“VIA CRUCIS”
VIVIDO POR SUS COPROTAGONISTAS
Por Antonio DÍAZ
TORTAJADA
Delegado Episcopal de religiosidad popular
I Estación: Habla Pilato:
Señor
Jesús: Sí, tú eres la Verdad. Yo, Pilato, te pregunté qué era la verdad, y
ahora he obtenido la respuesta. Tarde, pero al fin. Aunque yo sabía bien que te
habían entregado por envidia y Tú no eras reo de lo que te estaban acusando: Tú
no eras enemigo del Cesar, Tú no estabas animando ninguna revuelta contra el
poder de Roma. Tú eres la Verdad, y yo la tuve frente a mí, y no quise
reconocerla, y preferí sucumbir a la mentira. Y he pasado a la historia como un
sanguinario y un corrupto: Maté a los galileos que estaban en el templo, y me
acobardé cuando me dijeron que, si no te condenaba, no era amigo del César. La
carrera era la carrera y no valían escrúpulos; así que, aunque no tuve dudas de
tu inocencia, e incluso mi esposa me había dicho que te dejase en paz, no tuve
reparo en entregarte en sus manos para que te crucificaran “según su Ley”. Y yo
me lavé las manos. Eras Tú, Jesús, el que te ibas introduciendo en mi alma, y
yo sin querer darme cuenta. Fui un cobarde, pero al final te encontré: “Ecce
Homo”.
II Estación: Habla el sayón que puso la
cruz sobre los hombros de Jesús:
Señor
Jesús: Ahora te he conocido y he creído en tí, y soy un hombre nuevo, pero
entonces me ensañé contigo. Mi nombre lo sabes Tú y basta. Soy uno de esos
sirios que nos distinguíamos por nuestra crueldad, y por eso los romanos nos
empleaban para los trabajos más crueles. Yo fui de los que sacudían los látigos
con los que te azotamos en el pretorio. Fue una orgía de sangre. Y convertimos
tu cuerpo en un mapa de sangre y de desgarros. También tejí tu corona y te la
puse en la cabeza, empujándola con la caña para que las espinas penetraran bien
hondo en tus sienes benditas. Y me burlé de ti, haciéndote el saludo: ¡Salve
Rey de los judíos!. Y me tocó cargarte la pesada cruz en la que todos pusimos nuestras
manos, y que incluso a mí, me pareció terrible. Cegado por mi crueldad, no dejó
de impresionarme tu mansedumbre. No nos insultabas, como solían hacer todos los
reos. Tú eras como un manso cordero. Y se diría que, más que coger la cruz, te
abrazaste a ella, con la ternura y la delicadeza con la que se abraza a la
esposa, a la madre, al hijo…. Y tus ojos ¡tus ojos Señor! Tengo clavada en mi
alma tu mirada. Llegue a obsesionarme, recordando tus ojos mirándome sin odio y
sin rencor. Pero ahora ya no me siento inquieto como entonces. Me estabas
diciendo que era por mí. ¡Era por mí por quien te abrazabas a la cruz! Y ya la
Cruz no me parece tan horrible, porque yo ahora soy hijo de esa Cruz.
III. Estación: Habla el soldado que
abría el camino:
Señor
Jesús: Yo abría el camino. A tu caminar hacia el Calvario luego lo llamaron “vía
crucis”. Yo era un soldado romano más de la guarnición de Jerusalén. Tú conoces
mi historia. Envilecido y embrutecido me tocó conducirte hasta el suplicio. No
era algo agradable, aunque a fuerza de repetirlo, me había insensibilizado. ¡Había
llevado a tantos! Pero tu caminar hacia el Calvario fue distinto. Los judíos
hablaban de ti. Opiniones divididas, unos decían que eras el Mesías que
esperaban, otros, que un impostor. A mí me daba igual. Aquella mañana me
impresionó tu mansedumbre: ¡cómo llevabas la cruz! Se hubiera dicho que estabas
casi feliz de llevarla, pero pensar eso entonces hubiera parecido
monstruosidad. Ahora sé que sí: Que estabas cumpliendo la voluntad de tu Padre,
porque tú, desde toda la eternidad, vives para cumplir su voluntad. Y su
voluntad es que nosotros vivamos. De repente, caíste al suelo: La cruz era
demasiado pesada y tú estabas demasiado roto por la crueldad con que te habían
tratado. Yo quería terminar cuanto antes, por eso te agarré bruscamente para
levantarte, mientras que otro te fustigaba con un látigo. Y tú, alzándote en un
esfuerzo sobrehumano, me miraste casi con gratitud y seguiste tu “vía crucis”
IV Estación: Habla Juan, el discípulo
amado:
¡Jesús
mío! ¡Han sido tantas las cosas que hemos comprendido cuando te hemos visto
resucitado de entre los muertos! Ese consejo nos lo diste tú mismo al bajar de
Tabor, cuando nos dejaste entrever el resplandor de tu gloria, y nos dijiste
que no contásemos a nadie lo que habíamos visto. Todos huyeron menos yo. Y no
fue porque, yo no fuera más que un muchacho, poco más que adolescente. Tú me
habías hecho “un hombre” cuando la víspera, al terminar tu Cena, me dejaste
reclinar la cabeza junto a tu pecho, para que me hicieran madurar de golpe los
latidos de tu Corazón. Por eso, cuando Judas consumó tu traición y vino la
guardia a prenderte, yo no huí como los otros, sino que corrí junto a tu madre.
Ahora sé que fue para esto para lo que la víspera me habías preparado: para ser
su hijo. ¡Qué duro lo que ella vivió siguiéndote hasta el Calvario! La turba
enloquecida te insultaba. Ella y yo, logramos salirte al encuentro. Y el gozo
inmenso de haberte visto luego vivo, ni siquiera ahora, que soy anciano, ha
podido hacerme olvidar el inmenso sufrimiento de este encuentro. Pobre madre al
contemplar tu rostro, el del más hermoso de los hombres, tumefacto por las
bofetadas y cubierto de sangre y salivazos. “¡Hijo mío!” fue lo único que te
pudo decir, y tú ni siquiera pudiste articular palabra, pero fue suficiente.
V Estación: Habla Simón de Cirene:
Señor
Jesús, soy Simón de Cirene; mis hijos son Alejandro y Rufo, hombres conocidos
en la Iglesia, y yo también. Aunque entonces lo hice de mala gana, ahora sé que
fui un afortunado, porque cuando hablamos de llevar tu cruz es siempre en
sentido figurado: la enfermedad, la desgracia, la muerte de los seres
queridos…, pero yo ¡la llevé de verdad! Tu cruz que – ¡yo lo noté!– se iba
haciendo cada vez más pesada, y no porque tú ya casi no tuvieses fuerzas,
porque yo sí las tenía. Ahora he comprendido que son nuestros pecados los que
hacen más pesada tu cruz. Y que tú la llevas. Pero he comprendido también que
esas cruces, si somos capaces de unirlas a la tuya, ya no son nuestra cruz,
sino la tuya. ¡Yo ayudé a mi Dios a
llevarla cruz! Y por eso casi, casi, en la Iglesia me he convertido en una
reliquia tuya. Llevar tu cruz es muy sencillo basta con abrazarse a ella y
seguir en pos de ti.
VI. Estación: Habla la Verónica:
Señor
Jesús, me hace feliz saber que, aunque me llaman la “Verónica”, mi nombre sólo
lo conoces tú. Y que en los evangelios no aparezco ni siquiera en un
rinconcito. Pero yo hice lo que los otros no se atrevieron. Yo era una de esas mujeres
que fueron tras de tí por los caminos de Israel, embelesada con tu predicación,
admirándome con tus signos, hambrienta de una mirada tuya, como miraste a la
hemorroisa, como miraste al joven rico, pero tú eras el Maestro. Y, sin
embargo, me tenías reservado este privilegio: limpié tu rostro. Yo pude –y tú
me dejaste– ayudarte. Tú me mostraste tu rostro, terriblemente lacerado por los
tormentos, pero me pareció hermosísimo, tan hermoso que lo quisiste dejar
impreso en mi lienzo y en mi alma. Ansío volver a ver tu rostro en el cielo,
aquí solo te podemos ver mirando al hermano que sufre, al pobre que es
despreciado, al anciano que es abandonado, al niño que es vejado…
VII. Estación: Habla el joven rico:
Señor
Jesús: tú me conoces y yo también te conozco: Yo te hice vivir un fracaso
porque, cuando me acerqué a ti, preguntándote qué había de hacer para heredar
la vida eterna, tú no me regalaste los oídos, sino que me propusiste un camino,
y por él, me invitaste a seguirte. Me miraste con cariño, pero yo no fui
valiente, no afronté tu exigencia, todo lo contrario, me fui porque era muy
rico, o mejor aún, porque con mi corazón apegado a tantas cosas que lo
lastraban, pretendía seguirte con comodidad y sin esfuerzo. Tú te entristeciste
y yo también, tanto que ya no volví a ser feliz con todo eso que, aunque yo lo
valorara tanto, no me servía para nada. O bueno, sí: me sirvió para seguirte de
lejos, cobarde, sin atreverme a dar el paso, admirándote secretamente. Por eso me
uní a la turba que te seguía, y que te insultaba sin compasión haciendo aún más
duro tu vía crucis. Y no sé bien cómo fue –estoy seguro que tú lo dispusiste así–,
pero cuando caíste de nuevo al suelo, aplastado por el peso de esa cruz que se
te iba haciendo cada vez más pesada, yo me encontré a tu lado. Y te miré. No me
dijiste nada, simplemente otra vez, olvidándote de tu derrumbe, volviste a mirarme
“con cariño”. Pero fue suficiente.
VIII. Estación: Hablan las mujeres de Jerusalén:
Señor
Jesús, quedamos desconcertadas. Tus palabras antes de llegar al Calvario nos
las dijiste a nosotras y sonaron a reproche: “No lloréis por mí, sino por
vosotras y por vuestros hijos”. Nosotras que, viendo cómo estabas, rompimos a
llorar compadeciéndonos de la mala suerte habías tenido, cayendo en manos de los
jefes del pueblo y de los fariseos. Nosotras, ilusas, de buen corazón, pero sin
pasarnos, pensábamos que nuestros lloros te proporcionarían algún alivio, sin
saber que la historia había sido justamente al revés, que habías sido tú,
cuándo y cómo habías querido que te capturasen, para que se cumpliese tu “hora”,
esa en la que ibas a consumar el plan salvífico que, desde toda la eternidad,
tu Padre del Cielo y tú habíais establecido. Luego comprendimos tus palabras y
nos las aplicamos. No lloréis por mí, porque os estoy dando la vida. No lloréis
por mí porque con mi sacrificio mi Padre es perfectamente glorificado. Llorad
por vosotras y por vuestros hijos. Llorad por tantos que a lo largo de la historia
harán estéril mi sacrificio.
IX. Estación: Habla un paisano de Jesús:
Señor
Jesús: Verdaderamente partía el alma verte caminar cargando con la Cruz a pocos
metros ya del Calvario, pero eso lo pensamos después. Entonces creímos que se
nos acababa el espectáculo. Aquella mañana te seguíamos, era eso lo que
buscábamos, espectáculo. Yo soy de Nazaret. Te conozco desde pequeño, e incluso
alguna vez jugué contigo. Luego te fuiste y nosotros incluso te criticamos, diciendo
que habías dejado sola a tu madre viuda. Más tarde tu fama nos hizo pensar que
qué bien, que qué despierto y espabilado había salido el hijo del carpintero,
tanto que a lo mejor hacía también famosa a nuestra aldea. Pero cuando llegaste
al pueblo y aquel sábado nos hablaste en la sinagoga, nosotros te pedimos
espectáculo, y tú nos hablaste de seguimiento. Y eso nos escoció y te llevamos
fuera del pueblo, pretendiendo despeñarte por un barranco, pero no pudimos. Y
nos quedó un agrio y fuerte resentimiento contra tí. Quisimos ver en Jerusalén
el espectáculo que no quisiste hacer en Nazaret. Yo te empujé. Puse mi mano
físicamente sobre tí, pero entonces sentí que no era solo mi mano la que te
empujaba, eran miles y miles, millones de manos, provocando tu tercera caída.
X. Estación: Habla uno que se benefició
de los milagros de Jesús:
Señor
Jesús, soy uno de los diez leprosos que curaste, bueno, uno de los nueve que no
volvimos para agradecértelo. Acudimos a tí, buscando que limpiases nuestra
carne corrompida, que nos condenaba a una muerte en vida, obligándonos a vivir
apartados de los demás y gritando nuestra presencia para que nadie se
contaminase por tratar con nosotros. Acudimos a tí y tú tuviste misericordia de
nosotros curando nuestra lepra. Cuando al que volvió le preguntaste que dónde
estábamos los demás, sabías bien que había desaparecido la lepra, pero solo de
nuestros cuerpos, no de nuestras almas. Por eso luego, en tu vía crucis no tuve
reparo en llevar el canasto con los clavos y el martillo. Y yo, que había sido
testigo de tu compasión, fuí testigo de tu paciencia, cuando profanando tu
santo pudor te arrancaron tus vestiduras, y quedaste completamente desnudo,
ante la turba vociferante y burlona. Yo, tan experto en carnes podridas, no me
conmoví cuando tu sangre volvió a fluir en abundancia, de las heridas que cubrían
todo tu cuerpo. Pero lo que ocurrió en mí aquella mañana solo lo comprendí
después. Tú me miraste. Tú que lo sabes todo me reconociste. Y, en tus ojos, al
mirarte descubrí un que empezaba a desaparecer en mi alma la lepra de mis
pecados.
XI. Estación: Habla Tomás:
Señor
Jesús, yo vi tu crucifixión. Y la oí. Desde muy lejos, pero lo vi todo. Por eso
luego fui tan reticente a la hora de creer que estabas vivo y no quise
convencerme hasta que pude meter mi dedo en el agujero de tus llagas y mi mano en
la brecha de tu costado. Pero en la mañana del viernes santo, desde lejos, bien
embozado para no ser reconocido, lo vi todo, y sobre todo oí los martillazos
con lo que, con saña, te clavaron a la Cruz. Y desde la altura de tu Cruz, tu
mirada se extendió sobre aquella multitud sedienta de sangre que contemplaba el
macabro espectáculo. Una mirada que yo experimente, extraordinariamente
cercana, como si solo me estuvieras mirando a mí. Y es que Tú nos estabas mirando
a cada uno, porque tú nunca nos miras como una multitud anónima, sino a cada
uno en particular. Fueron tan rotundos los martillazos, que no dudé que habían
conseguido su propósito: Muerto y bien muerto. Perdóname, Señor, tanta
reticencia como luego mostré para reconocerte vivo. Gracias porque aquellos
clavos dejaron en tus manos y en tus pies unas llagas tales que yo pude pasar
por ellas mi dedo incrédulo, porque la brecha de tu costado fue tan grande, que
yo pude meter mi mano, y tocar tu divino Corazón. Y aunque mi incredulidad se
hizo proverbial, también mi fe.
XII. Estación: Habla Longinos:
“Señor
mío y Dios mío”. No fue Tomás el primero que te confesó con estas palabras. Fui
yo, Longinos, entonces centurión romano, y hoy el más rendido de tus siervos, porque
yo, que vi tu muerte, fui también el primero en confesarte. Llegó tu “hora”.
Tres largas horas de agonía; no sé cómo aguantaste tanto, o sí, sí lo sé. Cada
estertor, cada intento de atrapar una bocanada de aire, alzándote sobre los
clavos de tus pies, fue un suplicio aún mayor que todos los que te habíamos
infringido antes. Y no te ahorramos ninguno. A los sufrimientos físicos se
unieron los morales: la chusma vociferante insaciable de sangre, los jefes del
pueblo y los fariseos insultándote, el mal ladrón desesperándose…. Y tú, Señor,
en medio de tu suplicio, repartiendo, abundantemente, el bálsamo de tu gracia:
a tu Madre regalándole a Juan, a Dimas, el buen ladrón, regalándole el cielo… a
tus verdugos regalándoles el perdón, a todos nosotros regalándonos la vida.
XIII: Estación: Habla la Santísima
Virgen:
Bajaron
tu cuerpo de la cruz y, delicadamente, lo colocaron en mi regazo, y yo te cubrí
de besos y de lágrimas. Tú, el más hermoso de los hombres, no eras más que una
piltrafa humana. Tu rostro, que adoran los ángeles y en el que yo siempre seguí
viendo la bellísima carita de mi niño, terriblemente desfigurado; tus manos,
aquellas manos que me acariciaban como solo los hijos acarician a sus madres,
traspasadas y agarrotadas; tus labios cuarteados y ensangrentados…Toda tu vida
pasó por mi mente en un segundo. El cofre de mi corazón en el que yo fui
guardándolo todo se abrió de golpe. Y entonces lo comprendí: Ésta era la espada
de dolor que el viejo Simeón predijo que habría de traspasar mi alma. Ésta era la
plenitud del “hágase en mí según tu Palabra” con el que respondí a la propuesta
que Dios me hacía por medio del ángel. Entonces no entendí lo que quería decir,
pero me fié del todo; ahora sí lo entendí y seguí fiándome. Mientras se llevaban
tu cuerpo, yo pensé en todas las madres que pasan por el terrible trance de ver
morir a sus hijos, físicamente, o moralmente por los vicios y el pecado. Y yo,
la soledad sola, acepte entonces ser la consoladora de todos los que sufren. Lo
que vino después tú lo sabes. Yo fui la primera en verte resucitado, fue
nuestro secreto.
XIV. Estación: Habla Nicodemo:
Señor
Jesús: Nosotros hemos pasado a la historia como los que te prestamos el último servicio
de bajar tu cuerpo de la cruz y colocarlo en el sepulcro. Pedimos permiso al
gobernador. Yo te baje de la cruz, José de Arimatea, tu discípulo oculto, te
prestó su sepulcro nuevo, y allí te pusimos; luego corrimos la piedra de la entrada
y nos volvimos, rumiando nuestro dolor y nuestra pena. Y también nuestro desencanto.
En tu inmenso dolor, la más serena era tu Madre. Juan consolándola, Magdalena
llorando sin consuelo, nosotros tragándonos las lágrimas… Las horas que
siguieron dieron para mucho, pensando casi obsesivamente en lo que había
ocurrido. Yo recordaba sin cesar algo que una vez me dijiste, cuando fui a
verte de noche, que entonces no entendí. Que había que “nacer de nuevo”, pero
también me aferraba a que aquello no podía ser el final. Y es que tú, desde el
primer encuentro que tuvimos, ya te fuiste metiendo en mi alma, y aunque yo no lo
sabía, la fuiste llenando de esperanza. Esa virtud que, si sabemos conjugarla
con la fe, y expresarla en la caridad, jamás nos defrauda, porque tú eres más
cierto que nosotros mismos. Fue por nosotros por los que quisiste sufrir tu
pasión y tu cruz, y es para nosotros por lo que, al tercer día, surgiste
glorioso del sepulcro.