SAN
ANTONIO ABAD, ENLAZA CON NUESTRO TIEMPO
Por Antonio DÍAZ
TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
San Antonio, San
Antonio Abad, o San Antón, está integrado dentro de lo que se podría tomar como
el estrato antiguo de santos de devoción cristiana bien enraizado en la
religiosidad popular.
La historia de
las devociones populares es una historia de desplazamientos de objetos de
devoción hacia unas u otras figuras de santos o advocaciones cristológicas o
marianas. Tal vez, mucho más viejas que la propia referencia cristiana que el
santo proporciona, sean las prácticas festivas asociadas al santo que se
suponen procedentes de celebraciones paganas anteriores.
Entre esas
prácticas se encuentra el culto al fuego. Sin embargo es más que probable, que
la celebración a este santo no sea la única que haya recogido los cultos al
fuego (o del fuego) pues es sabido que prácticas rituales con tratamientos
variados del fuego están muy repartidas a lo largo del año, bastante más que en
relación con las transiciones solsticiales o equinocciales. Inevitablemente
salta aquí la cuestión de las supervivencias y se cruza con la siempre mal
tapada irrupción del paganismo en los cultos cristianos. Pero ambas cuestiones
no pueden ser resueltas tan sólo con las referencias en torno a una
manifestación festiva como ésta y han de dejarse una vez más en suspenso.
Según Julio Caro
Baroja, las vidas de los santos son la “parte narrativa que ilustra la parte
dogmática”, aquella que se expresa tanto en los decretos de la Iglesia como en
los textos de teología.
El desierto
estuvo presente en la historia del pueblo judío desde el abandono de Egipto,
con sus posteriores cuarenta años de marcha por el desierto hasta Israel. Y
también en las profecías: “Voz que clama en el desierto: Preparad el camino al
Señor; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado, y
bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane”
Así hablaba el profeta Isaías, y así continúa Cristo, cuando acude al encuentro
con Dios mediante la oración en las montañas. Lo que diferencia al monje
eremita de cualquier otro cristiano es la energía desplegada en su esfuerzo o la
perfección que el monje trata de expresar en su vida cotidiana.
Los orígenes del
monacato y de sus características primeras son oscuros. No obstante, debemos
señalar el extremo rigor de las primeras prácticas de las comunidades
cristianas que fueron configurándose en núcleos poblacionales pequeños o en
verdaderos yermos. Especialmente, en Egipto. Fue en los desiertos de la Tebaida
donde el propio san Antonio se retiró y predicó sin ser visto. El monacato como
idea o concepto fue obra de san Atanasio, obispo de Alejandría y primer
“hagiógrafo” de san Antonio: Con su “Vita Antonii” elaboró el perfil del santo
anacoreta, paradigma de lo que será el monacato, del cual el obispo fue uno de
sus principales hacedores. Más que una biografía propiamente dicha fue un “espejo
de monjes”; intenta proporcionar a los monjes un ejemplo insigne para que lo imiten.
Pero san Antonio
no fue el primer anacoreta en el sentido monástico que vivió separado de los
hombres, pues el retiro espiritual era cosa muy extendida en Egipto, sobre todo
entre las clases bajas de la sociedad copta, con algunas excepciones y
provenientes, en general, de un mundo ingenuo, rudo, sin refinamientos de
ninguna clase. Así era el propio san Antonio. Pero la extrema soledad no era
tan exagerada como nos la han pintado desde entonces. De hecho, era habitual
que se visitasen unos a otros. Tal es el caso de san Antonio y su visita a san
Pablo de Tebas, al cual vio morir en su retiro.
Hay muchos
elementos en la “Vita Antonii” de san Atanasio comunes al monacato como
concepto y, una vez constituido en órdenes, como regla: El combate espiritual
con los demonios, la oración continua, la importancia de la lectura [que en el
caso de San Antonio no se da, pues era analfabeto] y la meditación en la vida
del asceta; la armoniosa conjunción de una amplia actividad pastoral y una vida
de oración y contemplación; el ascetismo como sucedáneo del martirio; el
dinámico concepto de la vida espiritual como un continuo crescendo.
Llama la
atención que san Antonio no leyera la Biblia constantemente durante sus
soledades en el desierto, al ser analfabeto, sino que, precisamente sin conocer
la Biblia más que de oídas durante los oficios religiosos, practicase dicha
vida de virtud y ejemplo. Esto realza aún más la figura del santo, pues aun sin
conocer a fondo los textos fundamentales del cristianismo, pasa a convertirse
en modelo de santidad por su propio ejemplo, infundado, por la gracia divina.
San Antonio era un “alma sedienta de Dios”.
La “Vita Antonii”
presenta el monacato como un movimiento ascensional y eminentemente dinámico,
que, en vez de decrecer y aquietarse con los años, se va acelerando más y más;
la misma muerte aparece como el último estadio terrestre y, por así decirlo, la
consumación de este perpetuo superarse.
Este carácter de
ascensión tiene una clara intención escatológica de la narración, encaminada
constantemente hacia ese éxtasis de la muerte que “salva” al santo de no ser un
mártir, pero que, sin embargo, sí muere por Dios. Esa ascensión se plasma en
las vidas de san Antonio, que comenzaron a escribirse a partir del modelo y
fuente primaria de la “Vita Antonii” de san Atanasio, mediante la “tensión
narrativa”, que es la que capta la atención del lector y lo hace empatizar con
el santo, entrando en comunión con su vida y viéndose en él reflejado: Es el
elemento que podemos denominar como carácter catárquico presente en las vidas
de santos.
La “Vita
Antonii” es uno de los textos cristianos más populares de todos los
tiempos. Desde su composición por el obispo Atanasio en el 357 d. C., (es
decir, inmediatamente después de la muerte del eremita) la obra ejerció una
influencia enorme y se convirtió en un texto indispensable para la formación de
todo monje que se preciara durante la Antigüedad Tardía y la Edad Media. Su
legado alcanzó incluso la Edad Moderna.
La
particularidad de este santo, abstracto en tanto que paradigma del santo
anacoreta, aun en su soledad del desierto se nos presenta como un personaje
ejemplar.
Los datos
puramente biográficos de san Antonio son los siguientes: Nacido entre los años
250 y 252, cerca de Coma, Egipto, de familia cristiana y dueña de una gran
propiedad, la cual vendió a la muerte de sus padres, cuyas ganancias repartió
entre los pobres, tras lo cual ingresa a su hermana en un convento y él se
retira al desierto, por donde estuvo vagando durante toda su vida.
Primeramente, va al desierto para buscar al primer anacoreta, Pablo de Tebas,
el cual, y al hilo de los procesos de beatificación y canonización posteriores,
fue declarado como primer ermitaño en el catálogo de los santos, gracias al testimonio
de San Antonio.
En el desierto,
san Antonio es tentado con los recuerdos de su perdida y holgada vida familiar,
primero, y con incitaciones eróticas por parte del diablo, que se le aparece en
forma de mujer muy bella. Todas estas tentaciones soporta san Antonio mediante
la firme insistencia en la oración. Tras esto, se traslada a una zona más
alejada en el desierto, donde encontró unas ruinas en las que se encerró. Allí
volvieron a encontrarle el diablo y sus secuaces, quienes esta vez le
torturaron físicamente hasta el borde de la muerte, pero nuevamente su fe se afirma
aguantando estoicamente.
Tras veinte años
encerrado, se decide a marchar hacia el monte Kolzim. Allí obró milagros con
personas enfermas y también con animales, lo que luego le valdría el ser
asociada su figura con un pequeño cerdo que le acompañará en sus
representaciones iconográficas, así como las fiebres denominadas como “fuego de
san Antón”.
En el año 311,
sale del desierto. Por entonces el emperador Maximino se encontraba realizando una
de las últimas purgas contra los cristianos del Imperio romano. A causa de
esto, san Antonio casi se gana el martirio, pues se encontraba en Alejandría
consolando a los cristianos durante el traslado de unos mártires. En el 317,
estando nuevamente entre las montañas del Egipto Medio, hubo de regresar a
Alejandría para rebatir a los arrianos, que lo hacían partidario de su causa
(no sabemos hasta qué punto esto es cierto, pues la hagiografía de san Atanasio
probablemente fuese escrita con fines de legitimación eclesiástica).
La biografía de
san Antonio abad -- el “Flos Sanctorum” de Villegas -- comienza con la visión
que Juan narra en el libro del Apocalipsis, la promesa del Reino de los cielos
a aquellos que han “salido con victoria en el suelo, en la guerra que el
demonio, enemigo común, nos hace”. Una de esas victoriosas almas es la de san
Antonio Abad.
El momento más
importante en la vida de san Antonio fue su conversión: Siendo él y su hermana
poseedores de la hacienda y los bienes legados por sus padres tras su muerte,
reflexionaba sobre la lectura de los Hechos de los Apóstoles, en la que se
cuenta cómo la primitiva Iglesia de Jerusalén y sus apóstoles vendían sus
bienes, se bautizaban y repartían las riquezas entre los pobres; escuchó esto
justo mientras entraba en la iglesia a la que solía ir, cuando el diácono
estaba cantando el Evangelio, y a la sazón decía aquellas palabras que dijo
Cristo a un joven: a quien [estaba] exhortando a que fuese perfecto. Si lo
quieres ser, le dice, ve, y vende tu hacienda, y dala a los pobres, y ven, y
sígueme”. A Antonio pareció que estas palabras iban dirigidas a él.
En este primer
episodio de la vida de san Antonio, tenemos la primera hierofanía de todo el
relato, manifestada no por milagros ni apariciones celestiales, sino por la
palabra, demostrando con este caso que la lectura de la Palabra de Dios y la Eucaristía
son parte activa de la religiosidad, llegando a convertir a ricos en pobres por
propia voluntad: inmediatamente, Antonio vendió sus posesiones, dejó un poco
para su hermana, la llevó a un convento de monjas y repartió el resto entre los
pobres. La primera virtud, pues, del santo, está directamente conectada con la
Iglesia primitiva: El voto de pobreza, la humildad, el desprecio por lo
material.
La conclusión de
Villegas para la vida de san Antonio es una explícita defensa de los santos:
“Tienen los santos particulares privilegios de Dios para interceder por
particulares necesidades y trabajos”. El particular don de san Antonio, según
Tomás de Aquino y según cita Villegas, es el de repeler el fuego: “No sólo de
enfermedades que tienen ese nombre, sino del infierno, librando Dios a muchos
que tienen con él devoción”. Nuevamente se defiende el papel intercesor de los
santos ante Dios.
San Antonio es
un santo muy popular y sobre él cabe admitir que se ha focalizado de forma muy
acusada la religiosidad popular. Su culto sirve como expresión muy clara de
cómo las apropiaciones populares se han producido una y otra vez estimuladas
por iniciativas eclesiásticas y se han desarrollado según los modos propios las
prácticas propuestas, aunque eso suponga frecuentemente derivas luego
consideradas heterodoxas o inapropiadas.
En ocasiones
pueden haber sido tenidas como resistentes a las innovaciones por mantener
otras más antiguas. Es el caso de algunas de las prácticas asociadas a este
santo, como la representación del cerdo junto al santo en las imágenes, las
entradas de los animales, las danzas y representaciones en recinto sagrado y
con diablos, la bendición del fuego o los saltos sobre él, etc.
La “popularidad”
del santo implica prácticas y creencias diversas y entre ellas un tratamiento
de familiaridad que muy expresivamente trasmiten las coplas que se cantan en
torno a la fiesta, pero también todo el discurso común que se intercambia en
ella. Tan reveladora familiaridad se casa difícilmente con la gravedad de la
representación iconográfica (un santo asceta, heroico por haber sobrevivido al
desierto) y con los valores formalmente atribuidos a las imágenes y
advocaciones religiosas. Del mismo modo y en relación de polaridad también se
ha hecho “popular” en este caso (y en algunos otros) la incorporación de las
figuras de los demonios al culto y a la celebración festiva, en una dirección
bastante diferente de la presencia que tiene en el arte religioso.
Es reconocido
que la fiesta tuvo sus tiempos álgidos en las poblaciones rurales antes de la
industrialización del campo y muy generalmente se ha destacado que estaba
llamada a desaparecer porque la reducción de los animales de trabajo y
transporte en las áreas rurales llevó comúnmente a pensar que el santo se había
ido quedando sin “oficio”, aun cuando en algún pueblo se mantuviera la fiesta
cambiando la bendición de animales por la bendición de maquinaria agrícola. Pero
es tal vez sorprendentemente una fiesta resucitada. Por doble proceso. Las
mismas poblaciones que la abandonaron, más tarde la hicieron revivir, animada por
un impulso revitalizador de tradiciones perdidas en busca casi siempre de
aliento para una identidad necesitada de revigorización.
Y por otra
parte, resucitada con la incorporación de un nuevo objeto de la protección del
santo, los animales de compañía (urbanos casi todos ellos), tan extremadamente
variados en su especie como variada es la intención de los dueños en hacerlos
desfilar, mientras el celo eclesiástico estimula su acogida en la iglesia (el
entorno de la iglesia) como un programa de acomodación a los nuevos tiempos. De
los animales-útiles a los animales-adorno, san Antón no parece haber cambiado
demasiado de oficio.
Y de esta forma
imprevista la fiesta liga las referencias más viejas a supervivencias de
pasados remotos a las modernas compañías de la soledad urbana, relaciona las
viejas cofradías con las sociedades protectoras de animales y dibuja una
continuidad entre la tradicional explotación ganadera y la creciente
sensibilidad ecológica y de defensa de la diversidad biológica.
San Antonio no
sólo hace interseccionar “naturaleza y cultura”, sino también lo santo y lo
demoníaco, lo rural y lo urbano, el culto al fuego remoto y la nueva
sensibilidad ecológica.
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