ANTONIO DE
PADUA, SANTO DE LOS POBRES
Por Antonio DIAZ
TORTAJADA
Delegado
Episcopal de religiosidad Popular
San Antonio de Padua es uno de los
santos más populares y universales de toda la historia de la Iglesia, a pesar
incluso de los siglos transcurridos. San Antonio es un santo popular; todos
conocemos la inmensa “popularidad” de san Antonio, la difusión de su culto, su
presencia en las iglesias, en las familias, en lugares públicos, en revistas y
publicaciones, en la iconografía piadosa, las peregrinaciones en su honor. En
efecto, la devoción antoniana, dada su continuidad en el tiempo, su amplísima
difusión y su incidencia en la vida, es una de las expresiones más
significativas de la religiosidad popular.
Es patrono e intercesor de realidades
tan dispares como del hallazgo de objetos perdidos, de las novias y novios, de
las madres gestantes o de los niños abandonados. Con todo, su grandeza e
interpelación supera esta misma popularidad y los estereotipos que de él nos
hemos forjado todos.
El don de la palabra, la sabiduría
teológica, la caridad de su vida y su trato cercano, humilde y afectuoso
hicieron pronto de él un fraile muy querido, a quien se atribuían y se siguen
atribuyendo miles de milagros. Pero el gran milagro de san Antonio fue su
predicación y su docencia, en suma, su palabra, que además no era suya sino eco
de la palabra de Dios, estaba además acompañada de las obras.
La clave de la vida de san Antonio de
Padua fue Jesucristo en el misterio de su Encarnación y de su infancia. Este
fue el gran secreto --el milagro por excelencia-- de su vida y de su ministerio:
tener a Jesús, portar a Jesús, mostrar a Jesús, acercar a Jesús, en la realidad
de su pequeñez y de su grandeza, como el pan que el hombre de entonces y de
todo tiempo, necesita. Y de ahí, de su “tener” y “mostrar” a Jesús surgió todo
lo demás: su ciencia como profesor, su elocuencia como predicador y su
incondicional servicio caritativo hacia los más necesitados.
El apostolado de la Iglesia de hoy y de
siempre y de todos los santos, ha coincidido siempre en el amor a los pobres: “Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Este es el
marco maravilloso donde se centra toda la vida, predicación, milagros y
doctrina del doctor de la Iglesia: san Antonio de Padua, llamado y conocido por
el santo de los milagros, a pesar de que sabemos a priori y en buena doctrina
teológica, que sólo Dios hace milagros, aunque instrumentalmente puede servirse
de todas las criaturas que han dimanado de sus poderosas manos.
El franciscanismo radical de san Antonio
se manifiesta en su opción por la pobreza, que lo acercaba al pueblo; en su
elección de una predicación popular fundamentada en un estudio profundo de la
teología; en su valoración del pueblo como lugar privilegiado de la salvación;
en su entrega y atención al pueblo, que prefiere las obras a las palabras, el
testimonio a las explicaciones.
El hecho de que san Antonio sea aclamado
con el título de “doctor evangélico” y, a la vez, se le proclame “dulce consolador
de los pobres”, es signo de un mensaje de gracia.
San Antonio nos invita a leer la
religiosidad popular como una experiencia religiosa que necesita ser purificada
a la luz de la religiosidad pura; y, al mismo tiempo, nos invita a reexaminar
la experiencia religiosa pura a la luz de la religiosidad popular.
En la exhortación “Evangelii Nuntiandi” se
habla de la religiosidad popular como del ámbito donde el pueblo expresa su
búsqueda de Dios, su fe, su sed de Dios, su capacidad de generosidad y de
sacrificio, su comprensión de los atributos profundos de Dios (paternidad, providencia,
presencia amorosa y constante). Es una piedad que no posee la exactitud
lexicológica de la piedad docta, pero tampoco tiene la tentación de atribuir
más valor e importancia a las palabras que a las obras, al saber que a la
celebración.
Si leemos atentamente “los milagros”
realizados por intercesión de san Antonio (el de la mula hambrienta, el de la
predicación a los peces, el del corazón del avaro, el del pie unido de nuevo, y
muchos otros que nos recuerda su hagiografía), podemos entenderlo como
expresión popular de la predicación antoniana.
No hay duda de que la religiosidad
popular necesita una purificación de sus puntos de referencia, que pueden
manifestar deformaciones del cristianismo y hasta supersticiones, ambigüedades,
pesimismo exagerado y utilización interesada de Dios. Pero, siguiendo a san Antonio,
también podemos preguntarnos si nuestra religiosidad no debe ser más popular, a
fin de expresar mejor nuestra minoridad, que no se limita, ni mucho menos, a la
atención a los últimos.
San Antonio de Padua, a quien la Iglesia
venera como “doctor evangélico”, más todavía, como “hombre evangélico”, es
decir, como hombre no sólo llamado a anunciar, explicar y proponer el
Evangelio, sino también, y sobre todo, a vivirlo, a convertirlo en forma y
medida de la propia vida, según el estilo de la más pura espiritualidad
franciscana.
El 12 de septiembre de 1982, durante su
visita a la Basílica de San Antonio, en Padua, el papa san Juan Pablo II dijo: “Quisiera
referirme inmediatamente a esa nota peculiar que aparece como constante en las
vicisitudes biográficas de este Santo, y que le distingue claramente en el
panorama, aunque tan amplio y casi sin límites, de la santidad cristiana.
Antonio —lo sabéis bien—, durante todo el arco de su existencia terrena fue un hombre
evangélico; y si como tal le veneramos, es porque creemos que en él se posó con
particular efusión el Espíritu mismo del Señor, enriqueciéndole con sus dones
admirables e impulsándole, “desde el interior” a emprender una acción que aun
siendo notabilísima en los cuarenta años de vida, lejos de agotarse en el
tiempo, continúa vigorosa y providencial incluso en nuestros días…”.
“Sin hacer exclusiones o preferencias,
se trata de un signo, a saber: que en él la santidad ha alcanzado cotas de
altura excepcional, imponiéndose a todos con la fuerza de los ejemplos y
confiriendo a su culto la expansión máxima en el mundo. Efectivamente, resulta
difícil encontrar una ciudad o un pueblo del orbe católico, donde no haya por
lo menos un altar o una imagen del Santo”.
San Antonio sintió la fascinación del
martirio, la desilusión del fracaso de su proyecto de entregar su vida en
testimonio de la fe, la soledad y el anonimato, la fama inesperada y repentina,
la vida consumada en una incesante entrega a los demás, la satisfacción del
estudio bíblico y el agotador tumulto de las muchedumbres, la insaciable
nostalgia de la contemplación, la experiencia de la Biblia como suma del saber,
la alegría acrisoladora de la devoción, el reposo de las ansias en el encuentro
con el Señor: Veo a mi Señor.
Al igual que Francisco, san Antonio
abandonó una sociedad que le ofrecía la posibilidad de vivir otros horizontes y
optó por vivir la alegría del “seguimiento de Cristo” en pobreza. Antonio canta
su pobreza de auténtico pobre, “contento con el mínimo”, “deseoso del mínimo”,
capaz de nutrirse y de saciarse de Dios, de basarse exclusivamente sobre la
bondad de Dios, de ser feliz compartiendo la miseria del mundo. El Santo de
Padua predica la pobreza sobre todo en cuanto “espíritu de pobreza” que refleja
el “espíritu del Señor” y fortalece para no “vacilar en la prosperidad ni en la
adversidad”, para no caer en la tentación, para denunciar la riqueza, para
colmar de alegría: “El espíritu de pobreza y la herencia de la Pasión son más
dulces que la miel y el panal en el corazón de quien ama de verdad”.
La pobreza de san Antonio ya no era la
de la época de las cabañas de paja y barro, sino la de las moradas pobrecillas,
donde, no obstante, debía seguir viviéndose la pobreza de bienes materiales, de
triunfo social, de valoración de uno mismo. Se trataba, por tanto, de un
itinerario evangélico en el que la pobreza material era sólo un escalón, el
primero, para llegar a otras pobrezas. Refiriéndose a la pobreza, Antonio
emplea una expresión muy típica y personal, concretamente habla del “oro de la
pobreza”. Según Antonio “el oro de la pobreza” se opone, ciertamente, a la
tentación del “estiércol de las riquezas” pero sobre todo manifiesta el
descubrimiento de la fascinante aventura que conduce a la posesión de las
“cosas celestiales” y al “abandono total de uno mismo en las manos de Dios”.
El tema de la pobreza es un tema sugestivo.
Es un tema profundamente social, religioso y evangélico de nuestros días: “Los
pobres siempre están con vosotros”. Esta es nuestra herencia, los pobres.
Antonio de Padua nace en la bella ciudad
que los romanos llamaron felizmente Felicitas Julia y los fenicios Olissippo,
la actual Lisboa, el 15 de agosto, festividad de la Asunción de la Santísima
Virgen a los cielos, en el año 1195. Si este es el día que vio la luz del mundo
san Antonio, llamado en el mundo Fernando, su nacimiento espiritual no es menos
fecundo y maravilloso; la vocación religiosa ha llamado a su alma y él ha dicho
a Dios, como otro Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. San Antonio
nace, espiritualmente, el día que abandona su casa siguiendo el consejo
evangélico: “Vende lo que tienes y dalo a los pobres; ven y sígueme”. San Antonio
es distinto del joven del Evangelio; cumple los mandamientos y da a los pobres
todo lo que tiene, “toma tu cruz y sígueme”.
Su itinerario espiritual posee todos los
rasgos esenciales del franciscanismo, incluida la libertad de espíritu capaz de
las mayores novedades. San Antonio es un franciscano que bebe y se empapa de
franciscanismo sobre todo a través de la vida de los hermanos. Su
franciscanismo es fascinante precisamente porque el carisma y el ideal de
Francisco los encontró encarnados y enriquecidos en la convivencia cotidiana
fraterna.
Sus primeros pasos religiosos los da con
los canónigos regulares de san Agustín, en el convento de san Vicente de
Lisboa. Viste la librea negra, correa a la cintura y zapatos con hebilla de
plata. ¡A tal señor, tal honor! Fernando, que pronto se llamará fray Antonio de
Padua, pertenecía a la estirpe peninsular, sangre real de los Pelayos de la
Reconquista frente a la morisma. En este convento se veía acosado por las
visitas de sus familiares y cariñosos amigos de su infancia, en los que él veía
un peligro para su soledad y la entrega absoluta a la misma, que él había
prometido. Entonces se dirigió a sus superiores y pidió, de limosna, ser
enviado al monasterio de Santa Cruz de Coimbra, donde santamente pasaba su vida
religiosa entregado a la oración y al estudio. En este convento era muy
apreciado y las crónicas de aquellos tiempos nos narran de prodigios
maravillosos dignos de ser narrados: Deseoso un día de oír misa y no pudiendo
salir de su celda, oye la campana de alzar y puesto de rodillas se abren las paredes
hasta contemplar el santo la Sagrada Forma en manos del sacerdote del altar. El
otro fue el siguiente: Sufriendo uno de los religiosos una de las enfermedades
más graves del espíritu, le cubrió su muceta y el religioso quedó
repentinamente curado. Los religiosos lo estimaban grandemente y acudían a él
en sus enfermedades. ¡Los altos designios de Dios!
El Señor le tenía marcado otro camino
muy distinto y otra vocación más severa y más pobre, que era la de seguir a
Francisco de Asís y ser pobre. ¿Qué hechos influyeron en su nueva vocación
religiosa? Un testimonio fehaciente de fe. Un día, Francisco de Asís manda a
sus religiosos a predicar el Evangelio a todo el mundo. Y he aquí el hecho y lo
sucedido: Francisco de Asís, el “desesperado de la pobreza”, manda un buen día
a sus hijos predicar el Evangelio por todo el mundo. No tardaron en arribar a
Portugal y hacerse pobres moradores en la ermita de san Antonio Abad en
Olivares, los primeros franciscanos con los nombres de fray Zacarías y fray
Guautthier, favorecidos y agasajados por Alfonso II y su esposa doña Urraca.
Estos religiosos franciscanos tenían trato y visitaban al joven agustino de
Santa Cruz de Coimbra, y hablaban largamente de cosas del espíritu. Veía en los
hijos del “poverello” una mansedumbre y una humildad que lo hipnotizaba… pero
no tardó en realizarse el milagro. Los hijos de Francisco de Asís pasaron a
África con el deseo de derramar la sangre por Cristo y por el Evangelio. “Aquella
tierra de África, colocada entre las costas de España como amenazador
centinela, como alfanje perpetuamente desenvainado”.
Este pensamiento de derramar la sangre
por el Evangelio lo tenía en continuo éxtasis y su espíritu se salía de sí
mismo y ansiaba, también, el martirio. San Antonio ya era sacerdote y diciendo
misa vio en una revelación el alma de un fraile franciscano volando al cielo, y
esto fue el móvil de su vocación por la Orden Franciscana, que le costó pedir,
concediéndosele, la licencia para entrar en la Orden. Este es el momento
solemne en que san Antonio se hace franciscano y pide el hábito ante tanto
ejemplo y tanta renuncia. ¡Antonio se hace franciscano y pobre por Cristo!
En la religiosidad popular está
enclavada la devoción y el culto a san Antonio de Padua. Admitimos en buena doctrina
el culto a san Antonio, su poder milagroso a favor de sus devotos y, entre todos,
los más favorecidos son los pobres. ¿Cuántas clases de pobres existen dentro de
la Iglesia católica, apellidada por san Juan XXIII la Iglesia de los pobres? Nos
preguntamos, ¿también hay clases entre los pobres? Sí, también, pero por razón
de gravedad, hay que socorrer a unos más urgentemente que a otros. Los enfermos
de cuerpo y los enfermos del alma. Los enfermos del cuerpo tienen sensibilidad
ante el dolor físico, y los del alma tienen que tener fe como la pecadora del
Evangelio, que su amor y su fe ha arrancado del Maestro estas palabras: “Tu fe
te ha salvado. Tus pecados te son perdonados”. Pobres-pobres, son los enfermos
del alma, los pecadores a los que falta la amistad de Dios, más que los que
carecen de pan. Luego, la pobreza puede estar en la falta económica y la mayor
pobreza en una disposición interior o una actitud del alma con relación a Dios.
Como consecuencia de estas premisas, la
pobreza en Israel era un mal menor que había que superar, y era también un
estado despreciable porque miraba las riquezas materiales como una recompensa
cierta de la gada la prueba, Dios le devolvió mayor fidelidad a Dios. No
dudamos que existen pobres virtuosos; pero abundan más los perezosos y los
desordenados por falta de medios y también de virtud, que a veces se convierte
en ocasión de muchos pecados. Por esto decía el sabio: “No me des ni pobreza ni
riqueza sino sólo lo necesario”. Los pobres deben ser considerados y tenidos en
cuenta. Los profetas y los santos fueron sus defensores por antonomasia; Amos
ruge contra los crímenes de Israel. Los fraudes desvergonzados en el comercio,
el acaparamiento de las tierras, el esclavizamiento de los pequeños, el abuso
del poder y la perversión de la justicia misma. Una de las misiones y
apostolados del Mesías era defender los derechos de los míseros y de los
pobres. La limosna redime y perdona los pecados. El grito de los pobres se
eleva hasta los oídos de Dios. En el Nuevo Testamento se levanta un monumento
al pobre y Jesús lanza el sermón maravilloso de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados
los pobres de espíritu”. Jesús es el Mesías de los pobres y el testimonio que
admite Juan como fe de su llegada y contraseña, que los pobres son
evangelizados. Más todavía, como prueba contundente que Jesús es un pobre:
Belén, Nazaret, la vida pública de Jesucristo, la cruz, ¿no nos habla de
pobreza? La pobreza de Jesús nos habla por todos los sitios, hasta su entrada
triunfal en Jerusalén la hace sobre un humilde jumentillo, el que es “manso y
humilde de corazón”.
Jesús pone en guardia a sus discípulos
del peligro de las riquezas. El que sigue a Jesucristo no debe de llevar
consigo “oro, plata ni cobre”. Los primitivos cristianos no tenían nada propio.
Este pensamiento de la pobreza evangélica está galardonada y es el Reino de los
Cielos de quienes la cumplen en la parábola del pobre Lázaro, frente a los
despilfarros y vanidades del rico Epulón. Los ricos tienen una mina y una
solución para salvarse, como dice el Evangelio por san Lucas. Hacerse amigos
con el dinero de mala ley. “El que ama al pobre ama a Jesucristo”. Si alguien
ve a su hermano en necesidad y le cierra las entrañas, ¿cómo morará en él el
amor de Dios? San Antonio de Padua cumple a la letra esta pobreza y en su
nombre se establece el pan de los pobres, y él mismo se hace pobre y quiere
seguir a Jesucristo más perfectamente, y para ello sigue a Francisco de Asís,
el padre de los pobres. Sus predicaciones eran maravillosas, todas llenas de milagros.
Numerosos prodigios milagros acompañaban la palabra del taumaturgo en todas sus
intervenciones
La evangelización nace como fruto de la
gracia de haber sido evangelizados. El esquema “elegidos y enviados” es el
esquema universal de la historia de la salvación. Pues la evangelización, por
ser “la misión esencial de la Iglesia” es igualmente expresión de ese
sacramento radical que es la misma Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo.
El evangelizador, enseña san Antonio, es
un contemplador gozoso de Dios, un testigo de la “vida angélica” y de la “ciencia
madura”. La “Evangelii Nuntiandi” recuerda
que los “religiosos encuentran en la vida consagrada un medio privilegiado para
una evangelización eficaz”.
En una Iglesia “sedienta de absoluto”,
los enamorados de Jesucristo –sacerdotes, religiosos y laicos-- son los
testigos privilegiados del espíritu de las bienaventuranzas y de la
disponibilidad.
Si queremos que nuestra predicación sea
eficaz en nuestro tiempo hemos de ser testigos silenciosos de la pobreza y el
desapego, de la pureza y la transparencia, de la entrega a la obediencia. Hemos
de enclavar en la sangre la tradición de la predicación del buen ejemplo. El
recuerdo de la evangelización antoniana es una invitación austera a una
relectura de nuestra vida a ser posible muy franciscana. Nuestra vida debe ser
“observancia del santo Evangelio”, más aún, “la vida del Evangelio”
Como sabemos también, el franciscanismo
ha sido provocación y locura, y lo ha sido no por nostalgia de un evangelismo
radical cuanto por deseo y empeño de encarnar el “escándalo de la cruz” y de
las bienaventuranzas en las diferentes culturas y en las diversas formas de
religiosidad.
En el año 1231 predica en Padua toda la
Cuaresma, celebra su entrevista con el fiero Ezzelino ante el cual fracasa, y
agotado por sus muchos trabajos y penitencias, muere, santamente, a las afueras
de la ciudad de Padua en el convento de La Arcella el 13 de junio de 1231. El
30 de mayo del año siguiente es canonizado, solemnemente, en la catedral de
Espoleto, y Pío XII lo proclamó “Doctor Evangélico” de la Iglesia el 16 de
enero de 1946.
La santidad de san Antonio de Padua no
ha tenido opositores a lo largo de los casi ocho siglos que sucedieron a su
muerte; será proclamado santo “súbito” sin que fuesen indispensables los
tiempos de las diversas etapas durante los que la Iglesia católica romana
somete a pormenorizado examen la vida de aquel que los fieles estiman merecedor
de ese título. Su figura forma parte del culto católico romano en Europa,
América, África y Asia, como lo testimonian a través de los siglos numerosos
escritos; y una rápida ojeada a variadísimos lugares y ámbitos muestra que lo
ha sido y continúa siéndolo en abundancia.
La opción personal por los marginados de
la época y el empuje apostólico sometido a continuas pruebas fue lo que
determinó la inmediatez del reconocimiento de su santidad: Atrevido con los poderosos, misericordioso con los pobres, piadoso ante
todas las miserias humanas.