jueves, 30 de marzo de 2023

“VIA CRUCIS” VIVIDO POR SUS COPROTAGONISTAS

 

“VIA CRUCIS” VIVIDO POR SUS COPROTAGONISTAS

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de religiosidad popular

 

I Estación: Habla Pilato:

Señor Jesús: Sí, tú eres la Verdad. Yo, Pilato, te pregunté qué era la verdad, y ahora he obtenido la respuesta. Tarde, pero al fin. Aunque yo sabía bien que te habían entregado por envidia y Tú no eras reo de lo que te estaban acusando: Tú no eras enemigo del Cesar, Tú no estabas animando ninguna revuelta contra el poder de Roma. Tú eres la Verdad, y yo la tuve frente a mí, y no quise reconocerla, y preferí sucumbir a la mentira. Y he pasado a la historia como un sanguinario y un corrupto: Maté a los galileos que estaban en el templo, y me acobardé cuando me dijeron que, si no te condenaba, no era amigo del César. La carrera era la carrera y no valían escrúpulos; así que, aunque no tuve dudas de tu inocencia, e incluso mi esposa me había dicho que te dejase en paz, no tuve reparo en entregarte en sus manos para que te crucificaran “según su Ley”. Y yo me lavé las manos. Eras Tú, Jesús, el que te ibas introduciendo en mi alma, y yo sin querer darme cuenta. Fui un cobarde, pero al final te encontré: “Ecce Homo”.

 

II Estación: Habla el sayón que puso la cruz sobre los hombros de Jesús:

Señor Jesús: Ahora te he conocido y he creído en tí, y soy un hombre nuevo, pero entonces me ensañé contigo. Mi nombre lo sabes Tú y basta. Soy uno de esos sirios que nos distinguíamos por nuestra crueldad, y por eso los romanos nos empleaban para los trabajos más crueles. Yo fui de los que sacudían los látigos con los que te azotamos en el pretorio. Fue una orgía de sangre. Y convertimos tu cuerpo en un mapa de sangre y de desgarros. También tejí tu corona y te la puse en la cabeza, empujándola con la caña para que las espinas penetraran bien hondo en tus sienes benditas. Y me burlé de ti, haciéndote el saludo: ¡Salve Rey de los judíos!. Y me tocó cargarte la pesada cruz en la que todos pusimos nuestras manos, y que incluso a mí, me pareció terrible. Cegado por mi crueldad, no dejó de impresionarme tu mansedumbre. No nos insultabas, como solían hacer todos los reos. Tú eras como un manso cordero. Y se diría que, más que coger la cruz, te abrazaste a ella, con la ternura y la delicadeza con la que se abraza a la esposa, a la madre, al hijo…. Y tus ojos ¡tus ojos Señor! Tengo clavada en mi alma tu mirada. Llegue a obsesionarme, recordando tus ojos mirándome sin odio y sin rencor. Pero ahora ya no me siento inquieto como entonces. Me estabas diciendo que era por mí. ¡Era por mí por quien te abrazabas a la cruz! Y ya la Cruz no me parece tan horrible, porque yo ahora soy hijo de esa Cruz.

 

III. Estación: Habla el soldado que abría el camino:

Señor Jesús: Yo abría el camino. A tu caminar hacia el Calvario luego lo llamaron “vía crucis”. Yo era un soldado romano más de la guarnición de Jerusalén. Tú conoces mi historia. Envilecido y embrutecido me tocó conducirte hasta el suplicio. No era algo agradable, aunque a fuerza de repetirlo, me había insensibilizado. ¡Había llevado a tantos! Pero tu caminar hacia el Calvario fue distinto. Los judíos hablaban de ti. Opiniones divididas, unos decían que eras el Mesías que esperaban, otros, que un impostor. A mí me daba igual. Aquella mañana me impresionó tu mansedumbre: ¡cómo llevabas la cruz! Se hubiera dicho que estabas casi feliz de llevarla, pero pensar eso entonces hubiera parecido monstruosidad. Ahora sé que sí: Que estabas cumpliendo la voluntad de tu Padre, porque tú, desde toda la eternidad, vives para cumplir su voluntad. Y su voluntad es que nosotros vivamos. De repente, caíste al suelo: La cruz era demasiado pesada y tú estabas demasiado roto por la crueldad con que te habían tratado. Yo quería terminar cuanto antes, por eso te agarré bruscamente para levantarte, mientras que otro te fustigaba con un látigo. Y tú, alzándote en un esfuerzo sobrehumano, me miraste casi con gratitud y seguiste tu “vía crucis”

 

IV Estación: Habla Juan, el discípulo amado:

¡Jesús mío! ¡Han sido tantas las cosas que hemos comprendido cuando te hemos visto resucitado de entre los muertos! Ese consejo nos lo diste tú mismo al bajar de Tabor, cuando nos dejaste entrever el resplandor de tu gloria, y nos dijiste que no contásemos a nadie lo que habíamos visto. Todos huyeron menos yo. Y no fue porque, yo no fuera más que un muchacho, poco más que adolescente. Tú me habías hecho “un hombre” cuando la víspera, al terminar tu Cena, me dejaste reclinar la cabeza junto a tu pecho, para que me hicieran madurar de golpe los latidos de tu Corazón. Por eso, cuando Judas consumó tu traición y vino la guardia a prenderte, yo no huí como los otros, sino que corrí junto a tu madre. Ahora sé que fue para esto para lo que la víspera me habías preparado: para ser su hijo. ¡Qué duro lo que ella vivió siguiéndote hasta el Calvario! La turba enloquecida te insultaba. Ella y yo, logramos salirte al encuentro. Y el gozo inmenso de haberte visto luego vivo, ni siquiera ahora, que soy anciano, ha podido hacerme olvidar el inmenso sufrimiento de este encuentro. Pobre madre al contemplar tu rostro, el del más hermoso de los hombres, tumefacto por las bofetadas y cubierto de sangre y salivazos. “¡Hijo mío!” fue lo único que te pudo decir, y tú ni siquiera pudiste articular palabra, pero fue suficiente.

 

V Estación: Habla Simón de Cirene:

Señor Jesús, soy Simón de Cirene; mis hijos son Alejandro y Rufo, hombres conocidos en la Iglesia, y yo también. Aunque entonces lo hice de mala gana, ahora sé que fui un afortunado, porque cuando hablamos de llevar tu cruz es siempre en sentido figurado: la enfermedad, la desgracia, la muerte de los seres queridos…, pero yo ¡la llevé de verdad! Tu cruz que – ¡yo lo noté!– se iba haciendo cada vez más pesada, y no porque tú ya casi no tuvieses fuerzas, porque yo sí las tenía. Ahora he comprendido que son nuestros pecados los que hacen más pesada tu cruz. Y que tú la llevas. Pero he comprendido también que esas cruces, si somos capaces de unirlas a la tuya, ya no son nuestra cruz, sino la tuya.  ¡Yo ayudé a mi Dios a llevarla cruz! Y por eso casi, casi, en la Iglesia me he convertido en una reliquia tuya. Llevar tu cruz es muy sencillo basta con abrazarse a ella y seguir en pos de ti.

 

VI. Estación: Habla la Verónica:

Señor Jesús, me hace feliz saber que, aunque me llaman la “Verónica”, mi nombre sólo lo conoces tú. Y que en los evangelios no aparezco ni siquiera en un rinconcito. Pero yo hice lo que los otros no se atrevieron. Yo era una de esas mujeres que fueron tras de tí por los caminos de Israel, embelesada con tu predicación, admirándome con tus signos, hambrienta de una mirada tuya, como miraste a la hemorroisa, como miraste al joven rico, pero tú eras el Maestro. Y, sin embargo, me tenías reservado este privilegio: limpié tu rostro. Yo pude –y tú me dejaste– ayudarte. Tú me mostraste tu rostro, terriblemente lacerado por los tormentos, pero me pareció hermosísimo, tan hermoso que lo quisiste dejar impreso en mi lienzo y en mi alma. Ansío volver a ver tu rostro en el cielo, aquí solo te podemos ver mirando al hermano que sufre, al pobre que es despreciado, al anciano que es abandonado, al niño que es vejado…

 

VII. Estación: Habla el joven rico:

Señor Jesús: tú me conoces y yo también te conozco: Yo te hice vivir un fracaso porque, cuando me acerqué a ti, preguntándote qué había de hacer para heredar la vida eterna, tú no me regalaste los oídos, sino que me propusiste un camino, y por él, me invitaste a seguirte. Me miraste con cariño, pero yo no fui valiente, no afronté tu exigencia, todo lo contrario, me fui porque era muy rico, o mejor aún, porque con mi corazón apegado a tantas cosas que lo lastraban, pretendía seguirte con comodidad y sin esfuerzo. Tú te entristeciste y yo también, tanto que ya no volví a ser feliz con todo eso que, aunque yo lo valorara tanto, no me servía para nada. O bueno, sí: me sirvió para seguirte de lejos, cobarde, sin atreverme a dar el paso, admirándote secretamente. Por eso me uní a la turba que te seguía, y que te insultaba sin compasión haciendo aún más duro tu vía crucis. Y no sé bien cómo fue –estoy seguro que tú lo dispusiste así–, pero cuando caíste de nuevo al suelo, aplastado por el peso de esa cruz que se te iba haciendo cada vez más pesada, yo me encontré a tu lado. Y te miré. No me dijiste nada, simplemente otra vez, olvidándote de tu derrumbe, volviste a mirarme “con cariño”. Pero fue suficiente.

 

VIII. Estación: Hablan las mujeres de Jerusalén:

Señor Jesús, quedamos desconcertadas. Tus palabras antes de llegar al Calvario nos las dijiste a nosotras y sonaron a reproche: “No lloréis por mí, sino por vosotras y por vuestros hijos”. Nosotras que, viendo cómo estabas, rompimos a llorar compadeciéndonos de la mala suerte habías tenido, cayendo en manos de los jefes del pueblo y de los fariseos. Nosotras, ilusas, de buen corazón, pero sin pasarnos, pensábamos que nuestros lloros te proporcionarían algún alivio, sin saber que la historia había sido justamente al revés, que habías sido tú, cuándo y cómo habías querido que te capturasen, para que se cumpliese tu “hora”, esa en la que ibas a consumar el plan salvífico que, desde toda la eternidad, tu Padre del Cielo y tú habíais establecido. Luego comprendimos tus palabras y nos las aplicamos. No lloréis por mí, porque os estoy dando la vida. No lloréis por mí porque con mi sacrificio mi Padre es perfectamente glorificado. Llorad por vosotras y por vuestros hijos. Llorad por tantos que a lo largo de la historia harán estéril mi sacrificio.

 

IX. Estación: Habla un paisano de Jesús:

Señor Jesús: Verdaderamente partía el alma verte caminar cargando con la Cruz a pocos metros ya del Calvario, pero eso lo pensamos después. Entonces creímos que se nos acababa el espectáculo. Aquella mañana te seguíamos, era eso lo que buscábamos, espectáculo. Yo soy de Nazaret. Te conozco desde pequeño, e incluso alguna vez jugué contigo. Luego te fuiste y nosotros incluso te criticamos, diciendo que habías dejado sola a tu madre viuda. Más tarde tu fama nos hizo pensar que qué bien, que qué despierto y espabilado había salido el hijo del carpintero, tanto que a lo mejor hacía también famosa a nuestra aldea. Pero cuando llegaste al pueblo y aquel sábado nos hablaste en la sinagoga, nosotros te pedimos espectáculo, y tú nos hablaste de seguimiento. Y eso nos escoció y te llevamos fuera del pueblo, pretendiendo despeñarte por un barranco, pero no pudimos. Y nos quedó un agrio y fuerte resentimiento contra tí. Quisimos ver en Jerusalén el espectáculo que no quisiste hacer en Nazaret. Yo te empujé. Puse mi mano físicamente sobre tí, pero entonces sentí que no era solo mi mano la que te empujaba, eran miles y miles, millones de manos, provocando tu tercera caída.

 

X. Estación: Habla uno que se benefició de los milagros de Jesús:

Señor Jesús, soy uno de los diez leprosos que curaste, bueno, uno de los nueve que no volvimos para agradecértelo. Acudimos a tí, buscando que limpiases nuestra carne corrompida, que nos condenaba a una muerte en vida, obligándonos a vivir apartados de los demás y gritando nuestra presencia para que nadie se contaminase por tratar con nosotros. Acudimos a tí y tú tuviste misericordia de nosotros curando nuestra lepra. Cuando al que volvió le preguntaste que dónde estábamos los demás, sabías bien que había desaparecido la lepra, pero solo de nuestros cuerpos, no de nuestras almas. Por eso luego, en tu vía crucis no tuve reparo en llevar el canasto con los clavos y el martillo. Y yo, que había sido testigo de tu compasión, fuí testigo de tu paciencia, cuando profanando tu santo pudor te arrancaron tus vestiduras, y quedaste completamente desnudo, ante la turba vociferante y burlona. Yo, tan experto en carnes podridas, no me conmoví cuando tu sangre volvió a fluir en abundancia, de las heridas que cubrían todo tu cuerpo. Pero lo que ocurrió en mí aquella mañana solo lo comprendí después. Tú me miraste. Tú que lo sabes todo me reconociste. Y, en tus ojos, al mirarte descubrí un que empezaba a desaparecer en mi alma la lepra de mis pecados.

 

XI. Estación: Habla Tomás:

Señor Jesús, yo vi tu crucifixión. Y la oí. Desde muy lejos, pero lo vi todo. Por eso luego fui tan reticente a la hora de creer que estabas vivo y no quise convencerme hasta que pude meter mi dedo en el agujero de tus llagas y mi mano en la brecha de tu costado. Pero en la mañana del viernes santo, desde lejos, bien embozado para no ser reconocido, lo vi todo, y sobre todo oí los martillazos con lo que, con saña, te clavaron a la Cruz. Y desde la altura de tu Cruz, tu mirada se extendió sobre aquella multitud sedienta de sangre que contemplaba el macabro espectáculo. Una mirada que yo experimente, extraordinariamente cercana, como si solo me estuvieras mirando a mí. Y es que Tú nos estabas mirando a cada uno, porque tú nunca nos miras como una multitud anónima, sino a cada uno en particular. Fueron tan rotundos los martillazos, que no dudé que habían conseguido su propósito: Muerto y bien muerto. Perdóname, Señor, tanta reticencia como luego mostré para reconocerte vivo. Gracias porque aquellos clavos dejaron en tus manos y en tus pies unas llagas tales que yo pude pasar por ellas mi dedo incrédulo, porque la brecha de tu costado fue tan grande, que yo pude meter mi mano, y tocar tu divino Corazón. Y aunque mi incredulidad se hizo proverbial, también mi fe.

 

XII. Estación: Habla Longinos:

“Señor mío y Dios mío”. No fue Tomás el primero que te confesó con estas palabras. Fui yo, Longinos, entonces centurión romano, y hoy el más rendido de tus siervos, porque yo, que vi tu muerte, fui también el primero en confesarte. Llegó tu “hora”. Tres largas horas de agonía; no sé cómo aguantaste tanto, o sí, sí lo sé. Cada estertor, cada intento de atrapar una bocanada de aire, alzándote sobre los clavos de tus pies, fue un suplicio aún mayor que todos los que te habíamos infringido antes. Y no te ahorramos ninguno. A los sufrimientos físicos se unieron los morales: la chusma vociferante insaciable de sangre, los jefes del pueblo y los fariseos insultándote, el mal ladrón desesperándose…. Y tú, Señor, en medio de tu suplicio, repartiendo, abundantemente, el bálsamo de tu gracia: a tu Madre regalándole a Juan, a Dimas, el buen ladrón, regalándole el cielo… a tus verdugos regalándoles el perdón, a todos nosotros regalándonos la vida.

 

XIII: Estación: Habla la Santísima Virgen:

Bajaron tu cuerpo de la cruz y, delicadamente, lo colocaron en mi regazo, y yo te cubrí de besos y de lágrimas. Tú, el más hermoso de los hombres, no eras más que una piltrafa humana. Tu rostro, que adoran los ángeles y en el que yo siempre seguí viendo la bellísima carita de mi niño, terriblemente desfigurado; tus manos, aquellas manos que me acariciaban como solo los hijos acarician a sus madres, traspasadas y agarrotadas; tus labios cuarteados y ensangrentados…Toda tu vida pasó por mi mente en un segundo. El cofre de mi corazón en el que yo fui guardándolo todo se abrió de golpe. Y entonces lo comprendí: Ésta era la espada de dolor que el viejo Simeón predijo que habría de traspasar mi alma. Ésta era la plenitud del “hágase en mí según tu Palabra” con el que respondí a la propuesta que Dios me hacía por medio del ángel. Entonces no entendí lo que quería decir, pero me fié del todo; ahora sí lo entendí y seguí fiándome. Mientras se llevaban tu cuerpo, yo pensé en todas las madres que pasan por el terrible trance de ver morir a sus hijos, físicamente, o moralmente por los vicios y el pecado. Y yo, la soledad sola, acepte entonces ser la consoladora de todos los que sufren. Lo que vino después tú lo sabes. Yo fui la primera en verte resucitado, fue nuestro secreto.

 

XIV. Estación: Habla Nicodemo:

Señor Jesús: Nosotros hemos pasado a la historia como los que te prestamos el último servicio de bajar tu cuerpo de la cruz y colocarlo en el sepulcro. Pedimos permiso al gobernador. Yo te baje de la cruz, José de Arimatea, tu discípulo oculto, te prestó su sepulcro nuevo, y allí te pusimos; luego corrimos la piedra de la entrada y nos volvimos, rumiando nuestro dolor y nuestra pena. Y también nuestro desencanto. En tu inmenso dolor, la más serena era tu Madre. Juan consolándola, Magdalena llorando sin consuelo, nosotros tragándonos las lágrimas… Las horas que siguieron dieron para mucho, pensando casi obsesivamente en lo que había ocurrido. Yo recordaba sin cesar algo que una vez me dijiste, cuando fui a verte de noche, que entonces no entendí. Que había que “nacer de nuevo”, pero también me aferraba a que aquello no podía ser el final. Y es que tú, desde el primer encuentro que tuvimos, ya te fuiste metiendo en mi alma, y aunque yo no lo sabía, la fuiste llenando de esperanza. Esa virtud que, si sabemos conjugarla con la fe, y expresarla en la caridad, jamás nos defrauda, porque tú eres más cierto que nosotros mismos. Fue por nosotros por los que quisiste sufrir tu pasión y tu cruz, y es para nosotros por lo que, al tercer día, surgiste glorioso del sepulcro.

VÍA LUCIS”: CAMINAR CON EL RESUCITADO

 

 “VÍA LUCIS”: CAMINAR CON EL RESUCITADO

 

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Diocesano de Religiosidad Popular

 

 

Recientemente, en diversos lugares, se está difundiendo un ejercicio de piedad popular  denominado “Vía lucis” (“Camino de la Luz”). En él, como sucede en el “Vía Crucis” (Camino de la cruz), los fieles, recorriendo un camino, consideran las diversas apariciones en las que Jesús --desde la Resurrección a la Ascensión, con la perspectiva de la Parusía-- manifestó su gloria a los discípulos, en espera del Espíritu prometido, confortó su fe y culminó las enseñanzas sobre el Reino.

Cristo ha resucitado. Cristo luz del amanecer, se siembra hoy en el corazón de muchos cristianos. Camino de la Luz: no es para meditar y actualizar los misterios que ya pasaron, sino celebrar la realidad de la persona de Jesús tal como ahora está: resucitado corporalmente y repleto de luz, gloria y esplendor, tal cual estaremos nosotros con nuestros propios cuerpos transfigurados al final de los tiempos.

Así como celebramos el “Vía Crucis”, con más razón tenemos que celebrar la realidad de la Resurrección. El “Vía lucis” nos pone en contacto con Jesús Resucitado, el que vive. Para ello nada más hermoso y gratificante que recrear las escenas bíblicas de Jesús Resucitado, no en estaciones dolorosas, sino en estaciones luminosas, gloriosas, transfigurantes.

El encuentro con Cristo Resucitado ilumina la vida de los discípulos con una luz nueva. El “Vía Crucis” es una tradición medieval que recorre, en catorce estaciones, los momentos más sobresalientes de la Pasión y Muerte de Cristo. Pero ésta es la primera parte de una historia que no acaba en un sepulcro, ni siquiera en la mañana de la Resurrección, sino que se extiende hasta la efusión del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Su efecto maravilloso alcanza la vida de la Iglesia hasta nuestros días.

El “Vía lucis” es una devoción reciente que recorre, también en catorce estaciones, el camino triunfante de Cristo desde la Resurrección a Pentecostés, siguiendo los relatos evangélicos. Benedicto XVI señala que la fe es fruto de un encuentro: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

La idea de esta devoción parte del padre Sabino Palumbieri, profesor de Antropología en la universidad salesiana de Roma que en 1984 fundó el movimiento “Testigos del Resucitado” con el fin de impulsar y dar a conocer en la vida cotidiana la fuerza de la Resurrección.

A año siguiente el “Vía lucis” es presentado ante don Egidio Viganó (VII sucesor de Don Bosco) quien nombró una comisión teológica para estudiar esta formulación piadosa popular, y en abril de1990 en Roma, se celebro solemnemente el “Vía lucis”... en las catacumbas de san Calixto, con ocasión del Capitulo General de los Salesianos  donde reposan los mártires, testigos de una  fe en el  

“El “Vía lucis” es la continuación normal y lógica del vía crucis”, dice el salesiano Luis Rosón, asesor espiritual del movimiento “Testigos del Resucitado”. Sin embargo, el “Vía lucis”, mucho más que las catorce estaciones que comprenden el tiempo que media entre la Resurrección y Pentecostés han servido para alimentar la fe de miles de personas durante estos últimos treinta años. Rosón cuenta que, “cuando cayó el muro de Berlín, el nuncio en Moscú nos pidió que fuéramos a la plaza Roja a rezar el “Vía lucis”, y fue impresionante ver a la gente conmovida, llorando mientras rezaban”. Escenas similares se han repetido en China, “donde los salesianos tenemos un leprosorio; allí lo rezamos con los enfermos de manera discreta. Sin mucho ruido, pero lo hacemos…”.

En Croacia y en Bosnia, especialmente en la zona musulmana, hay parroquias en las que se reza todos los sábados del año. En Roma se hace en las catacumbas de san Calixto –«porque los mártires son los primeros en celebrar la victoria de Cristo sobre la muerte»–, en Jerusalén se reza desde 1992 sobre la roca del Calvario en la basílica del Santo Sepulcro, y sus estaciones han llegado también a santuarios como Fátima y Pompeya. Su devoción se ha extendido por Australia, América y África, y hoy en día lo rezan laicos, sacerdotes y obispos.

A Juan Pablo II «le encantó cuando lo conoció», dice el salesiano, que desveló que la madre Teresa lo rezaba con sus hermanas en la casa de Roma. «Pero lo más conmovedor es cuando lo rezan los enfermos, afirma el padre Rosón. Es muy bonito presenciar cómo cada estación les da esperanza en medio de tantos sufrimientos”.

El “vía lucis” ha dejado de ser una devoción de los salesianos para extenderse por toda la Iglesia con el aliento de Cristo Resucitado. En el año 2002, la “Congregación para el Culto Divino” avaló esta devoción afirmando que el “Vía lucis” es “una óptima pedagogía de la fe” en medio de “una sociedad marcada por la cultura de la muerte, con sus expresiones de angustia y apatía”, a la que ofrece «los valores esencialmente pascuales: la liberación, la alegría y la paz”.

El “Vía lucis” es algo más que decir “camino de la luz”, es más bien camino para contemplar la vida, la luz que ilumina la existencia. Esta “vía” nos orienta hacia un orden superior de nuestra misma existencia, que este caminar por el evangelio se hace para el hombre experiencia distinta, es el gran misterio que nos descubre todos los demás misterios de la naturaleza. Que si no se entra ahí, nada se descubre, sobrarán todas las palabras, no hay sabor si no se mastica.

El “Vía lucis” ese caminar por los días en que Cristo caminó resucitado entre los hombres fue algo que quedó bien impreso en el sentimiento de los cristianos ortodoxos, y eso hasta nuestros días. Ellos menos racionalistas, más cercanos vitalmente a lo evangélico, más creadores para un arte que naciera del espíritu, menos buscadores de un temario de la historia bíblica, y sí más seducidos hacia la figura resucitada de Cristo, y ahí ellos los más profundos y realizadores de un arte realmente religioso, de menos exactitud con la imagen visible, que eso menos importaba, y sí creadores para poner en imagen lo interior, el espíritu.

El “Vía lucis” trata de visualizar la vida frente a la muerte y muerte de Cruz.  El “Vía lucis” se hace encuentro de Cristo con los suyos, diálogo y una mirada al futuro; a nuestro hoy tenemos que añadirle toda la alegría que le corresponde: La emoción, el aleluya exultante, con música de altura.

Se trata de mostrar cómo Jesús acompaña a la Iglesia desde el principio, y lo sigue haciendo.  Esta idea bebe de la conocida frase de Bonhoffer en la que, parafraseando a Arquímedes, afirmaba que la Resurrección es el punto de apoyo que puede mover el mundo. La Semana Santa no termina en la muerte, y esto hacía falta pasarlo a la devoción popular. En nuestra Religiosidad Popular hay mucho Viernes Santo y poco Domingo de Pascua.

 

 

jueves, 9 de marzo de 2023

MARIA VIVE EL VIA CRUCIS DE SU HIJO

 

MARIA VIVE EL VIA CRUCIS DE SU HIJO

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

La piedad popular a la Santísima Virgen, diversa en sus expresiones y profunda en sus causas, es un hecho eclesial relevante y universal, sobre todo en estos días cuaresmales.

““Vía Matris””, o el camino al Calvario de la Madre acompañando al Hijo, es una hermosa metáfora de la vida como camino que vale también para María; más aún, a ella se aplica en modo inminente. La vida de la Virgen fue un camino de madre, de discípula, de mujer inmersa en el dolor.

Esta devoción a la Madre Dolorosa brota de la fe y del amor del pueblo de Dios a Cristo, Redentor del género humano, y de la percepción de la misión salvífica que Dios ha confiado a María: La Virgen no es sólo la Madre del Señor y del Salvador, sino también, en el plano de la gracia, la Madre de todos los hombres.

No cabe duda de que la meditación en los momentos postreros de la Pasión de Cristo hizo ver en qué profunda soledad quedaba la Madre tras su muerte y sepultura, a pesar de que en la Cruz se la encomendara a Juan, el discípulo predilecto.

Tras asistir al pie de la Cruz a la muerte de su Hijo y a su posterior entierro en el sepulcro, María permanece en soledad contemplando interiormente los acontecimientos mientras aguarda la Resurrección

La soledad de María conlleva dolor, tristeza, angustia y sufrimiento porque su corazón de Madre ha sufrido mística pero realmente todos los tormentos de la Pasión de su Hijo, completados con el desgarro inevitable de la asistencia al descendimiento y sepultura del cadáver. Por ello pudo referirse san Lorenzo Justiniano al corazón de la Virgen como espejo clarísimo de la Pasión de Cristo. Comenzó de nuevo para María una nueva Pasión desde la lanzada hasta el sepulcro, y del sepulcro a la soledad, que le duró hasta la Resurrección.

Este culto mariano a María en su “pasión” siempre ha tenido un lugar privilegiado en la Iglesia. Pero rotundamente, la edad de oro de la devoción a la Virgen en su acompañamiento a su Hijo a la Cruz, tuvo lugar a partir del siglo XIII, heredando la corriente de siglos anteriores.

La religiosidad mariana siempre estuvo ligada a la devoción a Jesús. Pues bien, en los siglos de la plena Edad Media se produjo en la espiritualidad occidental un auténtico “redescubrimiento de Cristo”. La Alta Edad Media había privilegiado más la figura de Dios omnipotente, Padre y Juez, con una sintonía mayor con el Antiguo Testamento. Y a Jesucristo se le había venerado más como Salvador. Se representaba en las iglesias románicas a Jesús como el “Pantócrator”, participando de la soberanía del Padre sobre la creación y como artífice del juicio final, y Jesús en los crucifijos del siglo XI era un Cristo en majestad más que sufriente. Pero esto cambió, en la plena Edad Media, que ha sido llamada la edad de Cristo. La figura de Cristo se humanizó progresivamente, y fue creciendo la devoción a su naturaleza humana.

En este tiempo la devoción a la Virgen ganó tanto terreno que se produjo una auténtica “feminización de la piedad”. Anselmo de Canterbury escribía su “Cur Deus homo” que exaltaba la encarnación y el común de las gentes se venía familiarizando con su vida terrenal. Había divulgado la piedad hacia “Cristo, nuestra madre”, una devoción intimista y delicada.

También la gran mística alemana Hildegarda de Bingen, en su “Scivias”, había hablado del amor de Dios como un amor maternal, lleno de dulzura y de misericordia. Esta feminización devocional se ha puesto en relación con una nueva consideración de la mujer en la Edad Media que afectó sobre todo a las capas aristocráticas.

Todo ello conectaba con la lírica trovadoresca, el amor cortés y su exaltación de la mujer. A la devoción mariana se le aplicaron los códigos feudales de la relación entre señor y vasallo y los esquemas líricos del amor cortés, y así, la Virgen pasaba a ser la dama y, sobre todo, Nuestra Señora, y sus devotos enamorados que le cantaban, sus fieles vasallos.

Alcanzaron un gran éxito los relatos apócrifos sobre la infancia, la vida pública y su pasión, y creció el afán por pisar los lugares donde vivió, y aquí hay que aludir a las peregrinaciones a Tierra Santa y a las cruzadas, y a la devoción por sus reliquias, sobre todo las de la Pasión: El “Lignum Crucis”, fragmentos de sus vestidos, espinas de la corona, fragmentos del sudario del Señor y de su sangre, etc.

El fenómeno de la devoción a la humanidad de Cristo cobró fuerza a partir del siglo XIII y desde este siglo exclosionó la devoción a la Virgen María. Ésta hacía furor recogiendo el impulso que había nació en el concilio de Éfeso del 431 cuando se proclamó solemnemente a María como Madre de Dios, Virgen “Theotokos”, aunque antes de ello ya existía el culto popular a la Virgen.

En el plan salvífico de Dios vemos asociados Cristo crucificado y la Virgen dolorosa. Como Cristo es el “hombre de dolores”, por medio del cual se ha complacido Dios en reconciliar consigo todos los seres: Los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz, así María es la “mujer del dolor”, que Dios ha querido asociar a su Hijo, como madre y partícipe de su pasión. Este fue el camino de la Virgen María, inmersa en el misterio del dolor. Para ella el camino fue ya sea peregrinación al templo para escuchar de los labios de Simeón, hombre temeroso de Dios, palabras oscuras sobre el destino de su Hijo y de su propia vida, que habría sido marcada por el misterio de la espada o el caminar hacia el Calvario, siguiendo las huellas del Hijo.  El camino de la Cruz de Cristo y el camino de la Madre (Vía Matris) coinciden, casi signo del vínculo de amor y del dolor que une a la Madre con el Hijo.

Sin embargo, ya que toda la vida de la Virgen --su camino-- fue marcada por el sufrimiento, el pueblo cristiano la unificó en forma conceptual y la celebró en forma cultual como el “camino del dolor”, asumiendo como clave de lectura la participación de la Madre a la pasión del Hijo y como modelo de celebración el Vía Crucis. Hasta principios del siglo XX, el ejercicio piadoso fue denominado con frecuencia: Vía Matris, o los siete ásperos dolores de María Virgen meditados en la misma forma que el Vía Crucis.

Ciertamente durante los siglos XVII y XVIII la atención en España y los países americanos dependientes entonces de la corona española hacia la pasión de Cristo y hacia los dolores de la santa Virgen era muy profunda y difundida, y muy pronto de difundió esta devoción.

Un antecedente del “Vía Matris” puede ser la procesión instituida en 1661 por los frailes Siervos de María de la Comunidad de Nuestra Señora del Buen Suceso de Barcelona: El domingo de Palmas desfilaban por las calles adyacentes a la iglesia de los Siervos siete pasos o grupos de esculturas que representaban las escenas sagradas, simbolizando los siete dolores de la Virgen.

El “Vía Matris” se detiene largamente en la contemplación amorosa del camino del dolor de Cristo y de la Virgen. El Señor Jesús, hombre nuevo y perfecto, hecho semejante “en todo a sus hermanos”  fue “probado en todo, como nosotros, excluyendo el pecado» y compartió plenamente el misterio del dolor y de la muerte. Y al igual que Él, su Madre, la mujer nueva, primicia de la humanidad sin pecado.

La misma Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento humano. La condición del hombre sobre la tierra conoce en forma inevitable el dolor y el llanto. Efectivamente el sufrimiento es una experiencia humana universal y fundamental. Muchas mujeres y muchos hombres de toda época exclaman con el salmista: “pues se me va la vida en sufrimiento”.

Sin embargo sabemos por la fe, que Cristo, habiendo asumido en sí mismo el mal del dolor --sufrimiento físico y sufrimiento moral--, lo venció y lo redimió. “Con la pasión de Cristo – escribe san Juan Pablo II – todo sufrimiento humano se encuentra en una nueva situación. […] En la Cruz de Cristo no sólo se cumplió la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento fue redimido”... Por la condescendencia de Dios, que dispone que todo se oriente al bien de aquellos que lo aman, la pena del dolor se convierte en un instrumento de salvación.

LAS MIRADAS CUARESMALES

 

LAS MIRADAS CUARESMALES

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

La Cuaresma es el despertador del letargo y de la modorra en la vida cristiana y eclesial, es el desfibrilador del corazón desbocado por la mundanidad o enquistado, asfixiado y enrocado solo en uno mismo. La Cuaresma es la permanente llamada a lo esencial: El gran misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria.

La Cuaresma es el tiempo para dejar espacio a Dios, para allanarle nuestros propios espacios personales que lo invaden todo y que tantas veces hasta lo arrincona con la excusa y el pretexto de dar supuesto que Él ocupa en nuestras vidas el espacio que nosotros mismos nos encargamos de llenarlo cada vez más de nuestro propio ego y de la banalidad y de la mundanidad que nos circunda e invade.

La Cuaresma es la gran pedagogía de Dios que sabe que continuamente tiene que recordarnos su historia de amor con todos y con cada uno de nosotros.

La Cuaresma es, sí, una nueva mirada: La que Dios siempre fija sobre nosotros y la que nosotros debemos dirigir a Dios y al prójimo. De modo que la Cuaresma es una mirada desde el corazón.

Hemos de aprender a mirar la vida desde lo alto, desde la perspectiva del cielo; a ver las cosas con los ojos de Dios, a través del prisma del Evangelio. Mirar los brazos abiertos de Cristo crucificado, dejarnos salvar una y otra vez. Y cuando nos acerquemos a confesar nuestros pecados, creer firmemente en su misericordia que nos libera de la culpa. Contemplar su sangre derramada con tanto cariño y dejarnos purificar por ella. Así podremos renacer, una y otra vez... La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: Por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.

Dice la sabiduría popular que la cara es el espejo del alma y, dentro de ella, la mirada ocupa un lugar privilegiado. Un lugar insustituible para conocer al ser humano. Hay miradas desafiantes y retadoras, miradas engreídas, las hay también pegadas al suelo --tal vez por timidez-- o apuntando al cielo -- tal vez por anhelo de Dios--. Están las miradas inocentes de los niños, las pérdidas de los deprimidos, la mirada triste del que carece de libertad o la indiferente del apático…Están las miradas vivas y despiertas de los jóvenes…y están las miradas pacientes de los mayores… Están las miradas infinitas de los sabios y las miradas dulces de los enamorados. Está la mirada recogida del místico y la mirada frívola del indolente… Hay tantas clases de miradas como personas y estados de ánimo, y toda mirada no deja de ser un signo elocuente de nuestro ser.

“Ver” y “mirar” son verbos castellanos distintos, aunque mayoritariamente confluyentes sus acepciones con ideas en la convivencia social y también religiosa, tales como “percibir, observar, contemplar, reconocer, juzgar, examinar, darse cuenta, percatarse o valorar… La “mirada”, sobre la “visión”,-- por eso de que etimológicamente procede del latín “mirari”--, le añade la complementariedad de la  “admiración y del asombro.”

La Cuaresma es un tiempo para mirar con “admiración y asombro”. Es un tiempo para convertir la mirada al estilo de Jesús, para pasar esta temporada fijándonos en lo que vivimos, en aquellas cosas que forman parte de nuestra vida.

Este tiempo exige una mirada más atenta, abierta y contemplativa a la Palabra de Dios. Cuanto más nos dejemos fascinar por la Palabra de Dios, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.

Otra propuesta sería una mirada serena y exigente de introspección, o examen continuo de conciencia. Esta mirada es clave esencial en la Cuaresma y consiste en estar en alerta, en prestar atención, en tener encendido un despertador permanente y conocer nuestro corazón, nuestras motivaciones y nuestras preocupaciones: ¿Por qué hacemos las cosas?, ¿qué buscamos?, ¿qué intereses nos mueven?, ¿buscamos de verdad la gloria de Dios y hacer su voluntad?, ¿priorizamos y estamos atentos para buscar el bien de los hermanos y hacerlo desinteresadamente?, ¿siempre nos estamos buscando preferentemente a nosotros mismos, buscamos ser apreciados como prioridad?, ¿cuál es nuestra relación con el sufrimiento de los demás: Indiferencia, interés verdadero y efectivo, intentar quitarnos el “marrón” de encima, hallar excusas para el no compromiso o el compromiso mínimo?

Esta mirada nos debe llevar a mirar a los que tenemos al lado. Tiene que ver con regalar al otro una mirada de consuelo, de acogida, de sonrisa. Una mirada que transmita en este tiempo que la Vida con mayúscula es posible. Esto es darnos.

Y cómo no, la propuesta por excelencia para este tiempo; esa que no podemos olvidar es la mirada de la oración... La Cuaresma encuentra en la oración la más apropiada de sus atmósferas y de sus escuelas. La oración cuaresmal debe ser más frecuente y habitual. Su tonalidad propia es la humildad, la insistencia, la confianza. Es oración de súplica y de petición. La oración cristiana de la Cuaresma debe intensificar sus dimensiones bíblica y litúrgica, de gran riqueza, variedad, matices y contenidos durante los cuarenta días de este tiempo. En este sentido, la oración litúrgica ha de ser más pausada, sencilla, cordial, humilde, pobre, seria y profunda.

La Cuaresma, por otra parte, es tiempo especialmente oportuno para pedir perdón por nuestros errores, negligencias, omisiones, excesos y defectos. Y debemos pedir perdón con sinceridad y humildad. Un corazón que experimenta el perdón es un corazón sanado y es un corazón evangelizado y evangelizador. Es tener un corazón y una mirada que sabe de verdad que es vedad aquello de que “quien esté libre de pecado tire la primera piedra”.

Y ahora, va uno y hace un poco de silencio. Deja retumbar dentro de sí mismo la pregunta ¿y tú desde dónde miras? Lo que la Iglesia nos propone para la Cuaresma es que seamos capaces de mirar desde Dios. Que fijándonos en el Señor Jesús, seamos capaces de mirarnos con más bondad, de mirarles con más cariño.

Cuaresma es un tiempo para dejarnos mirar por Dios, para descubrir la mirada en cada hermano y aprender nosotros a mirar como Dios mira… porque una mirada suya, bastará para convertirnos y creer en el Evangelio, en la Buena Noticia.

Desde estas miradas podremos  contemplar más a fondo el Misterio Pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible solo en un “cara a cara” con el Señor crucificado y resucitado “que nos amó y se entregó por nosotros”. Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo.

La Cuaresma tiempo para contemplar –mirar con el corazón—esa mirada de Jesús, que viene de tan arriba y deja caer su gracia de salvación y de vida como una lluvia… “Esa boca, / tan seca y estremecida / de haber bebido las culpas de nuestra humana malicia…/ Esas manos, mi Jesús,/ más que atadas, recogidas,/ tan delicadas, tan suaves, / tan tiernas, tan compasivas…/Esos hombros poderosos/ de apariencia tan exigua, / capaces de soportar/ lo que se les eche encima…/ Ese corazón, que late / al ritmo que el Amor dicta, / porque el amor es la esencia / de la cristiana doctrina… / Y esa sangre redentora, / que a todos nos reconcilia… ¡Ay qué dolor tan inmenso /  y, a la vez, qué inmensa dicha / ver a Jesús Nazareno”.

 

LOS “CALVARIOS” DE NUESTROS PUEBLOS

 

 

 

LOS “CALVARIOS” DE NUESTROS PUEBLOS

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

En nuestros pueblos y ciudades existen una pluralidad de casalicios o peirones con imágenes religiosas. Los peirones son columnas u obeliscos conteniendo alguna imagen y que se encuentran a la salida de nuestros pueblos, recorriendo el camino que lleva a una ermita y por donde discurre en tiempo cuaresmal el “vía crucis”. Los peirones son parientes de los cruceiros gallegos. Los peirones más importantes son los de nuestros “calvarios”. Los peirones tienen su sentido y su historia en cada pueblo. Están desperdigados por los términos de cada demarcación sin olvidar aparte ciertos “calvarios” que hay en las alturas de los poblados rurales.

En general, su apariencia en la cima de algún montecillo es inconfundible. Los sencillos “vía crucis” rurales estaban al alcance de cualquier iniciativa y son muy numerosos también en Castilla, Andalucía y nuestro Levante.

Con ese peculiar aire de familia, hasta los más modestos, recónditos o en ruinas resultan sugerentes. Desde la perspectiva actual, se relacionan con una práctica piadosa y solo se aprecian como obras de arte popular o como escenario en las procesiones de Cuaresma y Semana Santa.

Hay que tener en cuenta que hace cuatro siglos, cuando se popularizaron, la sociedad estaba envuelta en el fenómeno religioso y las advocaciones, santos protectores, oraciones, etc. surgían como respuesta a las grandes preocupaciones sociales. Son una manifestación de la creatividad religiosa de la época barroca, pero tienen mucho que ver con las guerras y las penurias de los siglos XVI y XVII.

Una de las aspiraciones que perseguían estos “calvarios” o “vía crucis” de forma más clara era componer un espacio ilusorio, una recreación de los Santos Lugares apoyada en algunos elementos físicos o topográficos.

A mediados del siglo XVI, el fraile franciscano Antonio de Aranda (1534) apuntaba que Italia, Francia, Flandes y Alemania no eran tan semejantes a Tierra Santa como España, que se parecía a aquella “en el cultivo del trigo y la cebada, las viñas, los arboles, el modo de arar y trillar, y ser una tierra en algunos sitios llana y en otros montañosa”. Para imitar el paraje donde Jesucristo había sido crucificado, muchas localidades de Europa colocaron cruces y oratorios con representaciones más o menos sofisticadas en cerros próximos. El punto elevado añadía verosimilitud al Calvario. Esta remota intención topomimética es importante para interpretar los “calvarios”, ya que la geografía pudo favorecer su éxito.

Al mismo tiempo, las estrategias eclesiásticas derivadas del concilio de Trento y de la lucha contra el avance protestante alentaron ciertas formas de religiosidad, como este rezo. Se produjo una gran expansión de las Órdenes Religiosas, en particular de la de franciscanos (guardianes en Jerusalén), que con su visión popular de la evangelización fueron los grandes difusores de la devoción a la Cruz. A partir de cierto momento, orar en sus “vía crucis” proporcionó los mismos beneficios espirituales e indulgencias que la peregrinación a Jerusalén, evitando a los fieles el costoso y difícil viaje. En este contexto se sitúa el germen de los “calvarios”.

La peregrinación a Tierra Santa tiene sus orígenes en el siglo IV, durante el gobierno de Constantino, cuando se santificaron basílicas y templos y se establecieron los primeros circuitos de culto. Sin embargo, los problemas políticos, religiosos y militares que enfrentaban a Oriente y Occidente interrumpieron en muchos momentos la libertad de viajar a Jerusalén. La caída de Constantinopla en 1453 puso fin al Imperio bizantino y a toda pretensión de los reinos europeos sobre la zona, y las peregrinaciones desaparecieron definitivamente. Estas dificultades favorecieron la recreación, por toda Europa, de la Pasión de Cristo. Para que el devoto pudiera repetir y recordar el camino del Calvario, los pasos y sufrimientos se reconstruían en el interior de las iglesias o en las proximidades de poblaciones y conventos. Esa aspiración fue plasmada por primera vez en Europa en el siglo V, en el monasterio de san Esteban, en Bolonia. Y a partir del siglo IX, en muchos países se construyeron iglesias del Santo Sepulcro. La Pasión fue narrada en pinturas y esculturas, cada vez con mayor patetismo. Relacionados con esta nueva tendencia, surgieron rezos como el rosario o las misas de las cinco llagas, y la veneración a la Virgen de la Piedad o la Verónica. Una oración muy difundida en Alemania, Holanda y Bélgica desde el siglo XV fue la de la caída de Cristo, que se reprodujo en capillas, pilastras, esculturas y bajorrelieves. Uno de los ejemplos más relevantes es la serie de esculturas conocidas como “las siete caídas”, obra de Adam Kraft en 1468, en Nuremberg; y son notables los de Lubeck (1493), Nordlingen  (1474), Berlin (1484) o Hoschstat (1490). En estos países arraigo la costumbre, que había nacido en Roma, de visitar el Viernes Santo siete o nueve iglesias en recuerdo de las paradas dolorosas de Cristo.

Fueron muy importantes los “calvaires” de la Bretaña francesa, fundados en el siglo XVI, que representaban la crucifixión con muchos personajes, apóstoles y santos, colocados en pleno campo. Se conservan los de Pleyben, Guimaliau y el de Plougastel-Daoulas, el más espectacular, compuesto por ciento cincuenta personajes esculpidos en tamaño natural.

En Italia estos conjuntos escultóricos reciben el nombre de “Sacri Monti” (montaña sagrada). Se construyeron en las regiones del Piamonte y Lombardía, y casi todos fueron ideados por padres franciscanos. La primera fundación fue la de Bernardino Caimi en Varallo, en 1486.

Capillas y naturaleza forman un conjunto armónico en el que los elementos simbólicos tienen una pretensión espiritual deliberada. Por otra parte están nuestros “calvarios” que  guardan algunas similitudes con la metáfora paisajística que encierran estos rincones.

En los “calvarios”, más monumentales, las estaciones están representadas por capillas o pequeñas ermitas con hermosos retablos cerámicos. También se da el caso, en que conviven capillas en unas cuantas estaciones y peirones en el resto. Hay que recordar que las estaciones son catorce, pero el número de columnas o peirones a veces es menor. Las últimas escenas pueden estar reunidas en la ermita final o en capillas intermedias que sustituyen a uno o más peirones.

Los peirones, o las capillas, dibujan trazados diversos. Puede ser un zigzag en una ladera empinada o lazadas que ascienden suavizadas por terrazas; una rampa, con estaciones alternas a cada lado; un camino que ya existía hacia ermitas o cementerios.

Los cipreses y diversas especies vegetales fueron incorporados posteriormente con una intención espiritual: indicar el camino a la vida eterna. Es claro que ciertos “calvarios” tenían el propósito de conmover y suscitar emociones. Desde este punto de vista estético, hay autores que advierten la influencia que un “magnifico panorama” puede provocar en las sensaciones interiores.

El propósito de estas líneas es, sobre todo, expresar la sorpresa y la fascinación que despiertan los “calvarios” de nuestros pueblos, los más monumentales y los que pasan inadvertidos en pequeñas comunidades. Y también, como consecuencia, llamar la atención sobre la nula protección patrimonial que sufren. Son testimonios de piedra y de fe que nos han legado nuestros antepasados. ¿De quién es la propiedad de estos “calvarios”? Las raíces que los han nutrido son religiosas, pero no se comprende su pervivencia sin reconocer que tienen un gran significado social amplio.

Han sido diseñados para rememorar el sufrimiento y la muerte, y con la muerte la Resurrección. Ellos se impregnaron de la belleza del panorama que dominaban, de su vegetación, del sinuoso itinerario o de fuentes y construcciones. Fueron en muchos casos los primeros parques o jardines públicos, espacios para el paseo, la conversación o la lectura.

En este tiempo cuaresmal, como contemplación mística desde la oración pasional, estos “calvarios” de nuestros pueblos son un hermoso marco para ello. Casi todos ellos son seductores y comparten la cualidad del silencio.

 

miércoles, 1 de marzo de 2023

CAPILLAS DOMICILIARIAS, PATRIMONIO OLVIDADO.

 

CAPILLAS DOMICILIARIAS,

PATRIMONIO OLVIDADO.

 

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

Me invitaron a un domicilio particular a bendecir una capilla trasportable de madera con bordes dorados, de estilo gótico, con una pequeña imagen de terracota policromada –una Virgen Dolorosa con manto negro—para que visitara las casas, los enfermos, los ancianos y toda la familia en general de los miembros de la Hermandad pasional para que pudieran sentir más cerca la benéfica intercesión de esta gloriosa intercesora en favor de sus problemas y atraer todas las bendiciones del cielo que necesitan e imploran por su medio a la Santísima Trinidad.

Mi presencia en este domicilio fue una sorpresa, la verdad. Esto me hizo recordar cuando en mi pueblo llevaban la capillita de la Virgen de Fátima de casa en casa… pues esta es de la Virgen Dolorosa. Y me viene a la mente el recuerdo de aquel olor de los tazones de aceite con lamparillas encendidas que mi madre colocaba delante de la capilla cuando anochecía, inundando con su olor el comedor de la casa.

--“Que sea enhorabuena y que muchos la puedan tener en sus casas, porque hoy se necesita rezar en familia, quitar los móviles, la televisión y tener un rato de oración delante de la Virgen. Ojalá sea para todos, un momento en el que encontremos el sentido que Dios ha dado a nuestra vida”, les dije después de la bendición.

Las órdenes religiosas todas en general y cada una de ellas en particular han aportado al cristianismo una especial forma de espiritualidad, o lo que es lo mismo, una peculiar y matizada valoración de los misterios y el sentido de lo religioso, expresado en rituales: vía crucis, coronas de la virgen, jubileos, rosarios de la aurora, novenas, etc; también en la promoción y difusión de la devoción a imágenes específicas: Titulares de órdenes, advocaciones enraizadas en la geografía local --las imágenes marianas más reconocidas lo fueron por la acción de los frailes-- y santos fundadores y propios de los institutos conventuales. Igualmente, promovieron la creación de asociaciones religiosas entre seglares, tales como hermandades y órdenes terceras; difundieron el uso de símbolos: Escudos, medallas, escapularios, banderas, guiones; crearon espacios sagrados, como calvarios, capillas callejeras, ermitas, santuarios y desde luego, determinaron espacios urbanos con sus conventos, iglesias, claustros, enfermerías, huertos, etc. En síntesis, las órdenes religiosas aportaron a la vida cristiana que cristaliza en el barroco un conjunto de rituales, instituciones, imágenes, edificios y espacios que en el siglo XIX fueron transferidas a las iglesias diocesanas y a las sociedades locales.

Las órdenes mendicantes a lo largo de los siglos han generado un patrimonio religioso que ha venido a ser común para nuestra sociedad española, que lo ha incorporado como propio. No podríamos entender lo que comúnmente llamamos religiosidad popular o religión común de nuestros pueblos rurales sin la labor de concienciación llevada a cabo por los frailes mendicantes. Éstos, impulsados por una especial forma de entender el cristianismo, lo que otros llaman espiritualidad, y por la necesidad de sobrevivir y expandirse como tales instituciones, les llevó a crear rituales públicos, devociones y entretejer lazos con instituciones religiosas, que sin duda conformaron la religiosidad de nuestro pueblo.

Los frailes mendicantes difundieron iconos religiosos omnipresentes en la devoción de nuestro pueblo cristiano: la Inmaculada Concepción, patrocinada por los franciscanos, la Virgen del Rosario por los dominicos, la del Carmen por los carmelitas, la de los Remedios por los trinitarios, de las Mercedes por los mercedarios, la de la Victoria por los mínimos, la de los Dolores por los servitas y la Divina Pastora por los capuchinos. De igual suerte, los franciscanos difundieron la devoción a la Vera-Cruz, los carmelitas al Santo Sepulcro, los trinitarios al Cautivo y los agustinos al Crucificado. Junto a estas devociones genéricas, impulsaron devociones marianas específicas que hoy son en muchos casos patronas de localidades o gozan de una amplia devoción.

Pero la religiosidad del barroco no se expresa solo en la estética sino también en la forma de entender y vivir la religión, así, las cofradías entienden lo religioso sobre todo como culto externo y rituales a los que subordinan toda su capacidad económica y de organización para organizar actos de culto pero sobre todo procesionar las imágenes por las calles.

La espiritualidad de las órdenes ha dejado su huella tanto en la potenciación de determinadas advocaciones cristíferas y marianas como en las que expandieron con marcado carácter proselitista al objeto de reafirmar su personalidad e idiosincrasia dentro de la carrera ascendente emprendida por las diferentes órdenes para acapararla mayor cuota posible del que pudiera denominarse “mercado religioso”. En esta expansión entraron en competencia con el clero secular y las órdenes entre sí por obtener el favor de fundadores, patronos y benefactores y fieles en general a través de limosnas, donaciones y legados, que ayudasen a la fundación, consolidación y permanencia de los conventos como base de actuación sobre el territorio.

Una de las realidades de religiosidad popular muy arraigada son las capillas itinerantes o domiciliarias muy vigentes todavía en muchos lugares del centro de Europa, de Hispanoamérica y de España. Estas capillas domiciliarias tradicionalmente, se componen una hornacina de madera con puerta frontal de doble hoja; en la parte superior, sendas bisagras facilitan la incorporación de un frontón triangular o gablete móvil, que se decora con una estilizada forma vegetal (trébol) calada en el tímpano y una cruz griega en el remate, en su interior se incluye la imagen, en función de las advocaciones más diversas, -- algunos de los ocupantes de dichas capillas son la Santísima Trinidad, el Santo Niño, la Virgen de la medalla Milagrosa, Virgen del Rosario, santa Quiteria, la Virgen de Fátima, santa Rita, san Antonio de Padua, la Virgen de Gracia o del Carmen, entre otros-- la relación de treinta fieles con sus domicilios y una hucha para depositar las limosnas. En ocasiones, la acompañaba un libro de oraciones, o bien una oración que se incluía en una de sus puertas. Estaban primorosamente labradas y destacaba su delicada decoración, muy en sintonía con el estilo gótico francés, que se trabaja como si se tratara de un auténtico altar o de las hornacinas de un retablo.

Las primeras capillitas u hornacinas surgen de la devoción a la Virgen María en diversas advocaciones y a los santos por parte de las comunidades franciscanas. En ciertos escritos sobre las ‘visitas domiciliarias de los frailes franciscanos’, se relata cómo las hornacinas de la Virgen del Carmen, san Antonio de Padua y san Francisco de Asís, circulaban por los hogares según un orden preestablecido, para unir en la oración y en la piedad a las familias devotas.

La Contrarreforma es un momento de cultivo desde el que se fomenta este tipo de devociones y de otras similares. La influencia de la devoción a estas capillas vecinales y a las advocaciones que representan, fue fomentada desde las iglesias a las casas, como reacción al protestantismo. Añadiríamos que a pesar de ello, debido a su aspecto popular, la propagación de esta tradición fue instantáneamente mantenida y consolidada por los devotos laicos, siendo las mujeres las que de manera preponderante cuidaron y alimentaron esta costumbre.

La religiosidad popular tiene en las capillas domiciliarias o portátiles una de sus manifestaciones más brillantes, habida cuenta de que una de las señas de identidad del pueblo cristiano es el profesar veneración hacia las imágenes. Se trata de una práctica que, posiblemente, tenga sus orígenes en la actividad evangelizadora que la orden franciscana llevó a cabo en el entonces recién descubierto continente americano, dada la posibilidad que ofrecía para su transporte el pequeño tamaño de las mismas. No obstante, fueron la Contrarreforma y la consecuente reacción al protestantismo las corrientes que auspiciaron instantáneamente la difusión y consolidación de esta práctica. La religiosidad propugnada por las órdenes mendicantes, dio forma y contenidos a la religión común de los nuestros pueblos de hoy.

Existen, por otra parte, capillas urbanas en nuestros pueblos y ciudades y que muchas veces pasan desapercibidas de nuestra contemplación. Se trata de las capillas callejeras, que, además de participar en la sacralización del espacio público, tiene una función práctica. Se trata de pequeños santuarios urbanos u hornacinas, y surgen relacionados con la necesidad de mantener iluminados determinados enclaves de la población.

Muchas de estas hornacinas o capillas urbanas dan nombre a la calle donde están ubicadas y sirven para “sacralizar” las distintas calles y eligieron a un santo patrón en el que ampararse e identificarse que todavía pervive hoy día como “aglutinador social” con sus propias celebraciones vecinales del “día del patrón”, como san Antonio Abab o san Roque, por ejemplo.

Esta tradición de abrir capillas en las fachadas --como la de las capillas “portátiles” que se pasan por turno de casa en casa--, datan como mínimo de finales del siglo XVII, y de esta época son las hornacinas más antiguas. No se puede decir lo mismo de las figuras que las ocupan --reproducciones más o menos fieles hechas en yeso o cerámica en los años 40 --, ya que los originales fueron destruidos.

La devoción a la Virgen, en el siglo XVII, rayaba en entusiasmo: Llevaban de continuo escapularios, ponían su esfinge por las calles, y no pocas de ellas hubieran sido intransitables de noche por falta de alumbrado, si la devoción de los particulares no hubiese encendido un farol ante la efigie de María o de algún otro santo.

Esta costumbre, favorecía la protección del hogar, cumplía otros objetivos, como eran difundir la fe cristiana e incrementar la devoción; popularizar ciertas imágenes y fomentar un entorno familiar cristiano, uniendo en la oración y en la piedad a sus miembros e, incluso, a los vecinos, además de recaudar fondos para la parroquia.

En este sentido, cabe señalar que ningún otro objeto podía completar la devoción particular de manera tan perfecta como las capillas domiciliarias, más aún si se tiene en cuenta que no todas las familias podían contar en sus casas con imágenes. Así, frente a las residencias más pudientes, que tenían sus propios espacios de culto, de mayores proporciones y calidad artística, las más humildes se beneficiaban del tránsito de estas representaciones, disfrutando de su presencia para darles culto de forma particular e íntima.

Las capillas domiciliarias también fueron un método de catequesis que se adecuaba sobre todo a la gente sencilla. Estas capillas cumplieron desde sus orígenes una misión claramente apostólica, es decir, una misión evangelizadora entre el pueblo llano, especialmente entre las personas de escaso nivel cultural, que apenas sabían leer y escribir y que necesitaban de esta catequesis plástica que representaban los grabados primero y las imágenes después para comprender el misterio de la fe cristiana. Es, por tanto, una forma de cristianización muy curiosa. De aquí que las órdenes religiosas, cofradías o las parroquias se valieran de ellas para la difusión entre las gentes de sus diversos carismas o para potenciar el culto y la devoción popular hacia una determinada imagen o advocación. Así, el caso de las capillas domiciliarias de la Trinidad o de la Inmaculada es un claro exponente de lo que hemos expuesto. La gente sencilla comprendía mucho mejor estos misterios de la fe a través de las imágenes. Los distintos propósitos de estas capillas eran: la difusión de la fe cristiana, la popularización de ciertas imágenes, también el fomento de un entorno familiar cristiano y, finalmente, el recaudatorio.

Una de estas asociaciones que más difunden esta fórmula de religiosidad popular es la Asociación de la Inmaculada Concepción de la Medalla Milagrosa como un vivo y perenne memorial de la aparición de la Inmaculada Virgen en el año 1830. Esta Asociación tiene por fin tributar a la Virgen María, concebida sin pecado original, el honor que le es debido, ya procurando la santificación propia ya ejerciendo el apostolado, cosas ambas a las que exhorta y ayuda la Sagrada Medalla, tanto por los símbolos que ostenta como por la virtud de que está revestida.

La visita domiciliaria de la Virgen Milagrosa es el medio más importante de santificación y apostolado que realiza la Asociación por medio de la urna o capilla y que es llevada, por una celadora a las familias, a los enfermos, a los asilos, etc. Las personas y familias necesitadas son las que ocupan su tiempo, cercanía e imaginación: La característica del apostolado de la familia vicenciana. Este apostolado ha demostrado su eficacia en la evangelización sobre todo de los pobres y es un impulso no sólo de la oración, sino también de la unidad familiar. La visita de la Virgen mueve los corazones a devolverle la visita en la casa de su Hijo. Es una vuelta a “Jesús por María.”

Las funciones que cumplen estas capillas: Son orientar las familias hacia Dios y formar en cada hogar un pequeño santuario; promover la oración “en familia” para que se cumpla la célebre frase: “Familia que reza unida, permanece unida” y renovar la vida cristiana de quienes la reciben en su casa.

En algunas Hermandades o Cofradías existen estas capillas que van destinadas a los hermanos enfermos y mayores, pero que también son capillas para que puedan visitar a otras familias, y que puedan rezar junto a la Virgen María o en santo de la advocación. En muchos lugares, tras la bendición de las capillas se realiza el “envío” a los domicilios.

En nuestra geografía –sobre todo en nuestros pueblos rurales--  aún se mantienen en circulación y perviven estas prácticas gracias a la labor de las celadoras o custodias de las diversas capillas y al coro. Las celadoras, son las responsables de la capilla, buscar a la gente y luego de revisar y renovar la lista, si hiciera falta, aparte de recoger el dinero y llevarlo a la parroquia, es la encargada de invertirlo en un fin determinado. Hecho todo esto la pone de nuevo en funcionamiento, antes la limpia y prepara. En caso de que la capilla no llegue, la busca por las casas hasta dar con ella para ponerla en funcionamiento nuevamente. Es también la encargada de elaborar el listado y tiene que estar al tanto de la gente fallecida o que cambia de residencia. En cuanto al coro, son las mujeres que se encuentran en la lista de la capilla que va pasando de casa en casa de las mujeres del listado. Tiene una composición de treinta personas, y se pasan la capilla al anochecer, no reteniéndola más de veinticuatro horas, aunque hay quienes la mantienen días y por aquí viene el enfado propio de la vecindad.

Desde sus establecimientos conventuales repartidos con preferencia por las ciudades grandes y medias –las agrociudades--, las órdenes religiosas impulsaron la devoción a las advocaciones marianas propias de cada instituto. Los conventos se convierten así en focos difusores de advocaciones de tanto peso y popularidad en la religiosidad popular barroca como la Inmaculada Concepción, el Rosario, el Carmen, la Merced, o la Virgen de la Victoria, etc.

Todos nuestros pueblos están impregnados de esta religiosidad popular lo cual se expresa en su arte, sus fiestas, y sus costumbres. Toda esta religión popular forma parte de la cultura y se plasma según las características del grupo social al que pertenece, sirviendo por tanto de vehículo y símbolo de identificación de una colectividad o pueblo. La característica de la religiosidad popular es que tiende a expresar la propia visión de la vida (de campesinos, proletariado urbano y parte de la clase media) de un modo marcadamente simbólico, a diferencia de la religión de las clases altas o cultivadas que expresan una visión de la vida en sistemas ideológicos mucho más racionalistas, conceptuales y abstractos. Es decir, el pueblo se expresa dando prioridad a lo simbólico, concreto y experimental, y prestándole menos importancia a lo discursivo o conceptual. En definitiva, las clases populares manifiestan su religiosidad por medio de devociones y ciertas prácticas culturales, como son las oraciones, ritos, gestos simbólicos, fiestas, celebraciones y prácticas piadosas, en un intento de aproximarse a la divinidad. Esta religiosidad, a través de sus celebraciones festivo ceremoniales y en el marco de las hermandades y cofradías, es determinante para entender la configuración de algunos aspectos de nuestra sociedad.

El culto en la religiosidad popular de alguna manera, y aunque apoyado por la jerarquía eclesiástica, surge de forma paralela a la liturgia oficial de la Iglesia y así se mantiene, sin que el esfuerzo que a partir del concilio Vaticano II por integrarlo, o mejor, por integrar en él, la liturgia oficial eclesiástica, todavía hoy no sea otra cosa que violentarlo.

Toda la religiosidad popular está llena de sentimientos y sentimentalismos que muevan y que conmuevan. Evidentemente son la permanencia de hechos a los que, con el transcurso del tiempo, se ha ido añadiendo otros elementos que hoy en cada caso perviven haciendo distinta cada vivencia y expresión de nuestras celebraciones.

Las órdenes mendicantes recién fundadas en el siglo XIII experimentaron una gran expansión. Y a partir de las casas conventuales urbanas incluirán sobre el conjunto del territorio e irán conformando la religiosidad de los nuestros pueblos en su triple vertiente de creencias, rituales e instituciones, frente a una iglesia jerárquica poco activa y subvencionada.