martes, 6 de diciembre de 2022

PALABRAS PARA UN PREGÓN DE ADVIENTO

 

PALABRAS PARA UN PREGÓN DE ADVIENTO

 

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

“Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel.” (Is 7, 14). Este versículo del profeta Isaías nos sumerge de lleno en el misterio de la esperanza que evoca el tiempo litúrgico del Adviento.

El Antiguo Testamento está impregnado completamente de la esperanza en Dios. Se trata de una hermosa historia de amor en la que el Señor, por mucho que su pueblo le traicione continuamente, sigue dándole oportunidades para el reencuentro. Esto lo comprobamos, en primer lugar, en el Génesis, en el que, tras la caída del ser humano, vemos cómo Dios le promete al Diablo que el linaje de la mujer le aplastará la cabeza, en lo que es el primer anuncio del Mesías.

Isaías le da un nombre a este personaje: Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”. A lo largo de todo el Antiguo Testamento encontramos la esperanza de Israel en la llegada de ese ungido por Dios que salvará a su pueblo.

El profeta Isaías también dice: “Una voz clama: «En el desierto abrid camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie. Se revelará la gloria de Yahvé, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahvé ha hablado.»” (Is 40, 3-5).

Como bien sabemos, el testigo de esa preparación de los caminos del Señor lo recogió un nuevo profeta, Juan Bautista, el precursor del Señor. El desierto, en lenguaje bíblico, es un lugar de encuentro con Dios, pero también un lugar de prueba y desolación. Juan clamará desde él por la conversiónde los corazones, precisamente porque la llegada del Señor estaba próxima. Así, Juan nos aclara cómo abrir el camino al Señor para poder recibirle adecuadamente. Él tuvo el privilegio de encontrarse con Él incluso desde el seno materno, cuando María visitó a su prima Isabel.

Pero la palabra de Dios no es letra muerta. Se actualiza a cada momento. Lo que era cierto entonces sigue siendo cierto ahora. ¡Dios nos pide que le preparemos el camino para su llegada! Como en los tiempos bíblicos, tenemos que abrir camino al Señor en el desierto, seguros de que viene. Pero, ¿dónde está nuestro desierto?

No tenemos que hacer ningún viaje para encontrarlo. Está en nosotros mismos y en nuestro mundo. En primer lugar en nosotros mismos, ya que, reconozcámoslo, no somos precisamente buenos cristianos en muchas ocasiones. Nos cuesta hacer viva la Palabra de Dios, porque no es tan fácil como dejarla apartada, escondida, en algún rincón de nuestra memoria. ¿Cuántas veces nos conformamos con un mero cumplir con Dios, en lugar de vivir en Él?

En segundo lugar, en nuestro mundo. ¿Acaso no parece un lugar de prueba y desolación? Sin embargo, es también un lugar en el que encontrar a Dios. Porque este mundo tecnificado y acelerado reniega de Dios mientras se deja a muchas personas por el camino. Si no tienes, no eres.

Nuestra obligación es preparar el camino al Señor. Y eso pasa necesariamente por la conversión de nuestro corazón. Si realmente nos creemos que somos queridos por Dios, que Él mismo se hace presente en el prójimo, que se encarnó y nos salvó, esa conversión se reflejará en nuestra vida. Y nuestra vida podrá ir tocando otras vidas, anunciándoles la Buena Nueva: Dios te ama. Dios viene por ti, a salvarte a ti en exclusiva.

Dios quiere profetas que le anuncien, que preparen su camino, que recuerden a los pobres y a los marginados la esperanza de la venida de Dios. Sólo tiene esperanza quien confía en Dios. Nosotros debemos ser profetas de esa Buena Nueva, de esa esperanza. Debemos acercar a Dios a los demás en nuestra vida ordinaria. Porque “la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros”, cumpliendo las profecías y dando fin y nuevo comienzo a la historia de la esperanza. Y decidió no abandonarnos jamás. Dios con nosotros.

Así pues, no podemos pasar este tiempo como si se tratara de un simple acercarse a las vacaciones. Tampoco de manera que parezca que no pasa nada. Hay que recordar que estamos en el mundo pero no somos del mundo. ¡Somos de Cristo Jesús! Por tanto, no estamos llamados a vivir estas fechas con un sentimentalismo simplón, que pasará a la vez que la Navidad y que, por cierto, es lo que nos tratan de vender continuamente todos los medios de comunicación. Nos inundarán con telemaratones y supuestos buenos sentimientos, pero con fecha de caducidad muy clara: tras la Navidad, se acabó.

Al contrario, estamos llamados a vivir la alegría de nuestra vocación a la santidad de forma sencilla, sin estridencias, pero transmitiendo la fe que nos impulsa adelante. Fe que, como escribe Benedicto XVI en su carta “Porta Fidei”, tiene que ser viva, con el corazón plasmado por la gracia que transforma. De esta manera podremos transmitirla con todo nuestro ser, porque viviremos lo que creemos.

Esta época puede ser especialmente indicada para esa “nueva evangelización” que tanto necesita nuestra Iglesia. En nuestros días, en este desierto de los países desarrollados mucha gente vive perdida, sin referencias a una Luz que les guíe o les centre. Les falta una esperanza superior, que llene su ser. En este contexto, como también nos recuerda la “Porta Fidei”, “como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente”. Tenemos el deber de ser los portadores de esa agua, de ser la sal y la luz del mundo. Se trata de una gran responsabilidad. Y el propio Jesús nos dice lo que pasa si la sal se desvirtúa:“Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres”. De la misma forma, si no vivimos nuestra fe, difícilmente transmitiremos otra cosa que no sea hipocresía.

No seremos capaces de ser la sal y la luz del mundo si no preparamos el camino al Señor también en el desierto interior. De la preparación en ese desierto se derivará, necesariamente, la preparación en el desierto del mundo. Necesitamos la conversión; todos y cada uno de nosotros. miremos nuestro interior: ¿no es verdad? Cada uno sabe lo que lleva, lo que hace que no esté tan cerca de Dios como debiera. Quizá orgullo. Puede que soberbia. A lo mejor egoísmo. Todos tenemos valles que rellenar y montes que aplanar. Pero eso sólo lo podemos lograr colaborando con la gracia de Dios y dejando que Él nos salve.

La esperanza que se dio en la historia de Israel tiene que mantenerse en nosotros. Porque, igual que hay que preparar el camino al Señor, Jesús sigue naciendo hoy: nace en los corazones dispuestos a escucharle. Nace en los corazones que se abren a los demás. Y, muy especialmente, nace en el corazón de aquellos que siempre han sido sus predilectos: los necesitados.

Cristo viene a nuestro encuentro desde los pobres, desde los desfavorecidos. ¿Seremos capaces de reconocerle? Muchos no lo hicieron hace más de dos mil años porque era de condición humilde. Un simple carpintero nacido en un pueblo sin importancia. Sin embargo, no podemos evitar recordar que fueron precisamente los pastores, gente sencilla, los primeros que le fueron a adorar.

En nuestro contexto espacio-temporal, marcado por una profunda crisis moral, nos corresponde a los cristianos traer la esperanza. Porque nuestra esperanza no es simplemente humana, sino que tiene su fundamento en la fe, en la confianza en nuestro Señor, de cuya vida divina participamos por la gracia. En el prójimo vemos a un hermano. Es más, vemos al propio Cristo que nos interpela. Más aún en este tiempo de Adviento y Navidad, en el que tenemos presente el gran misterio de amor de un Dios que ama tanto a sus criaturas que se decide a adoptar su naturaleza. Se trata de hacer actual en nuestras vidas la historia de amor del Señor con su pueblo. La esperanza que hace más de dos mil años se condensó en un pequeño niño recostado en un pesebre, hoy se tiene que volver a vivir. Porque el Señor sigue viniendo y nos busca. Y lo que hagamos con el prójimo se lo hacemos a él. “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Nuestra norma de vida es el amor. “Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza.”

Que este Adviento sea realmente para nosotros un tiempo de conversión y gracia, preparando el camino del Señor con alegría y anunciando con nuestra propia vida este encuentro para el que nos estamos preparando en nuestros corazones

 

 

viernes, 21 de octubre de 2022

SENTIDO DEL DIA DE DIFUNTOS

                         

 

 

SENTIDO DEL DÍA DE DIFUNTOS

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

"El máximo enigma de la vida humana es la muerte". Sin embargo, la fe en Cristo convierte este enigma en certeza de vida sin fin. Él proclamó que había sido enviado por el Padre "para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna" y también: "Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna; yo le resucitaré en el último día". Por eso, en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano la Iglesia profesa su fe en la vida eterna: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro".

Apoyándose en la Palabra de Dios, la Iglesia cree y espera firmemente que "del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado".

La fe en la Resurrección de los muertos, elemento esencial de la revelación cristiana, implica una visión particular del hecho ineludible y misterioso que es la muerte.

La muerte es el final de la etapa terrena de la vida, pero "no de nuestro ser", pues el alma es inmortal. "Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida"; desde el punto de vista de la fe, la muerte es también "el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino".

Al igual que la Liturgia, la Religiosidad Popular se muestra muy atenta a la memoria de este acontecimiento de la muerte de nuestros hermanos y es solícita en las oraciones de sufragio por ellos.

En la "memoria de los difuntos", la cuestión de la relación entre Liturgia y religiosidad popular se debe afrontar con mucha prudencia y tacto pastoral, tanto en lo referente a cuestiones doctrinales como en la armonización de las acciones litúrgicas y los ejercicios de piedad.

Es necesario, ante todo, que la Religiosidad Popular sea educada por los principios de la fe cristiana, como el sentido pascual de la muerte de los que, mediante el Bautismo, se han incorporado al misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo; la inmortalidad del alma; la comunión de los santos, por la que "la unión... con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales": "Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor"; la resurrección de la carne; la manifestación gloriosa de Cristo, "que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos"; la retribución conforme a las obras de cada uno; la vida eterna.

En los usos y tradiciones de algunos pueblos, respecto al "culto de los muertos", aparecen elementos profundamente arraigados en la cultura y en unas determinadas concepciones antropológicas, con frecuencia determinadas por el deseo de prolongar los vínculos familiares, y por así decir, sociales, con los difuntos. Al examinar y valorar estos usos se deberá actuar con cuidado, evitando, cuando no estén en abierta oposición al Evangelio, interpretarlos apresuradamente como restos del paganismo.

La fiesta de los Fieles Difuntos se celebra con mucha devoción, en nuestros pueblos, es una fiesta de fe y oración, adornada con un tinte cultural, y esto se ve plasmado en la Religiosidad Popular y cultural en los cementerios, con flores abundantes y adornos en las tumbas, música, comida, rezos y por supuesto la celebración de la santa misa, para orar por el alma de los que ahora están ahí sepultados.

Es como volver a refrescar la memoria recordándoles, y al mismo tiempo pidiendo para que sus almas hayan sido aceptadas en el Reino de los Cielos y gocen ya de la presencia de Dios; recordarles es hacer memoria de todo lo bonito que compartieron y que Dios nos dio a través de ellos mientras compartieron su historia con nosotros.

El papa Francisco en la misa que ofició en el cementerio de Roma en 2014 afirmaba que: “El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son testimonios de confiada esperanza, arraigada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre la suerte humana, puesto que el hombre está destinado a una vida sin límites, cuya raíz y realización están en Dios”.

Muchos se preguntan, porque tenemos que orar por ellos, la respuesta es sencilla. Oramos por aquellos familiares y amigos que han acabado su vida terrena y que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio, aquellos que de acuerdo a nuestra fe no pueden entrar al cielo porque aún tienen faltas que purificar, recordemos lo que dice el Libro del Apocalipsis “al cielo no entrará nada manchado”, por ello es deber nuestro orar y ofrecer sufragios por sus almas, para que sus faltas sean perdonadas y puedan entrar a la gloria eterna.

La Iglesia, ya desde sus mismos orígenes, vive con la convicción de su comunión con los difuntos y por ello ha mantenido con gran piedad la memoria de los difuntos, ofreciendo por ellos sus sufragios. Esto se afirma ya en el Antiguo Testamento: Es una idea piadosa y sana rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado. Nuestra oración por ellos se actúa especialmente por el ofrecimiento del sacrificio de la Eucaristía. También son sufragios las limosnas, las obras de penitencia y las indulgencias, que tienen su eficacia a partir del ministerio de la Iglesia, cuando aplica en casos concretos los méritos o satisfacción de Cristo y de los santos.

De acuerdo a la tradición de la Iglesia, esta fiesta se le atribuye al santo francés San Odilón, cuarto abad del célebre monasterio benedictino de Cluny, en el año 998, eligiendo para celebrarla el 2 de noviembre, es decir, el día después de la festividad de Todos los Santos; de esta manera la Iglesia hace una comunión completa; porque el día primero se recuerda con fe y esperanza a la Iglesia triunfante (Todos los Santos), que son todos los que ya llegaron y gozan de la presencia de Dios por toda la eternidad, y el día siguiente oramos por la Iglesia purgante (las Almas del Purgatorio) para que salgan de un estado de purificación y entren al reino de los cielos. Con ese objetivo este sabio abad, creo esta celebración. Nosotros, como Iglesia militante aun en esta tierra hacemos comunión con ellos a través de nuestra oración.

Poco a poco esta fiesta se fue extendiendo por toda la Iglesia, todo esto gracias a la gran influencia que tenía la orden del Cluny en aquella época, y su amplia extensión por las tierras de Europa contribuye eficazmente a la divulgación del uso en todo el orbe cristiano.

Pero fueron en un primer momento el papa Benedicto XIV que entre los años 1740 y 1754, quien prácticamente estableció esta conmemoración de manera casi oficial, porque concedió a los obispos y sacerdotes la celebración de tres misas ese día, para orar por la memoria de los fieles difuntos, un privilegio que, en 1915, es establecido de forma oficial por el Papa Benedicto XV a toda la Iglesia Universal.

Para terminar, la celebración del Día de los Difuntos no es sino una expresión más del dogma que rezamos en el Credo llamado la “comunión de los santos”, por el cual, los méritos y sufragios de los miembros de la comunidad pueden ser benéficos para los demás, lo que faculta a la Iglesia a ofrecer por ellos la misa, las indulgencias, las limosnas y los sacrificios de sus hijos, así como, por supuesto, los méritos sobreabundantes de la pasión de Cristo.

 

 

martes, 19 de julio de 2022

EL CARMEN, EN EL CENTRO DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

                         


EL CARMEN, EN EL CENTRO DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

La idea de la búsqueda de Dios por parte del hombre, base de cualquier religión natural, encuentra su lugar propio en el contexto de la religión revelada, con la particularidad de que, a la luz de la Revelación, es Dios y no el hombre el que ha tomado la iniciativa, el que ha hablado primero, el primero en buscar al hombre.

En consecuencia, desde la perspectiva abierta por la Revelación, la búsqueda del hombre se descubre ella misma como una respuesta al amor originario de Dios, expresado ya en el mismo acto de la creación. Así lo recuerda una de las peticiones de la Iglesia en la liturgia del Viernes Santo: “Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti…”

El hombre vive en una auténtica sed de Dios, que lo lleva a estar en una constante búsqueda de encuentro con Dios. Diríamos que el hombre es un eterno buscador de Dios.

Es así que muchos hombres y mujeres ven en la imagen de la Madre de Dios el camino seguro para llegar hasta su hijo Jesús, pues estos actos de peregrinación, de fiesta, de súplicas y acción de gracias son expresiones de una fe sincera que se da en esta búsqueda y tiene como expresión estos elementos que permiten hacer romería de la acción de Dios en su vida y lo trasmiten en tales actos hacia la Virgen.

Una de nuestras preocupaciones es la comprensión de la “religiosidad popular”, ya que muchas veces ha sido vista con suspicacia en la reflexión teológica, pues ha sido presa de malas interpretaciones y se ha mezclado con supersticiones y rituales esotéricos que la han marginado. Pero, si se parte de que la “religiosidad popular” tiene en su raíz la mayor intención de acercar al hombre con su Dios, los hombres han bebido de la “religiosidad popular” y han encontrado en ella el medio para acercarse a Dios, por medio de la intercesión de los santos o de la Santísima Virgen, como en el caso de la advocación de María del Carmen que nos ocupa y que se remonta a las tradiciones del profeta Elías en el monte Carmelo.

Cuando se empieza a pensar lo religioso se parte de dos ideas fundamentales: Dios y el hombre, estos dos conceptos en la religión juegan un papel importante ya que a partir de allí se empezó a recorrer el camino de la religión, entendida en su perspectiva fenomenológica que se va articulando en unos acontecimientos que se enmarcan en el espacio de lo sagrado para brindarle así su fundamento. En este sentido, se podría decir que la religión es fruto de una conducta especial en el hombre, que se ve determinada por sus comportamientos y su ubicación en el mundo. Así, sus diversos predicados inciden en la forma de actuar, teniendo como base el fenómeno. Esto es lo que se nos desvela Mircea Eliade que sostiene que “el hombre encuentra sus manifestaciones de lo sagrado en todo lo que ama, necesita y siente”. Podemos afirmar entonces que este hecho de lo sagrado surge debido a que el hombre está abocado a la grandiosidad que rodea toda su existencia, sin importar su ideología o cultura.

La reflexión del episcopado latinoamericano en Aparecida dio grandes avances sobre la “religiosidad popular”. Es verdad que la fe que se encarnó en la cultura puede ser profundizada y penetrar cada vez mejor la forma de vivir de nuestros pueblos. Pero eso sólo puede suceder si valoramos positivamente lo que el Espíritu Santo ya ha sembrado.

La “religiosidad popular” es un ‘imprescindible punto de partida para conseguir que la fe del pueblo madure y se haga más fecunda’. Por eso, el discípulo misionero tiene que ser ‘sensible a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables’. Cuando afirmamos que hay que evangelizarla o purificarla, no queremos decir que esté privada de riqueza evangélica. Simplemente deseamos que los miembros del pueblo de Dios, reconociendo el testimonio de María, traten de imitarla cada día más. De igual manera vemos que la espiritualidad es una “parte de la teología que estudia el dinamismo que produce el Espíritu, en la vida del alma: cómo nace, crece, se desarrolla, hasta alcanzar la santidad a la que Dios nos llama desde la eternidad y trasmitirla con la palabra, el testimonio de vida y el apostolado eficaz”.

Adicionalmente, hemos de tener presente que la espiritualidad, según su fundamentación bíblica, es: La espiritualidad es la vida misma según el Espíritu que nos acompaña, que habita en nuestra existencia. Espiritualidad no hay sino una, la del hombre. La espiritualidad no es patrimonio exclusivo de personas especiales profesionalmente religiosas, o santas, ni siquiera es privativa de los creyentes. La espiritualidad es patrimonio de todos los seres humanos. Más aun, la espiritualidad es una realidad comunitaria, es la conciencia y la motivación de un grupo, de un pueblo. Cada pueblo tiene su cultura y cada cultura tiene su espiritualidad.

La devoción a la Virgen del Carmen, como centro de una “religiosidad popular” remonta sus orígenes al monte Carmelo, en Haifa al norte de Israel. Probablemente lo más relevante de esta devoción es aquello que se nos narra sobre la existencia de los primeros monjes de vida eremítica inspirados por el profeta Elías.

El más célebre de estos hombres de Dios fue el gran profeta Elías, quien en el siglo IX (a.de Cristo) defendió valientemente de la contaminación de los cultos idolátricos la pureza de la fe en el Dios único y verdadero.

Inspirándose en la figura de Elías, surgió al Orden contemplativa de los ‘Carmelitas’. En el monte Carmelo erigieron una capilla en honor a Nuestra Señora. Sobre la montaña a mano izquierda, en un lugar muy hermoso y sano, los eremitas latinos poseen un eremitorio: ellos se llaman hermanos del Carmelo y tienen allí una Iglesia dedicada a nuestra Señora; alrededor se encuentran fuentes milagrosas y bellas flores perfumadas.

Más adelante aparece en el año 1282 la idea de que la Orden fuera fundada en honor a la Virgen María, tomando el nombre de hermanos de la gloriosa Virgen María. La dedicación de una capilla a Nuestra Señora ostenta su importancia como una orden que nace a los pies de la Virgen María, resaltando su matiz mariano como una comunidad con una orientación religiosa definida. Los primeros monjes, después de vivir en Tierra Santa como eremitas, emigran a Europa hacia el año 1274, pasando a ser una Orden Mendicante, puesto que su estilo de vida estaba motivado por la pobreza y la austeridad. Dentro de este estilo de vida mendicante uno de los apostolados que más ejercieron era la expansión de la devoción de Nuestra Señora del monte Carmelo. Por ello, los primeros años de expansión por Europa testimonian también la formación y crecimiento de su devoción a la santísima Virgen. A medida que se expandían los primeros carmelitas, se iba expandiendo a la vez el fervor a la Santísima Virgen del monte Carmelo. El nombre con que eran conocidos y que reza en las constituciones de los carmelitas era “Hermanos de la Bienaventurada Virgen del monte Carmelo”. Así, asociados, por la gracia de Dios, a los hermanos de la Bienaventurada Virgen María, los miembros de estas comunidades viven entroncados con una familia que se consagra a su amor y culto”. Más adelante estas constituciones hacen mención de sus orígenes, como la siguiente: “Santa María llena con su presencia la vida de la Orden que tiene sus orígenes en el Monte Carmelo, recibe su nombre de la capilla dedicada allí a nuestra Señora y ostenta como timbre de gloria del vivir”.

A lo largo de la historia de la Orden del Carmen, la devoción mariana de Nuestra Señora del Monte Carmelo ocupa un lugar muy privilegiado dentro de la vida litúrgica, cultual y espiritual, gracias a los signos del escapulario y el privilegio sabatino, medios de evangelización y acercamiento a esta devoción dentro de la Iglesia. Estos signos van de la mano en la devoción a la Virgen del Carmen.

Esta devoción y propagación de Nuestra Señora, bajo las diferentes advocaciones, se debe a las diferentes comunidades u órdenes religiosas, que bajo su patrocinio van alimentando la fe y la devoción en la Virgen María. En este sentido, las imágenes de la Virgen reflejan de forma sublimada el amor de madre, muy arraigado en nuestro pueblo. Así se puede ver en los diferentes santuarios, donde acude mucha gente sencilla a implorarle a su madre que interceda ante su Hijo Jesucristo por alguna necesidad particular. También es común ver en los diferentes caminos que atraviesan nuestras las tierras, grutas en honor de Nuestra Señora, muy en especial la imagen de la Virgen del Carmen, patrona de los conductores y navegantes.

El tema de la “religiosidad popular” tiene su auge en el pensamiento eclesial de los últimos tiempos a partir del documento de Puebla, en donde surgió un discurso que avaló este medio de evangelización en nuestros pueblos. La “religiosidad popular” permite asomarse a los trasfondos históricos y religiosos de nuestros pueblos; por tanto, allí se capta esa fe innata, pura que las personas manifiestan a través de ritos y cantos, muy asociada al culto y veneración hacia la Virgen María. Ahora bien, si se quisiera adentrar en la significación semántica de la “religiosidad popular”, se debería definir qué se entiende por religiosidad y por popular. Y a la respuesta la dio el documento de Puebla al referirse a ésta como aquellas manifestaciones hondas y profundas de los creyentes, que expresan esa filiación a Dios de manera sencilla: “Su religiosidad está arraigada en la vida: en el camino inexorable que debe recorrer el hombre desde su nacimiento hasta su muerte”.

Podemos decir entonces que la “religiosidad popular” se caracteriza por sus expresiones de fe en medio de un pueblo sencillo, pero que no se queda ahí, sino que es capaz de permear todas las clases sociales y económicas de la sociedad. Esta religiosidad manifiesta su piedad de una manera muy rústica, además de que impregna de manera arrolladora la vida eclesial y personal de las personas que se acercan a los santuarios o templos donde se gestan esta devoción, por medio de peregrinaciones, pidiendo un favor o en acción de gracias por un favor recibido.

Se hace entonces evidente que el hombre es un ser religioso por naturaleza; él se pone en escena frente a Dios, pero ahora a través de lo sagrado. Martín Buber afirmará que “incluir completamente a Dios en la esfera del conocimiento humano es eliminar su divinidad, de ahí que muchos creyentes sepan cómo hablar a Dios, pero no como hablar de y sobre Dios”. Es decir, que la esfera de lo religioso lleva al hombre a llenar de sentido de aquello que sale a su encuentro: “lo sagrado penetra toda la vida, guía su historia, la naturaleza se constituye en una naturaleza”. Esta expresión sencilla, llena de sentido para cada persona, está ahí, pero necesita de los signos concretos para ser develado. Asimismo, cada persona manifiesta de manera diferente este sentimiento. Pero, también la religiosidad popular se ha mirado con recelo en la reflexión eclesial, ya que en muchos casos ha caído en excesos y no ha cumplido con ese papel primordial de acercar a los hombres con el trascendente de una manera diáfana y trasparente, sino que se ha mezclado con un sincretismo religioso que no deja ver su acción limpia, sencilla, con que los creyentes buscan a Dios: En cuanto a la “religiosidad popular” mariana se debe tener en cuenta que ha sido desde sus orígenes uno de los medios de evangelización y mecanismo en busca de la salvación y de la protección de la Virgen María. Como es bien sabido, la veneración de los fieles hacia la Madre de Dios ha tomado formas diversas según las circunstancias de lugar y tiempo, la distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición cultural. En otras palabras, la “religiosidad popular” mariana lo que pretende es un acercamiento a lo absoluto, en donde las personas desean encontrarse con Dios, reconociendo que Él puede ayudar o remediar sus dificultades y lo hacen por medio de la intercesión de su Madre.

Estos creyentes que se acercan a la Virgen María, bajo la advocación de “el Carmelo” tienen la concepción de que María es la madre de Dios y que Él la dejó como Madre de todos los hombres en la cruz. Siguiendo las Sagradas Escrituras, “cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”. Desde entonces el pueblo humilde nunca más se separó de la Virgen. La lleva consigo, dentro de su corazón, dentro de su casa, donde quiera que vaya. Jesús lo mandó. Fue su última voluntad.

Por este motivo, ellos buscan en la Virgen María un alivio a las dificultades a las que se ve abocado el hombre en su diario vivir, en las situaciones límites y frágiles de la vida o cuando están atravesando momentos de dolor, de enfermedad, ante un fracaso económico, personal o familiar, cuando están en desempleados o con problemas familiares, acuden a la madre, pues sienten la confianza de que Ella los fortalecerá y los amparará en estos momentos. Por ello, podemos estar de acuerdo en que “La religiosidad popular” considera a la Virgen María como infalible intercesora ante Dios.

Pero, no sólo en estos momentos límites de la existencia humana es que las personas acuden a la Virgen María, también las personas se acercan a Ella en acción de gracias, o ven en María la mujer que encarna las virtudes de una cristiana, como lo expresa la Marialis Cultus. Porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal permanente. Esto viene a responder por qué la gente le tiene tanta fe y devoción a la Virgen María. Como en el caso de miles de devotos –pescadores sobre todo-- que ven en la Virgen del Carmen un modelo de madre y de mujer que lo llevan a vivir una vida cristiana. En este sentido, la imagen de María refleja sublimada la experiencia popular de la madre; comprensiva, cariñosa, dispuesta a interceder por los hijos, con una capacidad ilimitada para soportar las fatigas y el sufrimiento. Con estos sentimientos que subyacen en lo más profundo de las personas, y como fruto de las enseñanzas de los mayores, es que las personas van creciendo con la certeza de que María es la madre de Dios.

sábado, 28 de mayo de 2022

JESÚS EUCARISTÍA, SALE A NUESTRAS CALLES

 

JESÚS EUCARISTÍA, SALE A NUESTRAS CALLES

 

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Diocesano de Religiosidad Popular

 

 

 

No dejes de salir, Señor/ No dejes de salir, Señor, /de la Casa del Padre, /que deseamos contemplarte tan humilde y tan perfecto, /tan divino y tan humano, /tan eterno y tan cercano, / tan triunfante y tan amado.

No dejes de salir, Señor, /que tu Cuerpo esté en la calle, / y podamos adorarte, /Redentor sacrosanto. /Tañed las campanas del templo, / que ya ha llegado el momento, /su Sangre brota y su Cuerpo Sagrado, /es Corpus Christi de un pueblo.

No hay voces suficientes en la tierra, ni inteligencia preclara, ni corazón apasionado que pueda describir la grandeza del “misterio” escondido en la Eucaristía. Sólo desde la humildad de la fe y la confianza se puede cantar tan sublime “misterio”. Como Moisés en el monte del Señor, hemos de descalzarnos, porque pisamos tierra santa, para poder cantar sólo con la fe lo que por la fe hemos recibido. Quisiéramos expresar todo el amor que humanamente es posible para que también nuestro corazón se estremezca ante la potencia y la dulzura unidas en presencia tan singular.

Y por entre las cabezas de los fieles y el humo de los incensarios, se ve venir la Custodia. La Custodia, --más rica o más humilde-- trono siempre insuficiente para el Rey de Reyes, siempre es magnífica, pero lo que brilla no es el arte salido de las manos del hombre, lo que brilla es la luz del blanco de la hostia que viene decidida a pasearse por nuestros pueblos, a recorrer nuestras calles, a bendecir a todos los hombres, a entrar hasta en el último rincón de nuestras casas y de nuestra vida. Viene el Señor Eucaristía hasta nosotros; sale a nuestro encuentro; se quiere hacer el encontradizo; quiere mirar con ojos de misericordia también a los que no pueden o no quieren verlo en este “misterio”, “Pan de ángeles, Dios tan verdadero, / que, aunque se quiebra, se divide y parte, / está un inmenso Dios, trino y entero, /en cualquiera migaja y menor parte (…)”, como escribía nuestro fray Luis de León.

En esta fiesta del Corpus Christi, cuando todavía el sol ilumina nuestras calles alfombradas por juncia, menta y romero el pueblo de Dios acompaña al Santísimo por su recorrido porque Dios ha salido a la calle para pasar por nuestras puertas. No importa que nuestra acera y nuestro hogar no estén previstos en el recorrido, el Corpus Christi irá a nuestro encuentro y aguardará nuestra llegada, pues hacia nosotros camina eternamente, hacia nosotros muestra generoso su esperanza. No lo ignoremos, no hagamos como mirar para otro lado, no lo esquivemos, no le echemos la aldaba, nada te turbe, nada te espante, que ese Pan es el Cuerpo del Señor, que ese Vino es fruto de su Sangre.

El paso de la Custodia por nuestras moradas se transforma en oración de súplica y alabanza: que al recorrer la Eucaristía nuestras calles y plazas nuestra vida de cada día se penetre de su presencia. Y con nuestro gesto de adoración pongamos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las tentaciones, los miedos, en definitiva, toda nuestra vida.

Desde antiguo, la festividad de Corpus Christi constituyó excelsa y colectiva manifestación de religiosidad popular, actualizada en capitales como Toledo, Sevilla, Granada o Valencia, entre otras, junto a una pléyade de núcleos rurales donde la devoción y la exaltación eucarística son protagonistas de la expansión festiva, con la solemnidad característica que se puede apreciar igualmente en diversas localidades de la extensa geografía peninsular e insular.

La fiesta del Corpus Christi fue establecida para el orbe católico por el papa Urbano IV en 1264 con la bula Transiturus de hoc Mundo, generalizando el culto al Sacramento iniciado por la beata Juliana de Rétine, priora del Monasterio de Monte Cornillón, (1193-1258) en la diócesis de Lieja y el milagro de la forma ensangrentada el milagro de Bolsena, (1263) cuyo corporal mandó depositar Urbano IV en Orvieto. El papa encomendó la redacción del oficio de la nueva fiesta a Tomás de Aquino que en la Summa Teológica ya defendía la presencia real de Cristo en la eucaristía. La procesión de la sagrada forma y la octava fue configurada por Juan XXII (1316-1334). Desde entonces la fiesta se extendió por todo el occidente europeo, primero en las grandes ciudades episcopales y luego en las restantes villas y lugares.

La Iglesia la instituye como el summum de todas las fiestas, porque es la presencia real de Cristo en la Eucaristía, que es la mejor imagen de la Resurrección. La religiosidad popular, en cierta manera, se va apoderando de ella y añadiéndole sus elementos, y la jerarquía quiere retomarla, e incluso marca unas distancias entre lo que es lo “oficial” en la procesión, y lo que es lo “popular”. Se da una cierta pugna entre la jerarquía y las organizaciones de religiosidad popular, especialmente las hermandades, a la hora de organizar la procesión, en la actualidad

La religiosidad popular favoreció el proceso que instituyó la fiesta del Corpus Christi; a su vez, esta fue causa y motivo de la aparición de nuevas formas de piedad eucarística en el pueblo de Dios.

Durante siglos, la celebración del Corpus Christi fue el principal punto de confluencia de la piedad popular con la Eucaristía. En los siglos XVI-XVII, la fe, reavivada por la necesidad de responder a las negaciones del movimiento protestante, y la cultura – arte, literatura, folclore– han contribuido a dar vida a muchas y significativas expresiones de la religiosidad popular para con el misterio de la Eucaristía.

El Corpus Christi es la festividad que la Iglesia católica conmemoró con mayor apoteosis durante el barroco. El concilio de Trento, celebrado entre los años1545 y 1563, marcó el punto de inflexión entre un antes relativamente abierto y tolerante a las experiencias y un después más encorsetado; a la vez que permitió que en los países católicos de Europa proliferasen las procesiones del Santísimo, cuya intención fue combatir las desviaciones heréticas mediante la ayuda del fervor popular. Con aquellos desfiles se buscaron dos objetivos: honrar la presencia de Cristo en la hostia y venerarla con actos externos lleno de contenido litúrgico, frente a la piedad interior que propugna la doctrina protestante.

A principios del siglo XV apareció en el exterior de los templos la procesión bajo un binomio sacro profano. Aquel es un cortejo heterogéneo y artificioso, de mayor complejidad que el celebrado, hasta entonces, en el interior de las iglesias, porque resalta el carácter teocéntrico de la sociedad, y va acompañado de un amplio espectro de efectos alegóricos, a través de los que se intenta ensalzar lo que el protestantismo ataca. Muestra la mezcolanza entre una liturgia ortodoxa y la religiosidad popular, antagónica con las reglas y adaptadas con el beneplácito de la jerarquía religiosa. La piedad popular se mantiene viva entre unas doctrinas generales, la idiosincrasia y las necesidades de una comunidad poco formada. Por eso, la procesión se utilizó para catequizar, mediante un método basado en el docere et delectare, a un público inculto y con grandes dificultades para aprender los dogmas.

La religiosidad popular debe ser instrumento de educación de nuestro Pueblo de Dios para que capte dos realidades de fondo: que el punto de referencia supremo de la piedad eucarística es la Pascua del Señor; la Pascua, según la visión de los Santos Padres, es la fiesta de la Eucaristía, como, por otra parte, la Eucaristía es ante todo celebración de la Pascua, es decir, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús; y que toda forma de devoción eucarística tiene una relación esencial con el Sacrificio eucarístico, ya porque dispone a su celebración, ya porque prolonga las actitudes cultuales y existenciales suscitadas por ella.

La procesión de esta festividad del Cuerpo y Sangre de Cristo es, por así decir, la “forma tipo” de las procesiones eucarísticas. Prolonga la celebración de la Eucaristía: inmediatamente después de la misa, la Hostia que ha sido consagrada en dicha misa se conduce fuera de la iglesia para que el pueblo cristiano dé un testimonio público de fe y de veneración al Santísimo Sacramento.

Los fieles comprenden y aman los valores que contiene la procesión del Corpus Christi: se sienten “Pueblo de Dios” que camina con su Señor, proclamando la fe en Él, que se ha hecho verdaderamente el “Dios con nosotros”.

El Corpus constituye una manifestación festivo-ceremonial que se reproduce en todo el orbe católico. No es un ritual exclusivo de una colectividad, una localidad, o una región que profesa la religión cristiana. Si bien atiende a una pauta litúrgica homogénea, fuertemente doctrinal (la exaltación de la sagrada forma en el cuerpo de Cristo, o la Eucaristía), manifiesta una gran diversidad cultural en sus formas de expresión y modelos organizativos.

Aunque su origen litúrgico arranca a mediados del siglo XIII para el mundo cristiano en general, no será hasta el siglo XIV cuando se tenga constancia de la celebración de forma generalizada en el occidente europeo, extendiéndose primero en las grandes ciudades episcopales y seguidamente en las parroquias de las diversas ciudades y pueblos de nuestra geografía. La primera ciudad en España que lo celebra es Toledo en 1280, siguiéndole por orden cronológico Barcelona en 1319 y Gerona en 1320. Se sabe que en Vich se introdujo en 1330 y en Valencia en 1348.

En Valencia en 1355 se hacía público el primer pregón o “crida” por el que se convocaba a clérigos, religiosos y fieles en general para participar en la solemne procesión en honor y reverencia de Jesucristo y su preciosísimo Cuerpo. Era por aquellas fechas obispo de Valencia Hugo de Fenollet, que llegó a un acuerdo con la ciudad, por el que el patrocinio de la fiesta correría en adelante a cargo de la autoridad municipal

A partir de este momento la festividad del Corpus se convirtió en Valencia en la más importante del año, oscilando entre épocas de mayor esplendor, una de cuyas cumbres se alcanzó en 1528, y otras de evidente declive, el cual se inició en 1836, a causa de la desamortización llevada a cabo por Mendizábal, con distintos altibajos cuyas cotas ascensionales se alcanzaron en 1875, y sobre todo en 1977, fecha en la que surgió la asociación que luego se denominaría de “Els Amics del Corpus”, cuya principal tarea sería la de repristinar y mantener el esplendor y decoro de la fiesta.

La participación ciudadana fue decisiva desde el primer momento, haciéndose patente no sólo en los actos religiosos, sino también en los de carácter lúdico, convirtiéndose la festividad solemne de Corpus Christi en una manifestación popular con la participación de autoridades, parroquias, gremios y cofradías, sin que faltaran músicos, artistas, danzantes, feriantes…, provocando un bullicio callejero altamente estimulado por la presencia de las “rocas”, los gigantes o los “nanos”.

Esta liturgia medieval con sus ceremonias, simbolismo y sentido escénico dio origen a los dramas sacros que con el tiempo salieron de los templos, comenzando a intervenir los laicos y olvidando el latín. En ocasiones propiciaron la aparición de los “pasos” procesionales que, a su vez, influyeron en la gestación de los “autos sacramentales”.

Los “autos sacramentales” son sermones puestos en verso con posibilidad de representarse, sobre cuestiones de la sagrada teología o como un verdadero acto paralitúrgico a celebrar el día del Corpus, constituyendo así una contribución al oficio litúrgico de la iglesia. Son una parte integral de la festividad religiosa, teniendo en su asunto una íntima relación con la fiesta, y siendo, como efectivamente eran en su tiempo, una contribución al oficio litúrgico de la iglesia ya que se ofrecen como una forma más de culto, aunque no oficial, a la Sagrada Eucaristía.

Por lo que respecta a Valencia, ya se conocían algunos espectáculos dramáticos en la fiesta del Corpus Christi en el siglo XIV, aunque el XV experimentó un gran desarrollo. A los músicos y coro se añadieron personajes efigiados como estatuas que pronto se dispusieron sobre carros con decoraciones alusivas, que recibieron el nombre de “entramés”. Elemento esencial en las fiestas del Corpus valenciano es la música, en dos vertientes principales: la litúrgica, que recibió un fuerte impulso con San Juan de Ribera y Juan Bautista Comes, y la popular, encarnada sobre todo en las danzas ejecutadas en la Cabalgata y la Procesión.

Es evidente que lo que centra la fiesta por antonomasia del Corpus es el Cuerpo de Cristo vivo, que de forma simbólica, pero no menos real, se convierte en un verdadero “icono” del Señor que hace presente su divinidad y su humanidad. El sacramento por excelencia de la Eucaristía se erige de este modo en un referente de Jesucristo, “sublime obra de arte de Dios”, siguiendo a Plotino, que, escondido bajo las especies de pan y de vino, transmite la gracia y lleva a la participación de lo divino y de la belleza infinita. Porque el Santísimo Sacramento no es sólo la fiesta de los sentidos prendidos por el colorido, la música y el oloroso incienso, sino fundamentalmente la fiesta del espíritu que “toca” el Cuerpo del Señor y saborea la divina esencia a través del don de Sabiduría en, un sacro festín que es preludio e inicio de las eternas bodas del Cordero. He aquí la sublimidad inigualable y la razón última de estas celebraciones, a la par litúrgicas y populares, que hacen de la misa y procesión del Corpus la fiesta de las fiestas, el “icono” de Cristo y la causa y fundamento de la verdadera alegría festiva. Sin esta dimensión de la trascendencia el Corpus se convertiría en puro folklore carente de sentido.

Un año más un pueblo a Cristo sigue,/ siendo Dios mismo el que a la calle sale,/ en el cáliz está siempre su sangre,/ su cuerpo, en la custodia, siempre vive./ Misterio del cristiano que recibe /tu Cuerpo en comunión como Dios Padre,/ Sagrada forma, ritos celestiales,/ en la mesa del pan no existe el hambre./ Ese es el milagro que a porfía /rememora vuestro pueblo soberano/, sacramento en el altar de Eucaristía./ Vuelve ya a salir tu Cuerpo custodiado, /¡aleluya, que es el hijo de María, /Corpus Christi de Jesús sacramentado!

ANTONIO DE PADUA, SANTO DE LOS POBRES

 

ANTONIO DE PADUA, SANTO DE LOS POBRES

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de religiosidad Popular

 

 

San Antonio de Padua es uno de los santos más populares y universales de toda la historia de la Iglesia, a pesar incluso de los siglos transcurridos. San Antonio es un santo popular; todos conocemos la inmensa “popularidad” de san Antonio, la difusión de su culto, su presencia en las iglesias, en las familias, en lugares públicos, en revistas y publicaciones, en la iconografía piadosa, las peregrinaciones en su honor. En efecto, la devoción antoniana, dada su continuidad en el tiempo, su amplísima difusión y su incidencia en la vida, es una de las expresiones más significativas de la religiosidad popular.

Es patrono e intercesor de realidades tan dispares como del hallazgo de objetos perdidos, de las novias y novios, de las madres gestantes o de los niños abandonados. Con todo, su grandeza e interpelación supera esta misma popularidad y los estereotipos que de él nos hemos forjado todos.

El don de la palabra, la sabiduría teológica, la caridad de su vida y su trato cercano, humilde y afectuoso hicieron pronto de él un fraile muy querido, a quien se atribuían y se siguen atribuyendo miles de milagros. Pero el gran milagro de san Antonio fue su predicación y su docencia, en suma, su palabra, que además no era suya sino eco de la palabra de Dios, estaba además acompañada de las obras.

La clave de la vida de san Antonio de Padua fue Jesucristo en el misterio de su Encarnación y de su infancia. Este fue el gran secreto --el milagro por excelencia-- de su vida y de su ministerio: tener a Jesús, portar a Jesús, mostrar a Jesús, acercar a Jesús, en la realidad de su pequeñez y de su grandeza, como el pan que el hombre de entonces y de todo tiempo, necesita. Y de ahí, de su “tener” y “mostrar” a Jesús surgió todo lo demás: su ciencia como profesor, su elocuencia como predicador y su incondicional servicio caritativo hacia los más necesitados.

El apostolado de la Iglesia de hoy y de siempre y de todos los santos, ha coincidido siempre en el amor a los pobres: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Este es el marco maravilloso donde se centra toda la vida, predicación, milagros y doctrina del doctor de la Iglesia: san Antonio de Padua, llamado y conocido por el santo de los milagros, a pesar de que sabemos a priori y en buena doctrina teológica, que sólo Dios hace milagros, aunque instrumentalmente puede servirse de todas las criaturas que han dimanado de sus poderosas manos.

El franciscanismo radical de san Antonio se manifiesta en su opción por la pobreza, que lo acercaba al pueblo; en su elección de una predicación popular fundamentada en un estudio profundo de la teología; en su valoración del pueblo como lugar privilegiado de la salvación; en su entrega y atención al pueblo, que prefiere las obras a las palabras, el testimonio a las explicaciones.

El hecho de que san Antonio sea aclamado con el título de “doctor evangélico” y, a la vez, se le proclame “dulce consolador de los pobres”, es signo de un mensaje de gracia.

San Antonio nos invita a leer la religiosidad popular como una experiencia religiosa que necesita ser purificada a la luz de la religiosidad pura; y, al mismo tiempo, nos invita a reexaminar la experiencia religiosa pura a la luz de la religiosidad popular.

En la exhortación “Evangelii Nuntiandi” se habla de la religiosidad popular como del ámbito donde el pueblo expresa su búsqueda de Dios, su fe, su sed de Dios, su capacidad de generosidad y de sacrificio, su comprensión de los atributos profundos de Dios (paternidad, providencia, presencia amorosa y constante). Es una piedad que no posee la exactitud lexicológica de la piedad docta, pero tampoco tiene la tentación de atribuir más valor e importancia a las palabras que a las obras, al saber que a la celebración.

Si leemos atentamente “los milagros” realizados por intercesión de san Antonio (el de la mula hambrienta, el de la predicación a los peces, el del corazón del avaro, el del pie unido de nuevo, y muchos otros que nos recuerda su hagiografía), podemos entenderlo como expresión popular de la predicación antoniana.

No hay duda de que la religiosidad popular necesita una purificación de sus puntos de referencia, que pueden manifestar deformaciones del cristianismo y hasta supersticiones, ambigüedades, pesimismo exagerado y utilización interesada de Dios. Pero, siguiendo a san Antonio, también podemos preguntarnos si nuestra religiosidad no debe ser más popular, a fin de expresar mejor nuestra minoridad, que no se limita, ni mucho menos, a la atención a los últimos.

San Antonio de Padua, a quien la Iglesia venera como “doctor evangélico”, más todavía, como “hombre evangélico”, es decir, como hombre no sólo llamado a anunciar, explicar y proponer el Evangelio, sino también, y sobre todo, a vivirlo, a convertirlo en forma y medida de la propia vida, según el estilo de la más pura espiritualidad franciscana.

El 12 de septiembre de 1982, durante su visita a la Basílica de San Antonio, en Padua, el papa san Juan Pablo II dijo: “Quisiera referirme inmediatamente a esa nota peculiar que aparece como constante en las vicisitudes biográficas de este Santo, y que le distingue claramente en el panorama, aunque tan amplio y casi sin límites, de la santidad cristiana. Antonio —lo sabéis bien—, durante todo el arco de su existencia terrena fue un hombre evangélico; y si como tal le veneramos, es porque creemos que en él se posó con particular efusión el Espíritu mismo del Señor, enriqueciéndole con sus dones admirables e impulsándole, “desde el interior” a emprender una acción que aun siendo notabilísima en los cuarenta años de vida, lejos de agotarse en el tiempo, continúa vigorosa y providencial incluso en nuestros días…”.

“Sin hacer exclusiones o preferencias, se trata de un signo, a saber: que en él la santidad ha alcanzado cotas de altura excepcional, imponiéndose a todos con la fuerza de los ejemplos y confiriendo a su culto la expansión máxima en el mundo. Efectivamente, resulta difícil encontrar una ciudad o un pueblo del orbe católico, donde no haya por lo menos un altar o una imagen del Santo”.

San Antonio sintió la fascinación del martirio, la desilusión del fracaso de su proyecto de entregar su vida en testimonio de la fe, la soledad y el anonimato, la fama inesperada y repentina, la vida consumada en una incesante entrega a los demás, la satisfacción del estudio bíblico y el agotador tumulto de las muchedumbres, la insaciable nostalgia de la contemplación, la experiencia de la Biblia como suma del saber, la alegría acrisoladora de la devoción, el reposo de las ansias en el encuentro con el Señor: Veo a mi Señor.

Al igual que Francisco, san Antonio abandonó una sociedad que le ofrecía la posibilidad de vivir otros horizontes y optó por vivir la alegría del “seguimiento de Cristo” en pobreza. Antonio canta su pobreza de auténtico pobre, “contento con el mínimo”, “deseoso del mínimo”, capaz de nutrirse y de saciarse de Dios, de basarse exclusivamente sobre la bondad de Dios, de ser feliz compartiendo la miseria del mundo. El Santo de Padua predica la pobreza sobre todo en cuanto “espíritu de pobreza” que refleja el “espíritu del Señor” y fortalece para no “vacilar en la prosperidad ni en la adversidad”, para no caer en la tentación, para denunciar la riqueza, para colmar de alegría: “El espíritu de pobreza y la herencia de la Pasión son más dulces que la miel y el panal en el corazón de quien ama de verdad”.

La pobreza de san Antonio ya no era la de la época de las cabañas de paja y barro, sino la de las moradas pobrecillas, donde, no obstante, debía seguir viviéndose la pobreza de bienes materiales, de triunfo social, de valoración de uno mismo. Se trataba, por tanto, de un itinerario evangélico en el que la pobreza material era sólo un escalón, el primero, para llegar a otras pobrezas. Refiriéndose a la pobreza, Antonio emplea una expresión muy típica y personal, concretamente habla del “oro de la pobreza”. Según Antonio “el oro de la pobreza” se opone, ciertamente, a la tentación del “estiércol de las riquezas” pero sobre todo manifiesta el descubrimiento de la fascinante aventura que conduce a la posesión de las “cosas celestiales” y al “abandono total de uno mismo en las manos de Dios”.

El tema de la pobreza es un tema sugestivo. Es un tema profundamente social, religioso y evangélico de nuestros días: “Los pobres siempre están con vosotros”. Esta es nuestra herencia, los pobres.

Antonio de Padua nace en la bella ciudad que los romanos llamaron felizmente Felicitas Julia y los fenicios Olissippo, la actual Lisboa, el 15 de agosto, festividad de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, en el año 1195. Si este es el día que vio la luz del mundo san Antonio, llamado en el mundo Fernando, su nacimiento espiritual no es menos fecundo y maravilloso; la vocación religiosa ha llamado a su alma y él ha dicho a Dios, como otro Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. San Antonio nace, espiritualmente, el día que abandona su casa siguiendo el consejo evangélico: “Vende lo que tienes y dalo a los pobres; ven y sígueme”. San Antonio es distinto del joven del Evangelio; cumple los mandamientos y da a los pobres todo lo que tiene, “toma tu cruz y sígueme”.

Su itinerario espiritual posee todos los rasgos esenciales del franciscanismo, incluida la libertad de espíritu capaz de las mayores novedades. San Antonio es un franciscano que bebe y se empapa de franciscanismo sobre todo a través de la vida de los hermanos. Su franciscanismo es fascinante precisamente porque el carisma y el ideal de Francisco los encontró encarnados y enriquecidos en la convivencia cotidiana fraterna.

Sus primeros pasos religiosos los da con los canónigos regulares de san Agustín, en el convento de san Vicente de Lisboa. Viste la librea negra, correa a la cintura y zapatos con hebilla de plata. ¡A tal señor, tal honor! Fernando, que pronto se llamará fray Antonio de Padua, pertenecía a la estirpe peninsular, sangre real de los Pelayos de la Reconquista frente a la morisma. En este convento se veía acosado por las visitas de sus familiares y cariñosos amigos de su infancia, en los que él veía un peligro para su soledad y la entrega absoluta a la misma, que él había prometido. Entonces se dirigió a sus superiores y pidió, de limosna, ser enviado al monasterio de Santa Cruz de Coimbra, donde santamente pasaba su vida religiosa entregado a la oración y al estudio. En este convento era muy apreciado y las crónicas de aquellos tiempos nos narran de prodigios maravillosos dignos de ser narrados: Deseoso un día de oír misa y no pudiendo salir de su celda, oye la campana de alzar y puesto de rodillas se abren las paredes hasta contemplar el santo la Sagrada Forma en manos del sacerdote del altar. El otro fue el siguiente: Sufriendo uno de los religiosos una de las enfermedades más graves del espíritu, le cubrió su muceta y el religioso quedó repentinamente curado. Los religiosos lo estimaban grandemente y acudían a él en sus enfermedades. ¡Los altos designios de Dios!

El Señor le tenía marcado otro camino muy distinto y otra vocación más severa y más pobre, que era la de seguir a Francisco de Asís y ser pobre. ¿Qué hechos influyeron en su nueva vocación religiosa? Un testimonio fehaciente de fe. Un día, Francisco de Asís manda a sus religiosos a predicar el Evangelio a todo el mundo. Y he aquí el hecho y lo sucedido: Francisco de Asís, el “desesperado de la pobreza”, manda un buen día a sus hijos predicar el Evangelio por todo el mundo. No tardaron en arribar a Portugal y hacerse pobres moradores en la ermita de san Antonio Abad en Olivares, los primeros franciscanos con los nombres de fray Zacarías y fray Guautthier, favorecidos y agasajados por Alfonso II y su esposa doña Urraca. Estos religiosos franciscanos tenían trato y visitaban al joven agustino de Santa Cruz de Coimbra, y hablaban largamente de cosas del espíritu. Veía en los hijos del “poverello” una mansedumbre y una humildad que lo hipnotizaba… pero no tardó en realizarse el milagro. Los hijos de Francisco de Asís pasaron a África con el deseo de derramar la sangre por Cristo y por el Evangelio. “Aquella tierra de África, colocada entre las costas de España como amenazador centinela, como alfanje perpetuamente desenvainado”.

Este pensamiento de derramar la sangre por el Evangelio lo tenía en continuo éxtasis y su espíritu se salía de sí mismo y ansiaba, también, el martirio. San Antonio ya era sacerdote y diciendo misa vio en una revelación el alma de un fraile franciscano volando al cielo, y esto fue el móvil de su vocación por la Orden Franciscana, que le costó pedir, concediéndosele, la licencia para entrar en la Orden. Este es el momento solemne en que san Antonio se hace franciscano y pide el hábito ante tanto ejemplo y tanta renuncia. ¡Antonio se hace franciscano y pobre por Cristo!

En la religiosidad popular está enclavada la devoción y el culto a san Antonio de Padua. Admitimos en buena doctrina el culto a san Antonio, su poder milagroso a favor de sus devotos y, entre todos, los más favorecidos son los pobres. ¿Cuántas clases de pobres existen dentro de la Iglesia católica, apellidada por san Juan XXIII la Iglesia de los pobres? Nos preguntamos, ¿también hay clases entre los pobres? Sí, también, pero por razón de gravedad, hay que socorrer a unos más urgentemente que a otros. Los enfermos de cuerpo y los enfermos del alma. Los enfermos del cuerpo tienen sensibilidad ante el dolor físico, y los del alma tienen que tener fe como la pecadora del Evangelio, que su amor y su fe ha arrancado del Maestro estas palabras: “Tu fe te ha salvado. Tus pecados te son perdonados”. Pobres-pobres, son los enfermos del alma, los pecadores a los que falta la amistad de Dios, más que los que carecen de pan. Luego, la pobreza puede estar en la falta económica y la mayor pobreza en una disposición interior o una actitud del alma con relación a Dios.

Como consecuencia de estas premisas, la pobreza en Israel era un mal menor que había que superar, y era también un estado despreciable porque miraba las riquezas materiales como una recompensa cierta de la gada la prueba, Dios le devolvió mayor fidelidad a Dios. No dudamos que existen pobres virtuosos; pero abundan más los perezosos y los desordenados por falta de medios y también de virtud, que a veces se convierte en ocasión de muchos pecados. Por esto decía el sabio: “No me des ni pobreza ni riqueza sino sólo lo necesario”. Los pobres deben ser considerados y tenidos en cuenta. Los profetas y los santos fueron sus defensores por antonomasia; Amos ruge contra los crímenes de Israel. Los fraudes desvergonzados en el comercio, el acaparamiento de las tierras, el esclavizamiento de los pequeños, el abuso del poder y la perversión de la justicia misma. Una de las misiones y apostolados del Mesías era defender los derechos de los míseros y de los pobres. La limosna redime y perdona los pecados. El grito de los pobres se eleva hasta los oídos de Dios. En el Nuevo Testamento se levanta un monumento al pobre y Jesús lanza el sermón maravilloso de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. Jesús es el Mesías de los pobres y el testimonio que admite Juan como fe de su llegada y contraseña, que los pobres son evangelizados. Más todavía, como prueba contundente que Jesús es un pobre: Belén, Nazaret, la vida pública de Jesucristo, la cruz, ¿no nos habla de pobreza? La pobreza de Jesús nos habla por todos los sitios, hasta su entrada triunfal en Jerusalén la hace sobre un humilde jumentillo, el que es “manso y humilde de corazón”.

Jesús pone en guardia a sus discípulos del peligro de las riquezas. El que sigue a Jesucristo no debe de llevar consigo “oro, plata ni cobre”. Los primitivos cristianos no tenían nada propio. Este pensamiento de la pobreza evangélica está galardonada y es el Reino de los Cielos de quienes la cumplen en la parábola del pobre Lázaro, frente a los despilfarros y vanidades del rico Epulón. Los ricos tienen una mina y una solución para salvarse, como dice el Evangelio por san Lucas. Hacerse amigos con el dinero de mala ley. “El que ama al pobre ama a Jesucristo”. Si alguien ve a su hermano en necesidad y le cierra las entrañas, ¿cómo morará en él el amor de Dios? San Antonio de Padua cumple a la letra esta pobreza y en su nombre se establece el pan de los pobres, y él mismo se hace pobre y quiere seguir a Jesucristo más perfectamente, y para ello sigue a Francisco de Asís, el padre de los pobres. Sus predicaciones eran maravillosas, todas llenas de milagros. Numerosos prodigios milagros acompañaban la palabra del taumaturgo en todas sus intervenciones

La evangelización nace como fruto de la gracia de haber sido evangelizados. El esquema “elegidos y enviados” es el esquema universal de la historia de la salvación. Pues la evangelización, por ser “la misión esencial de la Iglesia” es igualmente expresión de ese sacramento radical que es la misma Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo.

El evangelizador, enseña san Antonio, es un contemplador gozoso de Dios, un testigo de la “vida angélica” y de la “ciencia madura”. La “Evangelii Nuntiandi” recuerda que los “religiosos encuentran en la vida consagrada un medio privilegiado para una evangelización eficaz”.

En una Iglesia “sedienta de absoluto”, los enamorados de Jesucristo –sacerdotes, religiosos y laicos-- son los testigos privilegiados del espíritu de las bienaventuranzas y de la disponibilidad.

Si queremos que nuestra predicación sea eficaz en nuestro tiempo hemos de ser testigos silenciosos de la pobreza y el desapego, de la pureza y la transparencia, de la entrega a la obediencia. Hemos de enclavar en la sangre la tradición de la predicación del buen ejemplo. El recuerdo de la evangelización antoniana es una invitación austera a una relectura de nuestra vida a ser posible muy franciscana. Nuestra vida debe ser “observancia del santo Evangelio”, más aún, “la vida del Evangelio”

Como sabemos también, el franciscanismo ha sido provocación y locura, y lo ha sido no por nostalgia de un evangelismo radical cuanto por deseo y empeño de encarnar el “escándalo de la cruz” y de las bienaventuranzas en las diferentes culturas y en las diversas formas de religiosidad.

En el año 1231 predica en Padua toda la Cuaresma, celebra su entrevista con el fiero Ezzelino ante el cual fracasa, y agotado por sus muchos trabajos y penitencias, muere, santamente, a las afueras de la ciudad de Padua en el convento de La Arcella el 13 de junio de 1231. El 30 de mayo del año siguiente es canonizado, solemnemente, en la catedral de Espoleto, y Pío XII lo proclamó “Doctor Evangélico” de la Iglesia el 16 de enero de 1946.

La santidad de san Antonio de Padua no ha tenido opositores a lo largo de los casi ocho siglos que sucedieron a su muerte; será proclamado santo “súbito” sin que fuesen indispensables los tiempos de las diversas etapas durante los que la Iglesia católica romana somete a pormenorizado examen la vida de aquel que los fieles estiman merecedor de ese título. Su figura forma parte del culto católico romano en Europa, América, África y Asia, como lo testimonian a través de los siglos numerosos escritos; y una rápida ojeada a variadísimos lugares y ámbitos muestra que lo ha sido y continúa siéndolo en abundancia.

La opción personal por los marginados de la época y el empuje apostólico sometido a continuas pruebas fue lo que determinó la inmediatez del reconocimiento de su santidad: Atrevido con los poderosos, misericordioso con los pobres, piadoso ante todas las miserias humanas.

viernes, 6 de mayo de 2022

 

 

EL MUNDO RURAL MIRA HACIA SAN ISIDRO

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

Nuestro mundo rural mira con esperanza hacia san Isidro labrador. Nuestros hombres y mujeres del campo les lleva a vivir toda su vida e intentar iluminar los problemas y aspiraciones de sus gentes, sus luchas y sus logros bajo la protección del que pasó muchos años cultivando la tierra, de ahí su vinculación especial con el sector.

San Isidro fue “evangelio vivo de Dios”. Eso sí, nadie nace santo; los santos se han hecho a sí mismos, aunque, más propiamente hablando, habría que decir que dejaron que Dios los hiciese santos, porque no se trata de esfuerzo personal (necesario), sino de la acción de la gracia. Y esa acción santificadora de la gracia actúa en los monasterios y en las calles peatonales. Según toque a cada uno.

En las zonas religiosas y en medio del mundo, tenemos que vivir convencidos de la primacía de lo espiritual sobre lo material, porque un exponente —uno— para medir la calidad de la comunidad cristiana es su capacidad de engendrar santos.

Y se engendran santos cuando no se tiene miedo de hacer el bien y de decir la verdad, cuando nos entusiasma el doble objetivo que señala san Pío de Pietrelcina: la Iglesia y --por ende-- todo bautizado debe predicar la verdad y desenmascarar la mentira sin tibieza ni encogimientos. Sin arrogancia, pero sin complejo; sin que sepa tu mano derecha lo que hace tu mano izquierda, pero también sin esconder la luz bajo el celemín.

¿Cómo descubrir el heroísmo en la virtud que caracteriza a los santos? Aplicando el principio evangélico “por sus frutos los conoceréis”; así evitaremos confusiones y desorientaciones, y comprobaremos que siguen existiendo —como en todas las épocas— santos, personas que se esfuerzan y rezan para hacerse voluntad de Dios. Existen, y no hay que ir muy lejos para encontrarlos, los podemos tener cerca entre nosotros, tan cerca tan cerca, como la puerta de al lado.

No paso inadvertida esta frase del Papa Francisco de su exhortación apostólica “Gaudete et Exsultate”, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, la clase media de la santidad”.

El Papa recuerda que estamos llamados a la santidad “desde las primeras páginas de la Biblia”. En este contexto, hace referencia a Abraham y a su llamada a caminar en la presencia del Señor y a ser perfecto. Tal referencia no pone de relieve sólo la proto-vocación a la santidad, sino que brinda una dimensión universal a dicha vocación.

De hecho, si seguimos reconociendo en Abraham “el padre de todos los creyentes”, podemos reconocer también en esta llamada primordial la vocación de todos los creyentes a la santidad. Esta verdad fundamental viene confirmada por una convicción muy clara: “El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes”. Y justamente, por este motivo, cada cual podría sentirse llamado a este camino.

Por lo demás, para involucrar más a todos, el Papa hace suya la expresión de Joseph Malègue al hablar de “la clase media de santidad” y forja su propio neologismo al invitar a pensar, no solo en los santos canonizados y beatificados, sino también en los de “la puerta de al lado”.

Estos santos son aquellas personas que no hacen la historia, viven de una manera sencilla su vida diaria, pero acogiendo la gracia y haciendo cada cosa bajo la guía del Espíritu Santo. Adondequiera que es posible vivir realmente la unión con Cristo, dejando fructificar la gracia del bautismo, ahí está la santidad. Sin embargo, no existe un modelo de santidad estándar o válida para todos. Todos estamos llamados, pero cada uno tiene que seguir el camino que le conviene personalmente. Hay quien ha recibido el don de vivir la santidad de una manera extraordinaria y excepcional, pero es también posible vivirla sencillamente a través de los “pequeños gestos” de cada día.

Necesitamos, pues, una cierta “conversión” de mentalidad para poder admitir que la santidad, por una parte, no es un asunto exclusivo de los obispos, de los sacerdotes y de los religiosos, sino de todos.

El Papa precisa que no se trata ni siquiera de concebir una vida espiritual separada de la vida cotidiana, una vida de oración separada del servicio. Antes bien, se deben integrar los varios aspectos de la existencia. Por otra parte, la santidad tampoco es una realidad exclusiva de la Iglesia católica, sino que puede existir también fuera de ella. Francisco reasume lo que Juan Pablo II ya dejó claro al respecto: “el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes”.

El Papa no duda en equiparar felicidad o bienaventuranza con santidad. La verdadera santidad, en coherencia con la gracia de Dios y con su Palabra, es felicidad, bienaventuranza. El contenido de cada bienaventuranza es expresión de la santidad porque brinda el retrato del Dios-Santo que se hace visible en Jesús. Es una tarea nada fácil, sobre todo cuando se presta una mayor atención a los detalles de cada una de ellas. Es como un pasar por la famosa puerta angosta del Evangelio. La expresión utilizada por el Papa es: una santidad “a contracorriente”. De paso, observamos que, a la hora de comentar las bienaventuranzas, el Papa nunca parte de un principio dogmático o teológico abstracto. Antes bien, se refiere siempre a experiencias concretas. Esto hace su exposición todavía mucho más accesible. Después, al final de su interpretación, el Papa reformula cada bienaventuranza a su manera y termina repitiendo: “esto es santidad”, confirmando así la equivalencia entre bienaventuranza y santidad.

El papa Francisco habla en su exhortación apostólica “Gaudete et exultate” de “los santos de la puerta de al lado”, pero, ¿quiénes son esos santos “de la puerta de al lado”, es decir, esas personas corrientes como nosotros con algunos de los cuales nos hemos cruzado por la calle o hemos convivido en el trabajo, en el deporte, en la familia, en la diversión?

Uno de estos santos es san Isidro labrador, patrón de los agricultores, muy popular en diversas partes del mundo. La santidad no es individualista y, como nos recuerda el papa Francisco en “Gaudete et Exsultate”, “la vida comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa o en cualquier otra, está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos”. Por eso miramos a san Isidro en sus relaciones comunitarias y en sus ilustrativos detalles.

San Isidro es “un santo de la puerta de al lado”, como nos dice el Papa Francisco: vivió como discípulo de Cristo y anunció el Evangelio como esposo, padre, vecino y trabajador en el Madrid de siglo XII.

En primer lugar, no podemos pensar en este santo sin acordarnos de su esposa, santa María de la Cabeza. Tenemos aquí una muestra luminosa de que, como escribe el Papa, “hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge”. Además, esta figura femenina nos hace recordar y valorar a las mujeres campesinas, que en no pocas zonas de la tierra son víctimas de diversas discriminaciones y situaciones que las humillan. Al mismo tiempo, numerosos ejemplos muestran que las mujeres rurales son los verdaderos artífices del desarrollo de sus hogares y del progreso de sus comunidades.

Uno de los episodios más conocidos de la vida de san Isidro se refiere a cómo los ángeles acudían a ayudarle en su trabajo. Los ángeles son mediadores de Dios y su figura nos hace valorar la importancia de las mediaciones. Tanto la ayuda mutua como los avances técnicos son importantes en el mundo rural. Desde el arado romano al tractor moderno, pasando por los fertilizantes, los sistemas de riego y otras innovaciones, debemos reconocer en estas ayudas otras tantas mediaciones para acercarnos al plan de Dios sobre la humanidad. Por eso mismo hemos de cuidar que esos medios no se conviertan en malos ángeles que atrapen la libertad, provoquen contaminación, generen dependencias, lleven a deudas desmesuradas y, en definitiva, lastren el desarrollo sostenible y la vida buena.

Otro ejemplo nos lleva a la escena de san Isidro con los bueyes que araban su campo. Esta imagen permite vincular agricultura y ganadería en una visión armónica. Desde los tiempos de Caín y Abel hasta nuestros días, las relaciones entre campesinos sedentarios y pastores nómadas no han estado exentas de conflictos, muchas veces de carácter étnico y motivadas por el control de los recursos naturales. También en este punto, el ejemplo y la intercesión de san Isidro pueden ayudarnos a cuidar la casa común, ya que “la interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un proyecto común», lo cual incluye «programar una agricultura sostenible y diversificada”, dice el Papa en la encíclica “Laudato si”.

La figura de san Isidro, por otra parte, nos trae a la mente la importancia del relevo generacional en el mundo de la agricultura. La especulación en los mercados agrarios, la globalización, el desigual reparto de los beneficios a lo largo de la cadena, la liberalización de las fronteras comerciales, así como los altos costes de producción y de las materias primas, han cooperado a que se produzca una falta de rentabilidad en el sector agrícola, impulsando a muchos jóvenes al abandono de sus tierras. Para invertir esta tendencia es fundamental incentivar en las nuevas generaciones el amor al campo y al cultivo de la tierra. Y ofrecerles una adecuada formación, así como acceso a la tierra y al crédito.

Digamos unas palabras sobre san Isidro labrador y Dios. Hombre de piedad sincera y espiritualidad recia, su vida es un ejemplo contra “la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración”. La espiritualidad del trabajo campesino muestra que el “ora et labora” no es exclusivo de los monjes ni de las personas cultivadas; es también propia de los laicos, incluyendo los labradores como san Isidro y santa María de la Cabeza.

Finalmente, recordemos la cantidad de personas que, a lo largo de la historia y aún hoy, se han encomendado a la intercesión de san Isidro ante dificultades como el hambre o la sequía. “No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo”, dice el papa Francisco en “Gaudete et Exsultate”. Porque la vida de san Isidro muestra que “la oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de amor”. Esto es algo que el pueblo sencillo ha sabido captar con nitidez. Por eso acude confiado a la oración, en medio de sus luchas, anhelos y adversidades.

Que la evocación, en nuestros pueblos rurales, de este santo afiance en nosotros el deseo de custodiar la tierra, nuestra vocación de ser solidarios y compartir los recursos que hallamos en la casa común que a todos nos acoge. Que su figura nos estimule a estar cerca de los campesinos y sus problemáticas. Que su intercesión, en palabras de san Juan XXIII en la “Mater et magistra”, nos mueva a realizar “esfuerzos indispensables para que los agricultores no padezcan un complejo de inferioridad frente a los demás grupos sociales; antes, por el contrario, vivan persuadidos de que también dentro del ambiente rural pueden no solamente consolidar y perfeccionar su propia personalidad mediante el trabajo del campo, sino además mirar tranquilamente el porvenir”.

Pongamos el acento en esta clase de santidad que es dignificar a aquellas personas anónimas que no escribieron historia: simplemente trabajaron y pasaron por la vida y --porque se sabían pecadores-- aceptaron la salvación en esperanza,  personas discretas o desconocidas, pero que acogieron la gracia de la llamada a la santidad y la vivieron en la cotidianidad.

El mundo rural mira desde su religiosidad popular a este hombre humilde y sencillo, que en palabras de Juan XXIII  “aparece ante los agricultores y campesinos como ejemplo luminoso, simultaneando con las faenas del campo, que realizaba diligentemente, el ejercicio eminente de la obediencia y de la caridad”.