sábado, 28 de mayo de 2022

ANTONIO DE PADUA, SANTO DE LOS POBRES

 

ANTONIO DE PADUA, SANTO DE LOS POBRES

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de religiosidad Popular

 

 

San Antonio de Padua es uno de los santos más populares y universales de toda la historia de la Iglesia, a pesar incluso de los siglos transcurridos. San Antonio es un santo popular; todos conocemos la inmensa “popularidad” de san Antonio, la difusión de su culto, su presencia en las iglesias, en las familias, en lugares públicos, en revistas y publicaciones, en la iconografía piadosa, las peregrinaciones en su honor. En efecto, la devoción antoniana, dada su continuidad en el tiempo, su amplísima difusión y su incidencia en la vida, es una de las expresiones más significativas de la religiosidad popular.

Es patrono e intercesor de realidades tan dispares como del hallazgo de objetos perdidos, de las novias y novios, de las madres gestantes o de los niños abandonados. Con todo, su grandeza e interpelación supera esta misma popularidad y los estereotipos que de él nos hemos forjado todos.

El don de la palabra, la sabiduría teológica, la caridad de su vida y su trato cercano, humilde y afectuoso hicieron pronto de él un fraile muy querido, a quien se atribuían y se siguen atribuyendo miles de milagros. Pero el gran milagro de san Antonio fue su predicación y su docencia, en suma, su palabra, que además no era suya sino eco de la palabra de Dios, estaba además acompañada de las obras.

La clave de la vida de san Antonio de Padua fue Jesucristo en el misterio de su Encarnación y de su infancia. Este fue el gran secreto --el milagro por excelencia-- de su vida y de su ministerio: tener a Jesús, portar a Jesús, mostrar a Jesús, acercar a Jesús, en la realidad de su pequeñez y de su grandeza, como el pan que el hombre de entonces y de todo tiempo, necesita. Y de ahí, de su “tener” y “mostrar” a Jesús surgió todo lo demás: su ciencia como profesor, su elocuencia como predicador y su incondicional servicio caritativo hacia los más necesitados.

El apostolado de la Iglesia de hoy y de siempre y de todos los santos, ha coincidido siempre en el amor a los pobres: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Este es el marco maravilloso donde se centra toda la vida, predicación, milagros y doctrina del doctor de la Iglesia: san Antonio de Padua, llamado y conocido por el santo de los milagros, a pesar de que sabemos a priori y en buena doctrina teológica, que sólo Dios hace milagros, aunque instrumentalmente puede servirse de todas las criaturas que han dimanado de sus poderosas manos.

El franciscanismo radical de san Antonio se manifiesta en su opción por la pobreza, que lo acercaba al pueblo; en su elección de una predicación popular fundamentada en un estudio profundo de la teología; en su valoración del pueblo como lugar privilegiado de la salvación; en su entrega y atención al pueblo, que prefiere las obras a las palabras, el testimonio a las explicaciones.

El hecho de que san Antonio sea aclamado con el título de “doctor evangélico” y, a la vez, se le proclame “dulce consolador de los pobres”, es signo de un mensaje de gracia.

San Antonio nos invita a leer la religiosidad popular como una experiencia religiosa que necesita ser purificada a la luz de la religiosidad pura; y, al mismo tiempo, nos invita a reexaminar la experiencia religiosa pura a la luz de la religiosidad popular.

En la exhortación “Evangelii Nuntiandi” se habla de la religiosidad popular como del ámbito donde el pueblo expresa su búsqueda de Dios, su fe, su sed de Dios, su capacidad de generosidad y de sacrificio, su comprensión de los atributos profundos de Dios (paternidad, providencia, presencia amorosa y constante). Es una piedad que no posee la exactitud lexicológica de la piedad docta, pero tampoco tiene la tentación de atribuir más valor e importancia a las palabras que a las obras, al saber que a la celebración.

Si leemos atentamente “los milagros” realizados por intercesión de san Antonio (el de la mula hambrienta, el de la predicación a los peces, el del corazón del avaro, el del pie unido de nuevo, y muchos otros que nos recuerda su hagiografía), podemos entenderlo como expresión popular de la predicación antoniana.

No hay duda de que la religiosidad popular necesita una purificación de sus puntos de referencia, que pueden manifestar deformaciones del cristianismo y hasta supersticiones, ambigüedades, pesimismo exagerado y utilización interesada de Dios. Pero, siguiendo a san Antonio, también podemos preguntarnos si nuestra religiosidad no debe ser más popular, a fin de expresar mejor nuestra minoridad, que no se limita, ni mucho menos, a la atención a los últimos.

San Antonio de Padua, a quien la Iglesia venera como “doctor evangélico”, más todavía, como “hombre evangélico”, es decir, como hombre no sólo llamado a anunciar, explicar y proponer el Evangelio, sino también, y sobre todo, a vivirlo, a convertirlo en forma y medida de la propia vida, según el estilo de la más pura espiritualidad franciscana.

El 12 de septiembre de 1982, durante su visita a la Basílica de San Antonio, en Padua, el papa san Juan Pablo II dijo: “Quisiera referirme inmediatamente a esa nota peculiar que aparece como constante en las vicisitudes biográficas de este Santo, y que le distingue claramente en el panorama, aunque tan amplio y casi sin límites, de la santidad cristiana. Antonio —lo sabéis bien—, durante todo el arco de su existencia terrena fue un hombre evangélico; y si como tal le veneramos, es porque creemos que en él se posó con particular efusión el Espíritu mismo del Señor, enriqueciéndole con sus dones admirables e impulsándole, “desde el interior” a emprender una acción que aun siendo notabilísima en los cuarenta años de vida, lejos de agotarse en el tiempo, continúa vigorosa y providencial incluso en nuestros días…”.

“Sin hacer exclusiones o preferencias, se trata de un signo, a saber: que en él la santidad ha alcanzado cotas de altura excepcional, imponiéndose a todos con la fuerza de los ejemplos y confiriendo a su culto la expansión máxima en el mundo. Efectivamente, resulta difícil encontrar una ciudad o un pueblo del orbe católico, donde no haya por lo menos un altar o una imagen del Santo”.

San Antonio sintió la fascinación del martirio, la desilusión del fracaso de su proyecto de entregar su vida en testimonio de la fe, la soledad y el anonimato, la fama inesperada y repentina, la vida consumada en una incesante entrega a los demás, la satisfacción del estudio bíblico y el agotador tumulto de las muchedumbres, la insaciable nostalgia de la contemplación, la experiencia de la Biblia como suma del saber, la alegría acrisoladora de la devoción, el reposo de las ansias en el encuentro con el Señor: Veo a mi Señor.

Al igual que Francisco, san Antonio abandonó una sociedad que le ofrecía la posibilidad de vivir otros horizontes y optó por vivir la alegría del “seguimiento de Cristo” en pobreza. Antonio canta su pobreza de auténtico pobre, “contento con el mínimo”, “deseoso del mínimo”, capaz de nutrirse y de saciarse de Dios, de basarse exclusivamente sobre la bondad de Dios, de ser feliz compartiendo la miseria del mundo. El Santo de Padua predica la pobreza sobre todo en cuanto “espíritu de pobreza” que refleja el “espíritu del Señor” y fortalece para no “vacilar en la prosperidad ni en la adversidad”, para no caer en la tentación, para denunciar la riqueza, para colmar de alegría: “El espíritu de pobreza y la herencia de la Pasión son más dulces que la miel y el panal en el corazón de quien ama de verdad”.

La pobreza de san Antonio ya no era la de la época de las cabañas de paja y barro, sino la de las moradas pobrecillas, donde, no obstante, debía seguir viviéndose la pobreza de bienes materiales, de triunfo social, de valoración de uno mismo. Se trataba, por tanto, de un itinerario evangélico en el que la pobreza material era sólo un escalón, el primero, para llegar a otras pobrezas. Refiriéndose a la pobreza, Antonio emplea una expresión muy típica y personal, concretamente habla del “oro de la pobreza”. Según Antonio “el oro de la pobreza” se opone, ciertamente, a la tentación del “estiércol de las riquezas” pero sobre todo manifiesta el descubrimiento de la fascinante aventura que conduce a la posesión de las “cosas celestiales” y al “abandono total de uno mismo en las manos de Dios”.

El tema de la pobreza es un tema sugestivo. Es un tema profundamente social, religioso y evangélico de nuestros días: “Los pobres siempre están con vosotros”. Esta es nuestra herencia, los pobres.

Antonio de Padua nace en la bella ciudad que los romanos llamaron felizmente Felicitas Julia y los fenicios Olissippo, la actual Lisboa, el 15 de agosto, festividad de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, en el año 1195. Si este es el día que vio la luz del mundo san Antonio, llamado en el mundo Fernando, su nacimiento espiritual no es menos fecundo y maravilloso; la vocación religiosa ha llamado a su alma y él ha dicho a Dios, como otro Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. San Antonio nace, espiritualmente, el día que abandona su casa siguiendo el consejo evangélico: “Vende lo que tienes y dalo a los pobres; ven y sígueme”. San Antonio es distinto del joven del Evangelio; cumple los mandamientos y da a los pobres todo lo que tiene, “toma tu cruz y sígueme”.

Su itinerario espiritual posee todos los rasgos esenciales del franciscanismo, incluida la libertad de espíritu capaz de las mayores novedades. San Antonio es un franciscano que bebe y se empapa de franciscanismo sobre todo a través de la vida de los hermanos. Su franciscanismo es fascinante precisamente porque el carisma y el ideal de Francisco los encontró encarnados y enriquecidos en la convivencia cotidiana fraterna.

Sus primeros pasos religiosos los da con los canónigos regulares de san Agustín, en el convento de san Vicente de Lisboa. Viste la librea negra, correa a la cintura y zapatos con hebilla de plata. ¡A tal señor, tal honor! Fernando, que pronto se llamará fray Antonio de Padua, pertenecía a la estirpe peninsular, sangre real de los Pelayos de la Reconquista frente a la morisma. En este convento se veía acosado por las visitas de sus familiares y cariñosos amigos de su infancia, en los que él veía un peligro para su soledad y la entrega absoluta a la misma, que él había prometido. Entonces se dirigió a sus superiores y pidió, de limosna, ser enviado al monasterio de Santa Cruz de Coimbra, donde santamente pasaba su vida religiosa entregado a la oración y al estudio. En este convento era muy apreciado y las crónicas de aquellos tiempos nos narran de prodigios maravillosos dignos de ser narrados: Deseoso un día de oír misa y no pudiendo salir de su celda, oye la campana de alzar y puesto de rodillas se abren las paredes hasta contemplar el santo la Sagrada Forma en manos del sacerdote del altar. El otro fue el siguiente: Sufriendo uno de los religiosos una de las enfermedades más graves del espíritu, le cubrió su muceta y el religioso quedó repentinamente curado. Los religiosos lo estimaban grandemente y acudían a él en sus enfermedades. ¡Los altos designios de Dios!

El Señor le tenía marcado otro camino muy distinto y otra vocación más severa y más pobre, que era la de seguir a Francisco de Asís y ser pobre. ¿Qué hechos influyeron en su nueva vocación religiosa? Un testimonio fehaciente de fe. Un día, Francisco de Asís manda a sus religiosos a predicar el Evangelio a todo el mundo. Y he aquí el hecho y lo sucedido: Francisco de Asís, el “desesperado de la pobreza”, manda un buen día a sus hijos predicar el Evangelio por todo el mundo. No tardaron en arribar a Portugal y hacerse pobres moradores en la ermita de san Antonio Abad en Olivares, los primeros franciscanos con los nombres de fray Zacarías y fray Guautthier, favorecidos y agasajados por Alfonso II y su esposa doña Urraca. Estos religiosos franciscanos tenían trato y visitaban al joven agustino de Santa Cruz de Coimbra, y hablaban largamente de cosas del espíritu. Veía en los hijos del “poverello” una mansedumbre y una humildad que lo hipnotizaba… pero no tardó en realizarse el milagro. Los hijos de Francisco de Asís pasaron a África con el deseo de derramar la sangre por Cristo y por el Evangelio. “Aquella tierra de África, colocada entre las costas de España como amenazador centinela, como alfanje perpetuamente desenvainado”.

Este pensamiento de derramar la sangre por el Evangelio lo tenía en continuo éxtasis y su espíritu se salía de sí mismo y ansiaba, también, el martirio. San Antonio ya era sacerdote y diciendo misa vio en una revelación el alma de un fraile franciscano volando al cielo, y esto fue el móvil de su vocación por la Orden Franciscana, que le costó pedir, concediéndosele, la licencia para entrar en la Orden. Este es el momento solemne en que san Antonio se hace franciscano y pide el hábito ante tanto ejemplo y tanta renuncia. ¡Antonio se hace franciscano y pobre por Cristo!

En la religiosidad popular está enclavada la devoción y el culto a san Antonio de Padua. Admitimos en buena doctrina el culto a san Antonio, su poder milagroso a favor de sus devotos y, entre todos, los más favorecidos son los pobres. ¿Cuántas clases de pobres existen dentro de la Iglesia católica, apellidada por san Juan XXIII la Iglesia de los pobres? Nos preguntamos, ¿también hay clases entre los pobres? Sí, también, pero por razón de gravedad, hay que socorrer a unos más urgentemente que a otros. Los enfermos de cuerpo y los enfermos del alma. Los enfermos del cuerpo tienen sensibilidad ante el dolor físico, y los del alma tienen que tener fe como la pecadora del Evangelio, que su amor y su fe ha arrancado del Maestro estas palabras: “Tu fe te ha salvado. Tus pecados te son perdonados”. Pobres-pobres, son los enfermos del alma, los pecadores a los que falta la amistad de Dios, más que los que carecen de pan. Luego, la pobreza puede estar en la falta económica y la mayor pobreza en una disposición interior o una actitud del alma con relación a Dios.

Como consecuencia de estas premisas, la pobreza en Israel era un mal menor que había que superar, y era también un estado despreciable porque miraba las riquezas materiales como una recompensa cierta de la gada la prueba, Dios le devolvió mayor fidelidad a Dios. No dudamos que existen pobres virtuosos; pero abundan más los perezosos y los desordenados por falta de medios y también de virtud, que a veces se convierte en ocasión de muchos pecados. Por esto decía el sabio: “No me des ni pobreza ni riqueza sino sólo lo necesario”. Los pobres deben ser considerados y tenidos en cuenta. Los profetas y los santos fueron sus defensores por antonomasia; Amos ruge contra los crímenes de Israel. Los fraudes desvergonzados en el comercio, el acaparamiento de las tierras, el esclavizamiento de los pequeños, el abuso del poder y la perversión de la justicia misma. Una de las misiones y apostolados del Mesías era defender los derechos de los míseros y de los pobres. La limosna redime y perdona los pecados. El grito de los pobres se eleva hasta los oídos de Dios. En el Nuevo Testamento se levanta un monumento al pobre y Jesús lanza el sermón maravilloso de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. Jesús es el Mesías de los pobres y el testimonio que admite Juan como fe de su llegada y contraseña, que los pobres son evangelizados. Más todavía, como prueba contundente que Jesús es un pobre: Belén, Nazaret, la vida pública de Jesucristo, la cruz, ¿no nos habla de pobreza? La pobreza de Jesús nos habla por todos los sitios, hasta su entrada triunfal en Jerusalén la hace sobre un humilde jumentillo, el que es “manso y humilde de corazón”.

Jesús pone en guardia a sus discípulos del peligro de las riquezas. El que sigue a Jesucristo no debe de llevar consigo “oro, plata ni cobre”. Los primitivos cristianos no tenían nada propio. Este pensamiento de la pobreza evangélica está galardonada y es el Reino de los Cielos de quienes la cumplen en la parábola del pobre Lázaro, frente a los despilfarros y vanidades del rico Epulón. Los ricos tienen una mina y una solución para salvarse, como dice el Evangelio por san Lucas. Hacerse amigos con el dinero de mala ley. “El que ama al pobre ama a Jesucristo”. Si alguien ve a su hermano en necesidad y le cierra las entrañas, ¿cómo morará en él el amor de Dios? San Antonio de Padua cumple a la letra esta pobreza y en su nombre se establece el pan de los pobres, y él mismo se hace pobre y quiere seguir a Jesucristo más perfectamente, y para ello sigue a Francisco de Asís, el padre de los pobres. Sus predicaciones eran maravillosas, todas llenas de milagros. Numerosos prodigios milagros acompañaban la palabra del taumaturgo en todas sus intervenciones

La evangelización nace como fruto de la gracia de haber sido evangelizados. El esquema “elegidos y enviados” es el esquema universal de la historia de la salvación. Pues la evangelización, por ser “la misión esencial de la Iglesia” es igualmente expresión de ese sacramento radical que es la misma Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo.

El evangelizador, enseña san Antonio, es un contemplador gozoso de Dios, un testigo de la “vida angélica” y de la “ciencia madura”. La “Evangelii Nuntiandi” recuerda que los “religiosos encuentran en la vida consagrada un medio privilegiado para una evangelización eficaz”.

En una Iglesia “sedienta de absoluto”, los enamorados de Jesucristo –sacerdotes, religiosos y laicos-- son los testigos privilegiados del espíritu de las bienaventuranzas y de la disponibilidad.

Si queremos que nuestra predicación sea eficaz en nuestro tiempo hemos de ser testigos silenciosos de la pobreza y el desapego, de la pureza y la transparencia, de la entrega a la obediencia. Hemos de enclavar en la sangre la tradición de la predicación del buen ejemplo. El recuerdo de la evangelización antoniana es una invitación austera a una relectura de nuestra vida a ser posible muy franciscana. Nuestra vida debe ser “observancia del santo Evangelio”, más aún, “la vida del Evangelio”

Como sabemos también, el franciscanismo ha sido provocación y locura, y lo ha sido no por nostalgia de un evangelismo radical cuanto por deseo y empeño de encarnar el “escándalo de la cruz” y de las bienaventuranzas en las diferentes culturas y en las diversas formas de religiosidad.

En el año 1231 predica en Padua toda la Cuaresma, celebra su entrevista con el fiero Ezzelino ante el cual fracasa, y agotado por sus muchos trabajos y penitencias, muere, santamente, a las afueras de la ciudad de Padua en el convento de La Arcella el 13 de junio de 1231. El 30 de mayo del año siguiente es canonizado, solemnemente, en la catedral de Espoleto, y Pío XII lo proclamó “Doctor Evangélico” de la Iglesia el 16 de enero de 1946.

La santidad de san Antonio de Padua no ha tenido opositores a lo largo de los casi ocho siglos que sucedieron a su muerte; será proclamado santo “súbito” sin que fuesen indispensables los tiempos de las diversas etapas durante los que la Iglesia católica romana somete a pormenorizado examen la vida de aquel que los fieles estiman merecedor de ese título. Su figura forma parte del culto católico romano en Europa, América, África y Asia, como lo testimonian a través de los siglos numerosos escritos; y una rápida ojeada a variadísimos lugares y ámbitos muestra que lo ha sido y continúa siéndolo en abundancia.

La opción personal por los marginados de la época y el empuje apostólico sometido a continuas pruebas fue lo que determinó la inmediatez del reconocimiento de su santidad: Atrevido con los poderosos, misericordioso con los pobres, piadoso ante todas las miserias humanas.

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