CRISTO,
SIGUE SIENDO CRUCIFICADO
Por
Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
Algunos
símbolos tienen un simbolismo intrínseco, irradian luz por sí mismos, provocan
emociones en todas las épocas, generan preguntas y atisban respuestas. El
hombre es una animal simbólico, y el símbolo da que pensar. La cruz es uno de
esos grandes símbolos, símbolo de una realidad cruciforme, pero, gran paradoja,
símbolo que siempre abrirá un rayo de esperanza por espesas que sean las
tinieblas que nos rodeen.
En
la Religiosidad Popular se nos invita –sobre todo en este tiempo cuaresmal-- a
contemplar la Cruz, o mejor al Crucificado, desde una perspectiva iluminada por
la Resurrección. El Crucificado y el Resucitado serían las dos caras de una
misma moneda. Esto es totalmente cierto, pero no queremos detenernos en esta
contemplación del Crucificado.
Proponemos
una primera mirada sobre el Viernes Santo donde no se vislumbra aún el glorioso
domingo pascual. Un Viernes Santo que no es especulativo como lo pensara Hegel,
sino real, concreto, hiriente, lleno de atrocidad, de injusticia, de dolor y de
muerte.
Este
paso atrás es necesario para poder descubrir, experimentar y sentir en su total
radicalidad la novedad de una luz que en la Resurrección deslumbra, sorprende,
y rasga definitivamente el velo de oscuridad que nubla al hombre. Para entender
en profundidad aquella expresión paulina tan gastada por manida: La cruz como
necedad y escándalo (1 Cor, 1, 23). En el fondo estamos acostumbrados a ver
imágenes del Crucificado, a portar cruces, algo tan común en nuestros ambientes
que el propio Crucificado ya no es piedra de tropiezo.
Miremos
el aspecto cruciforme del hombre. Invito a contemplar el cuadro “Angelus Novus” de Paul Klee (1879-1940). A la acuarela de Klee llegué por un
texto de Walter Benjamin (1892-1940) él
la consideraba una metáfora de la historia, especialmente de los dramáticos tiempos
que le tocó vivir. Es el ángel de la historia que tiene un ojo fijo en el
pasado. Es el ángel asustado, aterrorizado, que contempla esa historia que se
va construyendo ruina tras ruina y a cuya espalda se alza el futuro ignoto. Sus
alas desplegadas por el impetuoso viento le arrastran de modo inexorable. Al
final él se liberó de su propia historia al suicidarse en Port-Bou antes de
caer en manos nazis, “Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie” había
escrito. La historia del hombre ha sido y es una historia marcada por el dolor,
la limitación, el sufrimiento y la cruz. El libro del Qohelet nos describe la
vida humana como “vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Miremos
cara a cara al hombre crucificado a lo largo de la historia. ¿Qué camino
queda?, más aún ¿queda algún camino? Algo parece cierto, si al final de todo la
última sonrisa la esboza la muerte no quedaría ningún asidero al que agarrarnos
en nuestra afanosa búsqueda de sentido. Todo intento de defender una especie de
plenitud inmanente quedaría definitivamente refutado. Mirado así no son tan
extrañas la respuesta del sabio Sileno al rey Midas: “lo mejor no haber nacido,
lo segundo mejor morir pronto” (Sófocles, Edipo en Colono; también recogida por
Nietzsche en El Origen de la Tragedia). Milan Kundera reflejarían esta idea con
un tinte de amargura: “Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera un
boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo,
la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un
boceto para nada, un borrador sin cuadro”. Gabriel Marcel ponía el dedo en la
llaga, si al final la muerte es la realidad última, el valor se anula en el escándalo
puro, la realidad se siente herida en su mismo corazón. Toda la historian del
linaje humano no sería más que una fatídica procesión de fantasmas que van de
la nada a la nada.
Cambiemos
ahora de perspectiva al contemplar la Cruz. Edith Stein, (Santa Teresa
Benedicta de la cruz), aquella joven filósofa judía que al convertirse al
catolicismo se hizo Carmelita y murió en Auschwitz nos decía: “mientras más
oscuro se va haciendo a nuestro alrededor, más debemos abrir nuestros corazones
a la luz que viene de lo alto”. Pues bien esa luz que viene de lo alto se
expresa en una Cruz, y solo puede ser comprensible desde una cruz. Porque la Cruz,
como hemos visto, habla de la realidad insoslayable de nuestro carácter contingente
y finito. La Cruz habla del drama inserto en la misma realidad de la
existencia. Pero esa Cruz asumida libremente muestra el dolor compartido, el
sufrimiento asumido, el cáliz del mal bebido por el mismo Dios. “Cargó sobre
sus hombros el dolor, el sufrimiento, el pecado del hombre” profetizo Isaías.
La
Cruz, junto a toda la realidad cruciforme, es transfigurada en el mismo
Crucificado transformándose en el signo del amor de Dios a su criatura, a toda
de la creación pero de modo infinito al hombre. La Cruz no es la realidad
elocuente de un Dios muerto como gritara el profeta nietzscheano, no supone el
abandono o el silencio de Dios, ni la maldición de la condición humana, sino la
gran palabra de misericordia que viene de lo alto. Es la respuesta al mal y al
pecado, al sufrimiento y la muerte, en la respuesta al grito desesperado de
Job. Dios nos ha juzgado en una Cruz amándonos.
Siendo
así que en la historia de la salvación se nos ha ido desvelando un Dios
misericordioso, es en la historia de Jesús donde esta revelación adquiere una
profundidad insospechada más allá de toda lógica humana. Israel en su propia
historia fue descubriendo que la misericordia no era una realidad abstracta. En
la historia de Jesús esto adquiere proporciones abisales, incomprensibles. Aquí
se hace añicos toda la lógica racional y se desvela una extraña lógica que nos
habla de un abismo de amor que nos desborda totalmente.
“Todo comenzó con un encuentro”, según la
frase elocuente de Schillebeeckx. El recuerdo de su enseñanza y su trato con la
gente, transmitida por los discípulos y conservado por las comunidades que
creyeron en Él, quedó escrito en forma de diversos evangelios, éstos presentan
un fascinante retrato de una persona vibrante, apasionadamente enamorada de
Dios, que acentuaba el cuidado que Dios dispensaba a todos.
A
la luz de la Pascua, los discípulos comenzaron a entender que Jesús había
corporeizado los modos de ese reinado de un modo intensamente original. Como
sostuvo Gregersten, la interpretación estaba clara: “si éste es Dios, así es
Dios”. Su historia inscribe en el tiempo la revelación del corazón de Dios. La
vida de Jesús fue un despliegue de amor y de misericordia frente a la miseria
humana, con todos aquellos que tenían necesidad de amor y compasión, de sostén
y de ayuda, de comprensión y perdón, lo que le llevó a enfrentarse a la
estrecha y hostil mentalidad ambiente con tal de hacer el bien y sanar (Hb 10,
38). Aquellos hombres comprendieron que la sabiduría de Dios en Jesús había
venido hasta nosotros, que en adelante la gloria de Dios no podía ser vista
junto a la carne ni a través de la carne, sino en la carne y en ningún otro
lugar. “El clímax de la historia de la salvación, nos dirá Rahner, no es la
separación del ser humano en cuanto espíritu respecto a la tierra para llegar a
Dios, sino el descenso de Dios al mundo y su irreversible entrada en él, el
advenimiento del logos divino a la materia, de modo que esta se convierte en
una realidad permanente en Dios”.
Pero
miremos ahora el precio exigido por la fidelidad de Jesús: “Tanto amo dios al
mundo que nos dio a su hijo unigénito”. Abandonado, torturado, agonizando en
una humillante Cruz…una crucifixión histórica, impredecible, injusta,
consecuencia del pecado humano. Jesús no solo está compartiendo la suerte de
los Crucificados de la historia sino inclinándose ante el infeliz destino de
todo hombre. El acontecimiento de Getsemaní y el Viernes Santo introducen en la
historia de la revelación del amor misericordioso de Dios un cambio
fundamental: El que pasó haciendo el bien, el que mereció la más grande de las
misericordias no la obtiene. A Cristo que sufre de un modo real y terrible en
Getsemaní, que se dirige en el Gólgota al Padre, aquel Padre cuyo amor ha
predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado en todas sus obras,
a Él no se le ahorra el sufrimiento. “A quien no conoció el pecado, dirá San
Pablo, Dios le hizo pecado por nosotros”, aquí se resume el misterio de la
cruz. Justamente aquí se revela de modo definitivo e incomprensible el amor y
la misericordia de Dios. Esta es la justicia de Dios, su lógica que brota del
amor.
Que
el ser humano Jesús padeció la muerte agónica en la Cruz es un dato histórico,
que en este acontecimiento fue Dios quien sufrió y murió es un dato de fe, una
afirmación realizada sobre la base de la encarnación: si este es Dios, entonces
así es Dios. Dios sabía del sufrimiento de las criaturas, este conocimiento es
parte permanente de la relación de inhabitación (presencia) que el Espíritu
mantiene con el mundo. Lo que es nuevo a la vista de la Cruz es la
participación divina en el dolor y la muerte desde dentro de la carne.
El
Dios encarnado conoce ahora el sufrimiento por experiencia personal. Walter
Kasper describe cómo el sufrimiento y la muerte de Cruz, ese acontecimiento
inesperado e indecoroso, es ya la insuperable definición de Dios. En el Calvario
se burlaban de él, “Si eres el hijo de Dios baja de la Cruz” (Mt 27,40). Pero
en verdad era lo contrario: precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús
estaba allí en la Cruz, fiel hasta el final al designio de amor del Padre. Dios
sufre por amor y a causa del amor, que es sobreabundancia de su ser. Desde
luego, como señala Kasper, es necesario ser omnipotente para poder amar de ese
modo. Cuando Jesús clamó “¡Dios mío! ¡Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?” Ese horrífico grito que puso fin a su
vida descendiendo al fondo del abandono de Dios, nos aseguraba que ya nadie
tendría que vivir, sufrir, morir abandonado de Dios, ya que la presencia divina
estará siempre allí.
Dios,
a través de su Hijo, sufrió primero y estará para siempre cerca de nosotros en
nuestros sufrimientos, esta es la cima de su poder, sufrir con y por nosotros
como señaló Benedicto XVI, recogiendo de alguna manera la expresión de Santo
Tomás que afirmaba que Dios manifestaba especialmente su omnipotencia en la
misericordia. Es la Cruz la que nos hace comprender las raíces profundas del
mal que ahondan en el pecado y que llevan a la muerte, y además se convierte en
el signo histórico y escatológico de la victoria del amor y de la renovación de
las personas sobre la muerte.
Hay
pecado, cómo no, sufrimiento y muerte, cómo negarlo, pero la muerte ya ha sido
vencida en la Cruz y ya alborea el nuevo día, pues el mal ha sido vencido, la
muerte derrotada y, como dice el papa Francisco algo muy, muy importante ha
sucedido, por medio de Cristo en la Cruz se nos ha devuelto la esperanza, ¡la Cruz
es nuestra única y verdadera esperanza!. Esta es la gran noticia que anuncian
los discípulos de Jesús, el binomio muerte pecado ha sido vencido, es la aurora
de la Resurrección. Cuando recordamos la cruz, su pasión y su muerte, nuestra fe
y esperanza se centra en el Resucitado, en la tarde de aquel día primero
después del sábado. La cruz no decretaba el fracaso de Jesús, era todo lo
contario, era la victoria.
Creer
en el Crucificado que Dios ha resucitado es algo tan claro que la propia lógica
de Dios, o sea la misericordia, se convierte para los discípulos de Jesús en su
propio programa de vida. Creer en el Hijo Crucificado significa creer que el
amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que todo tipo de
mal. Creer que el hombre, la humanidad y el mundo viven en una auténtica historia
de salvación que tiene su final en el gran abrazo de Dios. Supone, pues, creer
en el amor y en la misericordia que es la dimensión indispensable del amor. Es
ser impulsados hacia los demás no como simple gesto de solidaridad sino porque
Cristo se hace presente en el hombre caído, en el hombre que sufre, pues “cada
vez que fuimos misericordiosos con alguien fue con el mismo Cristo con quien
tuvimos misericordia”. Esta es la síntesis de la Buena Nueva.
Esto
no puede proceder de un conocimiento teórico, Cristo no padeció teóricamente,
aquello no fue un Viernes Santo especulativo, el murió por nosotros, se entregó
por nosotros, para librarnos de la muerte. Fueron las miserias del hombre, los
pecados del hombre, los dolores del hombre, los que le llevaron a la Cruz y los
estuvieron clavados en ella. Y solo viviendo esa realidad podremos experimentar
la misericordia de Dios, como aquel joven de la parábola que cae convertido
ante el amor incondicional del Padre que transforma el juicio en misericordia y
fiesta.
Solo
podremos experimentar la misericordia y el amor de Dios en la experiencia de
nuestra debilidad y miseria, en nuestra radical humildad. Dios sale siempre a
nuestro encuentro, solo es necesario un pequeño paso hacia Dios, o al menos el
deseo de darlo, como nos enseña el papa Francisco en un encantador librito: “El
nombre de Dios es misericordia”. La respuesta del Papa viene tras la cuestión
que le plantea el entrevistador al citar la novela de Bruce Marshall “A cada
uno su denario”. La escena se desarrolla en la II guerra mundial, el abad
Gastón está confesando a un joven soldado alemán condenado a muerte, le
pregunta sobre si le pesan sus pecados. El joven contesta honestamente diciendo
que en las mismas circunstancias volvería a caer en ellos. El padre Gastón
busca un resquicio para poder absolverle y le pregunta: ¿Al menos te pesa que
no te pesen? Esta es una vívida imagen del Dios que aprovecha la mínima
oportunidad para ofrecernos su misericordia. Es en esa fragilidad de ánforas
agrietadas donde podremos sentir la mirada compasiva de Jesús.
De
qué modo tan sublime lo expresó san Juan de la Cruz en el canto “En solo aquel
cabello”, quien comentándolo nos decía: “El mirar de Dios es amor”, si Él, por
su misericordia, no nos mirara y amara primero… y se abajara, ninguna presa
hiciera en el vuelo del cabello de nuestro bajo amor”. Nuestro amor es
comparado al vuelo de un simple cabello que cae sobre los hombros, basta ese
pequeño cabello para que Dios se prende de nosotros: “En solo aquel cabello
/que en mi cuello volar consideraste / mirástele en mi cuello /y en él preso
quedaste, /y en uno de mis ojos te llegaste” (Canto 22).
Arlen
Grey descubrió que había una octava palabra, el terrible grito final, que fue
el último sonido que salió de su boca. Su dramática reflexión expresa la
enseñanza bíblica: “De repente comprendí que este último estertor de Jesús
reunió todo el sufrimiento de la tierra a lo largo de todas las épocas, lo
envolvió y lo presentó ante el trono celestial, no con abundancia de palabras,
sino en un paquete sagrado que contenía los pesares, sufrimientos y sueños
perdidos de toda la creación, todos los pueblos , todos los tiempos , todas las
condiciones; y los llevo directamente al palpitante y amoroso corazón de la
Trinidad viva, donde ahora se halla. Jesús grita; y él lleno de gracia y
verdad, tomó así su suplicio y todo suplicio, transfigurándolos en un medio
para tocar a Dios”.
En
el año 2013, en Copacabana (Brasil), ante millones de jóvenes, el Papa hablaba
de una antigua tradición de Roma, nosotros podemos recordarla por la adaptación
cinematográfica de la obra de Sienkiewiz “¿Quo Vadis?”. Pedro sale de Roma ante
el peligro que suponía la persecución de Nerón y se encuentra con el Señor, en
la vía Appia. Pedro le pregunta:”Domine, quo vadis?”.(¿Dónde vas Señor?). El
Señor le contesta que vuelve a Roma, con sus amigos, sus hijos, sus discípulos,
que vuelve con ellos a ser Crucificado. Pedro comprende, en este momento, que
hay que seguir a Jesús hasta el final. Que el camino de la Cruz siempre nos
acompañará, pero que ésta es preludio de la Resurrección.