lunes, 27 de febrero de 2023

CRISTO, SIGUE SIENDO CRUCIFICADO

 

 

CRISTO, SIGUE SIENDO CRUCIFICADO

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

Algunos símbolos tienen un simbolismo intrínseco, irradian luz por sí mismos, provocan emociones en todas las épocas, generan preguntas y atisban respuestas. El hombre es una animal simbólico, y el símbolo da que pensar. La cruz es uno de esos grandes símbolos, símbolo de una realidad cruciforme, pero, gran paradoja, símbolo que siempre abrirá un rayo de esperanza por espesas que sean las tinieblas que nos rodeen.

En la Religiosidad Popular se nos invita –sobre todo en este tiempo cuaresmal-- a contemplar la Cruz, o mejor al Crucificado, desde una perspectiva iluminada por la Resurrección. El Crucificado y el Resucitado serían las dos caras de una misma moneda. Esto es totalmente cierto, pero no queremos detenernos en esta contemplación del Crucificado.

Proponemos una primera mirada sobre el Viernes Santo donde no se vislumbra aún el glorioso domingo pascual. Un Viernes Santo que no es especulativo como lo pensara Hegel, sino real, concreto, hiriente, lleno de atrocidad, de injusticia, de dolor y de muerte.

Este paso atrás es necesario para poder descubrir, experimentar y sentir en su total radicalidad la novedad de una luz que en la Resurrección deslumbra, sorprende, y rasga definitivamente el velo de oscuridad que nubla al hombre. Para entender en profundidad aquella expresión paulina tan gastada por manida: La cruz como necedad y escándalo (1 Cor, 1, 23). En el fondo estamos acostumbrados a ver imágenes del Crucificado, a portar cruces, algo tan común en nuestros ambientes que el propio Crucificado ya no es piedra de tropiezo.

Miremos el aspecto cruciforme del hombre. Invito a contemplar el cuadro “Angelus Novus” de Paul Klee (1879-1940). A la acuarela de Klee llegué por un texto de Walter Benjamin (1892-1940) él la consideraba una metáfora de la historia, especialmente de los dramáticos tiempos que le tocó vivir. Es el ángel de la historia que tiene un ojo fijo en el pasado. Es el ángel asustado, aterrorizado, que contempla esa historia que se va construyendo ruina tras ruina y a cuya espalda se alza el futuro ignoto. Sus alas desplegadas por el impetuoso viento le arrastran de modo inexorable. Al final él se liberó de su propia historia al suicidarse en Port-Bou antes de caer en manos nazis, “Sólo sobre un muerto no tiene potestad nadie” había escrito. La historia del hombre ha sido y es una historia marcada por el dolor, la limitación, el sufrimiento y la cruz. El libro del Qohelet nos describe la vida humana como “vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Miremos cara a cara al hombre crucificado a lo largo de la historia. ¿Qué camino queda?, más aún ¿queda algún camino? Algo parece cierto, si al final de todo la última sonrisa la esboza la muerte no quedaría ningún asidero al que agarrarnos en nuestra afanosa búsqueda de sentido. Todo intento de defender una especie de plenitud inmanente quedaría definitivamente refutado. Mirado así no son tan extrañas la respuesta del sabio Sileno al rey Midas: “lo mejor no haber nacido, lo segundo mejor morir pronto” (Sófocles, Edipo en Colono; también recogida por Nietzsche en El Origen de la Tragedia). Milan Kundera reflejarían esta idea con un tinte de amargura: “Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera un boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro”. Gabriel Marcel ponía el dedo en la llaga, si al final la muerte es la realidad última, el valor se anula en el escándalo puro, la realidad se siente herida en su mismo corazón. Toda la historian del linaje humano no sería más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada.

Cambiemos ahora de perspectiva al contemplar la Cruz. Edith Stein, (Santa Teresa Benedicta de la cruz), aquella joven filósofa judía que al convertirse al catolicismo se hizo Carmelita y murió en Auschwitz nos decía: “mientras más oscuro se va haciendo a nuestro alrededor, más debemos abrir nuestros corazones a la luz que viene de lo alto”. Pues bien esa luz que viene de lo alto se expresa en una Cruz, y solo puede ser comprensible desde una cruz. Porque la Cruz, como hemos visto, habla de la realidad insoslayable de nuestro carácter contingente y finito. La Cruz habla del drama inserto en la misma realidad de la existencia. Pero esa Cruz asumida libremente muestra el dolor compartido, el sufrimiento asumido, el cáliz del mal bebido por el mismo Dios. “Cargó sobre sus hombros el dolor, el sufrimiento, el pecado del hombre” profetizo Isaías.

La Cruz, junto a toda la realidad cruciforme, es transfigurada en el mismo Crucificado transformándose en el signo del amor de Dios a su criatura, a toda de la creación pero de modo infinito al hombre. La Cruz no es la realidad elocuente de un Dios muerto como gritara el profeta nietzscheano, no supone el abandono o el silencio de Dios, ni la maldición de la condición humana, sino la gran palabra de misericordia que viene de lo alto. Es la respuesta al mal y al pecado, al sufrimiento y la muerte, en la respuesta al grito desesperado de Job. Dios nos ha juzgado en una Cruz amándonos.

Siendo así que en la historia de la salvación se nos ha ido desvelando un Dios misericordioso, es en la historia de Jesús donde esta revelación adquiere una profundidad insospechada más allá de toda lógica humana. Israel en su propia historia fue descubriendo que la misericordia no era una realidad abstracta. En la historia de Jesús esto adquiere proporciones abisales, incomprensibles. Aquí se hace añicos toda la lógica racional y se desvela una extraña lógica que nos habla de un abismo de amor que nos desborda totalmente.

 “Todo comenzó con un encuentro”, según la frase elocuente de Schillebeeckx. El recuerdo de su enseñanza y su trato con la gente, transmitida por los discípulos y conservado por las comunidades que creyeron en Él, quedó escrito en forma de diversos evangelios, éstos presentan un fascinante retrato de una persona vibrante, apasionadamente enamorada de Dios, que acentuaba el cuidado que Dios dispensaba a todos.

A la luz de la Pascua, los discípulos comenzaron a entender que Jesús había corporeizado los modos de ese reinado de un modo intensamente original. Como sostuvo Gregersten, la interpretación estaba clara: “si éste es Dios, así es Dios”. Su historia inscribe en el tiempo la revelación del corazón de Dios. La vida de Jesús fue un despliegue de amor y de misericordia frente a la miseria humana, con todos aquellos que tenían necesidad de amor y compasión, de sostén y de ayuda, de comprensión y perdón, lo que le llevó a enfrentarse a la estrecha y hostil mentalidad ambiente con tal de hacer el bien y sanar (Hb 10, 38). Aquellos hombres comprendieron que la sabiduría de Dios en Jesús había venido hasta nosotros, que en adelante la gloria de Dios no podía ser vista junto a la carne ni a través de la carne, sino en la carne y en ningún otro lugar. “El clímax de la historia de la salvación, nos dirá Rahner, no es la separación del ser humano en cuanto espíritu respecto a la tierra para llegar a Dios, sino el descenso de Dios al mundo y su irreversible entrada en él, el advenimiento del logos divino a la materia, de modo que esta se convierte en una realidad permanente en Dios”.

Pero miremos ahora el precio exigido por la fidelidad de Jesús: “Tanto amo dios al mundo que nos dio a su hijo unigénito”. Abandonado, torturado, agonizando en una humillante Cruz…una crucifixión histórica, impredecible, injusta, consecuencia del pecado humano. Jesús no solo está compartiendo la suerte de los Crucificados de la historia sino inclinándose ante el infeliz destino de todo hombre. El acontecimiento de Getsemaní y el Viernes Santo introducen en la historia de la revelación del amor misericordioso de Dios un cambio fundamental: El que pasó haciendo el bien, el que mereció la más grande de las misericordias no la obtiene. A Cristo que sufre de un modo real y terrible en Getsemaní, que se dirige en el Gólgota al Padre, aquel Padre cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado en todas sus obras, a Él no se le ahorra el sufrimiento. “A quien no conoció el pecado, dirá San Pablo, Dios le hizo pecado por nosotros”, aquí se resume el misterio de la cruz. Justamente aquí se revela de modo definitivo e incomprensible el amor y la misericordia de Dios. Esta es la justicia de Dios, su lógica que brota del amor.

Que el ser humano Jesús padeció la muerte agónica en la Cruz es un dato histórico, que en este acontecimiento fue Dios quien sufrió y murió es un dato de fe, una afirmación realizada sobre la base de la encarnación: si este es Dios, entonces así es Dios. Dios sabía del sufrimiento de las criaturas, este conocimiento es parte permanente de la relación de inhabitación (presencia) que el Espíritu mantiene con el mundo. Lo que es nuevo a la vista de la Cruz es la participación divina en el dolor y la muerte desde dentro de la carne.

El Dios encarnado conoce ahora el sufrimiento por experiencia personal. Walter Kasper describe cómo el sufrimiento y la muerte de Cruz, ese acontecimiento inesperado e indecoroso, es ya la insuperable definición de Dios. En el Calvario se burlaban de él, “Si eres el hijo de Dios baja de la Cruz” (Mt 27,40). Pero en verdad era lo contrario: precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús estaba allí en la Cruz, fiel hasta el final al designio de amor del Padre. Dios sufre por amor y a causa del amor, que es sobreabundancia de su ser. Desde luego, como señala Kasper, es necesario ser omnipotente para poder amar de ese modo. Cuando Jesús clamó “¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Ese horrífico grito que puso fin a su vida descendiendo al fondo del abandono de Dios, nos aseguraba que ya nadie tendría que vivir, sufrir, morir abandonado de Dios, ya que la presencia divina estará siempre allí.

Dios, a través de su Hijo, sufrió primero y estará para siempre cerca de nosotros en nuestros sufrimientos, esta es la cima de su poder, sufrir con y por nosotros como señaló Benedicto XVI, recogiendo de alguna manera la expresión de Santo Tomás que afirmaba que Dios manifestaba especialmente su omnipotencia en la misericordia. Es la Cruz la que nos hace comprender las raíces profundas del mal que ahondan en el pecado y que llevan a la muerte, y además se convierte en el signo histórico y escatológico de la victoria del amor y de la renovación de las personas sobre la muerte.

Hay pecado, cómo no, sufrimiento y muerte, cómo negarlo, pero la muerte ya ha sido vencida en la Cruz y ya alborea el nuevo día, pues el mal ha sido vencido, la muerte derrotada y, como dice el papa Francisco algo muy, muy importante ha sucedido, por medio de Cristo en la Cruz se nos ha devuelto la esperanza, ¡la Cruz es nuestra única y verdadera esperanza!. Esta es la gran noticia que anuncian los discípulos de Jesús, el binomio muerte pecado ha sido vencido, es la aurora de la Resurrección. Cuando recordamos la cruz, su pasión y su muerte, nuestra fe y esperanza se centra en el Resucitado, en la tarde de aquel día primero después del sábado. La cruz no decretaba el fracaso de Jesús, era todo lo contario, era la victoria.

Creer en el Crucificado que Dios ha resucitado es algo tan claro que la propia lógica de Dios, o sea la misericordia, se convierte para los discípulos de Jesús en su propio programa de vida. Creer en el Hijo Crucificado significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que todo tipo de mal. Creer que el hombre, la humanidad y el mundo viven en una auténtica historia de salvación que tiene su final en el gran abrazo de Dios. Supone, pues, creer en el amor y en la misericordia que es la dimensión indispensable del amor. Es ser impulsados hacia los demás no como simple gesto de solidaridad sino porque Cristo se hace presente en el hombre caído, en el hombre que sufre, pues “cada vez que fuimos misericordiosos con alguien fue con el mismo Cristo con quien tuvimos misericordia”. Esta es la síntesis de la Buena Nueva.

Esto no puede proceder de un conocimiento teórico, Cristo no padeció teóricamente, aquello no fue un Viernes Santo especulativo, el murió por nosotros, se entregó por nosotros, para librarnos de la muerte. Fueron las miserias del hombre, los pecados del hombre, los dolores del hombre, los que le llevaron a la Cruz y los estuvieron clavados en ella. Y solo viviendo esa realidad podremos experimentar la misericordia de Dios, como aquel joven de la parábola que cae convertido ante el amor incondicional del Padre que transforma el juicio en misericordia y fiesta.

Solo podremos experimentar la misericordia y el amor de Dios en la experiencia de nuestra debilidad y miseria, en nuestra radical humildad. Dios sale siempre a nuestro encuentro, solo es necesario un pequeño paso hacia Dios, o al menos el deseo de darlo, como nos enseña el papa Francisco en un encantador librito: “El nombre de Dios es misericordia”. La respuesta del Papa viene tras la cuestión que le plantea el entrevistador al citar la novela de Bruce Marshall “A cada uno su denario”. La escena se desarrolla en la II guerra mundial, el abad Gastón está confesando a un joven soldado alemán condenado a muerte, le pregunta sobre si le pesan sus pecados. El joven contesta honestamente diciendo que en las mismas circunstancias volvería a caer en ellos. El padre Gastón busca un resquicio para poder absolverle y le pregunta: ¿Al menos te pesa que no te pesen? Esta es una vívida imagen del Dios que aprovecha la mínima oportunidad para ofrecernos su misericordia. Es en esa fragilidad de ánforas agrietadas donde podremos sentir la mirada compasiva de Jesús.

De qué modo tan sublime lo expresó san Juan de la Cruz en el canto “En solo aquel cabello”, quien comentándolo nos decía: “El mirar de Dios es amor”, si Él, por su misericordia, no nos mirara y amara primero… y se abajara, ninguna presa hiciera en el vuelo del cabello de nuestro bajo amor”. Nuestro amor es comparado al vuelo de un simple cabello que cae sobre los hombros, basta ese pequeño cabello para que Dios se prende de nosotros: “En solo aquel cabello /que en mi cuello volar consideraste / mirástele en mi cuello /y en él preso quedaste, /y en uno de mis ojos te llegaste” (Canto 22).

Arlen Grey descubrió que había una octava palabra, el terrible grito final, que fue el último sonido que salió de su boca. Su dramática reflexión expresa la enseñanza bíblica: “De repente comprendí que este último estertor de Jesús reunió todo el sufrimiento de la tierra a lo largo de todas las épocas, lo envolvió y lo presentó ante el trono celestial, no con abundancia de palabras, sino en un paquete sagrado que contenía los pesares, sufrimientos y sueños perdidos de toda la creación, todos los pueblos , todos los tiempos , todas las condiciones; y los llevo directamente al palpitante y amoroso corazón de la Trinidad viva, donde ahora se halla. Jesús grita; y él lleno de gracia y verdad, tomó así su suplicio y todo suplicio, transfigurándolos en un medio para tocar a Dios”.

En el año 2013, en Copacabana (Brasil), ante millones de jóvenes, el Papa hablaba de una antigua tradición de Roma, nosotros podemos recordarla por la adaptación cinematográfica de la obra de Sienkiewiz “¿Quo Vadis?”. Pedro sale de Roma ante el peligro que suponía la persecución de Nerón y se encuentra con el Señor, en la vía Appia. Pedro le pregunta:”Domine, quo vadis?”.(¿Dónde vas Señor?). El Señor le contesta que vuelve a Roma, con sus amigos, sus hijos, sus discípulos, que vuelve con ellos a ser Crucificado. Pedro comprende, en este momento, que hay que seguir a Jesús hasta el final. Que el camino de la Cruz siempre nos acompañará, pero que ésta es preludio de la Resurrección.

 

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