lunes, 27 de febrero de 2023

CRISTO, SIGUE SIENDO CRUCIFICADO

 

 

CRISTO, SIGUE SIENDO CRUCIFICADO

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

Algunos símbolos tienen un simbolismo intrínseco, irradian luz por sí mismos, provocan emociones en todas las épocas, generan preguntas y atisban respuestas. El hombre es una animal simbólico, y el símbolo da que pensar. La cruz es uno de esos grandes símbolos, símbolo de una realidad cruciforme, pero, gran paradoja, símbolo que siempre abrirá un rayo de esperanza por espesas que sean las tinieblas que nos rodeen.

En la Religiosidad Popular se nos invita –sobre todo en este tiempo cuaresmal-- a contemplar la Cruz, o mejor al Crucificado, desde una perspectiva iluminada por la Resurrección. El Crucificado y el Resucitado serían las dos caras de una misma moneda. Esto es totalmente cierto, pero no queremos detenernos en esta contemplación del Crucificado.

Proponemos una primera mirada sobre el Viernes Santo donde no se vislumbra aún el glorioso domingo pascual. Un Viernes Santo que no es especulativo como lo pensara Hegel, sino real, concreto, hiriente, lleno de atrocidad, de injusticia, de dolor y de muerte.

Este paso atrás es necesario para poder descubrir, experimentar y sentir en su total radicalidad la novedad de una luz que en la Resurrección deslumbra, sorprende, y rasga definitivamente el velo de oscuridad que nubla al hombre. Para entender en profundidad aquella expresión paulina tan gastada por manida: La cruz como necedad y escándalo (1 Cor, 1, 23). En el fondo estamos acostumbrados a ver imágenes del Crucificado, a portar cruces, algo tan común en nuestros ambientes que el propio Crucificado ya no es piedra de tropiezo.

Miremos el aspecto cruciforme del hombre. Invito a contemplar el cuadro “Angelus Novus” de Paul Klee (1879-1940). A la acuarela de Klee llegué por un texto de Walter Benjamin (1892-1940) él la consideraba una metáfora de la historia, especialmente de los dramáticos tiempos que le tocó vivir. Es el ángel de la historia que tiene un ojo fijo en el pasado. Es el ángel asustado, aterrorizado, que contempla esa historia que se va construyendo ruina tras ruina y a cuya espalda se alza el futuro ignoto. Sus alas desplegadas por el impetuoso viento le arrastran de modo inexorable. Al final él se liberó de su propia historia al suicidarse en Port-Bou antes de caer en manos nazis, “Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie” había escrito. La historia del hombre ha sido y es una historia marcada por el dolor, la limitación, el sufrimiento y la cruz. El libro del Qohelet nos describe la vida humana como “vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Miremos cara a cara al hombre crucificado a lo largo de la historia. ¿Qué camino queda?, más aún ¿queda algún camino? Algo parece cierto, si al final de todo la última sonrisa la esboza la muerte no quedaría ningún asidero al que agarrarnos en nuestra afanosa búsqueda de sentido. Todo intento de defender una especie de plenitud inmanente quedaría definitivamente refutado. Mirado así no son tan extrañas la respuesta del sabio Sileno al rey Midas: “lo mejor no haber nacido, lo segundo mejor morir pronto” (Sófocles, Edipo en Colono; también recogida por Nietzsche en El Origen de la Tragedia). Milan Kundera reflejarían esta idea con un tinte de amargura: “Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera un boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro”. Gabriel Marcel ponía el dedo en la llaga, si al final la muerte es la realidad última, el valor se anula en el escándalo puro, la realidad se siente herida en su mismo corazón. Toda la historian del linaje humano no sería más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada.

Cambiemos ahora de perspectiva al contemplar la Cruz. Edith Stein, (Santa Teresa Benedicta de la cruz), aquella joven filósofa judía que al convertirse al catolicismo se hizo Carmelita y murió en Auschwitz nos decía: “mientras más oscuro se va haciendo a nuestro alrededor, más debemos abrir nuestros corazones a la luz que viene de lo alto”. Pues bien esa luz que viene de lo alto se expresa en una Cruz, y solo puede ser comprensible desde una cruz. Porque la Cruz, como hemos visto, habla de la realidad insoslayable de nuestro carácter contingente y finito. La Cruz habla del drama inserto en la misma realidad de la existencia. Pero esa Cruz asumida libremente muestra el dolor compartido, el sufrimiento asumido, el cáliz del mal bebido por el mismo Dios. “Cargó sobre sus hombros el dolor, el sufrimiento, el pecado del hombre” profetizo Isaías.

La Cruz, junto a toda la realidad cruciforme, es transfigurada en el mismo Crucificado transformándose en el signo del amor de Dios a su criatura, a toda de la creación pero de modo infinito al hombre. La Cruz no es la realidad elocuente de un Dios muerto como gritara el profeta nietzscheano, no supone el abandono o el silencio de Dios, ni la maldición de la condición humana, sino la gran palabra de misericordia que viene de lo alto. Es la respuesta al mal y al pecado, al sufrimiento y la muerte, en la respuesta al grito desesperado de Job. Dios nos ha juzgado en una Cruz amándonos.

Siendo así que en la historia de la salvación se nos ha ido desvelando un Dios misericordioso, es en la historia de Jesús donde esta revelación adquiere una profundidad insospechada más allá de toda lógica humana. Israel en su propia historia fue descubriendo que la misericordia no era una realidad abstracta. En la historia de Jesús esto adquiere proporciones abisales, incomprensibles. Aquí se hace añicos toda la lógica racional y se desvela una extraña lógica que nos habla de un abismo de amor que nos desborda totalmente.

 “Todo comenzó con un encuentro”, según la frase elocuente de Schillebeeckx. El recuerdo de su enseñanza y su trato con la gente, transmitida por los discípulos y conservado por las comunidades que creyeron en Él, quedó escrito en forma de diversos evangelios, éstos presentan un fascinante retrato de una persona vibrante, apasionadamente enamorada de Dios, que acentuaba el cuidado que Dios dispensaba a todos.

A la luz de la Pascua, los discípulos comenzaron a entender que Jesús había corporeizado los modos de ese reinado de un modo intensamente original. Como sostuvo Gregersten, la interpretación estaba clara: “si éste es Dios, así es Dios”. Su historia inscribe en el tiempo la revelación del corazón de Dios. La vida de Jesús fue un despliegue de amor y de misericordia frente a la miseria humana, con todos aquellos que tenían necesidad de amor y compasión, de sostén y de ayuda, de comprensión y perdón, lo que le llevó a enfrentarse a la estrecha y hostil mentalidad ambiente con tal de hacer el bien y sanar (Hb 10, 38). Aquellos hombres comprendieron que la sabiduría de Dios en Jesús había venido hasta nosotros, que en adelante la gloria de Dios no podía ser vista junto a la carne ni a través de la carne, sino en la carne y en ningún otro lugar. “El clímax de la historia de la salvación, nos dirá Rahner, no es la separación del ser humano en cuanto espíritu respecto a la tierra para llegar a Dios, sino el descenso de Dios al mundo y su irreversible entrada en él, el advenimiento del logos divino a la materia, de modo que esta se convierte en una realidad permanente en Dios”.

Pero miremos ahora el precio exigido por la fidelidad de Jesús: “Tanto amo dios al mundo que nos dio a su hijo unigénito”. Abandonado, torturado, agonizando en una humillante Cruz…una crucifixión histórica, impredecible, injusta, consecuencia del pecado humano. Jesús no solo está compartiendo la suerte de los Crucificados de la historia sino inclinándose ante el infeliz destino de todo hombre. El acontecimiento de Getsemaní y el Viernes Santo introducen en la historia de la revelación del amor misericordioso de Dios un cambio fundamental: El que pasó haciendo el bien, el que mereció la más grande de las misericordias no la obtiene. A Cristo que sufre de un modo real y terrible en Getsemaní, que se dirige en el Gólgota al Padre, aquel Padre cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado en todas sus obras, a Él no se le ahorra el sufrimiento. “A quien no conoció el pecado, dirá San Pablo, Dios le hizo pecado por nosotros”, aquí se resume el misterio de la cruz. Justamente aquí se revela de modo definitivo e incomprensible el amor y la misericordia de Dios. Esta es la justicia de Dios, su lógica que brota del amor.

Que el ser humano Jesús padeció la muerte agónica en la Cruz es un dato histórico, que en este acontecimiento fue Dios quien sufrió y murió es un dato de fe, una afirmación realizada sobre la base de la encarnación: si este es Dios, entonces así es Dios. Dios sabía del sufrimiento de las criaturas, este conocimiento es parte permanente de la relación de inhabitación (presencia) que el Espíritu mantiene con el mundo. Lo que es nuevo a la vista de la Cruz es la participación divina en el dolor y la muerte desde dentro de la carne.

El Dios encarnado conoce ahora el sufrimiento por experiencia personal. Walter Kasper describe cómo el sufrimiento y la muerte de Cruz, ese acontecimiento inesperado e indecoroso, es ya la insuperable definición de Dios. En el Calvario se burlaban de él, “Si eres el hijo de Dios baja de la Cruz” (Mt 27,40). Pero en verdad era lo contrario: precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús estaba allí en la Cruz, fiel hasta el final al designio de amor del Padre. Dios sufre por amor y a causa del amor, que es sobreabundancia de su ser. Desde luego, como señala Kasper, es necesario ser omnipotente para poder amar de ese modo. Cuando Jesús clamó “¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Ese horrífico grito que puso fin a su vida descendiendo al fondo del abandono de Dios, nos aseguraba que ya nadie tendría que vivir, sufrir, morir abandonado de Dios, ya que la presencia divina estará siempre allí.

Dios, a través de su Hijo, sufrió primero y estará para siempre cerca de nosotros en nuestros sufrimientos, esta es la cima de su poder, sufrir con y por nosotros como señaló Benedicto XVI, recogiendo de alguna manera la expresión de Santo Tomás que afirmaba que Dios manifestaba especialmente su omnipotencia en la misericordia. Es la Cruz la que nos hace comprender las raíces profundas del mal que ahondan en el pecado y que llevan a la muerte, y además se convierte en el signo histórico y escatológico de la victoria del amor y de la renovación de las personas sobre la muerte.

Hay pecado, cómo no, sufrimiento y muerte, cómo negarlo, pero la muerte ya ha sido vencida en la Cruz y ya alborea el nuevo día, pues el mal ha sido vencido, la muerte derrotada y, como dice el papa Francisco algo muy, muy importante ha sucedido, por medio de Cristo en la Cruz se nos ha devuelto la esperanza, ¡la Cruz es nuestra única y verdadera esperanza!. Esta es la gran noticia que anuncian los discípulos de Jesús, el binomio muerte pecado ha sido vencido, es la aurora de la Resurrección. Cuando recordamos la cruz, su pasión y su muerte, nuestra fe y esperanza se centra en el Resucitado, en la tarde de aquel día primero después del sábado. La cruz no decretaba el fracaso de Jesús, era todo lo contario, era la victoria.

Creer en el Crucificado que Dios ha resucitado es algo tan claro que la propia lógica de Dios, o sea la misericordia, se convierte para los discípulos de Jesús en su propio programa de vida. Creer en el Hijo Crucificado significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que todo tipo de mal. Creer que el hombre, la humanidad y el mundo viven en una auténtica historia de salvación que tiene su final en el gran abrazo de Dios. Supone, pues, creer en el amor y en la misericordia que es la dimensión indispensable del amor. Es ser impulsados hacia los demás no como simple gesto de solidaridad sino porque Cristo se hace presente en el hombre caído, en el hombre que sufre, pues “cada vez que fuimos misericordiosos con alguien fue con el mismo Cristo con quien tuvimos misericordia”. Esta es la síntesis de la Buena Nueva.

Esto no puede proceder de un conocimiento teórico, Cristo no padeció teóricamente, aquello no fue un Viernes Santo especulativo, el murió por nosotros, se entregó por nosotros, para librarnos de la muerte. Fueron las miserias del hombre, los pecados del hombre, los dolores del hombre, los que le llevaron a la Cruz y los estuvieron clavados en ella. Y solo viviendo esa realidad podremos experimentar la misericordia de Dios, como aquel joven de la parábola que cae convertido ante el amor incondicional del Padre que transforma el juicio en misericordia y fiesta.

Solo podremos experimentar la misericordia y el amor de Dios en la experiencia de nuestra debilidad y miseria, en nuestra radical humildad. Dios sale siempre a nuestro encuentro, solo es necesario un pequeño paso hacia Dios, o al menos el deseo de darlo, como nos enseña el papa Francisco en un encantador librito: “El nombre de Dios es misericordia”. La respuesta del Papa viene tras la cuestión que le plantea el entrevistador al citar la novela de Bruce Marshall “A cada uno su denario”. La escena se desarrolla en la II guerra mundial, el abad Gastón está confesando a un joven soldado alemán condenado a muerte, le pregunta sobre si le pesan sus pecados. El joven contesta honestamente diciendo que en las mismas circunstancias volvería a caer en ellos. El padre Gastón busca un resquicio para poder absolverle y le pregunta: ¿Al menos te pesa que no te pesen? Esta es una vívida imagen del Dios que aprovecha la mínima oportunidad para ofrecernos su misericordia. Es en esa fragilidad de ánforas agrietadas donde podremos sentir la mirada compasiva de Jesús.

De qué modo tan sublime lo expresó san Juan de la Cruz en el canto “En solo aquel cabello”, quien comentándolo nos decía: “El mirar de Dios es amor”, si Él, por su misericordia, no nos mirara y amara primero… y se abajara, ninguna presa hiciera en el vuelo del cabello de nuestro bajo amor”. Nuestro amor es comparado al vuelo de un simple cabello que cae sobre los hombros, basta ese pequeño cabello para que Dios se prende de nosotros: “En solo aquel cabello /que en mi cuello volar consideraste / mirástele en mi cuello /y en él preso quedaste, /y en uno de mis ojos te llegaste” (Canto 22).

Arlen Grey descubrió que había una octava palabra, el terrible grito final, que fue el último sonido que salió de su boca. Su dramática reflexión expresa la enseñanza bíblica: “De repente comprendí que este último estertor de Jesús reunió todo el sufrimiento de la tierra a lo largo de todas las épocas, lo envolvió y lo presentó ante el trono celestial, no con abundancia de palabras, sino en un paquete sagrado que contenía los pesares, sufrimientos y sueños perdidos de toda la creación, todos los pueblos , todos los tiempos , todas las condiciones; y los llevo directamente al palpitante y amoroso corazón de la Trinidad viva, donde ahora se halla. Jesús grita; y él lleno de gracia y verdad, tomó así su suplicio y todo suplicio, transfigurándolos en un medio para tocar a Dios”.

En el año 2013, en Copacabana (Brasil), ante millones de jóvenes, el Papa hablaba de una antigua tradición de Roma, nosotros podemos recordarla por la adaptación cinematográfica de la obra de Sienkiewiz “¿Quo Vadis?”. Pedro sale de Roma ante el peligro que suponía la persecución de Nerón y se encuentra con el Señor, en la vía Appia. Pedro le pregunta:”Domine, quo vadis?”.(¿Dónde vas Señor?). El Señor le contesta que vuelve a Roma, con sus amigos, sus hijos, sus discípulos, que vuelve con ellos a ser Crucificado. Pedro comprende, en este momento, que hay que seguir a Jesús hasta el final. Que el camino de la Cruz siempre nos acompañará, pero que ésta es preludio de la Resurrección.

 

LAS MIRADAS DE JESÚS DESDE LA CRUZ

 

LAS MIRADAS DE JESÚS DESDE LA CRUZ

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

La iconografía del Crucificado en el arte románico, a partir del siglo XI, lo presenta vivo sin señales de sufrimiento, sin torsión en sus miembros, con rostro sereno, y con los ojos abiertos. Desde esta iconografía y teniendo en cuenta las palabras de Jesús en la cruz que nos han transmitido los evangelios, hablamos de tres miradas del Crucificado a personas distintas y en direcciones diferentes: Jesús mira hacia arriba, se dirige al Padre, luego dirige su mirada hacia abajo, a su madre y a los que la acompañaban, también mira a los lados, para dirigirse a los otros crucificados.

La primera mirada de Jesús en la cruz se dirige a Dios, al que llama Abba, su Padre querido. Había vivido toda su vida desde la certeza de que él lo había enviado al mundo para que nosotros tuviésemos una prueba definitiva del amorque Dios nos tiene. En todo momento vivió en su presencia: “El Padre me ama…, sé que no estoy solo, porque él cuida de mí”. Por eso ahora, en medio de la oscuridad que cubría la tierra, como testifica el evangelista, “hacia el mediodía las tinieblas cubrieron toda la tierra”, el sol se estaba apagando a la par que moría el que se había presentado como “luz del mundo”, levanta sus ojos hacia Dios y le dirige unas palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y junto a esta cruda interpelación también otra que expresa su absoluta confianza en él: “Padre a tus manos encomiendo mi vida”. Interrogante dramático y serena confianza son el contenido de esta primera mirada del Crucificado, que dirige sus ojos hacia arriba.

Jesús mira hacia abajo. Era el Hijo de Dios, pero siempre vivió con los pies sobre esta tierra. No fue un idealista utópico. De nuestra misma condición humana sabía lo que era el sufrimiento y la soledad de muchos, porque “pasó entre ellos haciendo el bien y curando las dolencias del pueblo”. Por eso, vuelve ahora también sus ojos hacia abajo y allí ve a su madre y al discípulo que más quería. Los ve rotos por el dolor, soportando la agonía del Hijo amado y la soledad del discípulo que había reposado su cabeza sobre su pecho. A ellos les dirige una mirada tierna y una palabra compasiva: “Madre, ahí tienes a tu hijo; Hijo, ahí tienes a tu madre”. Hecho ese ejercicio de sanación y de consuelo, como tantas veces lo había hecho con los que sufrían, luego ya pudo decir: “Todo se ha cumplido”

Mirada horizontal a los otros crucificados. De uno de ellos le llegan palabras de reproche y de burla. En cambio, el otro descalifica a su compañero, reconoce que merecían el castigo que estaban sufriendo y dirigiéndose a Jesús afirma su inocencia y le dirige una interpelación a su misericordia. Y Jesús mirando, sin duda, a uno y al otro les dice que el tiempo de gracia y de amnistía que él había inaugurado seguía vigente. Por eso, como lo había hecho con muchos pecadores desde el principio hasta el final de su vida, sentencia en alta voz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y envueltas tiernamente en su mirada les dirige estas consoladoras palabras: “Te lo aseguro hoy estarás conmigo en el paraíso”

“Fijos nuestros ojos en Jesús”. Son tres miradas de Jesús desde la cruz, que quieren servir de ejemplo y paradigma para nuestros ojos, que siempre deben “estar fijos en Jesús”.

Una primera mirada hacia arriba, buscando al Padre Porque colonizados culturalmente por los “maestros de la sospecha”, somos una generación que piensa que para alcanzar la adultez debemos “matar al padre”. Aunque lo cierto es que lo necesitamos para encontrar sentido a la vida y a la muerte. El mismo Nietzsche, en el discurso del loco, en “Así hablaba Zaratustra”, planteaba estos interrogantes: “¿Adónde vamos ahora que hemos desencadenado la tierra de su sol? ¿No hace ahora mucho más frío? ¿No tenemos que encender faroles en pleno mediodía?”. Para muchas personas la experiencia del dolor y de la muerte es una grieta por donde asomarse a la transcendencia y encontrarse con el Padre.

Otra mirada hacia abajo. Dirigida a las personas con las que convivimos, especialmente a las que han acreditado su fidelidad en todas las dimensiones de su vida: fieles con sus compromisos, coherentes con sus creencias, resistentes ante la tentación del abandono o la huida, sin dejarse llevar por la cultura laica dominante. Son la actualización de aquellos discípulos que acompañaron a Jesús desde Galilea hasta Jerusalén y ahora están junto a la cruz.

No son tiempos fáciles, pero están ahí. Tampoco hoy son buenos tiempos para los millones de cristianos que en Siria, Palestina, Turquía, Corea del Norte, Afganistán, Nigeria, Sudán,… sufren persecución por mantener su fe. A pesar de todo, permanecen y hacia ellos debemos dirigir nuestra mirada tierna y agradecida.

Una mirada horizontal. También una mirada a las personas que se han equivocado en la vida, que han sufrido un fracaso sonado y han quedado marcadas de por vida. Han sido etiquetadas clasificadas y marginadas en el colectivo de “los perdidos” o “descartados” de la sociedad. Ya nadie les ofrecerá una nueva oportunidad. Son la escoria de la sociedad. Ellos actualizan la historia de Job, postrado sobre el estiércol, desfigurado por la lepra hasta el punto de que ni sus antiguos amigos le reconocían, y los que pasaban cerca de él volvían su rostro. Pero también para estos Dios tiene una mirada tierna y misericordiosa, que nosotros debemos actualizar. Porque para Dios nadie, ni la “oveja negra”, ni el hijo que se fue de casa, ni ningún crucificado está perdido.

 

EXALTACION DE LA SANTA CRUZ

 

 

EXALTACION DE LA SANTA CRUZ

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

Algunos símbolos tienen un simbolismo intrínseco, irradian luz por sí mismos, provocan emociones en todas las épocas, generan preguntas y atisban respuestas. El hombre es una animal simbólico, y el símbolo da que pensar. La cruz es uno de esos grandes símbolos, símbolo de una realidad cruciforme, pero, gran paradoja, símbolo que siempre abrirá un rayo de esperanza por espesas que sean las tinieblas que nos rodeen.

En la Religiosidad Popular se nos invita –sobre todo en este tiempo cuaresmal-- a contemplar la Cruz, o mejor al Crucificado, desde una perspectiva iluminada por la Resurrección. El Crucificado y el Resucitado serían las dos caras de una misma moneda. Esto es totalmente cierto, pero no queremos detenernos en esta contemplación del Crucificado.

Proponemos una primera mirada sobre el Viernes Santo donde no se vislumbra aún el glorioso domingo pascual. Un Viernes Santo que no es especulativo como lo pensara Hegel, sino real, concreto, hiriente, lleno de atrocidad, de injusticia, de dolor y de muerte.

Este paso atrás es necesario para poder descubrir, experimentar y sentir en su total radicalidad la novedad de una luz que en la Resurrección deslumbra, sorprende, y rasga definitivamente el velo de oscuridad que nubla al hombre. Para entender en profundidad aquella expresión paulina tan gastada por manida: La cruz como necedad y escándalo (1 Cor, 1, 23). En el fondo estamos acostumbrados a ver imágenes del Crucificado, a portar cruces, algo tan común en nuestros ambientes que el propio Crucificado ya no es piedra de tropiezo.

Al final de su camino filosófico, en su escrito “Ecce homo”, Nietzsche nos presentaba este reto: “¿Se me ha comprendido?, decía, Dioniso contra el Crucificado”. Y tenía toda la razón, el Crucificado pone en tela de juicio la vida como voluntad de poder, pone en la picota todo intento de fidelidad a una tierra que todo lo engulle. El Crucificado muestra la faz de la fría muerte como el autentico señor que reina sobre todo. Pues abramos el pensamiento al abismo de la Cruz, si se me permite, abramos nuestra mente y nuestro corazón a lo que supone el hecho de “Él, Crucificado”. Quizás asomándonos a ese abismo, podamos tocar la orla de lo Eterno en el deslumbrante fulgor de la Resurrección”.

“No habiendo podido encontrar remedio a la muerte, a la miseria, a la ignorancia, los hombres para ser felices han tomado la decisión de no pensar en ello”, decía Pascal en los albores de la ilustración.

En todo pensamiento humano subyace una filosofía, o sea, el modo que tiene el ser humano de comprender tres realidades, la naturaleza, el hombre y Dios. Cuál sería la filosofía que mana de “Él, Crucificado”. Intentemos verla sin el aura de la Resurrección. Si como decía San Juan Pablo II, “la Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad de Dios no solo con la naturaleza humana sino asumir también en ella todo lo que es carne, toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación y por tanto también la Cruz tiene un significado cósmico y una dimensión cósmica. La cátedra de la cruz a secas está en las antípodas de toda epifanía luminosa”.

Benjamin Franklin afirmaba que después de las derrotas y las cruces, el hombre se vuelve más sabio y humilde. Pero qué sabiduría nos puede desvelar la Cruz sino la amañada derrota de toda existencia. Un proyecto para la muerte que hunde sus raíces en el corazón de la realidad. El absurdo de toda existencia como desvelaron algunos de los pensadores existencialistas del pasado siglo.

Recordamos cómo leyendo la “La Nausea” de Sartre, me encontré con el pasaje en el que Roquentin tiene la experiencia crucial de la nausea, de la angustia, cuando en una especie de revelación descubre que “todo está de más”, todo es fútil, pasajero sinsentido. Estaba de más el banco en que se sentaba, los arboles que contemplaba, las personas que como sombras paseaban, y cómo no, estaba de más él mismo y el universo entero. Y qué humildad aprendemos sino la de un destino en el que estamos previamente vencidos. Más aún, la Cruz ahonda el drama y lo eleva a total tragedia. Ese “estar de más” va más allá de la angustia existencialista que siempre me ha pareció una pose muy del gusto burgués de los años sesenta del pasado siglo, el mismo Sartre decía al final de sus días que “el sinsentido estaba entonces de moda”. El Crucificado sin embargo muestra que no es ninguna moda sino la cruda e hiriente realidad.

Si extendemos nuestra mirada a este universo que antaño se creía eterno e infinito vemos que lleva en sí la marca de la Cruz como aquella señal de la que Caín nunca pudo desprenderse. La señal de la caducidad. Toda la realidad es tu morada, si se me permite el neologismo, por la nada, su devenir es consumirse a sí misma, acabar, perecer y morir.

Engels, el gran colaborador de Marx, pensaba erróneamente en la eternidad de la materia. Pura ilusión, fue necesaria la ciencia de finales del siglo XIX y del siglo XX, para mostrar lo vano de este planteamiento. Cuando el gran crítico del cristianismo Bertrand Russell tuvo conciencia de las implicaciones filosóficas de los desarrollos últimos de la física, cayó en un profundo vacío existencial. Nada permanecería, lo único eterno era la muerte. Anticipándose “al de más” sartriano nos cuenta como toda la realidad empezó a tambalearse bajo sus pies, el valor de todo el universo era el mismo que el de una estrella fugaz que se apaga en un instante. Todo se consumiría en su propia nada. Con el agravante de que no quedaría ninguna inteligencia que pudiera contemplar el último gesto de agonía del universo. Todo lo material tiene clavada la espina de la muerte, y si la realidad del espíritu no es más que una ilusión, o a lo sumo una vaga sombra, nada puede escapar a la corrupción.

Qué decir de la vida, una vida que evoluciona a costa de una enorme cantidad de dolor y muerte. Una vida que aparece como un lugar de agonía. Como escribe Holmes Rolston: “la naturaleza es aleatoria, ciega, catastrófica, derrochadora, indiferente, egoísta, cruel, llena de sufrimiento y, en último término, muerte”. San Pablo contemplaba esta realidad y reflexionando sobre ella decía “que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente” (Rom 8,22). Es cierto que , desde lo que suponía la resurrección del Señor, la veía como una parturienta esforzándose por dar a luz la nueva creación pues también sería liberada de la servidumbre de la corrupción, algo que nosotros no nos permitimos vislumbrar todavía. El mundo natural se nos presenta como cruciforme y su proceso evolutivo como un vía crucis.

Las imágenes suelen ser más expresivas que los fríos conceptos, miremos el caso del polluelo del pelícano de reserva. Los pelicanos blancos suelen poner dos huevos con algunos días de diferencia entre el uno y el otro. El primer polluelo al romper el cascaron come, crece más y se vuelve batallador. Tiende a comportarse agresivamente con el segundo tomando la mayor parte de la comida que le ofrecen los padres y llegando a expulsar al otro polluelo fuera del nido, ignorado por los padres a pesar de sus intentos de retornar a la familia sufre inanición, solo una ínfima parte logra sobrevivir. El demacrado aspecto de este polluelo condenado al ostracismo, sus gritillos, sus desesperados intentos de volver al nido, su desplome para convertirse en alimento de gaviotas han supuesto una buena estrategia evolutiva para el pelícano, pero suponen una escena turbadora que reclama una explicación, máxime cuando la angustia de esta pequeña criatura se repite a gran escala. El elemento del sufrimiento y la tragedia siempre está ahí, siempre hay algo que está muriendo, y siempre hay algo que continua viviendo, hasta que la muerte, como el auténtico Moloch, sea todo en todos, parafraseando e invirtiendo la frase de Pablo.

Ahora miremos el aspecto cruciforme del hombre. Invito a contemplar el cuadro “Angelus Novus” de Paul Klee. A la acuarela de Klee llegué por un texto de Walter Benjamin, él la consideraba una metáfora de la historia, especialmente de los dramáticos tiempos que le tocó vivir. Es el ángel de la historia que tiene un ojo fijo en el pasado. Es el ángel asustado, aterrorizado, que contempla esa historia que se va construyendo ruina tras ruina y a cuya espalda se alza el futuro ignoto. Sus alas desplegadas por el impetuoso viento le arrastran de modo inexorable. Al final él se liberó de su propia historia al suicidarse en Port-Bou antes de caer en manos nazis, “Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie “había escrito. La historia del hombre ha sido y es una historia marcada por el dolor, la limitación, el sufrimiento y la cruz. El libro del Qohelet nos describe la vida humana  como “vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Miremos cara a cara al hombre Crucificado a lo largo de la historia. ¿Qué camino queda?, más aún ¿queda  algún camino? Algo parece cierto, si al final de todo la última sonrisa la esboza la muerte no quedaría ningún asidero al que agarrarnos en nuestra afanosa búsqueda de sentido. Todo intento de defender una especie de plenitud inmanente quedaría definitivamente refutado. Mirado así no son tan extrañas la respuesta del sabio Sileno al rey Midas: “lo mejor no haber nacido, lo segundo mejor morir pronto” (Sófocles, Edipo en Colono; también recogida por Nietzsche en El Origen de la Tragedia).Milan Kundera reflejarían esta idea con un tinte de amargura :“Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera un boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro”.Gabriel Marcel ponía el dedo en la llaga, si al final la muerte es la realidad última, el valor se anula en el escándalo puro, la realidad se siente herida en su mismo corazón. Toda la historian del linaje humano no sería más que una fatídica procesión de fantasmas que van de  la nada a la nada.

Cambiemos ahora de perspectiva al contemplar la cruz. Edith Stein, (Santa Teresa Benedicta de la cruz), aquella  joven filósofa judía que al convertirse al catolicismo se hizo Carmelita  y murió en Auschwitz nos decía:“mientras más oscuro se va haciendo a nuestro alrededor, más debemos abrir nuestros corazones a la luz que viene de lo alto”. Pues bien esa luz que viene de lo alto se expresa en una cruz, y solo puede ser comprensible desde una cruz. Porque la cruz, como hemos visto, habla de la realidad insoslayable de nuestro carácter contingente y finito. La cruz habla del drama inserto en la misma realidad de la existencia. Pero esa cruz asumida libremente muestra el dolor compartido, el sufrimiento asumido, el cáliz del mal bebido  por el mismo Dios. “Cargó sobre sus hombros el dolor, el sufrimiento, el pecado del hombre” profetizo Isaías. La Cruz,  junto a toda la realidad cruciforme, es transfigurada  en el mismo Crucificado transformándose  en el signo del amor de Dios a su criatura, a toda de la creación pero de modo infinito al  hombre. La cruz no es la realidad elocuente de un Dios muerto como gritara el profeta nietzscheano, no supone el abandono o el silencio de Dios, ni la maldición de la condición humana, sino la gran palabra de misericordia que viene de lo alto. Es la respuesta  al mal y al pecado, al sufrimiento y la muerte, en la respuesta al grito desesperado de Job. Dios nos ha juzgado en una cruz amándonos.

Siendo así que en la historia de la salvación se nos ha ido desvelando un Dios misericordioso, es en la historia de Jesús donde esta revelación adquiere una profundidad insospechada más allá de toda lógica humana. Israel en su  propia historia fue descubriendo que la misericordia no era una realidad abstracta. En la historia de Jesús esto adquiere proporciones abisales, incomprensibles. Aquí se hace añicos toda la lógica racional y se desvela una extraña lógica que nos habla de un abismo de amor que nos desborda totalmente.

 “Todo comenzó con un encuentro”, según la frase elocuente de Schillebeeckx. El recuerdo de su enseñanza y su trato con la gente, transmitida por los discípulos y conservado por las comunidades que creyeron en Él, quedó escrito en forma de diversos evangelios, éstos presentan un fascinante retrato de una persona vibrante, apasionadamente enamorada de Dios, que acentuaba el cuidado que Dios dispensaba a todos. A la luz de la Pascua, los discípulos comenzaron a entender que Jesús había corporeizado  los modos de ese reinado de un modo intensamente original. Como sostuvo Gregersten,  la interpretación estaba clara:” si éste es Dios, así es Dios”. Su historia inscribe en el tiempo la revelación del corazón de Dios. La vida de Jesús fue un despliegue de amor y de misericordia frente a la miseria humana, con todos aquellos que tenían necesidad de amor y compasión, de sostén y de ayuda, de comprensión y perdón, lo que le llevó a enfrentarse a la estrecha y hostil mentalidad ambiente con tal de hacer el bien y sanar (Hb 10, 38).  Aquellos hombres comprendieron que la sabiduría de Dios en Jesús había venido hasta nosotros, que en adelante la gloria de Dios no podía ser vista junto a la carne ni a través de la carne, sino en la carne y en ningún otro lugar .“El clímax de la historia de la salvación, nos dirá Rahner,  no es la separación del ser humano en cuanto espíritu respecto a la tierra para llegar a Dios, sino el descenso de Dios al mundo y su irreversible entrada en él, el advenimiento del logos divino a la materia, de modo que esta se convierte en una realidad permanente en Dios”.

Pero miremos ahora el precio exigido por la fidelidad de Jesús: “Tanto amo dios al mundo que nos dio a su hijo unigénito”. Abandonado, torturado, agonizando en una humillante cruz…una crucifixión histórica, impredecible, injusta, consecuencia del pecado humano. Jesús no solo está compartiendo la suerte de los Crucificados de la historia sino inclinándose ante el infeliz destino de todo hombre. El acontecimiento de Getsemaní y el Viernes Santo introducen en la historia de la revelación del amor misericordioso de Dios un cambio fundamental: El que pasó haciendo el bien, el que mereció la más grande de las misericordias no la obtiene. A Cristo que sufre de un modo real y terrible en Getsemaní, que se dirige en el Gólgota al Padre, aquel Padre cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado en todas sus obras, a Él no se le ahorra el sufrimiento. “A quien no conoció el pecado,  dirá San Pablo,  Dios le hizo pecado por nosotros”, aquí se resume el misterio de la cruz. Justamente aquí se revela de modo definitivo e incomprensible el amor y la misericordia de Dios. Esta es la justicia de Dios, su lógica que brota del amor.

Que el ser humano Jesús padeció la muerte agónica en la cruz es un dato histórico, que en este acontecimiento fue Dios quien sufrió y murió es un dato de fe, una afirmación realizada sobre la base de la encarnación: si este es Dios, entonces así es Dios. Dios sabía del sufrimiento de las criaturas, este conocimiento es parte permanente de la relación de inhabitación (presencia) que el Espíritu mantiene con el mundo. Lo que es nuevo a la vista de la cruz es la participación divina en el dolor y la muerte desde dentro de la carne. El Dios encarnado conoce ahora el sufrimiento por experiencia personal (Moltman). Walter Kasper describe cómo el sufrimiento y la muerte de cruz, ese acontecimiento inesperado e indecoroso, es ya la insuperable definición de Dios.  En el calvario se burlaban de él, “Si eres el hijo de Dios baja de la cruz” (Mt 27,40). Pero en verdad era lo contrario: precisamente porque era el Hijo de Dios,  Jesús estaba allí en la cruz, fiel hasta el final al designio de amor del Padre. Dios sufre por amor y a causa del amor, que es sobreabundancia de su ser. Desde luego, como señala Kasper, es necesario ser omnipotente para poder amar de ese modo. Cuando Jesús clamó“¡Dios mío!¡ Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”Ese horrífico grito que puso fin a su vida descendiendo al fondo del abandono de Dios, nos aseguraba que ya nadie tendría que vivir, sufrir, morir abandonado de Dios, ya que la presencia divina estará siempre allí. Dios, a través de su hijo, sufrió primero y estará para siempre cerca de nosotros en nuestros sufrimientos, esta es la cima de su poder, sufrir con y por nosotros como señaló Benedicto XVI, recogiendo de alguna manera la expresión de Santo Tomás que afirmaba que Dios manifestaba especialmente su omnipotencia en la misericordia. Es la cruz la que nos hace comprender las raíces profundas del mal que ahondan en el pecado y que llevan a la muerte, y además se convierte en el signo histórico y escatológico de la victoria del amor y de la renovación de las personas sobre la muerte.  Hay pecado, cómo no, sufrimiento y muerte, cómo negarlo, pero la muerte ya ha sido vencida en la cruz y ya alborea el nuevo día, pues el mal ha sido vencido, la muerte derrotada y, como dice el Papa Francisco algo muy, muy importante ha sucedido, por medio de Cristo en la cruz se nos ha devuelto la esperanza, ¡la cruz es nuestra única y verdadera esperanza!.Esta es la gran noticia que anuncian los discípulos de Jesús, el binomio muerte pecado ha sido vencido, es la aurora de la resurrección. Cuando recordamos la cruz, su pasión y su muerte, nuestra fe y esperanza se centra en el resucitado, en la tarde de aquel día primero después del sábado. La cruz no decretaba el fracaso de Jesús, era todo lo contario, era la victoria.

¿Qué significa creer en el Crucificado que Dios ha resucitado? , algo tan claro que la propia lógica de Dios, o sea la misericordia, se convierte para los discípulos de Jesús en su propio programa de vida. Creer en el Hijo Crucificado significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que todo tipo de mal. Creer que el hombre, la humanidad y el mundo viven en una auténtica historia de salvación que tiene su final en el gran abrazo de Dios.  Supone, pues, creer en el amor y en la misericordia que es la dimensión indispensable del amor. Es ser impulsados hacia los demás no como simple gesto de solidaridad sino porque Cristo se hace presente en el hombre caído, en el hombre que sufre, pues “cada vez que fuimos misericordiosos con alguien fue con el mismo Cristo con quien tuvimos misericordia”. Esta es la síntesis de la Buena Nueva.

Esto no puede proceder de un conocimiento teórico, Cristo no padeció teóricamente, aquello no fue un Viernes Santo especulativo, el murió por nosotros, se entregó por nosotros, para librarte de la muerte. Fueron las miserias del hombre, los pecados del hombre, los dolores del hombre, los tuyos y los míos los que le llevaron a la cruz y los estuvieron clavados en ella. Y solo viviendo esa realidad podremos experimentar la misericordia de Dios, como aquel joven de la parábola que cae convertido ante el amor incondicional del Padre que transforma el juicio en misericordia y fiesta. Solo podremos experimentar la misericordia y el amor de Dios en la experiencia de nuestra debilidad y miseria, en nuestra radical humildad. Dios sale siempre a nuestro encuentro, solo es necesario un pequeño paso hacia Dios, o al menos el deseo de darlo, como nos enseña el papa Francisco en un encantador librito: “El nombre de Dios es misericordia”. La respuesta del Papa viene tras la cuestión que le plantea el entrevistador al citar la novela de Bruce Marshall “A cada uno su denario”. La escena se desarrolla en la II guerra mundial, el abad Gastón está confesando a un joven soldado alemán condenado a muerte, le pregunta sobre si le pesan sus pecados. El joven contesta honestamente diciendo  que en las mismas circunstancias volvería a caer en ellos. El padre Gastón busca un resquicio para poder absolverle y le pregunta: ¿Al menos te pesa que no te pesen? Esta es una vívida imagen  del Dios que aprovecha la mínima oportunidad para ofrecernos su misericordia. Es en esa fragilidad de ánforas agrietadas donde podremos sentir la mirada compasiva de Jesús.

De qué modo tan sublime lo expresó San Juan de la Cruz  en el canto “En solo aquel cabello”, quien comentándolo nos decía:“El mirar de Dios es amor”, si Él, por su misericordia, no nos mirara y amara primero… y se abajara, ninguna presa hiciera en el vuelo del cabello de nuestro bajo amor”. Nuestro amor es comparado al vuelo de un simple cabello que cae sobre los hombros, basta ese pequeño cabello para que Dios se prende de nosotros:  “En solo aquel cabello /que en mi cuello volar consideraste / mirástele en mi cuello /y en él preso quedaste, /y en uno de mis ojos te llegaste”  (Canto 22)

Arlen Grey descubrió que había una octava palabra, el terrible grito final, que fue el último sonido que salió de su boca. Su dramática reflexión expresa la enseñanza bíblica : “De repente comprendí que este último estertor de Jesús reunió todo el sufrimiento de la tierra a lo largo de todas las épocas, lo envolvió y lo presentó ante el trono celestial, no con abundancia de palabras, sino en  un paquete sagrado que contenía los pesares, sufrimientos y sueños perdidos de toda la creación, todos los pueblos , todos los tiempos , todas las condiciones; y los llevo directamente al palpitante y amoroso corazón de la Trinidad viva, donde ahora se halla. Jesús grita; y él lleno de gracia y verdad, tomó así su suplicio y todo suplicio, transfigurándolos en un medio para tocar a Dios”.

En el año 2013, en Copacabana (Brasil), ante millones de jóvenes, el Papa nos hablaba de una antigua tradición de Roma, nosotros podemos recordarla por la adaptación cinematográfica de la obra de Sienkiewiz “¿Quo Vadis?”. Pedro sale de Roma ante el peligro que suponía la persecución de Nerón y se encuentra con el Señor, en la vía Appia. Pedro le pregunta:”Domine, Quo Vadis?”.(¿Dónde vas Señor?). El Señor le contesta que vuelve a Roma, con sus amigos, sus hijos, sus discípulos, que vuelve con ellos a ser Crucificado. Pedro comprende, en este momento, que hay que seguir a Jesús hasta el final. Que el camino de la cruz siempre nos acompañará, pero que ésta es  preludio de la resurrección.

 

 

 

HOMILIA SEDE JUNTA DIOCESANA DE HERMANDADES

 

HOMILIA SEDE JUNTA DIOCESANA DE HERMANDADES

 

L´ALCUDIA,  26 DE FEBRERO 2023

 

 

 

Os saludo con afecto a todos los que participáis en esta jornada-encuentro para inaugurar la Sede 2023-2024 de la Junta de Hermandades de Semana Santa en L´Alcudia y que habéis venido de diversas ciudades y pueblos de nuestra Diócesis.

Un saludo los que con un corazón cofrade, dedicáis parte de vuestro tiempo a la hermosa labor de anunciar en la calle la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Un saludo a todos los que en este tiempo de preparación para vivir el esplendor de nuestra Semana Santa ya tenéis revisados y dispuestos todos los elementos necesarios para la procesión, porque nada se improvisa y todo lo cuidáis con esmero.

Un saludo a vosotros, que habéis demostrado que sois conscientes de vuestra gran responsabilidad y de que sois enviados por la Iglesia a la evangelización, a sacar a la calle el “misterio central de nuestra Fe”.

1.- El miércoles pasado comenzamos el tiempo de Cuaresma, tiempo fuerte, fundamental en el devenir del año litúrgico, y en la vida de los cristianos, en la vida de los hombres y mujeres de fe, en la vida de los cofrades, si durante todo el año estamos intentado reflexionar sobre lo que significa seguir a Jesús hoy, en este tiempo lo debemos hacerlo de una forma especial. Cuaresma, cuarenta días de preparación a lo que son los acontecimientos centrales de nuestra fe: Pasión, Muerte y sobre todo Resurrección de Jesús.

El Evangelio de hoy nos ha colocado al Señor al comienzo de su vida pública, siendo tentado por el diablo, nosotros también vamos a comenzar un camino, el camino de este tiempo cuaresmal. Nos ponemos en el punto de salida, y en este lugar comienza la posibilidad de que sea un éxito o un fracaso. Es preciso determinar hacia dónde vamos, cuál es nuestra meta, cuál es nuestro objetivo, el miércoles de ceniza nos lo recordaron: Conviértete y cree en el evangelio. Ese es nuestro punto de partida, nuestra meta y nuestro objetivo: la conversión, el llegar a renovar de tal modo nuestra manera de pensar y de actuar que realmente terminemos como hombres y mujeres nuevos. Morir con Jesús en la Cruz, para resucitar con Él como personas cambiadas la noche del Sábado Santo.

Quienes hemos vivido ya muchas cuaresmas puede que perdamos el valor fuerte de los gestos y palabras tantas veces repetidos, y podemos caer en la monotonía de vivir una Cuaresma más o podemos también ponernos al inicio de un camino, conscientes de la tarea que tenemos por delante. De nosotros depende que escojamos una cosa u otra.

 2.- Hemos comenzado la Cuaresma como el tiempo favorable para reavivar nuestras relaciones con Dios y con los demás; para abrirnos en el silencio a la oración y a salir del baluarte de nuestro yo cerrado; para romper las cadenas del individualismo y redescubrir, a través del encuentro y la escucha, quién es el que camina a nuestro lado cada día, y volver a aprender a amarlo como hermano o hermana.

La Cuaresma ciertamente es el tiempo favorable para volver a lo esencial, para despojarnos de lo que nos pesa, para reconciliarnos con Dios, para reavivar el fuego del Espíritu Santo que habita escondido entre las cenizas de nuestra frágil humanidad. Es el tiempo de gracia para volver a Dios de todo corazón

Este es el tiempo favorable para convertirnos, para cambiar la mirada antes que nada sobre nosotros mismos, para vernos por dentro. Cuántas distracciones y superficialidades nos apartan de lo que es importante. Cuántas veces nos centramos en nuestros deseos o en lo que nos falta, alejándonos del centro del corazón, olvidándonos de abrazar el sentido de nuestro ser en el mundo.

La Cuaresma es un tiempo de verdad para quitarnos las máscaras que llevamos cada día aparentando ser perfectos a los ojos del mundo; para luchar, contra la falsedad y la hipocresía. No las de los demás, sino las nuestras.

3.- Vosotros, mis queridos hermanos cofrades, estáis llamados, por vuestra propia vocación cristiana y piedad particular, a restaurar la armonía en el seno de vuestras cofradías, que han de ser auténticas escuelas de fraternidad y concordia.

La unión entre quienes formáis las hermandades, es mucho más que la suma de los esfuerzos para sacar un paso, entonar hermosos acordes para acompañarlos o seguirlos con orden en una respetuosa y silenciosa procesión. Lo que representamos en unos pocos, pero intensos días de la Semana Santa, ha de ser la expresión de lo que estamos llamados a vivir durante todo el año tanto dentro como fuera de las sedes de nuestras cofradías.

Muchas veces nos veremos tentados para querer destacar sobre otros, o realizar nuestros actos de manera exclusiva y diferenciada, o desear que los intereses particulares primen sobre los generales. Somos personas limitadas, y sabemos de nuestras debilidades, pero precisamente la pertenencia a una Hermandad que ante todo ha de estar unida en el amor a Jesucristo, nos va purificando y ayudando a vivir con coherencia el Evangelio del Señor, superando esas carencias y abriéndonos al don de su misericordia en la reconciliación con Dios y con los hermanos.

Nuestras cofradías penitenciales tienen permanentemente el reto de vivir inmersas en el ambiente cotidiano, pero no para diluirse en sus mismos intereses y objetivos, o para mantener las relaciones de enfrentamiento e imposición que tanto lo caracteriza, sino para “ser sal y luz” en medio de la sociedad en la que vivimos, para que viendo como nos amamos, y cómo cuidamos la fraterna unidad, el mundo crea en el Señor.

Las cofradías no son una simple asociación de personas para conseguir unos objetivos más o menos inmediatos. Las cofradías es una forma de vivir en cristiano, de seguir a Jesucristo, de estar en la Iglesia, de caminar como ciudadanos de este mundo, de sentir el calor de la propia familia.

Una hermandad o cofradía no es solamente una agrupación a la que se pertenece, ni siquiera una serie de actividades religiosas en torno a unas imágenes veneradas. La hermandad es un espíritu, una vida, una fe, un patrimonio espiritual. A vosotros, tan importantes y necesarios, queridos cofrades, os pido que aprovechéis este tiempo de Cuaresma y Semana Santa para espabilar vuestros oídos escuchando la Palabra de Dios, potenciando las obras de caridad y que deis gracias a Dios por todas las oportunidades que os regala para la alegría.

Vivir como cristianos todos los días y amar al Señor Jesús de verdad, nos favorece para acogerle en nuestro corazón y en nuestra propia vida.

Para todos los cristianos, pero especialmente para los cofrades, Cristo es el centro de atención y hacia Él deben dirigirse nuestros pasos, pensamientos y toda la actividad, porque Jesús nos ha dado ejemplo de amar a Dios Padre, de hacer su voluntad y de entregar la vida por amor.

 4.- Queridos cofrades, vosotros sois custodios de la piedad popular, de ese bendito tesoro que tiene la Iglesia y que nos ayuda para permanecer en una sana espiritualidad. Dadlo a conocer, anunciadlo a todos con generosidad y proclamad a los cuatro vientos vuestra felicidad por haberos fiado de Jesucristo.

El olor del incienso al paso de las sagradas imágenes nos recuerda la importancia de dar testimonio de vida, porque las buenas obras de caridad, llegan a los otros antes que la palabra y exhalan el buen olor de la fe. Así evangelizaréis las cofradías, con el ejemplo antes que con la palabra, y despertaréis los sentimientos de fe profunda, que están en el corazón de nuestro pueblo y favoreciendo la cercanía del necesitado al corazón misericordioso de Dios.

Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, refuercen su fe, cuidando la formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia. A lo largo de los siglos, las Hermandades han sido fragua de santidad de muchos que han vivido con sencillez una relación intensa con el Señor. Caminad con decisión hacia la santidad; no se conformen con una vida cristiana mediocre, sino que su pertenencia sea un estímulo, ante todo para ustedes, para amar más a Jesucristo.

 5.- Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras vivas… Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana.

Cuando veo en nuestras o plazas la gran variedad de colores y de signos en vuestras túnicas, tengo presente a la Iglesia. Así es la Iglesia: Una gran riqueza y variedad de expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, al encuentro con Cristo.

Os encomiendo especialmente al cuidado de la Santísima Virgen María, en sus diversas advocaciones, pidiéndole que os ayude a todos los cofrades a responder tan rápidamente como los discípulos a la llamada de Cristo, para que por donde paséis seáis portadores de paz, misericordia y perdón; también para que caminéis siempre cerca de Jesús y atendáis con el mismo corazón del Señor los gritos y súplicas de los que están en las cunetas de los caminos pidiéndonos ayuda. Le pido a Nuestra Señora que os de fortaleza para que seáis generosos en dar el amor y la ternura de Dios.

Que así sea.

 


(L´Alcudia, 26 de febrero de 2023)

sábado, 18 de febrero de 2023

CUARESMA: LA IMPORTANCIA DE LA MIRADA

 

CUARESMA:

LA IMPORTANCIA DE LA MIRADA

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

La Cuaresma es el despertador del letargo y de la modorra en la vida cristiana y eclesial, es el desfibrilador del corazón desbocado por la mundanidad o enquistado, asfixiado y enrocado solo en uno mismo. La Cuaresma es la permanente llamada a lo esencial: El gran misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria.

La Cuaresma es el tiempo para dejar espacio a Dios, para allanarle nuestros propios espacios personales que lo invaden todo y que tantas veces hasta lo arrincona con la excusa y el pretexto de dar supuesto que Él ocupa en nuestras vidas el espacio que nosotros mismos nos encargamos de llenarlo cada vez más de nuestro propio ego y de la banalidad y de la mundanidad que nos circunda e invade.

La Cuaresma es la gran pedagogía de Dios que sabe que continuamente tiene que recordarnos su historia de amor con todos y con cada uno de nosotros.

La Cuaresma es, sí, una nueva mirada: La que Dios siempre fija sobre nosotros y la que nosotros debemos dirigir a Dios y al prójimo. De modo que la Cuaresma es una mirada desde el corazón.

Hemos de aprender a mirar la vida desde lo alto, desde la perspectiva del cielo; a ver las cosas con los ojos de Dios, a través del prisma del Evangelio. Mirar los brazos abiertos de Cristo crucificado, dejarnos salvar una y otra vez. Y cuando nos acerquemos a confesar nuestros pecados, creer firmemente en su misericordia que nos libera de la culpa. Contemplar su sangre derramada con tanto cariño y dejarnos purificar por ella. Así podremos renacer, una y otra vez... La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: Por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.

Dice la sabiduría popular que la cara es el espejo del alma y, dentro de ella, la mirada ocupa un lugar privilegiado. Un lugar insustituible para conocer al ser humano. Hay miradas desafiantes y retadoras, miradas engreídas, las hay también pegadas al suelo --tal vez por timidez-- o apuntando al cielo -- tal vez por anhelo de Dios--. Están las miradas inocentes de los niños, las pérdidas de los deprimidos, la mirada triste del que carece de libertad o la indiferente del apático…Están las miradas vivas y despiertas de los jóvenes…y están las miradas pacientes de los mayores… Están las miradas infinitas de los sabios y las miradas dulces de los enamorados. Está la mirada recogida del místico y la mirada frívola del indolente… Hay tantas clases de miradas como personas y estados de ánimo, y toda mirada no deja de ser un signo elocuente de nuestro ser.

“Ver” y “mirar” son verbos castellanos distintos, aunque mayoritariamente confluyentes sus acepciones con ideas en la convivencia social y también religiosa, tales como “percibir, observar, contemplar, reconocer, juzgar, examinar, darse cuenta, percatarse o valorar… La “mirada”, sobre la “visión”,-- por eso de que etimológicamente procede del latín “mirari”--, le añade la complementariedad de la  “admiración y del asombro.”

La Cuaresma es un tiempo para mirar con “admiración y asombro”. Es un tiempo para convertir la mirada al estilo de Jesús, para pasar esta temporada fijándonos en lo que vivimos, en aquellas cosas que forman parte de nuestra vida.

Este tiempo exige una mirada más atenta, abierta y contemplativa a la Palabra de Dios. Cuanto más nos dejemos fascinar por la Palabra de Dios, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.

Otra propuesta sería una mirada serena y exigente de introspección, o examen continuo de conciencia. Esta mirada es clave esencial en la Cuaresma y consiste en estar en alerta, en prestar atención, en tener encendido un despertador permanente y conocer nuestro corazón, nuestras motivaciones y nuestras preocupaciones: ¿Por qué hacemos las cosas?, ¿qué buscamos?, ¿qué intereses nos mueven?, ¿buscamos de verdad la gloria de Dios y hacer su voluntad?, ¿priorizamos y estamos atentos para buscar el bien de los hermanos y hacerlo desinteresadamente?, ¿siempre nos estamos buscando preferentemente a nosotros mismos, buscamos ser apreciados como prioridad?, ¿cuál es nuestra relación con el sufrimiento de los demás: Indiferencia, interés verdadero y efectivo, intentar quitarnos el “marrón” de encima, hallar excusas para el no compromiso o el compromiso mínimo?

Esta mirada nos debe llevar a mirar a los que tenemos al lado. Tiene que ver con regalar al otro una mirada de consuelo, de acogida, de sonrisa. Una mirada que transmita en este tiempo que la Vida con mayúscula es posible. Esto es darnos.

Y cómo no, la propuesta por excelencia para este tiempo; esa que no podemos olvidar es la mirada de la oración... La Cuaresma encuentra en la oración la más apropiada de sus atmósferas y de sus escuelas. La oración cuaresmal debe ser más frecuente y habitual. Su tonalidad propia es la humildad, la insistencia, la confianza. Es oración de súplica y de petición. La oración cristiana de la Cuaresma debe intensificar sus dimensiones bíblica y litúrgica, de gran riqueza, variedad, matices y contenidos durante los cuarenta días de este tiempo. En este sentido, la oración litúrgica ha de ser más pausada, sencilla, cordial, humilde, pobre, seria y profunda.

La Cuaresma, por otra parte, es tiempo especialmente oportuno para pedir perdón por nuestros errores, negligencias, omisiones, excesos y defectos. Y debemos pedir perdón con sinceridad y humildad. Un corazón que experimenta el perdón es un corazón sanado y es un corazón evangelizado y evangelizador. Es tener un corazón y una mirada que sabe de verdad que es vedad aquello de que “quien esté libre de pecado tire la primera piedra”.

Y ahora, va uno y hace un poco de silencio. Deja retumbar dentro de sí mismo la pregunta ¿y tú desde dónde miras? Lo que la Iglesia nos propone para la Cuaresma es que seamos capaces de mirar desde Dios. Que fijándonos en el Señor Jesús, seamos capaces de mirarnos con más bondad, de mirarles con más cariño.

Cuaresma es un tiempo para dejarnos mirar por Dios, para descubrir la mirada en cada hermano y aprender nosotros a mirar como Dios mira… porque una mirada suya, bastará para convertirnos y creer en el Evangelio, en la Buena Noticia.

Desde estas miradas podremos  contemplar más a fondo el Misterio Pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible solo en un “cara a cara” con el Señor crucificado y resucitado “que nos amó y se entregó por nosotros”. Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo.

La Cuaresma tiempo para contemplar –mirar con el corazón—esa mirada de Jesús, que viene de tan arriba y deja caer su gracia de salvación y de vida como una lluvia… “Esa boca, / tan seca y estremecida / de haber bebido las culpas de nuestra humana malicia…/ Esas manos, mi Jesús,/ más que atadas, recogidas,/ tan delicadas, tan suaves, / tan tiernas, tan compasivas…/Esos hombros poderosos/ de apariencia tan exigua, / capaces de soportar/ lo que se les eche encima…/ Ese corazón, que late / al ritmo que el Amor dicta, / porque el amor es la esencia / de la cristiana doctrina… / Y esa sangre redentora, / que a todos nos reconcilia… ¡Ay qué dolor tan inmenso /  y, a la vez, qué inmensa dicha / ver a Jesús Nazareno”.

 

lunes, 6 de febrero de 2023

CENIZA ENAMORADA

 

CENIZA ENAMORADA

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

El camino de la Cuaresma, que nos prepara la Pascua, se inicia con el tradicional rito de la imposición de la ceniza, que va iluminado por las palabras que lo acompañan: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás”, o bien: “Convertíos y creed en el Evangelio”.

El símbolo de la ceniza nos recuerda el origen del hombre: “Dios formó al hombre con polvo de la tierra”. En este sentido, la ceniza representa, pues, la conciencia de la fragilidad o nada de la creatura con respecto al Creador, que nos lleva a todos a asumir una actitud de humildad: “Polvo y ceniza son los hombres”.

Este ritual de imposición de la ceniza se celebra desde el siglo XI, aunque es un signo penitencial que ya encontramos en el Antiguo Testamento.

Antropológicamente, se trata de un signo muy potente: Muchas personas, incluso poco religiosas, intuyen que es una oportunidad de comenzar de nuevo, con una idea muy realista y contracultural: “Polvo eres y en polvo te convertirás”. El Catecismo de la Iglesia Católica define la ceniza como un “sacramental”, es decir, un “signo que no confiere la gracia como los sacramentos, pero prepara a recibirla y dispone a cooperar con ella”.

Las cenizas cumplen en nuestra vida cristiana un importante papel de signo sacramental: Evocan a la vez la fragilidad del hombre, y son señal de penitencia y dolor de los pecados. No es que se utilicen demasiado, solo el “miércoles de ceniza” con el que se inicia la Cuaresma, pero aun así puede decirse que es uno de los signos cuyo valor penitencial permanece más arraigado, incluso en nuestra época.

Tal vez no haya más desoladora imagen de la fragilidad y la fugacidad de la vida que una urna cineraria con las cenizas de un ser querido. Y, depositada ante el altar en las exequias, no hay mayor demostración de abandono. Del abandono que es, debe ser, acaba siendo, la existencia del hombre cuando se desgonza definitivamente en las manos de un ser superior, del Dios en quien se cree.

En la cultura bíblica, la ceniza constituye un signo que expresa la precariedad de la vida. Eso significaba el hecho de que sin Dios, no tenemos vida. Si nos falta Dios, a causa de nuestras propias faltas, entonces somos como ceniza; es decir, el ser humano, privado del Espíritu es solo materia que, eventualmente, deja de vivir.

Además, la ceniza es signo del arrepentimiento y de penitencia: “Cambiemos nuestro vestido por la ceniza y el cilicio; ayunemos y lloremos delante del Señor, porque nuestro Dios es compasivo y misericordioso para perdonar nuestros pecados”.

En los primeros siglos se utilizó este gesto por los cristianos culpables de pecados graves que querían recibir la reconciliación al final de la Cuaresma. Vestidos con hábito penitencial y con la ceniza, que ellos mismos se imponían en la cabeza, se presentaban ante la comunidad y expresaban así su conversión. En el siglo XI, desaparecida ya la penitencia pública, se vio que el gesto de la ceniza era bueno para todos, y así, al comienzo de este período litúrgico, este rito se empezó a realizar para todos los cristianos, de modo que toda la comunidad se reconocía pecadora, dispuesta a emprender el camino de la conversión cuaresmal.

El “Directorio sobre la piedad popular y la liturgia” nos explica mejor este símbolo: “El gesto de cubrirse con ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal. Se debe ayudar a los fieles, a que capten el significado interior que tiene este gesto, que abre a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual”.

Ante la ceniza uno recuerda unos versos de Francisco de Quevedo. “Alma a quien todo un Dios prisión ha sido/, venas que humor a tanto fuego han dado/, médulas que han gloriosamente ardido/, su cuerpo dejará, no su cuidado/; serán ceniza, mas tendrá sentido/; polvo serán, mas polvo enamorado.

Ceniza enamorada. “En la tarde de la vida te examinarán en el amor”, dijo san Juan de la Cruz. Y como la tarde de la vida no es otra cosa que el morir, toda despedida definitiva, la de uno y la de los demás, es una vivencia de amor, un examen de amor. Mézclense con lo que se quiera, tristeza, dolor, incomprensión, rebeldía, impotencia, hasta odio o falta de perdón, todos los sentimientos que desata el tsunami de la muerte tocan la raíz honda que define la condición humana, que es el amor. Llorar por un ser que ha muerto es, siempre, un llanto de amor.

La muerte es derribamiento. Pero no es el final del camino, no es el fracaso. Es la culminación de la vida, y toda culminación es plenitud aunque implique agotamiento y terminación. La muerte es implosión. Al morir nos derrumbamos sobre nuestro propio centro que es Dios. No somos polvo, ceniza, nada (“pulvis, cinis, nihil”), que leímos una vez como epitafio de una tumba sin nombre en una iglesia romana. Vivimos y morimos amenazados de Resurrección. Somos semilla de eternidad. Somos ceniza sí, pero ceniza enamorada.