domingo, 15 de junio de 2025

 

EL CORPUS: MISTERIO, MEMORIA Y PRESENCIA

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

En nuestro tiempo la fiesta del Corpus Christi, con su procesión por las calles de pueblos y ciudades, es la de mayor significado público y se convierte en referencia de las demás fiestas populares de nuestra cultura cristiana.

Los orígenes de la celebración del Corpus Christi se remontan al siglo XIII, y hay que situarlo en el contexto de las heterodoxias y las polémicas religiosas que se produjeron en aquella época. En este tiempo aparecieron pensadores, como Berengario de Tours, que negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Coincidiendo con todo esto, ocurrieron una serie de sucesos que contribuirán al establecimiento de esta fiesta. Uno de ellos fue las revelaciones eucarísticas de Santa Juliana de Retina, priora de un monasterio cercano a Lieja. Otro suceso fue el milagro de las formas de Bolsena, así como el milagro de los Corporales de Daroca (milagro en el que las hostias se habían convertido en auténtica carne y no se podían separar de los corporales o tela litúrgica que los envolvía, debido a la sangre coagulada).

Los corporales se llevaron a Urbano IV, quien estimulado por esto y consciente de la necesidad de combatir eficazmente la herejía de Berengario, estableció en 1264 la fiesta del Corpus Christi en toda la Iglesia. Clemente V la confirmó en 1311, y desde entonces se difundió por todo el mundo católico.

La celebración de la solemnidad litúrgica del Corpus Christi en nuestra ciudad de Valencia se remonta al siglo XIII, aunque la procesión eucarística fue introducida el año 1355 por el obispo Hugo de Fenollet (1348-1356), que convirtió a Valencia en la segunda ciudad de España, después de Barcelona, donde se celebró la fiesta.

Los jurados de la ciudad invitaron al pueblo a engalanar las calles y tomar parte en una procesión general, en la que el Santísimo Sacramento fuera manifestado en el expositor-custodia, hoy una de las más grandes del mundo, por las calles de la ciudad.

Se trata de un precioso relicario que contiene y muestra al Señor de la historia, al Dios que está aquí, como canta el pueblo cristiano. Se puede contemplar con cuánto esmero se prepara el paso del Señor por nuestras calles y plazas, expresión y grito de un deseo: “Quédate con nosotros Señor, ven a nuestras casas y a nuestras vidas”. Y se tejen alfombras, que son signo del amor de un pueblo.

Toda la procesión del Corpus Christi es una gigante catequesis sobre la Eucaristía a través de las “Rocas” o carros triunfales donde se representan misterios bíblicos. Estas representaciones, podemos calificarlas como una especie de autos sacramentales denominados “misteris”. A ello hay que añadirle los personajes bíblicos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

El Corpus Christi es una fiesta eminentemente religiosa y toda ella es una exaltación universal del Santísimo Sacramento. Lógicamente, el Corpus Christi celebra el sacramento por excelencia, es decir la Eucaristía, la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas del pan y del vino, que fue un dogma insistentemente combatido por los protestantes y otros grupos.

Todas las artes, desde las plásticas a las literarias, pasando por la música, que se desarrollan en torno a la procesión del Corpus Christi, tienen por objeto la exaltación y defensa del Sacramento. Existe también un significado de carácter teológico que se deriva de la contraposición de unas figuras que representan los siete pecados capitales y la virtud. La “Moma”, que representa la virtud, y es el personaje central de la fiesta que vestida de blanco danza luchando contra los “Momos”, o los siete pecados capitales, triunfando sobre éstos con la Eucaristía (alojada en la custodia), y que es la gran vencedora de este combate.

Este misterio del Corpus Christi es para nosotros memoria. Doce hombres alrededor de la mesa y Él en medio de ellos, las mujeres les sirven, y cuidan de que nada falte y en todo se cumpla el ritual de la Pascua. Como cada año celebran la memoria del paso del Señor, su presencia que liberó al pueblo de la opresión egipcia. Todo se desenvuelve con naturalidad, han comido, han rezado; sin embargo, en el ambiente se respira cierta inquietud, algo pasa y hace distinta esta noche del resto. La mirada de Jesús, los ojos de los apóstoles puestos en Él. Sobre la mesa hay pan, es pan ázimo, el pan de la prisa. Ahora el Maestro toma ese pan, lo bendice, da gracias a Dios con la palabras rituales; sin embargo, dice unas palabras desconcertantes, no lo entienden. “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”. Todos miran, ninguno se atreve a preguntar qué significa esto. Y lo mismo hace con la copa llena de vino: “Tomad y bebed, esta es mi sangre que se derrama por vosotros y por muchos, la sangre de la nueva alianza para el perdón de los pecados”. Los Doce siguen sin comprender. Estas palabras sólo encontrarán la luz al cumplirse existencialmente en la pasión, muerte y resurrección del Señor.

El Corpus Christi es misterio de presencia. Impresiona la presencia de Jesucristo, saber que está ahí verdadera y realmente. Que le podemos mirar, que le podemos hablar, que le podemos gustar. Saber que está ahí, en las especies eucarísticas para nosotros que se queda en el Sagrario. ¡Qué bueno eres, Señor, que en silencio nos esperas, que estás aguardando con paciencia infinita a que vengamos a ti!  Cómo tenemos que agradecerte que desde niño nos enseñaron que en la Eucaristía estás Tú presente.

Señor, toca los corazones de los padres, de las familias, para que transmitan a sus hijos esta verdad tan hermosa; que nuestros niños aprendan que en la Eucaristía estás Tú; que los catequistas sepan anunciar esta buena noticia de tu presencia, que te muestren íntegro, sin recortes, a Ti verdadero Dios y verdadero hombre escondido en las especies eucarísticas del pan y del vino, como cantamos en el himno eucarístico: “Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad”.

La Eucaristía, pan de vida, partido y repartido para la vida del mundo. La Eucaristía es banquete donde Cristo se nos da en alimento. En Él y por Él vivimos. En la mesa eucarística hay sitio para todos, es una mesa que se extiende por todo el mundo, en ella se parte el pan de la fraternidad y se da el cáliz de la salvación. El cuerpo del Señor se reparte entre todos. El pan de Cristo que es su cuerpo es la vida del mundo, por eso quien come de su carne y bebe de su sangre vive para siempre.

Nos encontramos, pues, ante un misterio sublime y altísimo, por el que Dios se hace cercano y se comunica sin medida. Es, a la vez, el fundamento único de unas auténticas relaciones de fraternidad entre los hombres. Sin esta referencia a lo sublime y misterioso, todo se reduciría a un pintoresco folklore de participación popular en una vivencia lúcida y festiva. Sin Él todo se reduciría a unas fiestas de indudable valor cultural y celebrativo, a las que se les habría quitado el soporte y la base.

 

 

 

 

 

 

LAS “COFRADÍAS” REFLEJO DE LA VIDA EUCARÍSTICA

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

La historia del cristianismo nos habla de la interpretación del sentido del Sacramento. Las confrontaciones de carácter metafísico afectaron a diversos matices, como a la verdadera materia de las especies una vez consagradas, a las palabras adecuadas que el oficiante debía pronunciar durante la consagración, al valor espiritual y devocional de la celebración o al carácter sacrificial inherente a la eucaristía.

San Ambrosio de Milán contribuyó a establecer algunos de los principios fundamentales: “Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; en cuanto sobreviene la consagración, de pan pasa a ser carne de Cristo”. Se trata de una premisa relativa a la presencia efectiva de Cristo en las especies consagradas, en la que reside la esencia de la veneración que ha de recibir la Sagrada Forma por parte de los fieles, y que ha sido ampliamente cuestionada por algunos.

Berengario de Tours fue una de las voces discordantes que más repercusión tuvieron en plena Edad Media, al manifestar su oposición a la doctrina de la transustanciación, por la cual el pan y el vino se transforman, total y absolutamente, en el cuerpo y la sangre de Cristo tras la consagración del sacerdote. Interpretaba la eucaristía como un acto simbólico, pero rechazaba la presencia de Cristo en ella. La consecuencia inmediata, después de que fuese condenada la ideología en el concilio de Burdeos en el año 1080, fue un auge del culto y la adoración eucarística en todo el Occidente cristiano.

Las creencias albigenses o cátaras difundidas por Europa entre los siglos XI y XIII, seguían una interpretación similar a la de Berengario en cuanto a la negación de que Cristo se manifestara en las especies, por considerar su existencia, únicamente, bajo el sentido simbólico. Por su parte, el francés Pedro Valdo, iniciador del llamado movimiento valdense, consideraba que la importancia de la administración eucarística radicaba en la bendición que el sacerdote imponía sobre el pan y el vino que se habrían de recibir, sin aceptar la presencia efectiva de Cristo en ellos.

Estas corrientes, algunas de las más destacadas entre aquellas que se alzaron en contra de los principios establecidos por la Iglesia durante los siglos centrales de la Edad Media, fueron condenadas y sirvieron, a su vez, para reforzar los decretos y valores eucarísticos. Esto ocurrió especialmente a partir del siglo XIII, periodo que supuso el punto de partida de un fenómeno devocional que afectaría profundamente a la espiritualidad cristiana. Trascendería hasta convertirse en una causa de organización social mediante las congregaciones devocionales y en uno de los principales motivos de creación artística durante toda la Edad Moderna, como una vía de la exaltación salvífica de la fe católica a través del Sacramento.

El IV Concilio de Letrán, celebrado en el año 1215, fue el primero de los grandes acontecimientos del siglo vinculados al crecimiento de la devoción eucarística, al declarar la transustanciación como dogma. Pocas décadas después, santo Tomás de Aquino, en su Tratado de los Sacramentos, contenido en la tercera parte de la Suma Teológica, amplió las definiciones y atendió a cada una de sus cláusulas. Asimismo, el dominico fue responsable de codificar el oficio de la fiesta del Corpus Christi.

Esta celebración también tiene su origen en las primeras décadas de la centuria, a partir de las revelaciones místicas de sor Juliana de Rétine (†1258), monja en el cenobio de Mont-Cornillon, en Lieja, relativas al fomento de una celebración dedicada al cuerpo de Cristo. El contexto histórico en el que ocurrió, en pleno apogeo de las medidas conciliares, facilitó la divulgación del mensaje y la implantación de la fiesta en el año 1264. Fue impulsada por Urbano IV, directamente implicado en la causa de la hermana Juliana como depositario de sus confesiones antes de ascender al solio pontificio.

Otra cuestión relativa al Sacramento, que afectó a su devoción en el siglo XIII, estuvo relacionada con la escasez de fieles que participaban en él, debido a la necesidad de preparación espiritual, a la exigencia de pureza del alma y a la penitencia. Estas disposiciones fueron anotadas por san Pablo: “porque el que come y bebe de manera indigna, y sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe para su propio castigo”, y con el objetivo de facilitar su cumplimiento se buscó una solución consistente en una modificación del ritual litúrgico. El nuevo rito estableció la elevación de la forma y del cáliz para hacerlos visibles a todos los asistentes a la celebración, fomentando de esa manera la participación espiritual del Sacramento, en lugar de recibirlo físicamente, acto reservado para el día de Pascua.

Durante el siglo XIV de acuerdo con los preceptos de la Devotio Moderna, aunque la implantación oficial del llamado rito romano no llegó hasta el año 1570 con el papa san Pío V.

A pesar de los esfuerzos de la Iglesia por fortalecer la devoción sacramental y frenar a los opositores, en el siglo XIV Juan Wiclef siguiendo el criterio de los valdenses, proclamó la interpretación de la Eucaristía solamente bajo su valor simbólico. Continuó el camino de escisión que tiempo después retomarían Ulrico Zwinglio, Juan Calvino, y Martín Lutero, como figuras cumbre del protestantismo, ya en el siglo XVI.

Sin embargo, el fervor popular hacia la Eucaristía continuó creciendo en todo Occidente, y así se pone de manifiesto con la creación de congregaciones de fieles, “hermandades y cofradías” dedicadas a su exaltación, veneración y acompañamiento cuando se llevaba a los enfermos. Las primeras “cofradías” del Santísimo Sacramento surgieron en Aviñón durante la primera mitad del siglo XIII, en relación con las noticias concernientes a las revelaciones de Juliana de Cornillon y a la posterior institucionalización de la fiesta del Corpus Christi. Desde allí se expandieron paulatinamente por toda Europa, al mismo tiempo que lo hacían las celebraciones populares y nacían nuevas formas o expresiones de culto eucarístico entre ellas las “cofradías” sacramentales.

En los reinos peninsulares las agrupaciones de devotos se remontan al siglo XIV. Algunos autores señalan que la primera se instituyó en Barcelona en 1319, y en fechas cercanas aparecieron algunas en territorio navarroaragonés, y en Valencia en 1355. Entre sus cometidos estaba la organización de las celebraciones del día del Corpus Christi, con su correspondiente procesión “extra ecclesiam”. Se trataba del acto anual de mayor relevancia pública asociado a la devoción eucarística, cuando los fieles acompañaban por las calles el Sacramento.

Las prescripciones acerca del cuidado y decencia con los que debía preservarse el Sacramento, así como la manera de proceder durante los oficios, aparecen frecuentemente en lo sínodos tardomedievales, al igual que las recomendaciones acerca del decoro y acompañamiento con que debía salir de la iglesia para administrarse a los enfermos. Este cuidado especial también puede vincularse con los frecuentes casos de sacrilegio relacionados con el tratamiento de la Sagrada Forma, que se difundieron ampliamente entre los siglos XII y XV. En ocasiones los relatos informan de que eran judíos los que apuñalaban y profanaban la hostia consagrada, pero también se habla de cristianos que la robaban por superstición o ignorancia, y de la duda del oficiante en el momento de la consagración, por lo que caían en el sacrilegio.

Las “cofradías” sacramentales adquirieron entre los siglos XVI y XVIII, una gran importancia llegando a atesorar un amplio ajuar eucarístico formado por grandes custodias, custodias que muchas desaparecieron por actuaciones iconoclastas.

jueves, 3 de abril de 2025

             

ORAR ANTE UNA IMÁGEN PASIONAL

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

¿Qué oración hacemos cuando nos encontramos ante una imagen sagrada? Tal vez no sabemos orar como nos conviene con nuestras imágenes.

La oración es un elemento fundamental en la fe y vida cristiana. Por eso en la tradición eclesial, las imágenes sagradas siguen siendo consideradas como traducción iconográfica del mensaje evangélico, en el que imagen y palabra revelada se iluminan mutuamente.

La oración es de máxima importancia para la fe cristiana. Lo mismo puede decirse del anuncio del Evangelio. Además, respecto a las obras de arte dentro de las iglesias, la idoneidad de las imágenes para la oración cristiana es esencial.

Hay argumentos antropológicos, porque la percepción humana comienza con los sentidos. Por eso, usar imágenes como medio de visualización de la “buena nueva” corresponde a la naturaleza sensible de la percepción. La observación pausada de una imagen podría realizarse como “oración de meditación”, o sea para meditar a través de ella. Este método facilita perfectamente la elevación de la mente a Dios o a los santos.

Pero no todas las obras de arte cristiano son recursos adecuados para la oración. En efecto, algunas tienen otra función. Las imágenes narrativas o simbólicas, por ejemplo, sirven más para la instrucción catequética o el razonamiento teológico. Sin embargo, hay imágenes que tienen gran valor para una reflexión orante acerca del Evangelio realizada ante ellas.

De todas formas, cabe señalar que la idoneidad de una imagen para la oración no puede tomarse como criterio objetivo para caracterizar una obra de arte como “cristiana”, porque tal idoneidad incluye también el parecer subjetivo. Hay quien puede meditar ante de cualquier tipo de imagen, mientras a otras personas les resulta difícil rezar incluso ante una imagen explícitamente creada para facilitar la oración.

Los aspectos iconográficos y estilísticos de la imagen parecen ser criterios objetivos y relevantes para la identidad cristiana de una imagen. Pero preguntar si se puede o no rezar bien ante ciertas imágenes, en realidad, no es referirse a una experiencia universal, sino más bien a experiencias subjetivas de cada observador. Depende mucho de la competencia de la persona, así como de su gusto, espiritualidad y estado de ánimo.

Sin embargo, a pesar de estos componentes subjetivos, es evidente que la contemplación de una imagen puede contribuir a la experiencia religiosa de muchas personas, también de no creyentes. Con mayor razón se puede decir de los fieles cristianos. Para ellos la oración es esencial, aunque hacen falta gran experiencia espiritual y visión de fe para poder realizar una autentica “oración de meditación” o “de contemplación”. Intervienen también la reflexión y emoción, la imaginación y el deseo.

He aquí un camino sencillo que nos puede ayudar a rezar ante una imagen. Lo mejor para aprender es, además de una buena teoría, ponerlo en práctica.

Elegid una de las imágenes de devoción de vuestras Cofradías o Hermandades –un Nazareno con la cruz a cuestas, un Crucificado, una Dolorosa, o un Yacente-- y empezad a hacerlo, seguro que os vais a sorprender. Sería bueno buscar a menudo en alguno de vuestros encuentros practicar juntos este tipo de oración delante de vuestras imágenes.

¿Qué es lo primero que hacemos cuando nos acercamos a una imagen sagrada? Pues está claro, ponernos a mirar. Lo que pasa es que nuestra manera de mirar es superficial, está condicionada por el mundo, que ve las cosas desde los intereses del dinero, del poder o de las ideologías. Miramos desde la oscuridad del pecado, desde nuestros prejuicios, venimos manchados del camino de la vida, y para entrar en la oración necesitamos cambiar la mirada, necesitamos la luz de Jesús. Ya sabemos que no es lo mismo ver una imagen mal iluminada que bien, necesitamos una buena iluminación, la mejor luz: “Yo soy la luz del mundo” (Jn, 8, 12).

Antes de ponernos a mirar con nuestros pobres ojos, reconocemos su mirada, antes de mirar somos mirados por él, por medio de su imagen, que me recuerda su presencia. Para lograr esto hay que buscar tiempo al principio para recogerse, hay que pararse del ajetreo de la vida, por medio del silencio y la soledad.

Su mirada es amor, por eso, al vernos mirados por él sentimos que nos ama, nuestro corazón se llena de alegría. Su mirada de amor, cambia nuestra mirada. Pedimos ayuda al Espíritu Santo, que es el que enciende nuestros ojos con su luz e infunde el amor en los corazones. Después de este primer paso ya no vemos las cosas desde nosotros mismos, sino desde su luz, estamos preparados para orar delante de la imagen, mejor dicho, a contemplar.

Seguro que después de mirar la imagen lo siguiente que hacemos es ponernos a hablar con ella, no con la imagen en sí misma sino con aquel a quien representa, principalmente las de Jesús. Es un diálogo como con un amigo. Le contamos con sencillez, desde lo concreto, lo que nos pasa en el camino de la vida, lo que les pasa a nuestros hermanos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, con los que convivimos cada día, lo bueno y lo malo, sus gozos y sus esperanzas, sus angustias y tristezas. Reconocemos que, aunque él los conoce y ama más que nosotros, necesitamos pasarle sus nombres.

Seguro que este paso le dedicamos casi todo nuestro tiempo cuando oramos ante una imagen, y está bien lo que hacemos, siempre que lo hagamos desde su mirada previa, desde su luz. El problema es que se quede todo aquí y nada más. Así no ha dado un diálogo sino un monólogo. Hemos convertido la imagen en un objeto en sí mismo sagrado, que nos concede lo que le pedimos, podemos caer en la idolatría si nos paramos aquí.

Después de contar hay que escuchar, sino no hay diálogo, no hay trato con aquel que sabemos que nos ama. Ahora le toca a Jesús hablarnos, detrás de la imagen que le representa hay un mensaje. Cuanto más bella esté realizada la imagen, será más evidente y transformador su mensaje. Palabra e imagen se implican mutuamente. En su Palabra nos lo dice todo y nos lo da todo. Acogemos su Palabra no solo con la cabeza, sino sobre todo con el corazón, donde damos vueltas y vueltas, hasta que alcance el fondo de nuestro ser. Desde esta luz de la Palabra y la imagen reconocemos en profundidad lo que hay representado y sus símbolos.

Finalmente hay de dejarse transformar por la imagen que hemos contemplado. La belleza del Señor, plasmada en la imagen sagrada, es un anticipo de un mundo nuevo, que nos llena de esperanza, nos cambia y compromete en el hoy. El Señor nos ha dado todo su amor, por eso podemos entregarnos por entero a él. Seguro que algo concreto nos pide el Señor para darnos gratuitamente a la Iglesia y a la humanidad. Termina dando gracias a Dios.

Aquí se podría hablar de un especial valor pastoral de las imágenes, por que cuando una persona orante reza delante una imagen, puede fácilmente –en caso de distracción– volver su corazón hacia Dios. La mística bajomedieval y moderna ha reflexionado mucho sobre esta relación espiritual-comunicativa entre la imagen y el observador. En el contexto de las experiencias místicas se ha cultivado la compasión (“compassio”) y la oración (“colloquium”) ante las imágenes.

Estas experiencias místicas en la historia de la espiritualidad, y también los mencionados principios antropológicos, siguen siendo válidos hoy, por lo menos en teoría. En la práctica, no obstante, parece que durante el siglo XX se ha perdido en gran parte el interés de los artistas contemporáneos por crear imágenes de devoción, tanto como el de los fieles cristianos por hacer oración ante imágenes, con excepción de los pocos santuarios cristianos donde se pueden venerar imágenes de culto.

Ya a partir del Renacimiento aumentó considerablemente la percepción de las imágenes sagradas como objetos estéticos. Era la mirada estética de algunas élites culturales, que pudo popularizarse a partir del siglo XIX gracias a los museos públicos con su exclusiva orientación pedagógica, y aún más en el siglo XX a causa de la gran difusión de los medios de reproducción y de la expansión del turismo cultural.

De este modo, podría tener razón Georg W. F. Hegel, al decir “proféticamente” que había llegado el periodo en el que “por espléndidas que pudieran parecernos las efigies de los dioses griegos, y por mucha perfección que hallemos en las imágenes de Dios Padre, de Cristo y de la Virgen María, de nada sirve; ya no caemos de rodillas”.

 

miércoles, 5 de marzo de 2025

 

LA CUARESMA BAJO EL SIGNO DE LA ESPERANZA

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

La Cuaresma es uno esos tiempos litúrgicos que más ha marcado la historia, la vida y la espiritualidad de la Iglesia de todos los tiempos.

En nuestras Hermandades y Cofradías este tiempo se vive de una manera más intensa dado que nos conduce a la centralidad de la celebración de la Pascua. La Cuaresma de este año es una nueva oportunidad de volver a revisar nuestras expresiones de piedad y religiosidad ‒llamada‒ popular y su imprescindible concordancia con el verdadero objetivo de nuestra vida de cristianos. No debemos ‒ni podemos‒ olvidar cuál es el genuino fin de todos nuestros actos en el marco de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor (y el resto del año, claro está). Es necesario no descuidar que nuestra participación cofrade no puede tener otra meta que la vivencia profunda y asentamiento de nuestra fe cristiana. Y solo eso.

Y este año debe ser un tiempo para la conversión a Dios y para reflexionar, en esta ocasión, desde la esperanza a la que nos llama el Jubileo de este año 2025. Un momento para volver al origen de nuestra fe: Jesús de Nazaret, la esperanza que nunca defrauda.

Cuando la fe se encarna en la cultura popular surge una religiosidad que tiene una forma propia y unas expresiones impulsadas por el pueblo que la acoge y el contexto en que se viven. Nuestros ejercicios de religiosidad popular en torno a las fiestas litúrgicas, tienen como objetivo que el pueblo cristiano se acerque al conocimiento de Dios y a su adoración.

La Cuaresma es un tiempo muy importante y central porque nos preparamos, interior y exteriormente, para renovar la vida cristiana con los misterios centrales de nuestra fe.

Este tiempo es una invitación a caminar juntos. Una procesión no es procesión con una sola persona, o mandando unos pocos sobre la mayoría, sino con los hermanos de la Cofradía o la Hermandad porque no somos viajeros solitarios, somos Iglesia, caminar codo a codo, sin pisar ni dominar a otros en la competición, sacando del corazón las envidias e hipocresías. Vamos juntos o no vamos, con amor y paciencia. Y caminamos movidos por la esperanza de que el Señor mismo nos acompañe con las imágenes de la representación de su Pasión, Muerte y Resurrección.

Es decir, la religiosidad popular pone en relación las expresiones populares de la fe y los misterios centrales de la vida cristiana. Y así debe ser.

Este camino cuaresmal, camino hacia la Pascua de Jesús, debe ser un período de penitencia y mortificación que tiene como fin hacernos resurgir en Cristo, es, por naturaleza propia, un “tiempo de esperanza”.

Podemos recordar la experiencia del éxodo de los israelitas de Egipto. Al igual que el pueblo de Israel que sufrió la esclavitud en Egipto, cada uno de nosotros está llamado a hacer experiencia de liberación y a caminar por el desierto de la vida para llegar a la tierra prometida.

El Éxodo, un período largo de cuarenta años en el que el pueblo de Israel, ante las pruebas del camino, está siempre tentado de hacer marcha atrás, pero en el cual gracias a la esperanza y de la mano del Señor, finalmente es conducido de la esclavitud hacia la libertad.

La Cuaresma, como el Éxodo, es un camino que nos conduce de la esclavitud hacia la libertad donada por Cristo Jesús: Jesús nos abre el camino a través de su pasión, muerte y resurrección. Él ha debido humillarse y hacerse obediente hasta la muerte, vertiendo su sangre para librarnos de la esclavitud del pecado. Es el beneficio que recibimos de él, que debe corresponderse con nuestra acogida libre y sincera.

La esperanza infunde en nosotros la seguridad de que podremos salir adelante si nos fiamos del Señor. El Padre nos ha regenerado, mediante la Resurrección de Jesucristo, para una esperanza viva. Y esta esperanza, que es Cristo mismo, sostiene nuestro camino en todo momento, especialmente cuando se vuelve tortuoso. Cabría decir que no podemos vivir sin ella, pero es mejor decidir que queremos vivir con ella, que estamos dispuestos a que sea su esperanza la que nos encienda y llene de vida, la que nos mantenga en pie con buen espíritu, con coraje y con fortaleza.

El camino cuaresmal se nos presenta este año con el objetivo de renovar y profundizar el encuentro con Cristo, esperanza que nunca defrauda.

Por todo ello, en este Año Jubilar la “cuaresma se hace esperanza” para nosotros. Emprendemos el camino hacia la Pascua con la certeza de que, esperanzados en Cristo, podemos superar nuestros baches existenciales. Hagamos, pues, lo posible por mantener la esperanza en el Hijo de Dios como suelo firme en cada uno de nuestros pasos cuaresmales, pertrechándonos de lo necesario para este camino cuaresmal: oración de paciencia, ayuno de solipsismo y limosna de perdón.

Por todo ello, tenemos que esforzarnos mucho en evitar un peligro para que nuestras expresiones de la religiosidad popular aparezcan, a veces, contaminadas por elementos no coherentes con la doctrina de la Iglesia. O, como advertía el propio Pablo VI, “la religiosidad popular está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es decir, a las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y poner en peligro la verdadera comunidad eclesial”.

El papa Francisco abrió la puerta santa para la humanidad y la Iglesia con motivo de la celebración de los 2025 años del nacimiento de Jesucristo, dedicándolo al don teologal de la esperanza. Y según nos propone en su carta-bula del Jubileo, los cristianos debemos parecernos a aquellos personajes del Evangelio que buscaron y encontraron la luz en Jesús en brazos de su Madre. Por eso, se convirtieron después en peregrinos de la esperanza, es decir, regresaron a sus casas para llevar a cabo gestos nuevos, concretos y luminosos en medio de la falta de esperanza en el mundo.

Francisco enumera una serie de signos de esperanza para que no nos quedemos paralizados como siempre, divagando con nuestros sentimientos e ideas, y los pongamos ya en práctica. En total son ocho los signos que debemos vivir como una llamada actual del Señor Jesús a la justicia y la fraternidad en la Iglesia y el mundo: la paz, la vida, los presos, los enfermos, los jóvenes, los migrantes, los ancianos y los pobres. Nos invita a interiorizar personalmente, en la oración de este tiempo cuaresmal estos signos de esperanza que nos ofrece.

Nuestras Hermandades y Cofradías deberían tomar alguno de ellos, no el que más nos guste, sino aquel que más nos interpele, dependiendo a lo mejor de las advocaciones de nuestras imágenes o el sentido espiritual y material por el que existimos, para convertirlo en gesto de caridad y esperanza que nos comprometiera con verdad y autenticidad.

Vivir la Cuaresma de este año jubilar 2025 de la esperanza no es plantear un sueño irrealizable, ni tampoco un juego vano de sensaciones y emociones ayudando a los pobres y necesitados puntualmente, sino que es la Verdad que se irradia en el mundo. Porque solamente desde el Jesucristo se manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a la humanidad de todos los siglos, para que bajo su señorío recorramos juntos el camino del servicio y el amor, que transfigura el mundo en paz, vida, libertad, sanación, porvenir, acogida, sabiduría, justicia...

La esperanza a la que nos invita este Año Santo requiere paciencia y, por tanto, necesitamos orar para pedirla y hacerla crecer. Debemos orar para que la paciencia relegue los agobios y permita que en cada uno aflore la bondad y el amor del Señor. Pidamos la paciencia que viene del Espíritu Santo y que convierte la espera en plegaria confiada. Acojamos la paciencia que mantiene viva la esperanza. Convirtámonos y creamos en la paciencia que es tierra sembrada de esperanza.

El ayuno nos ayudará a caminar ligeros de equipaje y, en este caso, a crecer en esperanza. Lo cual se traduce en un ayuno concreto: el del solipsismo, es decir, de toda forma radical de subjetivismo, que suele venir acompañada de susceptibilidad y recelo, y fácilmente degenera en rivalidad, ruptura, falta de fraternidad, afán de posesión y dominación. Este ayuno nos traerá sosiego y esperanza para avanzar en nuestro propósito de ser “como granos que hacen el mismo pan”.

La limosna cuaresmal nos impulsará también en el camino hacia la Pascua. Que nuestra limosna sea del perdón que desafía nuestro corazón cotidianamente. Sabernos perdonados debe ayudarnos a perdonar. Recibir el perdón ha de urgirnos a ofrecerlo como limosna con una medida “generosa, colmada, remecida, rebosante”. El perdón es siempre fuente de esperanza.

Iniciemos juntos, en esta Cuaresma, una peregrinación esperanzada hacia la Pascua. Descubramos la riqueza de este caminar en los rostros de nuestros hermanos y hermanas y en el nuestro propio, irradiando la esperanza en la que hemos de convertir este tiempo y a la que hemos de convertirnos los que creemos en el Evangelio de Jesús.

Que el fervor y el ansia de preparar lo circunstancial de la Semana Santa no nos lleve a olvidarlo.

jueves, 27 de febrero de 2025

                                   

 

ORACIÓN AL CRISTO DE LOS AFLIGIDOS EN TIEMPOS DE PANDEMIA

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.

Este grito, Santísimo Cristo de los Afligidos,

quiere ser nuestro grito en este tiempo

de dolor, enfermedad y pandemia.

Este grito quiere ser nuestra oración ante Ti

que nos contemplas aunque aparentemente ausente:

en el momento de nuestra angustia,

nuestra oración se convierte en llamada necesitada.

Queremos confiarte nuestras

situaciones más difíciles y dolorosas,

y cuando todo parece que es vacio y silencio,

no tenemos miedo en confiarte

todo el peso que llevamos en nuestro corazón,

no tenemos miedo de gritar nuestro sufrimiento,

con la confianza de que Tú estás cerca,

aunque aparentemente enmudeces y callas.

Al repetirte ante tu Cruz las mismas palabras

del Salmo, “Eli, Elí Lemá Sabàtani?

“¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

elevamos nuestra oración en el momento histórico

que vivimos con una sensación de abandono

pero conscientes de tu presencia en esta hora,

en la que se siente el drama humano de la muerte.

Queremos unirnos al dolor

todos los hombres que sufren por la opresión del mal;

y al mismo tiempo, llevan todo esto a tu corazón

en la certeza de que su grito será atendido

en la Resurrección.

Este grito en el extremo tormento

es al mismo tiempo la certeza de tu respuesta divina,

certeza de la salvación no sólo conquistada por Ti,

Cristo de los Afligidos, sino para muchos.

En esta oración ante tu imagen, Cristo de los Afligidos,

se encierra la máxima confianza

y unimos nuestro abandono en las manos de tu Padre,

incluso cuando parece ausente y cuando parece permanecer en silencio,

siguiendo un designio para nosotros incomprensible.

Tu sufrimiento es un sufrimiento en comunión

con nosotros y por nosotros, que viene del amor,

y lleva en sí la redención, la victoria del amor.

En el momento último, Cristo de los Afligidos,

dejaste que tu corazón expresara el dolor,

pero dejabas salir, al mismo tiempo, de tu corazón

el sentido de tu filiación divina

y el consentimiento de su plan de salvación

para la humanidad.

Contigo, Cristo de los Afligidos,

nos situamos, siempre y de nuevo,

de frente al “hoy” del sufrimiento,

y ante el silencio de Dios-Padre

y lo expresamos muchas veces

abriéndonos también al “hoy” de la Resurrección,

como respuesta del Padre que ha tomado sobre sí

ante nuestros sufrimientos, dolores y muerte

que nos afligen, para llevarlos junto con nosotros

y darnos la firme esperanza de que serán vencidos.

Cristo de los Afligidos traemos ante tu mirada

nuestras cruces diarias,

con la certeza de que Tu estás presente y nos escuchas.

Tu grito, Cristo de los Afligidos, clavado en el madero,

nos recuerda que en la oración,

debemos superar las barreras de nuestro “yo”

y de nuestros problemas

y abrirnos a las necesidades y sufrimientos de los demás.

Tu grito, Cristo de los Afligidos, agonizante en la Cruz

nos enseña a orar con amor por tantos hermanos

y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana,

que viven momentos difíciles,

que permanecen en el dolor,

sin una palabra de consuelo.

Traemos todo esto al tu corazón consolado

por la voluntad del Padre

para que ellos puedan sentir también el amor de Dios

que nunca abandona a su criatura, el hombre. Amén.

 

martes, 25 de febrero de 2025

 



 

 

LA CRUZ EN LA VIDA DE SAN VICENTE FERRER

 

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

Glorioso Vicente Ferrer,

patrono de los desamparados y consuelo de los afligidos:

que viviste intensamente el signo de contradicción que trae la Cruz,

pero que también es signo de unidad.

Alcánzanos una fidelidad auténtica y sincera

para valorar debidamente las cosas divinas,

rectitud y pureza de costumbres como la que tú predicabas,

y un amor ardiente para amar a Dios y al prójimo.

Tu vida, desde muy joven,

fue una constante contemplación mística

de la pasión, muerte y resurrección de Cristo,

esforzándote por vivirla como Domingo de Guzmán.

Al contemplar los campos de mies

y la falta de obreros

y apenado por la desunión existente en el seno de la Iglesia,

sentiste el impulso de Cristo a seguirle en la radicalidad

y la llamada a anunciar la “buena noticia”.

Saliste por los caminos de Europa

recorriendo grandes comarcas

de España, Alemania, Francia, Bélgica, Holanda e Italia,

anunciando a Cristo por plazas, caminos y campos.

Con el anuncio de la “buena noticia” del Evangelio

llamabas a la conversión personal y colectiva,

invitando a salir de las costumbres de muerte

para lanzarse a los riesgos de una vida nueva;

llamaste a reflexionar sobre el futuro,

comenzando su construcción en el presente,

respaldando este anuncio con una vida austera y penitente.

Tus exhortaciones a pesar de ser muy largas,

tocaban el corazón de los hombres y mujeres,

que, disfrutaban oyéndote.

A pesar de que muchos predicadores

de tu tiempo buscaban su lucimiento personal

tú siempre pasabas largos ratos de oración

pidiéndole a Cristo que Él fuese siempre

el eje de tus alocuciones

para que aprendiesen los oyentes de ti,

como un verdadero testigo,

de todo lo que decías a los demás para su santificación.

El misterio de Cristo Jesús

que pasó haciendo el bien,

predicando y curando a los enfermos,

que sufrió y padeció muerte, y muerte de cruz y que resucitó,

fue el centro de toda tu predicación

que armonizaste con un carácter franco y jovial.

Tu palabra era fuego que conmovía el corazón de las multitudes,

respondiendo con pública penitencia,

y abandono de sus situaciones de pecado.

Tú sufriste en carne propia el terrible escándalo

que había comenzado en 1378

así como las consecuencias del cisma cristiano de Occidente.

Pero más que un predicador apocalíptico,

fuiste un predicador de los misterios de Cristo.

Del Cristo que ha venido,

y también del Cristo que vendrá

para juzgar a vivos y muertos.

Pero este pensamiento

no era una mala noticia,

porque el juicio, como todo en la vida de Cristo,

está modulado por la misericordia divina.

Y el criterio del juicio es y será el amor:

nuestra actitud para con el prójimo.

Para explicar la vida de Cristo,

como apóstol de Jesucristo, y éste crucificado

te serviste de ejemplos muy sencillos

que tus oyentes perfectamente entendían.

Hoy nos explicas a los hombres y mujeres del siglo XXI,

–pues tus palabras tienes vigencia y actualidad—

que después de su Resurrección,

Cristo se presentó a sus discípulos

bajo tres figuras o imágenes:

como peregrino, como jardinero y como mercader,

mostrando así las tres formas de vida

que había tenido mientras vivió su historia con los hombres

Qué gran profundidad teológica la de tus palabras:

el Resucitado muestra la forma de vida del Crucificado.

Sin centrar nuestra atención en la persona de Jesucristo en la Cruz,

no hay modo de comprender su Resurrección.

Las tres imágenes que retratan esa vida

y que muestra el Resucitado son:

fue peregrino durante su vida en esta tierra,

donde no tenía casa ni sitio donde reposar su cabeza;

fue jardinero por su predicación,

pues el jardinero desarraiga las malas hierbas y planta las buenas,

como Cristo hacía por medio de su palabra;

y fue mercader de piedras finas

porque su muerte fue el precio de nuestra redención.

Nosotros, Vicente Ferrer, amado de Dios y de los hombres,

en el seguimiento de Cristo,

estamos llamados a ser peregrinos,

o sea, a vivir moderadamente

como quién no tiene su morada en este mundo,

pues los cristianos tenemos otra ciudad,

la nueva Jerusalén, la ciudad celestial sin ocaso,

por eso somos huéspedes y peregrinos sobre la tierra.

Estamos llamados a ser jardineros,

pues cada uno debemos desarraigar

de nuestra vida las malas hierbas,

o sea, soberbias, envidias y vicios,

y plantar en su lugar la paz, el servicio,

la humildad y demás virtudes que brillaron en tu vida.

Y estamos llamados a ser mercaderes,

perseverando en una vida santa,

para que al término de nuestro viaje

podamos recibir el premio del cielo.

Los últimos años de tu vida,

siempre se caracterizaron

por un agravamiento de tus achaques y enfermedades,

pero nada de esto te hizo perder el vigor y alegría

que ponías al anunciar al Señor Jesús.

Vicente Ferrer, amigo de Dios:

¿qué nos dices hoy del Crucificado…

tú que sabes mucho

porque pasabas, horas y horas,

de la noche dialogando con Él?

 

 

 

Valencia, 5 de marzo de 2025, miércoles de Ceniza


 


 

 

 

SAN VICENTE FERRER TAMBIÉN ESTABA EN CAMPANAR

 

 

 

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

Glorioso san Vicente Ferrer,

patrono de los desamparados y consuelo de los afligidos:

Nuestra ciudad está desolada y triste

por el devorador incendio del edificio

de nuestro barrio valenciano de Campanar.

Acudimos a ti en busca de luz, de esperanza y protección.

por los que han perdido sus seres queridos y sus hogares.

Tú, que dedicaste tu vida a llevar la paz y la fe

con tu palabra a aquellos que más lo necesitaban,

te rogamos que intercedas por nosotros

ante nuestro Dios amado,

el Dios de la vida,

y el Dios de todo consuelo.

¿Dónde estabas Vicente Ferrer,

protector nuestro en esos momentos

que el fuego devoraba ese coloso edificio?

Pensábamos que estábamos abandonados de tu mano.

Pero ¿cómo podemos seguir siendo hombres de fe

cuando contemplábamos tantas vidas rotas

y la vida estaba atravesada por la muerte,

la desgracia, la tragedia, y el horror del fuego?

¿Dónde estabas Vicente Ferrer, patrono de nuestra ciudad?

¿Nos habías abandonado de la mano?

¿No pudiste frenar la fuerza del fuego destructor?

Sin embargo, estabas en medio del sufriente pueblo valenciano,

es más, estabas sufriendo con nosotros

las agresiones de las llamas;

estabas padeciendo los efectos del fuego,

que el egoísmo y la inconsciencia de nosotros,

humanos muchas veces nos fabricamos.

A veces debemos contemplar más allá de nuestro entorno

y tener claro que hay desastres

que no son naturales, sino resultado de nuestra falta de previsión.

No fue voluntad de Dios, no,

el que surgiera esa hoguera que lo destruía todo.

Dejemos el discurso de la complicidad.

Menos aún podría ser un castigo de Dios.

Quien diga esto nunca podrá entender al Dios de Jesús.

Que veamos, más bien, en estos acontecimientos luctuosos

los signos o sacramentos de una realidad misteriosa,

la de un Dios, que con todos sus santos participa

en los gozos y esperanzas, sufrimientos y tristezas

de los hombres de todos los tiempos.

¿Dónde estabas Vicente Ferrer aquel jueves de febrero

de dos mil veinticuatro?

Tú estabas en los huecos de las escaleras,

en las habitaciones y comedores

de esos monumentales bloques de viviendas

sin poder escapar de las llamas,

sufriendo con todos nosotros

y contemplando como el fuego devoraba vidas y recuerdos.

Tú estabas viendo como un puñado de hogares

se estaban quemando,

e impotente de poder extender tu mano para frenarlo;

tú contemplabas desde el fuego como miles de personas

lloraban desesperadamente cuando el fuego lo destruía todo.

Vicente Ferrer tú estabas en quienes sufrían la desgracia;

estabas viviendo en carne propia

el miedo, el sufrimiento y el abandono.

Pero también estabas en las manos

de quienes arriesgaron su vida por salvar otras vidas,

en quienes planificaron y se entregaron totalmente:

bomberos, policía o protección civil,

al servicio de los hombres y mujeres que estaban sufriendo impotentes sin poder hacer nada.

Precisamente ahora nos toca a nosotros

seguir estando con estos hermanos que siguen sufriendo.

Nos toca ayudarte.

Nos toca, contigo, hacer presente al Dios de la esperanza

en las vidas de tantas familias rotas por el fuego.

Tú, Vicente Ferrer, estás allí, entre el rescoldo de las llamas,

ensuciándote las manos y debemos ayudarte.

Tú no estás en las nubes,

tú estás en las manos de todos.

Tú estás en el corazón generoso de los valencianos.

Tú estás entre nosotros.

Protégenos de todo mal y peligro que pueda rodearnos.

Enséñanos a encontrar la esperanza en medio de las dificultades

y a confiar en la providencia divina en todo momento.

Concédenos fuerza para actuar

y devolver la esperanza a tantas familias y personas

que han vivido, y lo seguirán viviendo, el drama del fuego.

Quizás a través de nosotros puedan llegar al misterio de Dios,

el impensado, que en su escondidez y ocultación

sigue siendo fuente de dignidad y esperanza.

Vicente Ferrer, modelo de santidad plena,

de caridad y de humildad,

te imploramos que nos guíes en nuestro camino

y nos ayudes a encontrar la paz interior que nos falta.

Fortalécenos en estos momentos de desesperación

y concédenos la fuerza para superar cualquier adversidad.

Confiamos en tu poderosa intercesión ante el trono de Dios,

y te agradecemos por escuchar nuestras plegarias.

Que tu luz divina nos acompañe siempre,

protegiéndonos y guiándonos

hacia la esperanza y la felicidad plena.

Amén.

 

 (Valencia, 22 febrero 2023)