su Imperio como día festivo. Se trasladó al dos de febrero porque la Navidad ya había sido fijada el veinticinco de diciembre.

Originalmente, la fiesta de la Candelaria se llamaba “Ipapante”, palabra griega que significa encuentro, en referencia al encuentro entre Jesús, María y José,y Simeón y Ana en el templo. Se ha atestiguado desde el siglo IV, en Oriente, y posteriormente, gracias al Papa Sergio I, también se extendió en Occidente.

A Roma la debieron llevar los monjes bizantinos. Según el “Liber Pontificalis”, la fiesta de la Purificación, a la que, según la ley mosaica tuvo que someterse María, se celebraba ya en Roma con carácter mariano en el pontificado de Sergio I (687-701), de origen sirio.

El título de Purificación aparece por primera vez en el “Sacramentario Gelasiano” (siglo VIII), y se cree de procedencia galicana, aunque este tema no desempeña papel alguno en los textos eucológicos que se centran en la figura de Jesús, aunque pasó al Misal Romano, hasta la reforma de 1969, en que pasó a denominarse de la Presentación del Señor.

San Cirilo de Alejandría, a principios del siglo V, ya habla de las candelas. En Roma aparece ya la procesión de los cirios en el Orden de San Pedro, del 667, que es ratificada por el citado Sergio I, por lo que la fiesta recibe el nombre popular de Candelaria. El origen de las luces quizá provenga de que estas procesiones eran nocturnas.

Esta procesión en Roma tenía un marcado carácter penitencial, pues la comitiva pontificia iba descalza, con ornamentos primero negros y luego morados, color que se conservó hasta la reforma de 1969. Debió adquirirlo, lo que se cree a partir de Beda, como desagravio por los Amburbalia, fiesta pagana de purificación de la ciudad, que consistía en recorrer la muralla procesionalmente llevando las víctimas a sacrificar una vez acabado el itinerario, celebrada por última vez el 394. Aunque era una fiesta movible, se solía celebrar en febrero.

La primera bendición de las candelas se remonta a finales del siglo IX y era precedida de la bendición del fuego como en la vigilia pascual: se interpreta como una fiesta de la luz como símbolo de Cristo, basándose en la profecía de Simeón: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.

La bendición solemne de las candelas empezó en la Iglesia galicana en el siglo X, y de ahí se fue difundiendo con lentitud. En Roma se documenta por el “Sacramentario” de Padua, en una adición del mismo siglo X. En la Península Ibérica, ya presente en el siglo XI, y después por el resto de Europa.

Esta fiesta conocida popularmente como la “Candelaria” tiene un alto componente de religiosidad y fervor popular, cuyas raíces se entroncan con la siembra de la fe de muchos de nuestros pueblos con siglos de vivencia de fe y de amor respetuoso hacia la Santísima Virgen. Es una de las celebraciones cristianas en las que la religiosidad popular ha introducido desde antiguo muchísimas costumbres y tradiciones: como el usar velas, luces o candelas para significar que Cristo es luz; presentar niños en el templo como hicieron los padres de Jesús en su tiempo; suelta de palomas como en la ofrenda que llevaron entonces José y María al anciano sacerdote Simeón…

En muchos pueblos los niños nacidos en el último año son presentados a la Virgen y se bendicen a las madres poniendo de manifiesta la antigua bendición “post partum” La bendición post-parto es un momento especial de la madre con Dios, y sería una hermosa práctica volver a hacerla propia.

La fiesta de la Presentación del Señor y Purificación de María conserva un carácter popular, tanto en lo religioso como en lo culinario. Sin embargo es necesario que esta fiesta responda verdaderamente al sentido auténtico de la misma.

No resultaría adecuado que la religiosidad popular, al celebrar esta fiesta se olvidase el contenido cristológico, que es el fundamental, para quedarse casi exclusivamente en los aspectos mariológicos; el hecho de que deba “ser considerada como memoria simultánea del Hijo y de la Madre” no autoriza semejante cambio de la perspectiva; las velas, conservadas en los hogares, deben ser para los fieles un signo de Cristo “luz del mundo” y por lo tanto, un motivo para expresar la fe.

 

 

miércoles, 5 de enero de 2022

SAN ANTONIO ABAD, ENLAZA CON NUESTRO TIEMPO

 

 

SAN ANTONIO ABAD, ENLAZA CON NUESTRO TIEMPO

 

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

San Antonio, San Antonio Abad, o San Antón, está integrado dentro de lo que se podría tomar como el estrato antiguo de santos de devoción cristiana bien enraizado en la religiosidad popular.

La historia de las devociones populares es una historia de desplazamientos de objetos de devoción hacia unas u otras figuras de santos o advocaciones cristológicas o marianas. Tal vez, mucho más viejas que la propia referencia cristiana que el santo proporciona, sean las prácticas festivas asociadas al santo que se suponen procedentes de celebraciones paganas anteriores.

Entre esas prácticas se encuentra el culto al fuego. Sin embargo es más que probable, que la celebración a este santo no sea la única que haya recogido los cultos al fuego (o del fuego) pues es sabido que prácticas rituales con tratamientos variados del fuego están muy repartidas a lo largo del año, bastante más que en relación con las transiciones solsticiales o equinocciales. Inevitablemente salta aquí la cuestión de las supervivencias y se cruza con la siempre mal tapada irrupción del paganismo en los cultos cristianos. Pero ambas cuestiones no pueden ser resueltas tan sólo con las referencias en torno a una manifestación festiva como ésta y han de dejarse una vez más en suspenso.

Según Julio Caro Baroja, las vidas de los santos son la “parte narrativa que ilustra la parte dogmática”, aquella que se expresa tanto en los decretos de la Iglesia como en los textos de teología.

El desierto estuvo presente en la historia del pueblo judío desde el abandono de Egipto, con sus posteriores cuarenta años de marcha por el desierto hasta Israel. Y también en las profecías: “Voz que clama en el desierto: Preparad el camino al Señor; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane” Así hablaba el profeta Isaías, y así continúa Cristo, cuando acude al encuentro con Dios mediante la oración en las montañas. Lo que diferencia al monje eremita de cualquier otro cristiano es la energía desplegada en su esfuerzo o la perfección que el monje trata de expresar en su vida cotidiana.

Los orígenes del monacato y de sus características primeras son oscuros. No obstante, debemos señalar el extremo rigor de las primeras prácticas de las comunidades cristianas que fueron configurándose en núcleos poblacionales pequeños o en verdaderos yermos. Especialmente, en Egipto. Fue en los desiertos de la Tebaida donde el propio san Antonio se retiró y predicó sin ser visto. El monacato como idea o concepto fue obra de san Atanasio, obispo de Alejandría y primer “hagiógrafo” de san Antonio: Con su “Vita Antonii” elaboró el perfil del santo anacoreta, paradigma de lo que será el monacato, del cual el obispo fue uno de sus principales hacedores. Más que una biografía propiamente dicha fue un “espejo de monjes”; intenta proporcionar a los monjes un ejemplo insigne para que lo imiten.

Pero san Antonio no fue el primer anacoreta en el sentido monástico que vivió separado de los hombres, pues el retiro espiritual era cosa muy extendida en Egipto, sobre todo entre las clases bajas de la sociedad copta, con algunas excepciones y provenientes, en general, de un mundo ingenuo, rudo, sin refinamientos de ninguna clase. Así era el propio san Antonio. Pero la extrema soledad no era tan exagerada como nos la han pintado desde entonces. De hecho, era habitual que se visitasen unos a otros. Tal es el caso de san Antonio y su visita a san Pablo de Tebas, al cual vio morir en su retiro.

Hay muchos elementos en la “Vita Antonii” de san Atanasio comunes al monacato como concepto y, una vez constituido en órdenes, como regla: El combate espiritual con los demonios, la oración continua, la importancia de la lectura [que en el caso de San Antonio no se da, pues era analfabeto] y la meditación en la vida del asceta; la armoniosa conjunción de una amplia actividad pastoral y una vida de oración y contemplación; el ascetismo como sucedáneo del martirio; el dinámico concepto de la vida espiritual como un continuo crescendo.

Llama la atención que san Antonio no leyera la Biblia constantemente durante sus soledades en el desierto, al ser analfabeto, sino que, precisamente sin conocer la Biblia más que de oídas durante los oficios religiosos, practicase dicha vida de virtud y ejemplo. Esto realza aún más la figura del santo, pues aun sin conocer a fondo los textos fundamentales del cristianismo, pasa a convertirse en modelo de santidad por su propio ejemplo, infundado, por la gracia divina. San Antonio era un “alma sedienta de Dios”.

La “Vita Antonii” presenta el monacato como un movimiento ascensional y eminentemente dinámico, que, en vez de decrecer y aquietarse con los años, se va acelerando más y más; la misma muerte aparece como el último estadio terrestre y, por así decirlo, la consumación de este perpetuo superarse.

Este carácter de ascensión tiene una clara intención escatológica de la narración, encaminada constantemente hacia ese éxtasis de la muerte que “salva” al santo de no ser un mártir, pero que, sin embargo, sí muere por Dios. Esa ascensión se plasma en las vidas de san Antonio, que comenzaron a escribirse a partir del modelo y fuente primaria de la “Vita Antonii” de san Atanasio, mediante la “tensión narrativa”, que es la que capta la atención del lector y lo hace empatizar con el santo, entrando en comunión con su vida y viéndose en él reflejado: Es el elemento que podemos denominar como carácter catárquico presente en las vidas de santos.

La “Vita Antonii” es uno de los textos cristianos más populares de todos los tiempos. Desde su composición por el obispo Atanasio en el 357 d. C., (es decir, inmediatamente después de la muerte del eremita) la obra ejerció una influencia enorme y se convirtió en un texto indispensable para la formación de todo monje que se preciara durante la Antigüedad Tardía y la Edad Media. Su legado alcanzó incluso la Edad Moderna.

La particularidad de este santo, abstracto en tanto que paradigma del santo anacoreta, aun en su soledad del desierto se nos presenta como un personaje ejemplar.

Los datos puramente biográficos de san Antonio son los siguientes: Nacido entre los años 250 y 252, cerca de Coma, Egipto, de familia cristiana y dueña de una gran propiedad, la cual vendió a la muerte de sus padres, cuyas ganancias repartió entre los pobres, tras lo cual ingresa a su hermana en un convento y él se retira al desierto, por donde estuvo vagando durante toda su vida. Primeramente, va al desierto para buscar al primer anacoreta, Pablo de Tebas, el cual, y al hilo de los procesos de beatificación y canonización posteriores, fue declarado como primer ermitaño en el catálogo de los santos, gracias al testimonio de San Antonio.

En el desierto, san Antonio es tentado con los recuerdos de su perdida y holgada vida familiar, primero, y con incitaciones eróticas por parte del diablo, que se le aparece en forma de mujer muy bella. Todas estas tentaciones soporta san Antonio mediante la firme insistencia en la oración. Tras esto, se traslada a una zona más alejada en el desierto, donde encontró unas ruinas en las que se encerró. Allí volvieron a encontrarle el diablo y sus secuaces, quienes esta vez le torturaron físicamente hasta el borde de la muerte, pero nuevamente su fe se afirma aguantando estoicamente.

Tras veinte años encerrado, se decide a marchar hacia el monte Kolzim. Allí obró milagros con personas enfermas y también con animales, lo que luego le valdría el ser asociada su figura con un pequeño cerdo que le acompañará en sus representaciones iconográficas, así como las fiebres denominadas como “fuego de san Antón”.

En el año 311, sale del desierto. Por entonces el emperador Maximino se encontraba realizando una de las últimas purgas contra los cristianos del Imperio romano. A causa de esto, san Antonio casi se gana el martirio, pues se encontraba en Alejandría consolando a los cristianos durante el traslado de unos mártires. En el 317, estando nuevamente entre las montañas del Egipto Medio, hubo de regresar a Alejandría para rebatir a los arrianos, que lo hacían partidario de su causa (no sabemos hasta qué punto esto es cierto, pues la hagiografía de san Atanasio probablemente fuese escrita con fines de legitimación eclesiástica).

La biografía de san Antonio abad -- el “Flos Sanctorum” de Villegas -- comienza con la visión que Juan narra en el libro del Apocalipsis, la promesa del Reino de los cielos a aquellos que han “salido con victoria en el suelo, en la guerra que el demonio, enemigo común, nos hace”. Una de esas victoriosas almas es la de san Antonio Abad.

El momento más importante en la vida de san Antonio fue su conversión: Siendo él y su hermana poseedores de la hacienda y los bienes legados por sus padres tras su muerte, reflexionaba sobre la lectura de los Hechos de los Apóstoles, en la que se cuenta cómo la primitiva Iglesia de Jerusalén y sus apóstoles vendían sus bienes, se bautizaban y repartían las riquezas entre los pobres; escuchó esto justo mientras entraba en la iglesia a la que solía ir, cuando el diácono estaba cantando el Evangelio, y a la sazón decía aquellas palabras que dijo Cristo a un joven: a quien [estaba] exhortando a que fuese perfecto. Si lo quieres ser, le dice, ve, y vende tu hacienda, y dala a los pobres, y ven, y sígueme”. A Antonio pareció que estas palabras iban dirigidas a él.

En este primer episodio de la vida de san Antonio, tenemos la primera hierofanía de todo el relato, manifestada no por milagros ni apariciones celestiales, sino por la palabra, demostrando con este caso que la lectura de la Palabra de Dios y la Eucaristía son parte activa de la religiosidad, llegando a convertir a ricos en pobres por propia voluntad: inmediatamente, Antonio vendió sus posesiones, dejó un poco para su hermana, la llevó a un convento de monjas y repartió el resto entre los pobres. La primera virtud, pues, del santo, está directamente conectada con la Iglesia primitiva: El voto de pobreza, la humildad, el desprecio por lo material.

La conclusión de Villegas para la vida de san Antonio es una explícita defensa de los santos: “Tienen los santos particulares privilegios de Dios para interceder por particulares necesidades y trabajos”. El particular don de san Antonio, según Tomás de Aquino y según cita Villegas, es el de repeler el fuego: “No sólo de enfermedades que tienen ese nombre, sino del infierno, librando Dios a muchos que tienen con él devoción”. Nuevamente se defiende el papel intercesor de los santos ante Dios.

San Antonio es un santo muy popular y sobre él cabe admitir que se ha focalizado de forma muy acusada la religiosidad popular. Su culto sirve como expresión muy clara de cómo las apropiaciones populares se han producido una y otra vez estimuladas por iniciativas eclesiásticas y se han desarrollado según los modos propios las prácticas propuestas, aunque eso suponga frecuentemente derivas luego consideradas heterodoxas o inapropiadas.

En ocasiones pueden haber sido tenidas como resistentes a las innovaciones por mantener otras más antiguas. Es el caso de algunas de las prácticas asociadas a este santo, como la representación del cerdo junto al santo en las imágenes, las entradas de los animales, las danzas y representaciones en recinto sagrado y con diablos, la bendición del fuego o los saltos sobre él, etc.

La “popularidad” del santo implica prácticas y creencias diversas y entre ellas un tratamiento de familiaridad que muy expresivamente trasmiten las coplas que se cantan en torno a la fiesta, pero también todo el discurso común que se intercambia en ella. Tan reveladora familiaridad se casa difícilmente con la gravedad de la representación iconográfica (un santo asceta, heroico por haber sobrevivido al desierto) y con los valores formalmente atribuidos a las imágenes y advocaciones religiosas. Del mismo modo y en relación de polaridad también se ha hecho “popular” en este caso (y en algunos otros) la incorporación de las figuras de los demonios al culto y a la celebración festiva, en una dirección bastante diferente de la presencia que tiene en el arte religioso.

Es reconocido que la fiesta tuvo sus tiempos álgidos en las poblaciones rurales antes de la industrialización del campo y muy generalmente se ha destacado que estaba llamada a desaparecer porque la reducción de los animales de trabajo y transporte en las áreas rurales llevó comúnmente a pensar que el santo se había ido quedando sin “oficio”, aun cuando en algún pueblo se mantuviera la fiesta cambiando la bendición de animales por la bendición de maquinaria agrícola. Pero es tal vez sorprendentemente una fiesta resucitada. Por doble proceso. Las mismas poblaciones que la abandonaron, más tarde la hicieron revivir, animada por un impulso revitalizador de tradiciones perdidas en busca casi siempre de aliento para una identidad necesitada de revigorización.

Y por otra parte, resucitada con la incorporación de un nuevo objeto de la protección del santo, los animales de compañía (urbanos casi todos ellos), tan extremadamente variados en su especie como variada es la intención de los dueños en hacerlos desfilar, mientras el celo eclesiástico estimula su acogida en la iglesia (el entorno de la iglesia) como un programa de acomodación a los nuevos tiempos. De los animales-útiles a los animales-adorno, san Antón no parece haber cambiado demasiado de oficio.

Y de esta forma imprevista la fiesta liga las referencias más viejas a supervivencias de pasados remotos a las modernas compañías de la soledad urbana, relaciona las viejas cofradías con las sociedades protectoras de animales y dibuja una continuidad entre la tradicional explotación ganadera y la creciente sensibilidad ecológica y de defensa de la diversidad biológica.

San Antonio no sólo hace interseccionar “naturaleza y cultura”, sino también lo santo y lo demoníaco, lo rural y lo urbano, el culto al fuego remoto y la nueva sensibilidad ecológica.