CINCUENTA AÑOS
DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
Haré mías las palabras del novelista
Morris West, que empieza su autobiografía de esta manera: “Cuando llegas a la
edad de setenta y cinco años, sólo deberían quedar tres palabras en tu
vocabulario: ¡gracias, gracias y gracias!”
Acabo de cumplir setenta y cinco años,
y reflexionando sobre los cincuenta de
sacerdocio, afloran a mi mente muchos pensamientos y sentimientos; después de
todo, la vida tiene sus estaciones. Pero el sentimiento que domina sobre todos los
demás es el de gratitud: ¡gracias, gracias y gracias! Gracias a Dios, a la
Iglesia, a mis parroquias, a mi familia,
a los muchos amigos que me han amado y ayudado, y a los miles de personas con
las que me he encontrado en esos cincuenta años de ministerio.
Hace cincuenta años, un 9 de junio de
1973, Vigilia de Pentecostés, fuimos ordenados sacerdotes por el Siervo de Dios
de José María García Lahiguera, en la Santa Iglesia Catedral de Valencia
Eran días de esperanza e ilusiones en la
Iglesia, nos creíamos capaces de configurar una nueva época en una Iglesia
renovada, ilusionada e ilusionante.
La Santa Iglesia Catedral estaba
rebosante de sacerdotes, de amigos, de miembros de las diversas parroquias
donde habíamos vividos los últimos años de convictorio sacerdotal, así como
familiares.
Hace cincuenta años se encontraban junto
a mí personas que me estimaban o me querían no tanto por mis meritos sino por
motivos de paisanaje o familiares.
Hoy, sin embargo, me encuentro en una
situación única: Al dirigir la palabra y recorrer la mirada por los hermosos
templos por donde he vivido mis años sacerdotales experimento una emoción
profunda: Quienes me rodean están unidos a mí por historias personales, por
relaciones entrañables, porque habéis sido importantes en un momento de mi
vida.
En mi vida sacerdotal se entrecruzan multitud
de historias de amor, de estima y de afecto. Cuántas horas he pasado con tantos
jóvenes, adultos y mayores. Cuantas ilusiones, amores incipientes y
desconciertos compartíais conmigo.
He recibido tantas gratitudes de los
miembros de las diversas parroquias donde he desarrollado mi actividad
sacerdotal y yo asistido emocionado y asombrado a la evolución y madurez de
tantos jóvenes, matrimonio y adultos
Algo parecido me ha pasado en tantos años
de enseñanza en los colegios Castellano de Valencia, Nuestra señora de la
asunción de Alboraya y la Escuela de Gestión Comercial Marketing (ESIC) de
Valencia; pones lo mejor de ti mismo, pero nunca sabes si sirve para algo.
De repente, en tantas ocasiones, a veces
muchos años después, te enteras que aquella siembra ha quedado prendida en
personas que saben más que tú y actúan responsablemente en la sociedad.
Otro tanto puedo afirmar de todos los
sacerdotes con quienes he tratado y colaborado de tantas maneras y ahora estáis
aquí tenemos distintas sensibilidades, distintas trayectorias y actitudes tanto
en la sociedad como en la Iglesia, pero creo poder afirmar que nos estimamos y
nos queremos, con un afecto real que no afecta el paso del tiempo ni el vernos
más o menos, según las circunstancias. Por eso, alrededor del altar, seremos capaces
de celebrar el rito en su sentido más profundo de comunión. A causa de estas
historias personales, este es un tiempo precioso de fraternidad compartida, y creo
sentir que circula entre todos nosotros un fluido de amistad entrelazada.
Eso hace que no nos encontremos
simplemente en una ceremonia sino en un encuentro de gente reunida por lazos de
verdadero cariño. Gracias a todos por estos cincuenta años en los que hemos
creado este tejido.
Mi llamada inicial al sacerdocio no fue
cuestión de romance. No ingresé en el seminario porque me atrajera. Al
contrario. Esto no era lo que yo deseaba.
Entre al Seminario Conciliar de Segorbe el
año 1960. No tenía otro camino en mi pueblo para estudiar que “marchar” al
Seminario; allí estuve muy pocos días, por Juan XXIII reestructuró las diócesis
de Segorbe y Valencia y mi parroquia de Santa Marina de Torrebaja pasó a la
diócesis de Valencia y tuve que incorporarme a al Seminario Metropolitano de
Valencia. Aquí viví momentos inolvidables que fueron constituyendo mi vida y
diseñando mi vocación sacerdotal. En el Seminario Menor nació mi vocación al
sacerdocio. Hoy, puede ser que la gente cuestione el criterio y la libertad de
tal decisión, pero mirando hacia atrás después de todos estos años, puedo decir
honradamente que esta es la decisión es la más clara, pura y generosa que he
tomado hasta ahora en mi vida. No tengo la menor pesadumbre. Al terminar el
Bachillerato decidí dar el paso: Me incorporé a los estudios filosóficos con
una vocación muy bien diseñada.
Digo esto porque, conociéndome y
conociendo mis heridas, conozco también que yo no habría sido aproximadamente
tan feliz en ningún otro estilo de vida. Fomento algunas profundas heridas, no
morales sino heridas del corazón, y esas mismas heridas han sido, por la gracia
de Dios, una fuente de riqueza en mi ministerio.
Además, he sido bendecido en los diversos
ministerios que me han asignado mis superiores. Como sacerdote, en Nuestra Señora
del Pilar, san Maximiliano María Kolbe, en Nuestra Señora de los Ángeles o
santa María del Mar. Y ahora en San Mateó Apóstol y Evangelista. He sido
acompañante de jóvenes matrimonios, de Mujeres Trabajadoras, de Adoradores
Nocturnos y de cuanto vuelo suelto navegara por los alrededores. Todo esto, sin
marginar mis trabajos periodísticos en Radio Nacional de España, Cadena Ser y
la COPE, así como en la revista de información religiosa “Vida Nueva”.
Me parece que de distintas maneras y con
agua distinta he cantado siempre el mismo verso, he enseñado siempre la
apasionante historia de la vida de los creyentes, el predominio de la gracia
sobre el pecado siempre presente, la fuerza creadora y purificadora del
espíritu en vasijas siempre de barro. A pesar de todas las limitaciones e
infidelidades que, a modo de cascada, infectan nuestra historia en todos sus
niveles, podemos repetir con el cura rural de Bernanós, “todo es gracia”.
Un personaje que me ha acompañado en mi
camino creyente, en mi labor sacerdotal y en mi visión de la historia de la
Iglesia ha sido la vocación de Jeremías: “¡Ay Señor mío! Mira que no se hablar,
que soy un muchacho”. El Señor contestó: “No me digas que eres un muchacho: que
a donde yo te envíe, irás; lo que yo te mande, lo dirás. No les tengas miedo
que yo estoy contigo”.
A menudo, en mi vida he tenido la
sensación de ser dirigida y llevada y no siempre según mi voluntad, aunque
nunca en contra de ella.
La vocación de Jeremías me sugiere,
además, el convencimiento de que el creyente es un hombre libre y autónomo
porque goza del tesoro de su conciencia y de su responsabilidad. Aunque hablamos
mucho de que el Espíritu actúa en cada uno de nosotros y de que la conciencia
es la última instancia responsable de nuestras decisiones, en realidad, no
pocas veces desconfiamos de esa libertad absoluta del espíritu y quedamos más
tranquilos si nos ceñimos a las determinaciones del Derecho Canónico y del
Magisterio para dirigir nuestras conciencias.
Sin embargo, estoy convencido de que
nuestra primera responsabilidad consiste en conseguir que nuestras conciencias sean
capaces de discernir y decidir por sí mismas siguiendo la inspiración del
Señor.
En efecto, aunque sentirse en manos de
la providencia y el misterio pueda reducirse a una mera frase rutinaria, no
cabe duda de que vivir y experimentar en nuestra conciencia la presencia del misterio
transforma nuestra vida y libera nuestro cristianismo de fórmulas y prácticas
banales y, en el fondo, vacías, y nos ayuda a mostrarnos responsables y consecuentes
con lo que hemos recibido.
El sacerdote es el hermano que debiera
estar en este camino con gran humildad y disponibilidad. En ese encuentro de
Dios con la criatura él no es actor ni protagonista, pero puede escuchar,
servir y sobre todo amar. Mientras sea capaz de amar, puede ayudar.
Nuestra historia no siempre transcurre
según el proyecto de Dios, pero él es el Señor de la historia y al final de los
tiempos todo se consumirá en su amor. No debemos considerarnos, pues, tan protagonistas
y tan decisivos, y debemos respetar más las conciencias de los creyentes,
conciencias iluminadas por el evangelio y fortalecidas por la docilidad al
Espíritu mucho más de lo que aceptamos. Seamos conscientes de que cuando Dios
quiere a alguien lo quiere para siempre y porque nos quiere nos creó y se
encarnó.
Allí donde no hay amor, Dios no está
presente. Toda la historia humana se reduce al amor y al desamor, al pecado y a
la gracia, a la capacidad de sentirse hijos del Padre o, por el contrario, a la
incapacidad de encontrar compañía y andar errantes y vagando por el mundo y por
la Iglesia cual nuevos Caínes. Todas las posibilidades de la verdad están con
el que ama, mientras que el que no ama no ha descubierto a Cristo por muchos
catecismos que enseñe. Si en la comunidad cristianos hubiéramos tomado en serio
las consideraciones del Apóstol, nuestra historia hubiera sido diferente y
nuestras relaciones mostrarían la gozosa fraternidad de los hijos de Dios. Si
en lugar de organizar hogueras para quemar a pobres ignorantes, homosexuales,
masturbadores o brujas, hubiésemos señalado con coraje a los incapaces de amar,
todo hubiera sido distinto; si hubiéramos proclamado que Dios quiere que los
hombres sean justos y se amen los unos a los otros, al menos, tanto como que crean
que El está verdadera y realmente presente en el sacramento eucarístico,
nuestras palabras tendrían más autoridad. Si nuestra Iglesia fuera, fundamentalmente,
una comunidad de amor y no se convirtiera, a veces, en un amasijo de clanes, seríamos verdaderos discípulos del Maestro.
A pesar de todo, resulta gozosamente
motivadora la consideración de que innumerables cristianos en la historia y
ahora mismo, aquí mismo, han considerado que no había mejor medio de transmitir
el amor de Dios que con cataplasmas, linimentos y apósitos, limpieza, justicia,
enseñanza, escucha y solidaridad. Misericordia y protección pedimos a Dios.
Misericordia, amor y cercanía es cuanto podemos ofrecer a los hermanos.
En mi vida sacerdotal he mantenido el
convencimiento de que no formaba parte de una casta, de una clase de puros que
administra a su arbitrio bienes que no son suyos. “Bendito seas, Padre, porque has descubierto estas cosas a la gente
sencilla” (Mt.11, 25), reconoció Jesús, haciéndonos comprender que todos
podemos seguir y amar a un Dios que nos habla de familia y fraternidad, de amor,
generosidad y servicio, un Dios que se hace hombre y sufre con nosotros, que
participa de nuestra vida diaria sin exigirnos carnet de identidad ni libro de
familia. Nuestra vida no siempre transcurre según el proyecto del Dios de la
vida, pero él es el Señor de la historia y al final de los tiempos todo se
consumará en su amor. Mientras tanto, nosotros, los bautizados, somos los
llamados a ser testigos y de nosotros depende el desarrollo de la creación, ser
sensibles a los signos de los tiempos y ser capaces de sugerir a los demás el
misterio de la presencia de Dios en nuestras vidas.
“Sabéis
que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No
será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor
vuestro y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro. Igual que este Hombre
no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por
todos”.
La tentación del poder y del dinero
permanece omnipresente en nuestras vidas. En el mundo eclesial resulta mucho
más peligrosa porque jugamos con las conciencias y nos amparamos con desenvoltura
en la gloria y en el nombre de Dios. “Vosotros no así”, nos advierte Cristo con
claridad meridiana. El único poder del cristiano y, por supuesto, del clero, es
el servicio, la escucha y el acompañamiento, sobre todo, a quienes más lo
necesitan. Solo así seguimos de cerca a quien, siendo Dios, vino a servir y no
a ser servido. Solo así conoceremos al hermano tal cual es, y el hermano es el
papa, los obispos y sacerdotes, todos los nacidos de mujer.
A menudo, una imagen resulta más
importante que mil palabras. Quiero recordar una escena brillante de la
película de Zeffirelli: “Hermano Sol, hermana luna” sobre san Francisco. En la
escena aparece Inocencio III, tal vez el papa más importante del Medievo, en su
trono elevado al que se llega por medio de numerosos escalones. Se encuentra en
la majestad de su gloria pontificia, con la mitra de piedras preciosas, su capa
magna espléndida, sus blancas vestiduras de lino y puntillas, su cruz de oro y
zafiros, su espléndido anillo, sus pantuflas preciosas. Los cardenales,
igualmente solemnes, le acompañaban. Inocencio mira a lo lejos del salón y ve
una mancha confusa que no puede individuar. Se alza y comienza a bajar los
escalones y a medida que baja se le van cayendo capa, puntillas, mitra y joyas,
y, a medida que se desembaraza de tal lastre, su vista es más límpida y ve con
mayor y mayor claridad a Francisco de Asís. El encuentro fraterno se produce
entre un Francisco con un burdo sayo y un pontífice con la simple alba. Al
término del encuentro, el pontífice se encamina de espaldas a su trono y según
sube los escalones vuelven a caer sobre sus hombros y sus miembros las
vestiduras y joyas, al tiempo que su visión de Francisco vuelve a ser borrosa y
termina desapareciendo.
Todo poder, y más el religioso, aleja,
ofusca y tiraniza, sino es ejercido como lo ejerció Cristo. Toda generosidad y
entrega al modo de Teresa de Calcuta, Kolbe, los hermanitos de Jesús, Oscar Arnulfo
Romero y tantos otros, y, sobre todo, tanto cristiano anónimo que con su amor y
ayuda consiguen que este mundo resulte más habitable y solidario, logran que el
reino de los cielos esté presente en medio de nosotros. Solo así la Iglesia
resultará atrayente y discípula del Maestro en un mundo tan complejo y
desconcertado.
No entiendo muy bien en qué consiste la
nueva evangelización, pero si, con palabras de Juan Pablo II, la nueva
evangelización comenzó con el Vaticano II, podríamos considerar que la nueva evangelización
trata de orientarnos hacia los brazos del Padre, quien, considerándonos
adultos, nos otorga el misterio y la fortaleza de nuestra conciencia
individual; trata de inculcarnos el convencimiento de que allí donde se genera
amor Dios está siempre presente, aunque pueda estar ausente de tantos ámbitos
en los que la palabra amor y caridad permanece en los labios, pero escasea en
el corazón; trata de convencernos de que solo el amor revoluciona la realidad. Esta
evangelización sí es nueva porque es la de siempre, la de Jesús y la del
evangelio.
Enorme fracaso, pues, si a pesar de las
apariencias nos convertimos en obstáculo y causa de alejamiento. “Aquel día,
muchos dirán: “Señor, Señor, ¿No hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre
echado demonios y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?” Yo entonces les
declararé: “Nunca os he conocido” (Mt.7, 23-24). A pesar de todo, no existe en
la historia de la humanidad tal concentración de generosidad, vidas quemadas
por los demás, creatividad permanente a favor de una sociedad más humana y
fraterna como en el conjunto de la historia del pueblo cristiano. Como siempre,
la pelota permanece en nuestro tejado.
Hermanos: Cada vida vuestra es una
historia de amor, de esfuerzos y proyectos. Cincuenta años cuántas vidas
gastadas en tantos ideales de todo género. Es hora de decir en voz alta que ha
valido la pena creer en Cristo, ser sacerdotes, esposos, padres, colaboradores
de una sociedad más acorde al proyecto divino. Es hora de abandonar tanto
llanto sobre la leche derramada y recordar que hace más por la luz el que enciende
una cerilla que el que abomina de las tinieblas. Vale la pena ser optimistas y
centrarnos en tanto amor, complicidad y disponibilidad como existe en nuestra
gente, entre nosotros, en nuestros jóvenes. Que nadie nos amargue nuestra
alegría creyente.
Dejadme concluir con un comentario que
oí una vez de un sacerdote que estaba celebrando su 85 cumpleaños y 60 aniversario
de su ordenación sacerdotal. Preguntado cómo se sentía sobre todo ello, dijo:
“¡No siempre fue fácil! Hubo algunos momentos de amargura y soledad. Muchos de los
que había en mi curso de ordenación abandonaron el sacerdocio, muchos están ya
en el cielo con el Padre, y yo también estuve tentado de hacerlo. Pero me
mantuve y, ahora, mirando atrás después de sesenta años, ¡estoy completamente
feliz con la manera como se desarrolló mi vida!”.
Para terminar estas palabras tan
personales, quisiera confirmaros con sencillez y satisfacción que durante estos
cincuenta años estoy completamente feliz, con la manera como se desarrolló mi
vida; nunca he dudado de mi sacerdocio ni de la Iglesia, y quiero deciros con
sencillez que el Señor ha estado y está conmigo, como deseo que esté siempre
con vosotros.