miércoles, 29 de diciembre de 2021

LA CUARESMA UN CAMINO CON MARIA

 

 

LA CUARESMA UN CAMINO CON MARIA

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

La Cuaresma de María se prolongó toda la vida de Cristo. Fueron treinta y tres años de travesía y de profunda preparación y de cercanía con Jesús. Una catequesis de silencio, de entrega, de renuncias, de discreción, de servicio, de compromiso. Ella recorrió este camino cuaresmal aceptando los compromisos inherentes a su «Sí» a Dios.

Como Cristo es el "hombre de dolores", por medio del cual se ha complacido Dios en "reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz", así María es la "mujer del dolor", que Dios ha querido asociar a su Hijo, como madre y partícipe de su Pasión.

Desde los días de la infancia de Cristo, toda la vida de la Virgen, participando del rechazo de que era objeto su Hijo, transcurrió bajo el signo de la espada. Sin embargo, la piedad del pueblo cristiano ha señalado siete episodios principales en la vida dolorosa de la Madre y los ha considerado como los "siete dolores" de Santa María Virgen.

Un elemento de este caminar cuaresmal que la  “religiosidad popular” nos ofrece es el Vía Matris. La intuición fundamental de este camino de meditación considerar toda la vida de la Virgen, desde el anuncio profético de Simeón hasta la muerte y sepultura del Hijo, como un camino de fe y de dolor: camino articulado en siete "estaciones", que corresponden a los "siete dolores" de la Madre del Señor.

Este ejercicio de “religiosidad popular” del Vía Matris se armoniza muy bien con algunos temas propios del itinerario cuaresmal. El dolor de la Virgen tiene su causa en el rechazo que Cristo ha sufrido por parte de los hombres. El Vía Matris remite constante y necesariamente al misterio de Cristo, siervo sufriente del Señor, rechazado por su propio pueblo, y remite también al misterio de la Iglesia: las estaciones del Vía Matris son etapas del camino de fe y dolor en el que la Virgen ha precedido a la Iglesia y que esta deberá recorrer hasta el final de los tiempos.

El camino recorrido por Jesús, el hijo, del tribunal de Pilatos al Monte Calvario, lo recorrió también María, la Madre: fue en gran parte un camino común, por lo cual algunas  “estaciones” de los dos ejercicios piadosos coinciden. Bajo este perfil, el Vía Crucis es también un Vía Matris. Sin embargo, ya que toda la vida de la Virgen --su camino -- fue marcada por el sufrimiento, el pueblo cristiano la unificó en forma conceptual y la celebró en forma cultual como el “camino del dolor”, asumiendo como clave de lectura la participación de la Madre a la pasión del Hijo y como modelo de celebración el Vía Crucis.

Los estudiosos de la “religiosidad popular”, al tratar sobre el Vía Matris, le atribuyen, aún sin indicar una documentación específica, un origen español.

Ciertamente durante los siglos XVII y XVIII la atención en España y los países americanos dependientes entonces de la corona española hacia la pasión de Cristo y hacia los dolores de la Santa Virgen era muy profunda y difundida. Lo atestigua una abundante literatura devota de este aspecto. De cualquier forma, un antecedente del Vía Matris puede ser la procesión instituida en 1661 por los frailes Siervos de María de la Comunidad de “Nuestra Señora del Buen Suceso” de Barcelona: el domingo de Palmas desfilan por las calles adyacentes a la iglesia de los Siervos siete “pasos‟” (grupos de esculturas que representan las escenas sagradas), simbolizando los siete dolores de la Virgen. Un año después, el 13 de julio de 1837, Gregorio XVI con el breve “Cum sane laudabilis” reconocía que “desde hace no mucho tiempo en las Iglesias del Orbe Cristiano [se ha] hecho más frecuente el uso tan valioso y saludable de renovar en algunos días establecidos y con determinadas preces la memoria de los dolores de la Virgen Madre de Dios con un cierto ejercicio piadoso, o devocional”

El fundamento teológico del vía Matris, así como el resto de todos los ejercicios de piedad mariana, es la indisoluble unión de María con Cristo, en la realización del proyecto salvífico de Dios, que tiene en la encarnación del Verbo y en la muerte y resurrección de Cristo, sus más altas expresiones. La Virgen es la “íntima socia” en la realización de la obra de la redención. Por lo tanto, asociados en el designio de la salvación. Cristo crucificado y la Virgen Dolorosa están también asociados en las celebraciones de la liturgia y en las manifestaciones de “religiosidad popular”.

La intuición fundamental del Vía Matris es la de considerar toda la vida de la Virgen, desde el anuncio de Gabriel y de la profecía de Simeón hasta la muerte y la sepultura de su Hijo, como un camino de fe y de dolor. En el Vía Matris este camino se realiza en siete “estaciones”, correspondientes a siete episodios, en los cuales la piedad del pueblo cristiano ha individuado los siete “principales” dolores de la Madre del Señor.

Así como el Vía Crucis, el Vía Matris es una “oración bíblica”: es decir que proviene del Evangelio, entendido en el sentido literal o interpretado a la luz de la tradición de la Iglesia, y evoca los episodios de dolor y de salvación que poco a poco contempla.

Pero sería una limitación el hecho de restringir el ámbito meditativo únicamente a los episodios evangélicos que se contemplan, a pesar de ser ricos de perspectivas: cada uno de ellos tiene la sombra de hechos del Antiguo Testamento y se proyecta sobre otros del Nuevo Testamento. De esta forma, por ejemplo, el misterio de la “infancia perseguida”, es una constante bíblica: en su infancia Moisés, el futuro legislador y mediador de la Alianza, sufre la persecución; en su “infancia” Israel, “hijo de Dios”, es objeto de la persecución de los faraones; en su infancia, Jesús, el Mesías Salvador, es perseguido por Herodes; en su “infancia”, la Iglesia es perseguida, como lo atestiguan los Hechos de los Apóstoles en sus puntuales episodios y como el Apocalipsis lo predice con su lenguaje simbólico-profético: “El dragón se puso delante de la mujer que estaba por dar a luz para devorar al niño recién nacido […] pero cuando el dragón se precipitó sobre la tierra, se dirigió a la mujer que había dado a luz un hijo varón”.

Los episodios de dolor de la vida de Cristo y de María representan la consumación del dolor que pesa sobre la humanidad desde sus inicios como consecuencia de la misteriosa “ruptura” entre Dios y el hombre, que ocurrió en los origen y de las sucesivas, repetidas infidelidades a la Alianza.

El Vía Matris, piadoso ejercicio mariano, tiene una clara orientación, por otra parte, cristológica. Porque “en la Virgen María todo está en relación a Cristo y todo depende de él” hasta los “dolores” se refieren al “misterio de la pasión” de su Hijo, que caracterizó los años de infancia, de la vida pública y se cumplió en la hora de la cruz: por ella son determinados, a la luz de ella adquieren un significado, unidos a ella tiene una eficacia salvadora para la vida de la Iglesia y de los fieles en forma individual. Como dice insistentemente la liturgia: un solo amor asocia al Hijo con la Madre, un solo dolor los reúne, una sola voluntad los impulsa: agradarte a ti [Padre], único y supremo bien.

 

jueves, 23 de diciembre de 2021

Contemplemos al Crucificado

 

Contemplemos al Crucificado

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

Algunos símbolos tienen un simbolismo intrínseco, irradian luz por sí mismos, provocan emociones en todas las épocas, generan preguntas y atisban respuestas. El hombre es una animal simbólico, y el símbolo da que pensar. La cruz es uno de esos grandes símbolos, símbolo de una realidad cruciforme, pero, gran paradoja, símbolo que siempre abrirá un rayo de esperanza por espesas que sean las tinieblas que nos rodeen. En la espiritualidad cristiana se nos invita a contemplar la cruz, o mejor al Crucificado, desde una perspectiva iluminada por la Resurrección. El Crucificado y el Resucitado serían las dos caras de una misma moneda. Esto es totalmente cierto, pero no queremos detenernos en esta contemplación del Crucificado, al menos por ahora. Desde aquí proponemos una primera mirada sobre el Viernes Santo donde no se vislumbra aún el glorioso domingo, un Viernes Santo que no es especulativo como lo pensara Hegel, sino real, concreto, hiriente, lleno de atrocidad, de injusticia, de dolor y de muerte.

Este paso atrás es necesario para poder descubrir, experimentar y sentir en su total radicalidad la novedad de una luz que en la Resurrección deslumbra, sorprende, y rasga definitivamente el velo de oscuridad que nubla al hombre. Para entender en profundidad aquella expresión  paulina tan gastada por manida: La cruz como necedad y escándalo (1 Cor, 1, 23). En el fondo estamos acostumbrados a ver imágenes del Crucificado, a portar cruces, algo tan común en nuestros ambientes que el propio Crucificado ya no es piedra de tropiezo.

Al final de su camino filosófico, en su escrito Ecce homo, Nietzsche nos presentaba este reto: “¿Se me ha comprendido?, decía, Dioniso contra el Crucificado”. Y tenía toda la razón, el Crucificado pone en tela de juicio la vida como voluntad de poder, pone en la picota todo intento de fidelidad a una tierra que todo lo engulle. El Crucificado muestra la faz de la fría muerte como el autentico señor que reina sobre todo. Pues abramos el pensamiento al abismo de la cruz, si se me permite, abramos nuestra mente y nuestro corazón a lo que supone el hecho de “Él, Crucificado”. Quizás asomándonos a ese abismo, podamos tocar la orla de lo Eterno en el deslumbrante fulgor de la Resurrección.

“No habiendo podido encontrar remedio a la muerte, a la miseria, a la ignorancia, los hombres para ser felices han tomado la decisión de no pensar en ello”, decía Pascal en los albores de la ilustración.

En todo pensamiento humano subyace una filosofía, o sea, el  modo que tiene el ser humano de comprender tres realidades, la naturaleza, el hombre y  Dios. Cuál sería la filosofía que mana de “Él, Crucificado”. Intentemos verla sin el aura de la resurrección. Si como decía San Juan Pablo II, la Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad de Dios no solo con la naturaleza humana sino asumir también en ella todo lo que es carne, toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación y  por tanto también la cruz tiene un significado cósmico y una dimensión cósmica.  La cátedra de la cruz a secas está en las antípodas de toda epifanía luminosa. Benjamin Franklin afirmaba que después de las derrotas y las cruces, el hombre se vuelve más sabio y humilde. Pero qué sabiduría nos puede desvelar la cruz sino la amañada derrota de toda existencia. Un proyecto para la muerte que hunde sus raíces en el corazón de la realidad. El absurdo de toda existencia como desvelaron algunos de los pensadores existencialistas del pasado siglo. Recuerdo cómo leyendo la “La Nausea” de Sartre, me encontré con el pasaje en el que Roquentin tiene la experiencia crucial de la nausea, de la angustia, cuando en una especie de revelación  descubre que “todo está de más”, todo es fútil, pasajero sinsentido. Estaba de más el banco en que se sentaba, los arboles que contemplaba, las personas que como sombras paseaban, y cómo no, estaba de más él mismo y el universo entero. Y qué humildad aprendemos sino la de un destino en el que estamos previamente vencidos. Más aún, la cruz ahonda el drama y lo eleva a total tragedia. Ese “estar de más” va más allá de la angustia existencialista que siempre me ha pareció una pose muy del gusto burgués de los años sesenta del pasado siglo, el mismo Sartre decía al final de sus días que “el sinsentido estaba entonces de moda”. El Crucificado sin embargo muestra  que  no es ninguna moda sino la cruda e hiriente realidad.

Si extendemos nuestra mirada a este universo que antaño se creía eterno e infinito vemos que lleva en sí la marca de la cruz como aquella señal de la que Caín nunca pudo desprenderse. La señal de la caducidad. Toda la realidad es tu morada, si se me permite el neologismo, por la nada, su devenir es consumirse a sí misma, acabar, perecer, morir. Engels, el gran colaborador de Marx, pensaba erróneamente en la eternidad de la materia. Pura ilusión, fue necesaria la ciencia de finales del siglo XIX y del siglo XX, para mostrar lo vano de este planteamiento. Cuando el gran crítico del cristianismo Bertrand Russell tuvo conciencia de las implicaciones filosóficas de los desarrollos  últimos de la física, cayó en un profundo vacío existencial. Nada permanecería, lo único eterno era la muerte. Anticipándose “al de más” sartriano nos cuenta como toda la realidad empezó a tambalearse bajo sus pies, el valor de todo el universo era el mismo que el de una estrella fugaz que se apaga en un instante. Todo se  consumiría en su propia nada. Con el agravante de que no quedaría ninguna inteligencia que pudiera contemplar el último gesto de agonía del universo. Todo lo material tiene clavada la espina de la parca, y si la realidad del espíritu no es más que una ilusión, o a lo sumo una vaga sombra, nada puede escapar a la corrupción.

Qué decir de la vida, una vida que evoluciona a costa de una enorme cantidad de dolor y muerte. Una vida que aparece como un  lugar de agonía. Como escribe Holmes Rolston:“la naturaleza es aleatoria, ciega, catastrófica, derrochadora, indiferente, egoísta, cruel, llena de sufrimiento y, en último término, muerte”. San Pablo contemplaba esta realidad y reflexionando sobre ella decía “que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente”(Rom 8,22). Es cierto que , desde lo que suponía la resurrección del Señor, la veía como una parturienta esforzándose por dar a luz la nueva creación pues también sería liberada de la servidumbre de la corrupción, algo que nosotros no nos permitimos vislumbrar todavía. El mundo natural se nos presenta como cruciforme y su proceso evolutivo como un vía crucis. Las imágenes  suelen ser más expresivas que los fríos conceptos, miremos el caso del polluelo del pelícano de reserva. Los pelicanos blancos suelen poner dos huevos con algunos días de diferencia entre el uno y el otro. El primer polluelo al romper el cascaron come, crece más y se vuelve batallador. Tiende a comportarse agresivamente con el segundo tomando la mayor parte de la comida  que le ofrecen los padres y llegando a expulsar al otro polluelo fuera del nido, ignorado por los padres a pesar de sus intentos de retornar a la familia sufre inanición, solo una ínfima parte logra sobrevivir. El demacrado aspecto de este polluelo condenado al ostracismo, sus gritillos, sus desesperados intentos de volver al nido, su desplome para convertirse en alimento de gaviotas han supuesto una buena estrategia evolutiva para el pelícano, pero suponen una escena turbadora que reclama una explicación, máxime cuando la angustia de esta pequeña criatura se repite a gran escala.  El elemento del sufrimiento y la tragedia siempre está ahí,  siempre hay algo que está muriendo, y siempre hay algo que continua  viviendo, hasta que la muerte, como el auténtico Moloch, sea todo en todos, parafraseando e invirtiendo la frase de Pablo.

Ahora miremos el aspecto cruciforme de hombre. Invito a contemplar el cuadro Angelus Novus de Paul Klee. A la acuarela de Klee llegué por un texto de Walter Benjamin, él la consideraba una metáfora de la historia, especialmente de los dramáticos tiempos que le tocó vivir. Es el ángel de la historia que tiene un ojo fijo en el pasado. Es el ángel asustado, aterrorizado, que contempla esa historia que se va construyendo ruina tras ruina y a cuya espalda se alza el futuro ignoto. Sus alas desplegadas por el impetuoso viento le arrastran de modo inexorable. Al final él se liberó de su propia historia al suicidarse en Port-Bou antes de caer en manos nazis, “Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie “había escrito. La historia del hombre ha sido y es una historia marcada por el dolor, la limitación, el sufrimiento y la cruz. El libro del Qohelet nos describe la vida humana  como“vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Miremos cara a cara al hombre Crucificado a lo largo de la historia. ¿Qué camino queda?, más aún ¿queda  algún camino? Algo parece cierto, si al final de todo la última sonrisa la esboza la muerte no quedaría ningún asidero al que agarrarnos en nuestra afanosa búsqueda de sentido. Todo intento de defender una especie de plenitud inmanente quedaría definitivamente refutado. Mirado así no son tan extrañas la respuesta del sabio Sileno al rey Midas: “lo mejor no haber nacido, lo segundo mejor morir pronto” (Sófocles, Edipo en Colono; también recogida por Nietzsche en El Origen de la Tragedia).Milan Kundera reflejarían esta idea con un tinte de amargura :“Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera un boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro”.Gabriel Marcel ponía el dedo en la llaga, si al final la muerte es la realidad última, el valor se anula en el escándalo puro, la realidad se siente herida en su mismo corazón. Toda la historian del linaje humano no sería más que una fatídica procesión de fantasmas que van de  la nada a la nada.

Cambiemos ahora de perspectiva al contemplar la cruz. Edith Stein, (Santa Teresa Benedicta de la cruz), aquella  joven filósofa judía que al convertirse al catolicismo se hizo Carmelita  y murió en Auschwitz nos decía:“mientras más oscuro se va haciendo a nuestro alrededor, más debemos abrir nuestros corazones a la luz que viene de lo alto”. Pues bien esa luz que viene de lo alto se expresa en una cruz, y solo puede ser comprensible desde una cruz. Porque la cruz, como hemos visto, habla de la realidad insoslayable de nuestro carácter contingente y finito. La cruz habla del drama inserto en la misma realidad de la existencia. Pero esa cruz asumida libremente muestra el dolor compartido, el sufrimiento asumido, el cáliz del mal bebido  por el mismo Dios. “Cargó sobre sus hombros el dolor, el sufrimiento, el pecado del hombre” profetizo Isaías. La Cruz,  junto a toda la realidad cruciforme, es transfigurada  en el mismo Crucificado transformándose  en el signo del amor de Dios a su criatura, a toda de la creación pero de modo infinito al  hombre. La cruz no es la realidad elocuente de un Dios muerto como gritara el profeta nietzscheano, no supone el abandono o el silencio de Dios, ni la maldición de la condición humana, sino la gran palabra de misericordia que viene de lo alto. Es la respuesta  al mal y al pecado, al sufrimiento y la muerte, en la respuesta al grito desesperado de Job. Dios nos ha juzgado en una cruz amándonos.

Siendo así que en la historia de la salvación se nos ha ido desvelando un Dios misericordioso, es en la historia de Jesús donde esta revelación adquiere una profundidad insospechada más allá de toda lógica humana. Israel en su  propia historia fue descubriendo que la misericordia no era una realidad abstracta. En la historia de Jesús esto adquiere proporciones abisales, incomprensibles. Aquí se hace añicos toda la lógica racional y se desvela una extraña lógica que nos habla de un abismo de amor que nos desborda totalmente.

 “Todo comenzó con un encuentro”, según la frase elocuente de Schillebeeckx. El recuerdo de su enseñanza y su trato con la gente, transmitida por los discípulos y conservado por las comunidades que creyeron en Él, quedó escrito en forma de diversos evangelios, éstos presentan un fascinante retrato de una persona vibrante, apasionadamente enamorada de Dios, que acentuaba el cuidado que Dios dispensaba a todos. A la luz de la Pascua, los discípulos comenzaron a entender que Jesús había corporeizado  los modos de ese reinado de un modo intensamente original. Como sostuvo Gregersten,  la interpretación estaba clara:” si éste es Dios, así es Dios”. Su historia inscribe en el tiempo la revelación del corazón de Dios. La vida de Jesús fue un despliegue de amor y de misericordia frente a la miseria humana, con todos aquellos que tenían necesidad de amor y compasión, de sostén y de ayuda, de comprensión y perdón, lo que le llevó a enfrentarse a la estrecha y hostil mentalidad ambiente con tal de hacer el bien y sanar (Hb 10, 38).  Aquellos hombres comprendieron que la sabiduría de Dios en Jesús había venido hasta nosotros, que en adelante la gloria de Dios no podía ser vista junto a la carne ni a través de la carne, sino en la carne y en ningún otro lugar .“El clímax de la historia de la salvación, nos dirá Rahner,  no es la separación del ser humano en cuanto espíritu respecto a la tierra para llegar a Dios, sino el descenso de Dios al mundo y su irreversible entrada en él, el advenimiento del logos divino a la materia, de modo que esta se convierte en una realidad permanente en Dios”.

Pero miremos ahora el precio exigido por la fidelidad de Jesús: “Tanto amo dios al mundo que nos dio a su hijo unigénito”. Abandonado, torturado, agonizando en una humillante cruz…una crucifixión histórica, impredecible, injusta, consecuencia del pecado humano. Jesús no solo está compartiendo la suerte de los Crucificados de la historia sino inclinándose ante el infeliz destino de todo hombre. El acontecimiento de Getsemaní y el Viernes Santo introducen en la historia de la revelación del amor misericordioso de Dios un cambio fundamental: El que pasó haciendo el bien, el que mereció la más grande de las misericordias no la obtiene. A Cristo que sufre de un modo real y terrible en Getsemaní, que se dirige en el Gólgota al Padre, aquel Padre cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado en todas sus obras, a Él no se le ahorra el sufrimiento. “A quien no conoció el pecado,  dirá San Pablo,  Dios le hizo pecado por nosotros”, aquí se resume el misterio de la cruz. Justamente aquí se revela de modo definitivo e incomprensible el amor y la misericordia de Dios. Esta es la justicia de Dios, su lógica que brota del amor.

Que el ser humano Jesús padeció la muerte agónica en la cruz es un dato histórico, que en este acontecimiento fue Dios quien sufrió y murió es un dato de fe, una afirmación realizada sobre la base de la encarnación: si este es Dios, entonces así es Dios. Dios sabía del sufrimiento de las criaturas, este conocimiento es parte permanente de la relación de inhabitación (presencia) que el Espíritu mantiene con el mundo. Lo que es nuevo a la vista de la cruz es la participación divina en el dolor y la muerte desde dentro de la carne. El Dios encarnado conoce ahora el sufrimiento por experiencia personal (Moltman). Walter Kasper describe cómo el sufrimiento y la muerte de cruz, ese acontecimiento inesperado e indecoroso, es ya la insuperable definición de Dios.  En el calvario se burlaban de él, “Si eres el hijo de Dios baja de la cruz” (Mt 27,40). Pero en verdad era lo contrario: precisamente porque era el Hijo de Dios,  Jesús estaba allí en la cruz, fiel hasta el final al designio de amor del Padre. Dios sufre por amor y a causa del amor, que es sobreabundancia de su ser. Desde luego, como señala Kasper, es necesario ser omnipotente para poder amar de ese modo. Cuando Jesús clamó“¡Dios mío!¡ Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”Ese horrífico grito que puso fin a su vida descendiendo al fondo del abandono de Dios, nos aseguraba que ya nadie tendría que vivir, sufrir, morir abandonado de Dios, ya que la presencia divina estará siempre allí. Dios, a través de su hijo, sufrió primero y estará para siempre cerca de nosotros en nuestros sufrimientos, esta es la cima de su poder, sufrir con y por nosotros como señaló Benedicto XVI, recogiendo de alguna manera la expresión de Santo Tomás que afirmaba que Dios manifestaba especialmente su omnipotencia en la misericordia. Es la cruz la que nos hace comprender las raíces profundas del mal que ahondan en el pecado y que llevan a la muerte, y además se convierte en el signo histórico y escatológico de la victoria del amor y de la renovación de las personas sobre la muerte.  Hay pecado, cómo no, sufrimiento y muerte, cómo negarlo, pero la muerte ya ha sido vencida en la cruz y ya alborea el nuevo día, pues el mal ha sido vencido, la muerte derrotada y, como dice el Papa Francisco algo muy, muy importante ha sucedido, por medio de Cristo en la cruz se nos ha devuelto la esperanza, ¡la cruz es nuestra única y verdadera esperanza!.Esta es la gran noticia que anuncian los discípulos de Jesús, el binomio muerte pecado ha sido vencido, es la aurora de la resurrección. Cuando recordamos la cruz, su pasión y su muerte, nuestra fe y esperanza se centra en el resucitado, en la tarde de aquel día primero después del sábado. La cruz no decretaba el fracaso de Jesús, era todo lo contario, era la victoria.

¿Qué significa creer en el Crucificado que Dios ha resucitado? , algo tan claro que la propia lógica de Dios, o sea la misericordia, se convierte para los discípulos de Jesús en su propio programa de vida. Creer en el Hijo Crucificado significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que todo tipo de mal. Creer que el hombre, la humanidad y el mundo viven en una auténtica historia de salvación que tiene su final en el gran abrazo de Dios.  Supone, pues, creer en el amor y en la misericordia que es la dimensión indispensable del amor. Es ser impulsados hacia los demás no como simple gesto de solidaridad sino porque Cristo se hace presente en el hombre caído, en el hombre que sufre, pues “cada vez que fuimos misericordiosos con alguien fue con el mismo Cristo con quien tuvimos misericordia”. Esta es la síntesis de la Buena Nueva.

Esto no puede proceder de un conocimiento teórico, Cristo no padeció teóricamente, aquello no fue un Viernes Santo especulativo, el murió por nosotros, se entregó por nosotros, para librarte de la muerte. Fueron las miserias del hombre, los pecados del hombre, los dolores del hombre, los tuyos y los míos los que le llevaron a la cruz y los estuvieron clavados en ella. Y solo viviendo esa realidad podremos experimentar la misericordia de Dios, como aquel joven de la parábola que cae convertido ante el amor incondicional del Padre que transforma el juicio en misericordia y fiesta. Solo podremos experimentar la misericordia y el amor de Dios en la experiencia de nuestra debilidad y miseria, en nuestra radical humildad. Dios sale siempre a nuestro encuentro, solo es necesario un pequeño paso hacia Dios, o al menos el deseo de darlo, como nos enseña el papa Francisco en un encantador librito: “El nombre de Dios es misericordia”. La respuesta del Papa viene tras la cuestión que le plantea el entrevistador al citar la novela de Bruce Marshall “A cada uno su denario”. La escena se desarrolla en la II guerra mundial, el abad Gastón está confesando a un joven soldado alemán condenado a muerte, le pregunta sobre si le pesan sus pecados. El joven contesta honestamente diciendo  que en las mismas circunstancias volvería a caer en ellos. El padre Gastón busca un resquicio para poder absolverle y le pregunta: ¿Al menos te pesa que no te pesen? Esta es una vívida imagen  del Dios que aprovecha la mínima oportunidad para ofrecernos su misericordia. Es en esa fragilidad de ánforas agrietadas donde podremos sentir la mirada compasiva de Jesús.

De qué modo tan sublime lo expresó San Juan de la Cruz  en el canto “En solo aquel cabello”, quien comentándolo nos decía:“El mirar de Dios es amor”, si Él, por su misericordia, no nos mirara y amara primero… y se abajara, ninguna presa hiciera en el vuelo del cabello de nuestro bajo amor”. Nuestro amor es comparado al vuelo de un simple cabello que cae sobre los hombros, basta ese pequeño cabello para que Dios se prende de nosotros:  “En solo aquel cabello /que en mi cuello volar consideraste / mirástele en mi cuello /y en él preso quedaste, /y en uno de mis ojos te llegaste”  (Canto 22)

Arlen Grey descubrió que había una octava palabra, el terrible grito final, que fue el último sonido que salió de su boca. Su dramática reflexión expresa la enseñanza bíblica : “De repente comprendí que este último estertor de Jesús reunió todo el sufrimiento de la tierra a lo largo de todas las épocas, lo envolvió y lo presentó ante el trono celestial, no con abundancia de palabras, sino en  un paquete sagrado que contenía los pesares, sufrimientos y sueños perdidos de toda la creación, todos los pueblos , todos los tiempos , todas las condiciones; y los llevo directamente al palpitante y amoroso corazón de la Trinidad viva, donde ahora se halla. Jesús grita; y él lleno de gracia y verdad, tomó así su suplicio y todo suplicio, transfigurándolos en un medio para tocar a Dios”.

En el año 2013, en Copacabana (Brasil), ante millones de jóvenes, el Papa nos hablaba de una antigua tradición de Roma, nosotros podemos recordarla por la adaptación cinematográfica de la obra de Sienkiewiz “¿Quo Vadis?”. Pedro sale de Roma ante el peligro que suponía la persecución de Nerón y se encuentra con el Señor, en la vía Appia. Pedro le pregunta:”Domine, Quo Vadis?”.(¿Dónde vas Señor?). El Señor le contesta que vuelve a Roma, con sus amigos, sus hijos, sus discípulos, que vuelve con ellos a ser Crucificado. Pedro comprende, en este momento, que hay que seguir a Jesús hasta el final. Que el camino de la cruz siempre nos acompañará, pero que ésta es  preludio de la resurrección.

 

DESDE EL MONTE CARMELO, MARÍA ILUMINA

 

 

DESDE EL MONTE CARMELO, MARÍA ILUMINA

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

El Carmelo es el Monte de María. Parece que Dios sentía predilección por pregonar sus bandos desde la cúspide de las montañas: Sinaí, Tabor, Bienaventuranzas, Gólgota... El monte Carmelo, con cuya extraordinaria belleza compara a su Esposa el Cantar de los Cantares, es de sabor netamente bíblico. Hay que ir hasta el Libro de los Reyes o más arriba para dar con su origen. Dos son los montes que en Palestina llevan este nombre. El de Judea es árido y seco, parece que pesa sobre él la maldición de Cristo contra el pueblo deicida. Y el de Galilea, por el contrario, es fértil y fecundo en toda clase de frutos. Está junto al mar Mediterráneo y fue el teatro donde se deslizó la vida del profeta de Dios, Elias Tesbita.

Esta fiesta, a toda la Iglesia en 1726 por Benedicto XIII, y recoge la narración bíblica que se entreteje entre Ellas, el Carmelo y María. El pueblo de Israel había vuelto a pecar. Dios envió a Elias para castigarle. Este profeta, en cuyo corazón y labios ardía el fuego del culto al verdadero Dios, cerró el cielo con el poder de su oración. Tres años y medio sin caer una gota de agua sobre la tierra. Arrepentidos, vuelve Elias a interceder por ellos y el Señor escucha su oración. Elías sube a la cumbre del Carmelo. Se postra en tierra y ora con fervor. Manda a su criado que mire hacia el mar. Sube y mira. No hay nada. Vuelve a subir hasta siete veces. A la séptima dice: “Divísase una nubecilla, pequeña como la palma de la mano de un hombre, la cual sube del mar [...] Y en brevísimo tiempo el cielo se cubrió de nubes con viento, y cayó una gran lluvia”. Algunos autores, sobre todo a partir del siglo XIV, vieron en esta nubecilla, en figura o tipos bíblicos, a la Virgen Inmaculada, mediadora universal. La Iglesia así lo ha aceptado en su liturgia. El monte Carmelo es un abultado volumen de historia. Ha visto pasar a su vera los pueblos más diversos. Desde muy antiguo habitaron los carmelitas en él y en él comenzaron a dar culto a la Virgen Inmaculada.

A ella, a Santa María, tal cual la celebraban en la alta Edad Media, sobre todo a partir del concilio de Calcedonia, los ermitaños del monte Carmelo levantaron una célebre capilla, meta de peregrinaciones a fines del siglo XI, o principios del XII. Con ello no hacían más que ponerse bajo su patronato, o, como entonces se decía, bajo su título. Más adelante se unirá, formando una sola, la doble idea: María-Carmelo. En el siglo XX, se hicieron excavaciones para buscar restos arqueológicos de esta venerada capilla.

En marzo de 1958 el conocido arqueólogo franciscano Belarmino Bagatti comenzó las excavaciones junto a la llamada “Fuente de Elias” y unos meses después descubría los cimientos y parte de los muros de una capilla de 22,30 por 6,25 metros, y junto a ella una pared de 2,5 metros de ancha que parece ser los restos del primitivo monasterio de San Brocardo. La simbólica interpretación de la nubecilla, que no es más que una hermosa figura para significar a la humilde y pura Virgen María como mediadora universal de todas las gracias por su divina maternidad corredentora, contribuyó a aumentar el profundo marianismo que impregnó, desde sus orígenes, la historia, liturgia y espiritualidad del Carmelo. El monte Carmelo ha ido pasando de unas manos a otras, aunque sus pacíficos y legítimos moradores son los hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo. Poco después de la milagrosa aprobación de la regla carmelitana por Honorio III en 1226 vinieron los carmelitas a Occidente. El pueblo los recibió como llovidos del cielo. Eran los llamados: Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo.

Pronto comenzó una negra persecución contra ellos. El general de la Orden, san Simón Stock (1165-1265), acudía con lágrimas de dolor a la Santísima Virgen para que viniera en auxilio de su Orden. Hasta llegó a componerle algunas fervorosas plegarias que rezaba con seráfico fervor. He aquí la redacción breve de la aparición, entrega y promesa del santo escapulario. Es una de las más críticas y antiguas que se conocen: “El noveno fue San Simón de Inglaterra, sexto general de la Orden, el cual suplicaba todos los días a la gloriosísima Madre de Dios que diera alguna muestra de su protección a la Orden de los carmelitas, que gozaban del singular título de la Virgen, diciendo con todo el fervor de su alma estas palabras: "Flor del Carmelo, vid florida, esplendor del cielo, Virgen fecunda y singular, ¡oh Madre dulce, de varón no conocida!, a los carmelitas da privilegios, estrella del mar".

Se le apareció la Bienaventurada Virgen acompañada de una multitud de ángeles, llevando en sus benditas manos el Escapulario de la Orden y diciendo estas palabras: "Este será privilegio para ti y todos los carmelitas, quien muriere con él no padecerá el fuego eterno, es decir, el que con él muriere se salvará"“.

Desde este momento comienza María a obrar prodigios por medio del santo escapulario. Todo esto sucedía a finales del siglo XII y principios del XIII. El santo patriarca Alberto les ordenará que se instalen junto a la Fuente de Elías, que construyan un pequeño oratorio en medio de sus celdas donde se habrían de reunir diariamente para oír la santa misa y rezar las horas canónicas.

Consta que la capilla fue construida y dedicada a Santa María, en cuyo altar se veneraba un icono de la Virgen como titular de la misma; de ahí les vendrá el nombre con el que serán conocidos, incluso jurídicamente: “Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”, o simplemente Carmelitas, y así se les seguirá llamando hasta el día de hoy.

Aquel bíblico Monte les conferirá a dichos Hermanos su propia entidad, tanto por la dimensión mariana de su espiritualidad como por la huella eliana tan presente y viva de los Hijos de los Profetas de quienes se declararon sus seguidores, considerando al gran Patriarca del Carmelo como su Padre y Fundador.

A mediados del siglo XIII y bajo la amenaza constante del Islam aquel grupo de ermitaños se vio obligado a refugiarse en lugares más seguros a la vez que se iban formando nuevas comunidades. Primero fue en San Juan de Acre, fortaleza de cristianos, y más tarde se fueron expandiendo hacia Chipre, Sicilia, Italia, Malta, Francia, Inglaterra…, fundando otros “carmelos” a semejanza del primitivo de Tierra Santa. El hecho mismo de tener su origen en la propia tierra de Jesús “en cuyo obsequio se proponen vivir”, y teniendo a la Virgen María como su Madre y Patrona, es decir, la “Señora del lugar”, configurará a aquel grupo tanto en su espiritualidad como en el carisma específico y propio, dentro del grupo de las órdenes mendicantes. De ahí que todo carmelita siempre vivirá “orientado” hacia el lugar de origen y no sólo como simple punto referencial.

La finalidad de la recién nacida orden, aunque ni oficial ni canónicamente aún lo era, la pone de manifiesto el mismo sumo pontífice Urbano IV cuando, con ocasión de exhortar a los fieles del Patriarcado Latino de Jerusalén que ayudaran con sus limosnas a la reconstrucción del monasterio destruido por los árabes, manifestaba que aquel convento se erigía “para gloria de Dios y de la predicha y gloriosa Virgen, su Patrona·. Para estas fechas ya el papa Inocencio IV había reconocido a los carmelitas como orden mendicante, dentro del grupo formado por franciscanos, dominicos y agustinos mediante la bula Quae honorem Conditoris del 1 de octubre de 1247, gracias a lo cual no solamente sobrevivieron sino que se expandieron por toda Europa como una orden recién nacida.

Porque, en realidad, esta “adaptación”, también llamada “mitigación”, fue en efecto una refundación que habría de cambiar el destino de la Orden, hecho desgraciadamente mal entendido y peor explicado al considerar esta adaptación papal no como un reconocimiento oficial por parte de la Iglesia elevándola a la categoría de orden, sino más bien como un acto de relajación, de degradación, si cabe la palabra, respecto a la austeridad de sus principios, cuando era justo todo lo contrario. En tal error cayó por ignorancia la propia Teresa de Jesús, totalmente excusable en la santa de Ávila, pero no en sus incondicionales y desorientados seguidores, quienes debieran conocer mucho mejor la verdadera y auténtica historia del Carmelo y no falsearla por intereses muy poco ortodoxos.

Tampoco en Europa fue muy bien visto aquel título de Hermanos de Santa María del Monte Carmelo dentro del mismo mundo eclesiástico, especialmente religioso, pero los carmelitas lo defendieron con toda energía hasta el punto de que se hicieron célebres las interminables diatribas en el ámbito universitario inglés. Es cierto que los carmelitas no podían probar que tuvieran un fundador jurídico y formal como Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, pero tampoco lo tenían los agustinos; de ahí las grandes polémicas muy propias de la Edad Media. Sin embargo aquellos monjes del Monte Carmelo lograron prevalecer con todo derecho. En la Constituciones de 1281 la rubrica prima declaraba con toda solemnidad y de modo oficial que, “dando testimonio de la verdad, declaramos que desde el tiempo en que los profetas Elías y Eliseo vivieron devotamente en Monte Carmelo…, nosotros, sus seguidores, servimos al Señor en diversas partes del mundo hasta el día de hoy”.

En este marco histórico podemos entender la famosa visión stockiana, es decir, la Entrega del Santo Escapulario de la Virgen a San Simón Stock, VI Prior General de la Orden, según la tradición, y la verdadera pasión de los carmelitas por su Madre y Patrona. “Esta elección del patronato mariano, leída en el contexto feudal, condiciona toda la orientación espiritual del grupo originario de los carmelitas y su actitud hacia María, porque ven en Ella la “Señora del lugar” en la Tierra de su Señor Jesús, en obsequio del cual pretenden vivir. Así el patronato, como contrato de naturaleza sinalagmática, aplicado a las relaciones del fiel con María, comporta, por parte de la “traditio personae”, el servitium y la mancipatio de los cristianos, es decir, el estar dedicados a María y honrarla…, con la mediación de dones, gracias y beneficios, por lo que, para ellos todo bien proviene de Dios a través de María”.

La primera vez que se representa la Entrega del Santo Escapulario a San Simón Stock es en el cuadro de Tomás de Vigilia que se conserva en el convento de Corleone (Sicilia) de 1492, justo bajo la media luna que aparece bajo los pies de la Virgen, como en el Apocalipsis. La más antigua representación que se conoce en cuanto a la visión stockiana se refiere, lo cual no quiere decir que hasta entonces se desconociera puesto que el santo escapulario ya era en esta época muy popular.

Según la tradición, tal aparición tuvo lugar al rayar el alba del día 16 de julio de 1251, es decir, la entrega del santo escapulario por parte de la Virgen a san Simón Stock.

Era muy notorio y bien conocido el hecho; de ahí que entre los maestros espirituales carmelitas se hablara del “habito de la Virgen”, pero no se populariza hasta que el papa Nicolás V extiende tal privilegio a terciarios y cofrades mediante la bula Cum Nulla de 1452 y la divulgación de la famosa bula sabatina que arrastro casi en su totalidad a todos los fieles de la Iglesia Católica. De ahí que Edith Stein, la santa carmelita judía, pudo con razón escribir que el Escapulario marrón (como escribe ella), “vestido de salvación y signo de la protección maternal de la Virgen…nos une con innumerables fieles de todo el mundo”.

La Virgen del Carmen, por su densa historia, no solamente goza de una gran popularidad sino que ha sido fuente de inspiración para los artistas de todos los tiempos, comenzando por Masaccio en el Trecento italiano hasta Goya, pasando por Velázquez, Murillo, Gregorio Fernández, la Roldana y el Tiépolo en Venecia. Ninguna advocación mariana en la Iglesia Santa de Dios presenta tantas facetas inspiradores para el arte como Nuestra Señora del Carmen prefigurada en la Nubecilla Eliana, Abogada del Purgatorio y Patrona de las gentes del mar.

domingo, 5 de diciembre de 2021

PREGÓN PARA UNA NAVIDAD CRISTIANA

 

PREGÓN PARA UNA NAVIDAD CRISTIANA

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

Es Navidad.

Navidad es la fiesta de la Luz, que brilla en las tinieblas de la noche más larga del año. Navidad son los ojos de un buey y una mula que miran asombrados al pesebre en el que yace el Niño. Navidad es la carrera de unos pastores que los ángeles han alborotado. Navidad es la meta del camino de tres sabios escrutadores de estrellas. Navidad es el otro nombre de la paz.

Siempre que nace un niño, también es en cierto modo Navidad. Porque todo niño tiene parte en aquella Luz, en aquel asombro, en aquel alboroto angelical, en aquel camino y en aquella paz de la Navidad. Por eso, los belenes les gustan tanto a los niños. Aunque todavía no hayan ido a la catequesis. Aunque sean tan pequeñines que no acierten aún a comprender apenas nada de las explicaciones de mamá y de papá, ni de los villancicos que se cantan junto al portal. Los niños siempre se embelesan ante el belén, porque allí se encuentran con todo eso: con la Luz, con los ojos asombrados del buey y la mula, con los pastores, con la estrella de los sabios de oriente y con la paz. Todo está en el belén.

En el belén está la Luz en medio de la noche. Los niños tienen miedo a la oscuridad. Los adultos también. Por eso, en estos días las calles se llenan de luces, a pesar de los costos y de la crisis... aunque algunas de esas luces no aludan ya de modo directamente comprensible a la Navidad. Los artificios luminosos navideños, en todo caso, ayudan a espantar los temores ancestrales del corazón de los humanos. Unas noches tan largas necesitan ser acortadas: no vaya a ser que la oscuridad se apodere de nosotros sin que podamos ver de nuevo la vuelta del sol.

Estas noches largas del adviento y de la navidad traen al alma de niños y mayores la nostalgia de la Luz. De una luz que alumbre sin desmayos ni interrupciones; luminosa, pero no cegadora; de una luz cálida, pero no abrasadora; de una luz fuerte, pero humilde. El ser humano es un ser para la Luz, porque para vivir necesita fuerza, calor, guía, compañía. Y todo eso lo trae la luz. En cambio, la debilidad, el frío, la desorientación y la soledad nos quitan la vida: Es lo que traen precisamente las tinieblas. Por eso, ¡todos las aborrecemos! ¡Y deseamos la luz!

“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló.... Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9, 1.5)

El Niño del portal es el hijo de una mujer, de María. Allí está siempre ella, con José. Pero aquel Niño es también el Hijo eterno de Dios. Por eso es luz permanente, luminosa, cálida, fuerte: Y todo, al modo divino, de un modo verdaderamente infinito. Por eso, es luz humilde, que no nos abrasa ni nos ciega: No viene de focos de ningún escenario, ni de ningún trono de oropeles; ilumina desde un portal donde está la mula y el buey.

Navidad son por eso también -- además de la Luz -- los ojos de un buey y una mula que miran asombrados lo que ven en aquel pesebre. A los niños les gustan mucho esos dos animales, tan pacíficos. No pueden faltar en un belén. A los mayores nos llama la atención que el buey y la mula tengan cara y ojos muchas veces como si fueran humanos. ¿No os habéis fijado, por ejemplo, en esas preciosas pinturas románicas, en las que los dos abren unos ojos como platos, tiernos y escrutadores? Parece que miran con la ingenuidad, con la curiosidad y la penetración de un niño inteligente.

“El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no me comprende” (Is 1, 3).

Es el profeta Isaías quien hablaba así del pueblo de Dios ocho siglos antes de que Jesús naciera en Belén. Dice que aquel pueblo era peor que los animales, porque éstos -- el buey y el asno -- reconocen a su dueño, en cambio, Israel -- la humanidad elegida por Dios -- no conoce ni comprende a su Señor.

Al comenzar el siglo XIII, allá por el año 1223, el pobrecillo de Asís, san Francisco, puso en la cueva de Greccio el primer nacimiento: Jesús, en un pesebre, entre el buey y la mula. Quería revivir y contemplar lo que había sucedido en Belén: La pequeña y frágil humanidad del Hijo de Dios, su sufrimiento humano y su “con-pasión” divina, el sufrir de Dios con nosotros. Pero también, quiso simbolizar en aquellos animales al nuevo Pueblo de Dios, a todos los que formamos parte de la Iglesia. El buey y la mula, con ojos bien humanos, somos nosotros, es la Iglesia, que sí reconoce a su Señor. Lo habían dicho ya los primeros santos teólogos cristianos -- los Padres de la Iglesia -- en sus interpretaciones del profeta Isaías: En Belén se abren los ojos tanto de Israel como de los demás pueblos para reconocer la auténtica y asombrosa verdad de Dios.

Navidad, son, por eso también, de modo muy especial, los ojos de un buey y de una mula, que sí reconocen a su Señor. Pero ¿cómo sucede eso?

Pues es la misma Luz del cielo la que hace que pueda ser reconocida cuando ella aparece en la tierra y brilla en medio de las sombras de la muerte. Por eso, no hay tampoco belén sin ángeles y pastores.

“En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor... Fueron corriendo y encontraron a María y José, y al Niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 8-9.16).

Las figuras de los pastores aparecen en el belén en varias posturas: Escuchando al ángel, corriendo al portal, ofreciendo sus regalos y volviendo a sus casas. Así, ellos son el prototipo de la Iglesia, el ejemplo señero de cómo sucede el reconocimiento del Señor.

Los pastores pasan la noche al aire libre haciendo guardia. Si no hubiera sido así, si hubieran estado durmiendo en sus casas, no habrían podido ver la noche iluminada por la gloria de Dios ni escuchar la palabra de su mensajero. No podemos conocer el cielo si nos pasamos la vida bajo las tejas.

No es verdad que la razón humana se reduzca sólo a lo que podemos pesar y medir. Esto está muy bien. Pero nuestra razón es mucho más que la experimentación material y el cálculo económico. Tanto o más que esas capacidades, también suyas, es muy propio de la razón el escuchar la pregunta por el Amor incondicional y por la Luz sin ocaso; preguntarse por aquel Amor y por esta Luz no es sólo cosa de niños o de otras épocas de la historia, más infantiles, que ya habrían pasado para siempre. Buscar la respuesta a la pregunta sobre el sentido que tengan nuestra vida y nuestra muerte es especialmente propio de la razón humana. Y eso no se puede hacer bien cuando se censura la cuestión de la demanda de incondicionalidad que habita en el corazón humano: Todos deseamos ser reconocidos y amados sin condiciones; pero algo así ha de venir de más allá de lo material y de lo calculable, que es lo absolutamente condicionado; ha de venir del Incondicionado y Absoluto, de la mismísima Luz de luz.

Los pastores vigilan al aire libre, no le ponen coto a su razón, encerrados bajo las tejas de la propia casa --tan pequeña-- en su yo solitario. Es a ellos a quienes les es posible ver aquella Luz; escuchar la voz del verdaderamente infinito, que es audible sólo para quienes despliegan al viento las alas de la razón, es decir, para los humildes.

La Navidad es la carrera de los pastores, de los desprendidos, de los capaces de salir de lo suyo para ir al encuentro del otro, al encuentro de Dios, cuando Él viene a los hombres; de aquellos que quieren verle con ojos sinceros, como Él sea en verdad, no como los hombres lo imaginan o lo niegan.

La Luz del cielo, esa que trae a la vida la fuerza, el calor, la guía y la compañía que la noche del mundo no nos puede dar, hay que recibirla a la intemperie, hay que acogerla cuando viene y como viene de lo alto a nuestro suelo.

Y aquí podemos preguntarnos: Pero, ¿dónde? ¿Dónde está en realidad esa Luz divina? ¿A dónde ha venido? ¿No es Belén un pueblo insignificante para una humanidad tan grande?

En los belenes los magos vienen siempre de muy lejos. El camino de esos tres personajes fascinantes, acompañados con frecuencia de nutridas caravanas, constituye el eje que determina la magnitud de un paisaje belenístico. Vienen de lejos y con grandes alforjas, cargadas de misteriosas mercancías, que atraen la mirada de los niños --y también de los mayores-- hasta convertirse, a veces, en competidores del verdadero centro del belén, que es el portal.

Pero lo importante es que estos magos son escrutadores de estrellas. Hasta el punto de que uno de los símbolos más frecuentes de la Navidad es esa estrella de larga cola de luz, cuyo curso intermitente investigan y siguen los tres sabios viajeros.

Por muy grandes y hermosos que sean, los belenes son pequeños. Y Belén misma, la de Judea, aunque la Sagrada Escritura la llame ciudad por su gran significado, nunca ha sido tampoco más que una población pequeña y hoy, para colmo, medio encerrada por un muro de discordia. Sin embargo, las estrellas alumbran en los anchos cielos para todo el mundo. Las estrellas simbolizan la inmensidad de la maravillosa creación. Los grandes telescopios y demás instrumentos astronómicos todavía no han sido capaces de contar el número de las estrellas, que son como la arena de esa playa sin límites que parece ser el universo.

Quien sabe orientarse en la inmensidad del firmamento, sabría orientarse también en la vida. Las estrellas son un símbolo universal del sentido de la vida. Tener buena o mala estrella es lo mismo que tener una vida lograda o, por el contrario, sin sentido.

En los tres magos están representados todos los pueblos y razas de la tierra. En los cuatro puntos cardinales, el ser humano busca una Luz que otorgue a su vida fuerza, calor, guía y compañía. Belén es un lugar pequeño. Además, allí los pastores y los magos no encontraron más que a un niño envuelto en pañales. Pero es allí donde fueron conducidos por el ángel y por la estrella. Es allí donde, en un gesto supremo de razón, cayeron de rodillas en el silencio de la noche. Porque era allí donde el infinito era pequeño, donde el poderoso era débil, donde el eterno comenzaba a ser niño. Porque era allí, precisamente allí, en aquel estrecho portal, fuera de una pequeña población de Judea, donde la razón de ser del universo se estremecía en los brazos de una mujer, de una Madre. La inteligencia humana se arrodilla al encontrarse con lo que los magos buscaban: El Poder sin límites que realiza su omnipotencia precisamente en la fragilidad de un niño. La luz fuerte, pero humilde que nos caldea y que nos guía sin quemarnos ni violentarnos nunca. La razón se arrodilla en Belén ante el Amor omnipotente, que es el “Dios-con-nosotros”.

Por eso, Navidad es el otro nombre de la paz.

“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14).

La guerra es la explosión de la las innumerables formas de violencia que unos seres humanos ejercemos sobre los otros: Violencia espiritual o material; cibernética o convencional; violencia familiar, laboral, religiosa o estatal; contra los que van a nacer, o contra los prójimos más débiles, o contra los que van a morir. La guerra es el producto de éstas y de todas las violencias injustas de las que el hombre es siempre capaz.

Navidad es el otro nombre de la paz, no por la mera ausencia de guerra o de violencias. Navidad es la paz por la presencia del Amor omnipotente, por la presencia de Dios encarnado. Navidad es la paz, porque el buey y la mula, los pastores y los magos han visto la gloria de Dios en nuestro suelo, en nuestra carne, para nosotros.

La violencia anida en el corazón, cuando el ser humano se siente sin fuerzas para afrontar la vida, con sus límites y sufrimientos; cuando carece del calor del reconocimiento y del amor de los otros; cuando no encuentra guía y ni compañía.

No hay solución a la violencia sólo con la fuerza de la ley o de la policía; ni siquiera sólo con la fuerza de las normas morales. La violencia sólo es frenada por la Luz que brilla en las tinieblas de la debilidad, de la desorientación y de la soledad. ¿Existe esa Luz? Sí, en Belén. Por eso, Navidad es verdaderamente el otro nombre de la paz. Porque en Belén brilla la Luz sin ocaso capaz de iluminar todas las noches de la vida; porque allí nace siempre de nuevo el Amor que ha encendido el sol y las estrellas y que es capaz de alumbrar la esperanza en todos los tramos y circunstancias de la vida de un ser humano; porque quienes vuelven de Belén a sus casas y a su trabajo, vuelven más dispuestos a dar que ansiosos de recibir, más llenos de verdadera caridad que hinchados de grandes palabras.

Cada vez que nace un niño es de algún modo Navidad. Porque todos los seres humanos vienen a este mundo con un corazón dispuesto para la Luz de Belén, que es el manantial de la Paz.  ¡Feliz Navidad cristiana!

viernes, 19 de noviembre de 2021

LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN EL ADVIENTO Y NAVIDAD

 

 

LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN EL ADVIENTO Y NAVIDAD

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

El Año litúrgico es la estructura temporal en la que la Iglesia celebra todo el misterio de Cristo: desde la Encarnación y la Navidad hasta el día de Pentecostés, y a la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor.

La religiosidad popular es muy sensible al tiempo de Adviento, sobre todo en cuanto memoria de la preparación a la venida del Mesías. Está sólidamente enraizada en el pueblo cristiano la conciencia de la larga espera que precedió a la venida del Salvador. Los fieles saben que Dios mantenía, mediante las profecías, la esperanza de Israel en la venida del Mesías

El Adviento y, singularmente, el tiempo de Navidad son una época del año cargada de festividades, celebraciones y ritos de gran calado popular.

En él se caracteriza al Adviento como un tiempo de espera, en clave de memoria: de la primera venida del Salvador en nuestra carne mortal. Y memoria como súplica de un pueblo que ora por su segunda y última venida, ahora gloriosa, como Señor y Juez de la historia.

Es un tiempo de conversión: a la que nos invita permanentemente la Palabra de Dios, a través de los profetas, en especial Juan Bautista: “Convertíos, porque está cerca el reino de Dios”

Y son días de esperanza gozosa: porque esperamos una salvación que ya está realizada en y por Cristo. Así, la gracia de Dios que ya actúa en este mundo llegará a su madurez y plenitud cuando las promesas se conviertan en posesión …porque lo veremos tal cual es.

Al ritmo que marca la liturgia, la religiosidad popular ha tejido a lo largo de los siglos un complejo y rico entramado en los que la maternidad y la infancia son protagonistas principales. La preparación para el nacimiento del Niño Jesús y la celebración anual de este entrañable acontecimiento determinan necesariamente que el propio recién nacido sea el objeto central de la celebración y, junto a Él, su Madre.

El recuerdo de los primeros episodios de la vida terrena de Cristo hasta su presentación en el templo ha permitido reproducir unos ritos que también afectan a cualquier niño y a todas las madres

En el tiempo de Adviento se celebran, en algunas regiones, diversas procesiones, que son un anuncio por las calles de la ciudad del próximo nacimiento del Salvador (la "clara estrella" en algunos lugares de Italia), o bien representaciones del camino de José y María hacia Belén, y su búsqueda de un lugar acogedor para el nacimiento de Jesús (las “posadas” de la tradición española y latinoamericana).

La religiosidad popular dedica, en el tiempo de Adviento, una atención particular a Santa María; lo atestiguan de manera inequívoca diversos ejercicios de piedad, y sobre todo las novenas de la Inmaculada y de la Navidad. Sin embargo, la valoración del Adviento como tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor no quiere decir que este tiempo se deba presentar como un “mes de María”. En los calendarios litúrgicos del Oriente cristiano, el periodo de preparación al misterio de la manifestación (Adviento) de la salvación divina (Teofanía) en los misterios de la Navidad - Epifanía del Hijo Unigénito de Dios Padre, tiene un carácter marcadamente mariano. Se centra la atención sobre la preparación a la venida del Señor en el misterio de la “Deípara”.

Para el Oriente, todos los misterios marianos son misterios cristológicos, esto es, referidos al misterio de nuestra salvación en Cristo. Así, en el rito copto durante este periodo se cantan las Laudes de María en los Theotokia; en el Oriente sirio este tiempo es denominado Subbara, esto es, Anunciación, para subrayar de esta manera su fisonomía mariana. En el rito bizantino se nos prepara a la Navidad mediante una serie creciente de fiestas y cantos marianos. La solemnidad de la Inmaculada, profundamente sentida por los fieles, da lugar a muchas manifestaciones de piedad popular, cuya expresión principal es la novena de la Inmaculada.

No hay duda de que el contenido de la fiesta de la Concepción purísima y sin mancha de María, en cuanto preparación fontal al nacimiento de Jesús, se armoniza bien con algunos temas principales del Adviento: nos remite a la larga espera mesiánica y recuerda profecías y símbolos del Antiguo Testamento, empleados también en la liturgia del Adviento. Donde se celebre la Novena de la Inmaculada se deberían destacar los textos proféticos que partiendo del vaticinio de Génesis 3,15, desembocan en el saludo de Gabriel a la “llena de gracia” (Lc 1,28) y en el anuncio del nacimiento del Salvador (cfr. Lc 1,31-33).

Por otra parte la novena de Navidad nació para comunicar a los fieles las riquezas de una Liturgia a la cual no tenían fácil acceso. La novena navideña ha desempeñado una función valiosa y la puede continuar desempeñando. Sin embargo en nuestros días, en los que se ha facilitado la participación del pueblo en las celebraciones litúrgicas, sería deseable que en los días 17 al 23 de diciembre se solemnizara la celebración de las vísperas con las “antífonas mayores” y se invitara a participar a los fieles. Esta celebración, antes o después de la cual podrían tener lugar algunos de los elementos especialmente queridos por la piedad popular, sería una excelente “novena de Navidad” plenamente litúrgica y atenta a las exigencias de la religiosidad popular.

El pueblo recurre a la religiosidad popular para expresar su fe, de forma intuitiva y simbólica, imaginativa y mística, festiva y comunitaria. Si bien estas expresiones suelen ser de gran impacto para aquel que no está acostumbrado a las mismas, quien las practica sabe de antemano que no puede olvidar la necesidad de la penitencia y de la conversión, ya que estas prácticas son una manera sencilla de recordar esta invitación.

Como diría san Juan Pablo II, “Dios está lejos y a la vez está cerca, y esta relación se percibe en la religiosidad popular”. La Iglesia, siempre atenta a brindar una evangelización adecuada, tiene la misión de brindar los parámetros que cada cristiano debe poseer para desarrollar una vida religiosa adecuada. Es por eso que, en muchas ocasiones, la Iglesia recomienda que la vida religiosa del cristiano no se quede en la religiosidad popular. Por el contrario, estas prácticas deben llevar a que cada cristiano se sienta más necesitado de frecuentar la eucaristía y los sacramentos de la reconciliación y de la comunión.

viernes, 22 de octubre de 2021

LAS COFRADÍAS DE ÁNIMAS

 

Noviembre:

LAS COFRADÍAS DE ÁNIMAS

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

Este mes de noviembre, dentro del calendario litúrgico-popular es el mes de los difuntos, fechas de recuerdo (aunque no se olvidan) para los familiares que fallecieron.

Dentro de la religiosidad popular católica siempre se les ha concedido cierta importancia al mundo de los difuntos. Ya desde los inicios del cristianismo, los fieles en Roma solían reunirse en los lugares más sacros y apartados como eran las catacumbas. Eran estos espacios un lugar de recogimiento, de celebración y honra a sus seres queridos ya fallecidos. De esta manera a través de un pequeño ritual se rememoraba y pedía a Dios-Padre la protección para éstos en el más allá. Este hecho fue incorporado, con mucha hondura, a la vida religiosa y viene a determinar la propia esencia del ser cristiano, ya que Jesucristo murió por la humanidad y resucitó, venciendo a la poderosa muerte. Este acontecimiento nos muestra a los cristianos que tras el fallecimiento, podemos llegar a alcanzar la gloria del Padre y liberarnos de todos los pecados. Pero para que se pueda llegar a ese momento de reunión, hay que pasar previamente por una purificación, tanto física como mental, de todas las faltas cometidas.

La muerte y cuanto la rodea estuvo siempre presente en nuestras vidas. Este ha sido uno de los grandes miedos en la sociedad y se sufre, sobre todo, por no saberse qué será de nosotros tras el fallecimiento. La preocupación por los difuntos que penan sus culpas, hasta cumplir un tiempo de purificación, ha formado parte de la mentalidad colectiva desde antiguo. Este miedo existencial generó una praxis que derivaría en gracias, privilegios y beneficios para los fallecidos y, sobre todo, para ser recordado por los que aún vivían.

La Sagrada Escritura no menciona a las ánimas, pero existen referencias que el cristianismo utilizará para darle carta de naturaleza. Son aquellas almas que, en vida, cometieron algún pecado cuya penitencia no se saldó de forma suficiente para poder entrar directamente en el cielo y que, por ello, deben permanecer transitoriamente penando en el llamado Purgatorio para purificarse.

Mucho se ha escrito acerca del Purgatorio, de las ánimas que allí se encuentran penando de manera transitoria por ciertos pecados cometidos durante su vida, del tipo de faltas que las llevó hasta allí y del modo en el que los vivos podían aliviar o acortar su estancia en aquel lugar.

La preocupación por la muerte, especialmente cuando la esperanza de vida, por motivos diversos, no era tan alta, ha sido una constante en la sociedad en general, y en la católica en particular. Los primeros pensamientos dedicados a la situación de las almas desde el fallecimiento de la persona hasta la llegada del Juicio Final se dieron entre los siglos II y IV. Fue entonces cuando se empezó a plantear la posibilidad de que, además de las almas condenadas que iban al infierno (que no sabemos quiénes) y las salvadas, que se dirigían al cielo, existiera también un tipo de pecadores cuyas almas podrían salvarse después de superar ciertas pruebas. Así, la idea del Purgatorio como lugar intermedio donde se mantuvieran dichas ánimas realizando las aludidas pruebas hasta su definitiva liberación, no surgió hasta el XII y estuvo íntimamente ligada a la consideración de un tipo de pecados, de carácter menos grave y denominados veniales, que no permitían la salvación inmediata pero tampoco podían condenar eternamente a quienes los habían cometido.

Es por ello que el Purgatorio se convierte en el lugar donde van a parar todas las almas una vez que han fallecido a la espera de purgar o limpiar sus pecados, a expensas de la llegada divina. Aquellos que hayan pasado este periodo, en un principio limitado, serán arrancados de las llamas por los ángeles para conducirlos ante la gloria de Dios.

Respecto a la creencia sobre el Purgatorio no es nueva; pues además de la Iglesia católica, la copta, por ejemplo, basándose en textos sagrados, han predicado que las almas salvadas, cuya purificación no es completa, esperan en el Purgatorio el reino de los cielos.

Es cierto que, desde antiguo, se ha creído que los muertos pueden de algún modo ayudar a los que están vivos, pero también éstos tenían que llevar a cabo algunas acciones para beneficio de los ya ausentes, y este argumento se ha esgrimido con frecuencia para responder a por qué era necesario ofrecer ciertos sufragios por las almas de los difuntos que, una vez salvadas, rezarían por las nuestras. En ese sentido, no hace falta recordar las ofrendas que muchos pueblos de la antigüedad dedicaban a sus muertos.

Y todavía en el siglo XIX, fray José Coll incluía en su obra “El Purgatorio y la devoción a las ánimas benditas” (1812), múltiples ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras que interpretaba como evidencia de que las almas de los fallecidos necesitaban algún tipo de socorro prestado por los vivos. Asunto muy discutido fue, igualmente, el tipo de penas que tenían lugar en el purgatorio. Tanto las protagonizadas por el hielo como --y sobre todo-- aquellas relacionadas con el fuego, fueron las más repetidas entre quienes se dedicaron a teorizar sobre este asunto.

En los relatos de apariciones ante los vivos y viajes de estos al Purgatorio, las llamas tuvieron siempre una constante presencia, aunque, a diferencia de las del infierno, que castigan, las del tercer lugar, como denominó Martin Lutero al Purgatorio, purifican. A esto se le unía la privación de la visión divina, hecho que, en sí mismo, se consideraba un suplicio. De esta manera, la Iglesia incidió en la necesidad de realizar determinados sufragios a favor de los difuntos y que, desde san Agustín y san Gregorio Magno, se establecieron en: Misas --el tipo de ayuda más importante--, oraciones, limosnas y obras piadosas como el ayuno y la abstinencia. Además, existía la llamada demanda o “limosna y bacín”, necesaria para poder hacer frente a los gastos derivados de las misas y que se llevaba a cabo en el ofertorio, después del credo, y solía recogerse por orden de importancia social de los asistentes, como en otros ritos. El encargado de portar el cepillo limosnero se llamaba bacinador (término hoy en desuso según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua), o bacinero. Por otro lado, para reparar el agravio que implicaba haber cometido un pecado, existía la posibilidad de obtener dos tipos de indulgencias, las plenarias, que perdonaban todas las faltas, y las parciales, que reducían los días de penitencia. Y esto se aplicaba también a las ánimas del Purgatorio.

El ataque de Lutero al comercio surgido alrededor de la venta de indulgencias y al Purgatorio --lugar inventado, pues no aparece en las Escrituras--, tuvo como respuesta una fuerte defensa del mismo por parte de la Iglesia Católica.

Será en los Concilios realizados a lo largo de la historia por la Iglesia Católica, cuando se establezca definitivamente la creencia en el Purgatorio. Primero fue en 1245 en el concilio de Lyon. En el concilio de Florencia (1438-1442), es donde el Purgatorio fue proclamado dogma de fe. Algunas de las maneras o medios para socorrer las penas de aquellas almas atrapadas fueron especificados, con anterioridad al concilio de Trento, en el concilio Lowitiense (1556), donde se estableció que a través del sacrificio de las misas, oraciones, ayuno, limosnas y otras buenas obras, podían liberarse algunas de las almas atrapadas.

Pero el tema tomó carta de consideración en la sesión XXV del concilio de Trento, celebrada el 3 y 4 de diciembre de 1563, en la que se aprobó un Decreto que, entre otras cosas dice: “Habiendo la Iglesia Católica instruida por el Espíritu Santo, según la doctrina de la Sagrada Escritura y de la antigua tradición de los Padres, enseñado en los Sagrados Concilios, y últimamente en este general de Trento, que hay Purgatorio; y que las almas detenidas en él reciben alivio con los sufragios de los fieles, y en especial con el aceptable sacrificio de la misa, este Santo Concilio manda a los obispos que procuren diligentemente que la sana doctrina sobre el Purgatorio, transmitida por los Santos Padres y los sagrados concilios, sea creída por los fieles cristianos, mantenida, enseñada y predicada en todas partes”.

Desde esta fecha, el culto a las ánimas del Purgatorio se extendió aún más por toda la cristiandad, creándose numerosas “Cofradías de Ánimas”, que, con sede en las parroquias, fueron desarrollando su cometido, dedicándose a celebrar reuniones, organizar rifas y otras actividades, para, con el dinero recaudado, encargar sufragios por las almas de los fallecidos. Algunas de estas Cofradías fueron asistenciales en casos de pobreza de sus miembros, y se convirtieron, por otra parte, junto a las Hermandades del Santísimo Sacramento en obedecer y difundir la doctrina emanada del concilio tridentino.

Por eso, la mayor parte de las actividades que realizaban las “Cofradías de Ánimas” se encauzan a la realización de diversas diligencias para sufragar los gastos de las numerosas misas que se le ofrecían.

La organización de estas hermandades o cofradías son prácticamente iguales. Todas ellas cuentan con varios cargos de gobierno; destacando el presidente, mayordomo o animero mayor al frente, el secretario encargado de llevar las cuentas, el fiscal que acusa y aplica el reglamento a los infractores, los mentores que emiten su juicio en asuntos dudosos y el delegado encargado de nombrar a los legados necesarios para las honras fúnebres. A pesar de estos cargos que constituyen la junta directiva de cualquier cofradía, podemos encontrar algunos más pero sin ninguna relevancia. Después se encuentra un extenso cuerpo de hermanos.

No hay que olvidar que dentro de la liturgia católica, el 2 de noviembre fue el elegido por el monje benedictino Odilón, en el siglo XI, como “conmemoración de los fieles difuntos”, fecha en la que se rememora a todos los fallecidos y se ora por las almas de aquellos que se encuentran en el Purgatorio. Posteriormente es adoptada por Roma e incorporada en el calendario Gregoriano en el siglo XIV. “Y así como se quemaron perfumes para tus antepasados, los reyes que gobernaron antes que tú, así también se quemarán en tu honor y se recitará por ti la lamentación “¡Ay, Señor!”, pues soy yo quien lo afirma, dice Yavé” (Jeremías 34, 5).

En definitiva, la creencia del Purgatorio así como la de las Ánimas benditas para los creyentes cristianos hace que se afirmen que algunas de las penas se cumplen en el presente, mientras estamos vivos, y otras en el futuro, una vez que se ha fallecido.

En los últimos años en España se está afianzando una costumbre nada particular, pues cuando se celebra el día de los Fieles Difuntos, casi se cierra los ojos y se pide que pase lo antes posible. Pasando casi de refilón por los cementerios para depositar unas flores sobre la tumba de nuestros seres queridos. Mientras que si ese día se bautiza con el nombre de Halloween, todo cambia. Se celebra de una manera mucho más festiva, la misma fiesta que antes hemos dejado atrás. El significado es el mismo, se conmemora a los antepasados. ¿Hasta qué punto estamos tan desligados de nuestras tradiciones y adoptamos las foráneas?

Como se ha podido contemplar, la delgada línea que separa la vida y la muerte es un acontecimiento que no podemos eludir. Ya que somos parte de ello, de ese proceso que algunos lo llevan con mejor ánimo. Esto nos demuestra que somos seres vivos, que tenemos un tiempo delimitado y que mejor forma que vivirlo de la mejor manera posible, ya que en palabras de José Luis Borges: “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”.