martes, 25 de enero de 2022

APORTACIÓN DE LAS COFRADÍAS A LA IGLESIA

                     

 

APORTACIÓN DE LAS COFRADÍAS A LA IGLESIA

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

 

Presidente de la Comisión Diocesana de Religiosidad Popular y Delegado Diocesano de la Junta de Hermandades y Cofradías

 

 

 

Las cofradías y hermandades son una realidad eclesial, de naturaleza asociativa. Los miembros son, pues, fieles cristianos y, por tanto, mayoritariamente laicos. Su estructura jurídica es asociativa, no constituyendo en sí mismas una institución jerárquica, y se gobiernan por sus propios estatutos, que han de ser aprobados por la correspondiente autoridad eclesiástica.

Comparten con todas las formas de asociación en la Iglesia la búsqueda de la perfección cristiana de sus miembros, así como la promoción y la participación en la vida y misión de la Iglesia. Cada cofradía, se define por algún aspecto de esta vida de la Iglesia, a cuyo cuidado o realización se siente especialmente llamada.

Toda asociación canónica surge, por supuesto, de la voluntad libre de sus miembros; pero implica también siempre una llamada, una particular gracia de Dios, que hace nacer en diferentes momentos históricos estas variadas formas de vida y comunión eclesial para bien de los fieles y de la misión de la Iglesia. Las iniciativas asociativas de los fieles –y las cofradías– han de ser consideradas, por tanto, como una contribución importante para la realización del ser cristiano en cada momento, queridas por Dios.

Pues la vida de estas asociaciones es expresión de la naturaleza comunional misma de la Iglesia, y en concreto, de la dinámica de vida en el Espíritu propia de todos los fieles, aunque sus formas históricas sean siempre contingentes..

De ello habla la misma palabra “cofradía”. Muestra así la novedad profunda de estas realidades asociativas, que no son expresión de las dinámicas sociales civiles, sino que implican, manifiestan y están al servicio de la peculiar realidad de fraternidad que es la Iglesia fundada por Cristo: “Porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos”,

Se corresponde pues con la naturaleza más íntima de las cofradías el dejarse interpelar precisamente por la situación actual de la vida y de la misión de la Iglesia en nuestro mundo.

Debemos partir de una constatación sobre nuestra sociedad: No existe ya un tejido social hecho de valores cristianos, que hasta hace poco se daba por descontado. Es necesaria una “nueva evangelización”, porque la fe ha perdido fuerza en nuestras vidas e incluso resulta muchas veces desconocida en sus contenidos esenciales. Los fieles cristianos mismos tendemos a vivirla privadamente, sin la alegría y la audacia propias del creer en Jesucristo, sin mucha capacidad de comunicación.

En esta situación histórica, participando de la marcha de la Iglesia en estos momentos, ¿qué pueden significar más específicamente las cofradías, qué pueden aportar?

Conviene considerar, en primer lugar, la significación de la dimensión asociativa como tal de las cofradías para la vida de fe de los cofrades; pues el bien de sus miembros es siempre finalidad primera de toda asociación de fieles.

Los frutos de esta vida asociativa son de dos géneros: los derivados de asumir así el propio ser cristiano con un gesto personal y libre; y los provenientes del fin y de la actividad específica de la asociación, en este caso la devoción viva por el misterio de la pasión redentora de Cristo.

Así pues, ser miembro de una cofradía significa en primer lugar una forma concreta de participación en la vida de la Iglesia. Establece un vínculo que reafirma la propia relación con la Iglesia, y ello es en sí mismo un bien. Pues el ser cristiano no puede quedarse en lo abstracto, sino que necesita formas de realización, relaciones vividas, experimentables. Esto es de particular valor en el momento presente, en que la relación del fiel con la Iglesia como “pueblo de Dios” concreto y visible, como comunidad viva, no puede ya darse por descontada. De modo que la salvaguardia por las cofradías de su identidad más propia, cristiana y eclesial, es ya un servicio primordial para la fe de sus miembros.

Esta dimensión eclesial primera de las cofradías se ha expresado también en su preocupación por la vida espiritual, e incluso temporal, de sus cofrades. Esto ha significado, por ejemplo, el interés en que los participantes en las “estaciones de penitencia” se confiesen y comulguen, en la visita a los hermanos enfermos, en que reciban los últimos sacramentos, con frecuencia en la existencia de sufragios por los miembros difuntos; e incluso en el auxilio en especiales necesidades de naturaleza más temporal. Esta dimensión de caridad y solidaridad, de atención a los necesitados, ha podido tener gran importancia en la historia de algunas hermandades.

Al mismo tiempo es verdad, sin embargo, que las cofradías no se identifican con el todo de la Iglesia ni de la vida cristiana de los fieles.

Las cofradías de Semana Santa, brotan de un especial sentido de la fe del pueblo cristiano, que mira con devoción grande el misterio de la redención cumplido por nuestro Señor en la Cruz.

Son realidades del segundo milenio, enraizadas en la Edad Media y desarrolladas sobre todo a partir del siglo XVI. Tienen en común con la fe de los primeros siglos la defensa de la figura de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre; pero responden a las preguntas modernas, agudas tras la “reforma” del siglo XVI: ¿dónde encuentro a un Dios misericordioso? ¿quién es Jesucristo para mí? ¿cuál es su victoria sobre el mal?

La sensibilidad por la Encarnación, manifestada en la contemplación de todos los aspectos del camino que hace humanamente el Señor Jesús por nuestra redención, está en el centro de la fe cofrade. En los padecimientos, en la paciencia infinita, en los sacrificios cumplidos por nosotros hasta el final, ven los fieles la grandeza incalculable del amor de Cristo por nosotros, comprensible, visible y conmovedora –sobre todo para quien se sabe parte del mundo pecador y causa de sufrimientos.

Ver y sentir de nuevo el drama de la pasión y de nuestra salvación en sus manifestaciones principales, percibidas en toda la densidad de la experiencia humana –de dolor y de amor inmenso– del Hijo de Dios, es una verdadera salvaguarda de la fe del fiel cofrade.

La fe adquiere así un realismo extraordinario, tanto en referencia al Dios en quien creemos, al que confesamos hecho hombre y Salvador; como con respecto al mundo y al hombre, al fiel cristiano, que se reconoce pecador, llamado al cambio, a la penitencia y al amor verdadero, es decir a la conversión.

En nuestra época es especialmente relevante seguir afirmando la fe en Jesucristo, es decir, percibiendo el significado de su humanidad, en la que Dios se revela y nos salva. Pues existen multitud de presentaciones de su figura que, con la excusa del conocimiento histórico, interpretan a Jesús al final como un hombre más en la historia del mundo.

El Vaticano II respondió ya a estas formas modernas de pensamiento –desarrolladas sobre todo al hilo del racionalismo y de filosofías e ideologías de los siglos XIX y XX–, mostrando cómo en Jesús tiene lugar la comunicación de sí definitiva que Dios hace a los hombres, manifestada sobre todo en la obra de la Pasión. No obstante, la lucha por la comprensión de la persona histórica de Jesús sigue muy viva en nuestra sociedad, ya no sólo en los debates científicos, sino también con los grandes medios actuales de comunicación.

En este contexto, se comprende la actualidad plena de la vocación cofrade y el servicio que puede prestar a la salvaguardia y a la comunicación de la fe en Jesucristo. Este es, por otra parte, el camino adecuado para poder conservar la fe en Dios, tan puesta en cuestión y tan expulsada de la vida en nuestro tiempo. Hoy día, en efecto, es convicción de muchos que Dios no existe y, en todo caso, que no cambiaría nada la vida.

Comprender el amor de Dios es posible contemplando al Crucificado y Resucitado. Y ello hace posible creer verdaderamente en Dios, sabiendo que no cuestiona, sino que crea y defiende la libertad de cada uno, llamándonos a la tarea de la vida, a la dignidad del amor. La fe en Cristo, propia de una cofradía auténtica, enseña al mismo tiempo, cuál es la dureza del pecado, la frialdad del desamor en el hombre, la tendencia hacia la muerte, que han de ser vencidas para que la vida cambie, para que el hombre, su corazón y su alma, se salven. El hermano cofrade sabe muy bien y testimonia con su presencia pública que la fe en Dios, que nos ha amado así, ilumina y cambia la vida profundamente.

Este es, pues, el testimonio de fe que las cofradías dan en la actualidad, el que deben cuidar por encima de todo, su contribución más específica: la fe y el amor verdadero por Aquel a quien llevan en su “paso”. Y así encontrarán las cofradías la razón permanente de su vida y de su unidad.

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