LAS
MIRADAS CUARESMALES
Por
Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
La Cuaresma es
el despertador del letargo y de la modorra en la vida cristiana y eclesial, es
el desfibrilador del corazón desbocado por la mundanidad o enquistado,
asfixiado y enrocado solo en uno mismo. La Cuaresma es la permanente llamada a
lo esencial: El gran misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento
de la vida cristiana personal y comunitaria.
La Cuaresma es
el tiempo para dejar espacio a Dios, para allanarle nuestros propios espacios
personales que lo invaden todo y que tantas veces hasta lo arrincona con la
excusa y el pretexto de dar supuesto que Él ocupa en nuestras vidas el espacio
que nosotros mismos nos encargamos de llenarlo cada vez más de nuestro propio
ego y de la banalidad y de la mundanidad que nos circunda e invade.
La Cuaresma es
la gran pedagogía de Dios que sabe que continuamente tiene que recordarnos su
historia de amor con todos y con cada uno de nosotros.
La Cuaresma es,
sí, una nueva mirada: La que Dios siempre fija sobre nosotros y la que nosotros
debemos dirigir a Dios y al prójimo. De modo que la Cuaresma es una mirada
desde el corazón.
Hemos de aprender
a mirar la vida desde lo alto, desde la perspectiva del cielo; a ver las cosas
con los ojos de Dios, a través del prisma del Evangelio. Mirar los brazos abiertos
de Cristo crucificado, dejarnos salvar una y otra vez. Y cuando nos acerquemos
a confesar nuestros pecados, creer firmemente en su misericordia que nos libera
de la culpa. Contemplar su sangre derramada con tanto cariño y dejarnos
purificar por ella. Así podremos renacer, una y otra vez... La Pascua de Jesús
no es un acontecimiento del pasado: Por el poder del Espíritu Santo es siempre
actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas
que sufren.
Dice la
sabiduría popular que la cara es el espejo del alma y, dentro de ella, la
mirada ocupa un lugar privilegiado. Un lugar insustituible para conocer al ser
humano. Hay miradas desafiantes y retadoras, miradas engreídas, las hay también
pegadas al suelo --tal vez por timidez-- o apuntando al cielo -- tal vez por
anhelo de Dios--. Están las miradas inocentes de los niños, las pérdidas de los
deprimidos, la mirada triste del que carece de libertad o la indiferente del
apático…Están las miradas vivas y despiertas de los jóvenes…y están las miradas
pacientes de los mayores… Están las miradas infinitas de los sabios y las miradas
dulces de los enamorados. Está la mirada recogida del místico y la mirada frívola
del indolente… Hay tantas clases de miradas como personas y estados de ánimo, y
toda mirada no deja de ser un signo elocuente de nuestro ser.
“Ver” y “mirar”
son verbos castellanos distintos, aunque mayoritariamente confluyentes sus
acepciones con ideas en la convivencia social y también religiosa, tales como
“percibir, observar, contemplar, reconocer, juzgar, examinar, darse cuenta, percatarse
o valorar… La “mirada”, sobre la “visión”,-- por eso de que etimológicamente
procede del latín “mirari”--, le añade la complementariedad de la “admiración y del asombro.”
La Cuaresma es
un tiempo para mirar con “admiración y asombro”. Es un tiempo para convertir la
mirada al estilo de Jesús, para pasar esta temporada fijándonos en lo que
vivimos, en aquellas cosas que forman parte de nuestra vida.
Este tiempo
exige una mirada más atenta, abierta y contemplativa a la Palabra de Dios.
Cuanto más nos dejemos fascinar por la Palabra de Dios, más lograremos
experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano
este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que
decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
Otra propuesta
sería una mirada serena y exigente de introspección, o examen continuo de
conciencia. Esta mirada es clave esencial en la Cuaresma y consiste en estar en
alerta, en prestar atención, en tener encendido un despertador permanente y
conocer nuestro corazón, nuestras motivaciones y nuestras preocupaciones: ¿Por
qué hacemos las cosas?, ¿qué buscamos?, ¿qué intereses nos mueven?, ¿buscamos
de verdad la gloria de Dios y hacer su voluntad?, ¿priorizamos y estamos atentos
para buscar el bien de los hermanos y hacerlo desinteresadamente?, ¿siempre nos
estamos buscando preferentemente a nosotros mismos, buscamos ser apreciados
como prioridad?, ¿cuál es nuestra relación con el sufrimiento de los demás: Indiferencia,
interés verdadero y efectivo, intentar quitarnos el “marrón” de encima, hallar
excusas para el no compromiso o el compromiso mínimo?
Esta mirada nos
debe llevar a mirar a los que tenemos al lado. Tiene que ver con regalar al
otro una mirada de consuelo, de acogida, de sonrisa. Una mirada que transmita
en este tiempo que la Vida con mayúscula es posible. Esto es darnos.
Y cómo no, la
propuesta por excelencia para este tiempo; esa que no podemos olvidar es la
mirada de la oración... La Cuaresma encuentra en la oración la más apropiada de
sus atmósferas y de sus escuelas. La oración cuaresmal debe ser más frecuente y
habitual. Su tonalidad propia es la humildad, la insistencia, la confianza. Es
oración de súplica y de petición. La oración cristiana de la Cuaresma debe
intensificar sus dimensiones bíblica y litúrgica, de gran riqueza, variedad,
matices y contenidos durante los cuarenta días de este tiempo. En este sentido,
la oración litúrgica ha de ser más pausada, sencilla, cordial, humilde, pobre,
seria y profunda.
La Cuaresma, por
otra parte, es tiempo especialmente oportuno para pedir perdón por nuestros
errores, negligencias, omisiones, excesos y defectos. Y debemos pedir perdón
con sinceridad y humildad. Un corazón que experimenta el perdón es un corazón
sanado y es un corazón evangelizado y evangelizador. Es tener un corazón y una
mirada que sabe de verdad que es vedad aquello de que “quien esté libre de
pecado tire la primera piedra”.
Y ahora, va uno
y hace un poco de silencio. Deja retumbar dentro de sí mismo la pregunta ¿y tú
desde dónde miras? Lo que la Iglesia nos propone para la Cuaresma es que seamos
capaces de mirar desde Dios. Que fijándonos en el Señor Jesús, seamos capaces
de mirarnos con más bondad, de mirarles con más cariño.
Cuaresma es un
tiempo para dejarnos mirar por Dios, para descubrir la mirada en cada hermano y
aprender nosotros a mirar como Dios mira… porque una mirada suya, bastará para convertirnos
y creer en el Evangelio, en la Buena Noticia.
Desde estas miradas
podremos contemplar más a fondo el Misterio
Pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de
la misericordia, efectivamente, es posible solo en un “cara a cara” con el Señor
crucificado y resucitado “que nos amó y se entregó por nosotros”. Un diálogo de
corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el
tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al
amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano
reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo.
La Cuaresma
tiempo para contemplar –mirar con el corazón—esa mirada de Jesús, que viene de
tan arriba y deja caer su gracia de salvación y de vida como una lluvia… “Esa
boca, / tan seca y estremecida / de haber bebido las culpas de nuestra humana
malicia…/ Esas manos, mi Jesús,/ más que atadas, recogidas,/ tan delicadas, tan
suaves, / tan tiernas, tan compasivas…/Esos hombros poderosos/ de apariencia
tan exigua, / capaces de soportar/ lo que se les eche encima…/ Ese corazón, que
late / al ritmo que el Amor dicta, / porque el amor es la esencia / de la
cristiana doctrina… / Y esa sangre redentora, / que a todos nos reconcilia… ¡Ay
qué dolor tan inmenso / y, a la vez, qué
inmensa dicha / ver a Jesús Nazareno”.
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