Mirando la historia del Viacrucis
Por
Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
Hacia el año 33,
se desencadenó la primera persecución por parte de la mayoría judía hacia la
comunidad cristiana, concretada sobre todo en sus miembros de procedencia
helenística o en los principales cabecillas (Esteban, Pedro, Juan, Santiago, y
demás apóstoles...). Esto produjo una primera dispersión de quienes se llevaban
consigo la memoria de los hechos, la fe pascual, pero no los escenarios de la
pasión, ni los objetos relacionados con la vida o la muerte de Jesús, hacia los
que no pusieron ningún interés.
Años después, la
tensión con el poder romano cobró fuerza en la rebelión de los zelotas, que se
alzaron contra los soldados de Roma. La reacción no se hizo esperar y Tito, al
frente de las legiones acantonadas en Siria, se desplazó hacia el sur arrasando
sistemáticamente todo a su paso. Los legionarios no se pararon a considerar si
eran o no cristianos, pues todos corrieron igual suerte. Fueron numerosos los
que buscaron refugio, a la desesperada, tras las murallas sólidas de Jerusalén,
que incrementó su población hasta el límite.
Los dos
episodios más conocidos de aquella guerra fueron la toma de Jerusalén, tras
enconada resistencia (año 70), y la del reducto de Masada (año 74). Tras la
destrucción, Jerusalén quedó arrasada y los “santos lugares” irreconocibles.
(Para los judíos, el “lugar santo” era el templo; para los que han querido
asegurar después la localización de espacios relacionados con la pasión de
Jesús, los “lugares santos” cristianos eran otros). Pero todos quedaron
arrasados.
Al cesar las
hostilidades, algunos supervivientes —no todos— regresaron a Jerusalén, y de
nuevo se restableció allí una comunidad cristiana, obligada por la necesidad a
reconstruir viviendas o un espacio para su culto minoritario. No se empeñaron
en excavaciones arqueológicas para reconstruir los escenarios de la pasión de
Jesús. Por otro lado, eran un número reducido, pues en el cristianismo se había
producido un desplazamiento del centro de gravedad hacia Grecia primero y hacia
Roma después.
Cuando los
cristianos de la primera generación, particularmente quienes residían en
Jerusalén, constituyen una inicial comunidad, saben de primera mano —algunos
como testigos oculares— lo que ha sucedido con Jesús. Pero los relatos
conservados jamás ponen el más mínimo acento, ni el más mínimo interés, en
referir que preservan como valiosos tesoros objetos relacionados directamente
con Jesús: ni con su vida (ropas, sandalias, manto, herramientas, cosas usadas
por él), ni tampoco con su muerte (cruz, corona de espinas, clavos,
sudario...). La reflexión que hacen tiene claramente dos estilos: Uno consiste
en narrar los hechos escuetos, que culminan con el testimonio de su encuentro
con el Resucitado; el otro, en la línea del ahondamiento teológico, consiste en
caer en la cuenta de que su muerte nos ha salvado, que no es una muerte inútil
y absurda, sino cargada de sentido salvador: Muerte para engendrar y repartir
vida, como hace el apóstol Pablo. Este, cristiano de segunda generación, repite
los hechos que no ha conocido, pero enseña el sentido que ha descubierto en la
muerte de Jesús. Pero nadie puede dar con un solo vestigio de interés por
conocer lugares, poseer objetos, fijar relatos, preservar memorias o vínculos
que tengan que ver con la pasión de Jesús.
Todo lo que se
sale de ahí está envuelto en la leyenda, a pesar de que haya quien lo pretende
legitimar con supuestos datos históricos (sudario, síndone o sábana santa,
grial, cruz...). La primera comunidad cristiana de Palestina no se ocupó en
absoluto de detalles de este tipo, y su interés es muy ajeno a estas
particularidades: Gira en transmitir el fabuloso descubrimiento de que Jesús
Dios se ha hecho presente en el mundo; de ahí, conservar la fe en él, su
mensaje, sus propuestas, la fidelidad a su estilo de relación con Dios. Para
aquella comunidad, ese era el valioso tesoro que era preciso conservar y
transmitir a toda costa.
Por si fuera
poco el notable desastre bélico y sus consecuencias, la situación se repitió: Durante
los años 132 a 135 los judíos se volvieron a levantar en armas contra Roma
acaudillados por Bar Kokeba. De nuevo fue asediada y tomada sesenta años
después la medio reconstruida Jerusalén el año 134.
El emperador
Aelius Hadrianus construyó una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua, que
llamó Colonia Aelia Capitolina, conocida como simplemente Aelia; en la parte
norte residían los colonos civiles (soldados veteranos licenciados) y al sur la
Legio X Fretensis. Si algo pudiera haber quedado en pie del primer asedio y
destrucción, no resistió el embate de la nueva conquista y la construcción de
una colonia romana. Los vestigios quedaron enterrados a la espera de los
arqueólogos, que llegarían siglos después. Es intento vano echar mano de la
memoria de los primeros cristianos de Jerusalén, o de la socorrida tradición.
Al cambiar la
situación con Constantino primero y Teodosio después (años 313 y 380,
respectivamente) hubo cristianos que, movidos de devoción, acudieron a
Jerusalén. Otros, como el caso de san Jerónimo, unió motivos de estudio. Se
invocan sus palabras para aducir un testimonio que pretende poner en pie lo que
había sido arrasado. He aquí sus expresiones: “Os animo y ruego por la caridad
del Señor, que lleguemos a veros, y que no os retraséis tanto por otras
circunstancias [en la visita] de los santos lugares. Pues aunque pudiera
resultaros incómoda nuestra compañía, constituye una parte de la fe haber
adorado donde estuvieron los pies del Señor, y haber visto las huellas de su
reciente nacimiento y de su cruz y pasión”.
Igualmente, se
ha invocado el testimonio de Egeria (Eteria) a fin de asegurar los vestigios de
la práctica del viacrucis. Sospecho que en la mayor parte de las ocasiones se
ha repetido de memoria, sin haber consultado sus escritos, lo que da poca
garantía a los que proceden así. Eteria visitó Jerusalén a finales del siglo IV:
Es una de las personas que se sintieron impulsadas al viaje por su fe. Cuando
estuvo allá, constató la existencia de una comunidad cristiana, con su obispo
al frente, acompañado de un conjunto de presbíteros y diáconos. Llegó a
Jerusalén a mediados del año 381, y el obispo era Cirilo —conocido como Cirilo
de Jerusalén—. Da fe de las celebraciones ordinarias y más en particular de la
semana mayor, en la que en la mañana del viernes, antes de la salida del sol,
se reúnen los cristianos en el lugar en el que se repite de unos a otros que
Jesús fue flagelado. Allí se coloca una cruz que sostiene el obispo rodeado de
sus diáconos; los fieles se acercan a besar la cruz. También besan el anillo
que perteneció al rey Salomón, y el cuerno de aceite con que eran ungidos los
reyes de Israel. En comunidad se recitan salmos, lecturas de las cartas
apostólicas, del evangelio y los profetas que tienen relación con la pasión de
Señor; luego se lee la pasión siguiendo el relato de Juan. Finalmente, se
anuncia que habrá una vigilia (celebración) en la Anástasis (Resurrección),
para completar las celebraciones de la semana. No es posible, por consiguiente,
deducir orígenes del viacrucis en el testimonio de Egeria, que consigna la
práctica celebrativa de la comunidad de Jerusalén.
Si esta
constancia ha quedado por escrito, a lo largo de la Edad Media otros
testimonios variados fueron transmitidos oralmente por parte de los peregrinos
que acudían a los tres centros de peregrinación: a Roma (romeros) o a Jerusalén
(palmeros), y más tarde a Santiago (concheros), así como también a otros
lugares, deseosos de contacto y cercanía cuando se aseguraba la presencia en el
pasado de algún apóstol o del mismo Jesús.
Los peregrinos a
Jerusalén, al retornar a sus orígenes, contaban lo que habían visto, y lo que
les habían dicho, pero que no habían podido comprobar por sí mismos, dado que
todo lo que veían sus ojos no existía en el momento de la vida de Jesús, salvo
algunas ruinas (muro de las lamentaciones, por ejemplo). Lo que les habían
referido no tenía ninguna exactitud histórica, aunque saliera de labios de
cristianos convencidos; lo que ellos narraban a su regreso podía perfectamente
ser deformado, magnificado, alterado o preterido ante unos oyentes que no
tenían otro recurso que admitir lo que venían contando quienes habían estado en
Jerusalén (o quienes decían haber estado). La verosimilitud de la tradición
oral a los países cristianos de occidente no tenía otra base. Con tan débiles
cimientos, la exactitud y el rigor se tambalean.
Aún es preciso
añadir otro acontecimiento que hace zozobrar todavía más la exactitud: En el
siglo VII desde Arabia, se produjo la invasión musulmana, que hacia el norte de
África se extendió por Palestina, Egipto y Libia sin especial resistencia. Los
cristianos que permanecieron allí fueron vistos por los dominadores como
población sometida, obligada a pagar impuestos, y a tener restricciones en la
manifestación pública de su fe. Los peregrinos que continuaron acudiendo se
vieron, según los casos, tolerados, respetados u hostigados. No era más grave
que a un peregrino aislado le asaltaran en su camino a Santiago o a Jerusalén;
pero si en el primer caso los asaltantes eran otros cristianos, en el segundo
eran unos musulmanes, que no compartían la misma fe. Esto hizo posible que se
incubara una hostilidad religiosa que fue creciendo, junto con el riesgo
político y militar de copar la cuenca del Mediterráneo en una pinza que
abarcaba desde la España musulmana hasta la Turquía islámica de los seléucidas
(seldyúcidas).
El papa Gregorio
VII pensó en 1074 organizar una ayuda militar a los cristianos de Oriente, que,
aunque separados por el cisma (1054), eran cristianos. Veinte años después, en
el concilio de Clermont de 1095 surge el lema “Dios lo quiere” como eslogan
para convocar la primera de las cruzadas al año siguiente. Desde 1096 hasta
1270 se sucedieron siete cruzadas, con muy diversa suerte cada una de ellas.
Tan solo la primera llegó a conquistar Jerusalén y, en cierto modo, garantizar
la seguridad de los peregrinos (órdenes militares). Tanto estos como los que
regresaron de las expediciones militares narraban en los países occidentales lo
que les habían dicho, o lo que habían visto directamente. Pero es seguro que
nada o muy poco tenía que ver realmente con los acontecimientos de la pasión de
Jesús.
Es entonces, a
partir del siglo XII, cuando los relatos en países occidentales prenden en el
ánimo del pueblo cristiano y cuando se empiezan a consolidar, relato sobre
relato, unas historias que parecen tener una certeza: La que aportan los
testigos. Entonces se empieza a fomentar una devoción hacia la pasión, que se
pretende transportar, llevando a Occidente los recuerdos de lo que había
sucedido en los lejanos días de la pasión de Jesús. Los recuerdos se tornan más
vívidos y permanentes cuando se construyen pequeñas capillas que albergan
escenas o tablas en las que se ha dibujado, pintado o esculpido tal o cual
momento de la pasión. Quienes están imposibilitados para peregrinar tienen de
esta forma un recuerdo próximo a sus viviendas. En cada país, en cada región,
en cada lugar en que esto se lleva a cabo, obedece a una tradición anárquica
que emana de quien había hecho el relato, cuya palabra testimonial no se ponía
en duda.
En 1342 se
encomendó a los franciscanos el mantenimiento del culto de los que se
consideraban lugares santos para los cristianos. De la certeza de muchos de
ellos es posible albergar serias dudas; pero, si lo narraba un religioso, el
peregrino dudaba menos; y el oyente en el oeste de Europa ni se lo planteaba.
Cuando alguien,
desconocido, propone hacer un recorrido por los diversos lugares que se
narraban como relacionados con la pasión, surge el viacrucis. Cuando alguien
cuenta en su país de origen la práctica de devoción en que ha participado
cuando estuvo en Jerusalén, este se implanta en la Europa cristiana. Se efectúa
además un cambio en la sensibilidad religiosa en relación con la pasión: Consiste
en recordarla con dolor, mirarla con compasión, como queriendo aliviar a Jesús
en sus dolores al participar de ellos. La combinación de estos elementos da
como resultado una devoción particular a los diversos lugares donde Cristo
sufrió los tormentos de su pasión y muerte.
No hay nada reglado.
El recorrido puede llevarse a cabo en el orden sucesivo de los acontecimientos
de la pasión, tal como los narra el evangelio; pero también se admite el orden
inverso, retrocediendo desde el Gólgota hacia atrás. Como además cada uno de
los cuatro relatos evangélicos no proporciona los mismos detalles, según la
guía que se siga, o según el narrador que relate, se rememoran unos u otros
hechos.
Se pretenden ver
precedentes seguros del Viacrucis en narraciones de viajeros que peregrinaron a
Palestina. Así, se cita a Riccoldo di Monte Croce, nacido en Florencia en 1243.
Ingresó en los dominicos en el convento de Santa María de Novella. En 1288
peregrinó hacia el Este: hasta Acre, Galilea y Bagdag, de cuyo viaje dejó un
escrito, con el nombre de “Itinerarium”, en que aparecen algunos vestigios de
lo que alcanzó a ver en su peregrinación. Su obra más célebre es “Imputatio
alcorani” (también citada como “Confutatio alcorani”), que tira por tierra las
afirmaciones y usos de los musulmanes. Falleció en Florencia el 31 de octubre
de 1320. Poco después de su viaje, el también dominico Francisco Pipinus, del
convento de Bolonia, redactó por mandato de sus superiores el relato titulado “Iter
orientale”, que le ocupó los años 1250 a 1266 y de 1269 a 1295: Su escrito
refleja las impresiones de su peregrinación anterior, de la que los superiores
no deseaban que quedase en el olvido.
El beato Henri
de Suso, muerto en 1366, preconizó en el siglo XIV una especie de recorrido
espiritual (sin desplazamiento físico, por tanto), consistente en una serie de
meditaciones para recordar algunos momentos de lo acontecido en la pasión. Los
franciscanos introdujeron en Europa y propagaron una serie de representaciones
de momentos de la pasión, a los que se dio el nombre de “pasiones”, pues aún no
había surgido el más moderno nombre de “viacrucis”. En esa misma línea, la
beata Eustoquia, clarisa de Messina, fallecida en 1498, organizó en su ámbito
una serie de representaciones que iban desde el nacimiento hasta la pasión y
muerte, abarcando diversos momentos de la vida de Jesús; es claro que está en
la misma dirección que las representaciones centradas en los “nacimientos”,
fomentadas por los franciscanos. También contribuyó a fomentar el “vía crucis”,
a principios del siglo XV, el beato Álvaro de Córdoba. No se conoce con certeza
su origen ni su fecha de nacimiento. Sí, en cambio, que fue profesor en San
Pablo, de Valladolid. Pasó a Italia y además peregrinó a Jerusalén. A su
retorno, junto con Rodrigo de Valencia, adquirió la Torre Berlanga, en la
serranía de Córdoba, y allí edificó un convento dominico reformado al que llamó
de Santo Domingo de Escalaceli, donde murió hacia 1430. En él organizó unas
representaciones pintadas con algunas de las escenas de la pasión, además de
denominar a ciertos parajes del recinto con nombres que evocaban su estancia en
Palestina. El hecho de tener que recorrer las escenas una a una comportaba el
desplazamiento de las personas de un lugar a otro, remarcando siempre el
sentido espiritual; se introduce insensiblemente el sentido procesional. Esto
lleva a intercalar marchas, paradas, contemplación, comentario, oración,
canto... Sin embargo, resulta pretencioso ver en esas rememoraciones un
precedente del actual viacrucis.