LAS
MIRADAS DE JESÚS DESDE LA CRUZ
Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Delegado
Episcopal de Religiosidad Popular
La
iconografía del Crucificado en el arte románico, a partir del siglo XI, lo
presenta vivo sin señales de sufrimiento, sin torsión en sus miembros, con
rostro sereno, y con los ojos abiertos. Desde esta iconografía y teniendo en
cuenta las palabras de Jesús en la cruz que nos han transmitido los evangelios,
hablamos de tres miradas del Crucificado a personas distintas y en direcciones
diferentes: Jesús mira hacia arriba, se dirige al Padre, luego dirige su mirada
hacia abajo, a su madre y a los que la acompañaban, también mira a los lados,
para dirigirse a los otros crucificados.
La
primera mirada de Jesús en la cruz se dirige a Dios, al que llama Abba, su
Padre querido. Había vivido toda su vida desde la certeza de que él lo había
enviado al mundo para que nosotros tuviésemos una prueba definitiva del amorque
Dios nos tiene. En todo momento vivió en su presencia: “El Padre me ama…, sé
que no estoy solo, porque él cuida de mí”. Por eso ahora, en medio de la
oscuridad que cubría la tierra, como testifica el evangelista, “hacia el
mediodía las tinieblas cubrieron toda la tierra”, el sol se estaba apagando a
la par que moría el que se había presentado como “luz del mundo”, levanta sus
ojos hacia Dios y le dirige unas palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”, y junto a esta cruda interpelación también otra que expresa su
absoluta confianza en él: “Padre a tus manos encomiendo mi vida”. Interrogante
dramático y serena confianza son el contenido de esta primera mirada del
Crucificado, que dirige sus ojos hacia arriba.
Jesús
mira hacia abajo. Era el Hijo de Dios, pero siempre vivió con los pies sobre
esta tierra. No fue un idealista utópico. De nuestra misma condición humana
sabía lo que era el sufrimiento y la soledad de muchos, porque “pasó entre
ellos haciendo el bien y curando las dolencias del pueblo”. Por eso, vuelve
ahora también sus ojos hacia abajo y allí ve a su madre y al discípulo que más
quería. Los ve rotos por el dolor, soportando la agonía del Hijo amado y la
soledad del discípulo que había reposado su cabeza sobre su pecho. A ellos les
dirige una mirada tierna y una palabra compasiva: “Madre, ahí tienes a tu hijo;
Hijo, ahí tienes a tu madre”. Hecho ese ejercicio de sanación y de consuelo,
como tantas veces lo había hecho con los que sufrían, luego ya pudo decir: “Todo
se ha cumplido”
Mirada
horizontal a los otros crucificados. De uno de ellos le llegan palabras de reproche
y de burla. En cambio, el otro descalifica a su compañero, reconoce que
merecían el castigo que estaban sufriendo y dirigiéndose a Jesús afirma su
inocencia y le dirige una interpelación a su misericordia. Y Jesús mirando, sin
duda, a uno y al otro les dice que el tiempo de gracia y de amnistía que él
había inaugurado seguía vigente. Por eso, como lo había hecho con muchos
pecadores desde el principio hasta el final de su vida, sentencia en alta voz:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y envueltas tiernamente en
su mirada les dirige estas consoladoras palabras: “Te lo aseguro hoy estarás
conmigo en el paraíso”
“Fijos
nuestros ojos en Jesús”. Son tres miradas de Jesús desde la cruz, que quieren
servir de ejemplo y paradigma para nuestros ojos, que siempre deben “estar
fijos en Jesús”.
Una
primera mirada hacia arriba, buscando al Padre Porque colonizados culturalmente
por los “maestros de la sospecha”, somos una generación que piensa que para
alcanzar la adultez debemos “matar al padre”. Aunque lo cierto es que lo
necesitamos para encontrar sentido a la vida y a la muerte. El mismo Nietzsche,
en el discurso del loco, en “Así hablaba Zaratustra”, planteaba estos
interrogantes: “¿Adónde vamos ahora que hemos desencadenado la tierra de su
sol? ¿No hace ahora mucho más frío? ¿No tenemos que encender faroles en pleno
mediodía?”. Para muchas personas la experiencia del dolor y de la muerte es una
grieta por donde asomarse a la transcendencia y encontrarse con el Padre.
Otra
mirada hacia abajo. Dirigida a las personas con las que convivimos, especialmente
a las que han acreditado su fidelidad en todas las dimensiones de su vida:
fieles con sus compromisos, coherentes con sus creencias, resistentes ante la
tentación del abandono o la huida, sin dejarse llevar por la cultura laica
dominante. Son la actualización de aquellos discípulos que acompañaron a Jesús
desde Galilea hasta Jerusalén y ahora están junto a la cruz.
No
son tiempos fáciles, pero están ahí. Tampoco hoy son buenos tiempos para los
millones de cristianos que en Siria, Palestina, Turquía, Corea del Norte,
Afganistán, Nigeria, Sudán,… sufren persecución por mantener su fe. A pesar de
todo, permanecen y hacia ellos debemos dirigir nuestra mirada tierna y
agradecida.
Una
mirada horizontal. También una mirada a las personas que se han equivocado en
la vida, que han sufrido un fracaso sonado y han quedado marcadas de por vida.
Han sido etiquetadas clasificadas y marginadas en el colectivo de “los perdidos”
o “descartados” de la sociedad. Ya nadie les ofrecerá una nueva oportunidad.
Son la escoria de la sociedad. Ellos actualizan la historia de Job, postrado
sobre el estiércol, desfigurado por la lepra hasta el punto de que ni sus
antiguos amigos le reconocían, y los que pasaban cerca de él volvían su rostro.
Pero también para estos Dios tiene una mirada tierna y misericordiosa, que
nosotros debemos actualizar. Porque para Dios nadie, ni la “oveja negra”, ni el
hijo que se fue de casa, ni ningún crucificado está perdido.
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