lunes, 12 de junio de 2023

CINCUENTA AÑOS DE ORDENACIÓN SACERDOTAL

 

CINCUENTA AÑOS DE ORDENACIÓN SACERDOTAL

 

 

 

Haré mías las palabras del novelista Morris West, que empieza su autobiografía de esta manera: “Cuando llegas a la edad de setenta y cinco años, sólo deberían quedar tres palabras en tu vocabulario: ¡gracias, gracias y gracias!”

Acabo de cumplir setenta y cinco años, y  reflexionando sobre los cincuenta de sacerdocio, afloran a mi mente muchos pensamientos y sentimientos; después de todo, la vida tiene sus estaciones. Pero el sentimiento que domina sobre todos los demás es el de gratitud: ¡gracias, gracias y gracias! Gracias a Dios, a la Iglesia, a mis parroquias,  a mi familia, a los muchos amigos que me han amado y ayudado, y a los miles de personas con las que me he encontrado en esos cincuenta años de ministerio.

Hace cincuenta años, un 9 de junio de 1973, Vigilia de Pentecostés, fuimos ordenados sacerdotes por el Siervo de Dios de José María García Lahiguera, en la Santa Iglesia Catedral de Valencia

Eran días de esperanza e ilusiones en la Iglesia, nos creíamos capaces de configurar una nueva época en una Iglesia renovada, ilusionada e ilusionante.

La Santa Iglesia Catedral estaba rebosante de sacerdotes, de amigos, de miembros de las diversas parroquias donde habíamos vividos los últimos años de convictorio sacerdotal, así como familiares.

Hace cincuenta años se encontraban junto a mí personas que me estimaban o me querían no tanto por mis meritos sino por motivos de paisanaje o familiares.

Hoy, sin embargo, me encuentro en una situación única: Al dirigir la palabra y recorrer la mirada por los hermosos templos por donde he vivido mis años sacerdotales experimento una emoción profunda: Quienes me rodean están unidos a mí por historias personales, por relaciones entrañables, porque habéis sido importantes en un momento de mi vida.

En mi vida sacerdotal se entrecruzan multitud de historias de amor, de estima y de afecto. Cuántas horas he pasado con tantos jóvenes, adultos y mayores. Cuantas ilusiones, amores incipientes y desconciertos compartíais conmigo.

He recibido tantas gratitudes de los miembros de las diversas parroquias donde he desarrollado mi actividad sacerdotal y yo asistido emocionado y asombrado a la evolución y madurez de tantos jóvenes, matrimonio y adultos

Algo parecido me ha pasado en tantos años de enseñanza en los colegios Castellano de Valencia, Nuestra señora de la asunción de Alboraya y la Escuela de Gestión Comercial Marketing (ESIC) de Valencia; pones lo mejor de ti mismo, pero nunca sabes si sirve para algo.

De repente, en tantas ocasiones, a veces muchos años después, te enteras que aquella siembra ha quedado prendida en personas que saben más que tú y actúan responsablemente en la sociedad.

Otro tanto puedo afirmar de todos los sacerdotes con quienes he tratado y colaborado de tantas maneras y ahora estáis aquí tenemos distintas sensibilidades, distintas trayectorias y actitudes tanto en la sociedad como en la Iglesia, pero creo poder afirmar que nos estimamos y nos queremos, con un afecto real que no afecta el paso del tiempo ni el vernos más o menos, según las circunstancias. Por eso, alrededor del altar, seremos capaces de celebrar el rito en su sentido más profundo de comunión. A causa de estas historias personales, este es un tiempo precioso de fraternidad compartida, y creo sentir que circula entre todos nosotros un fluido de amistad entrelazada.

Eso hace que no nos encontremos simplemente en una ceremonia sino en un encuentro de gente reunida por lazos de verdadero cariño. Gracias a todos por estos cincuenta años en los que hemos creado este tejido.

Mi llamada inicial al sacerdocio no fue cuestión de romance. No ingresé en el seminario porque me atrajera. Al contrario. Esto no era lo que yo deseaba.

Entre al Seminario Conciliar de Segorbe el año 1960. No tenía otro camino en mi pueblo para estudiar que “marchar” al Seminario; allí estuve muy pocos días, por Juan XXIII reestructuró las diócesis de Segorbe y Valencia y mi parroquia de Santa Marina de Torrebaja pasó a la diócesis de Valencia y tuve que incorporarme a al Seminario Metropolitano de Valencia. Aquí viví momentos inolvidables que fueron constituyendo mi vida y diseñando mi vocación sacerdotal. En el Seminario Menor nació mi vocación al sacerdocio. Hoy, puede ser que la gente cuestione el criterio y la libertad de tal decisión, pero mirando hacia atrás después de todos estos años, puedo decir honradamente que esta es la decisión es la más clara, pura y generosa que he tomado hasta ahora en mi vida. No tengo la menor pesadumbre. Al terminar el Bachillerato decidí dar el paso: Me incorporé a los estudios filosóficos con una vocación muy bien diseñada.

Digo esto porque, conociéndome y conociendo mis heridas, conozco también que yo no habría sido aproximadamente tan feliz en ningún otro estilo de vida. Fomento algunas profundas heridas, no morales sino heridas del corazón, y esas mismas heridas han sido, por la gracia de Dios, una fuente de riqueza en mi ministerio.

Además, he sido bendecido en los diversos ministerios que me han asignado mis superiores. Como sacerdote, en Nuestra Señora del Pilar, san Maximiliano María Kolbe, en Nuestra Señora de los Ángeles o santa María del Mar. Y ahora en San Mateó Apóstol y Evangelista. He sido acompañante de jóvenes matrimonios, de Mujeres Trabajadoras, de Adoradores Nocturnos y de cuanto vuelo suelto navegara por los alrededores. Todo esto, sin marginar mis trabajos periodísticos en Radio Nacional de España, Cadena Ser y la COPE, así como en la revista de información religiosa “Vida Nueva”.

Me parece que de distintas maneras y con agua distinta he cantado siempre el mismo verso, he enseñado siempre la apasionante historia de la vida de los creyentes, el predominio de la gracia sobre el pecado siempre presente, la fuerza creadora y purificadora del espíritu en vasijas siempre de barro. A pesar de todas las limitaciones e infidelidades que, a modo de cascada, infectan nuestra historia en todos sus niveles, podemos repetir con el cura rural de Bernanós, “todo es gracia”.

Un personaje que me ha acompañado en mi camino creyente, en mi labor sacerdotal y en mi visión de la historia de la Iglesia ha sido la vocación de Jeremías: “¡Ay Señor mío! Mira que no se hablar, que soy un muchacho”. El Señor contestó: “No me digas que eres un muchacho: que a donde yo te envíe, irás; lo que yo te mande, lo dirás. No les tengas miedo que yo estoy contigo”.

A menudo, en mi vida he tenido la sensación de ser dirigida y llevada y no siempre según mi voluntad, aunque nunca en contra de ella.

La vocación de Jeremías me sugiere, además, el convencimiento de que el creyente es un hombre libre y autónomo porque goza del tesoro de su conciencia y de su responsabilidad. Aunque hablamos mucho de que el Espíritu actúa en cada uno de nosotros y de que la conciencia es la última instancia responsable de nuestras decisiones, en realidad, no pocas veces desconfiamos de esa libertad absoluta del espíritu y quedamos más tranquilos si nos ceñimos a las determinaciones del Derecho Canónico y del Magisterio para dirigir nuestras conciencias.

Sin embargo, estoy convencido de que nuestra primera responsabilidad consiste en conseguir que nuestras conciencias sean capaces de discernir y decidir por sí mismas siguiendo la inspiración del Señor.

En efecto, aunque sentirse en manos de la providencia y el misterio pueda reducirse a una mera frase rutinaria, no cabe duda de que vivir y experimentar en nuestra conciencia la presencia del misterio transforma nuestra vida y libera nuestro cristianismo de fórmulas y prácticas banales y, en el fondo, vacías, y nos ayuda a mostrarnos responsables y consecuentes con lo que hemos recibido.

El sacerdote es el hermano que debiera estar en este camino con gran humildad y disponibilidad. En ese encuentro de Dios con la criatura él no es actor ni protagonista, pero puede escuchar, servir y sobre todo amar. Mientras sea capaz de amar, puede ayudar.

Nuestra historia no siempre transcurre según el proyecto de Dios, pero él es el Señor de la historia y al final de los tiempos todo se consumirá en su amor. No debemos considerarnos, pues, tan protagonistas y tan decisivos, y debemos respetar más las conciencias de los creyentes, conciencias iluminadas por el evangelio y fortalecidas por la docilidad al Espíritu mucho más de lo que aceptamos. Seamos conscientes de que cuando Dios quiere a alguien lo quiere para siempre y porque nos quiere nos creó y se encarnó.

Allí donde no hay amor, Dios no está presente. Toda la historia humana se reduce al amor y al desamor, al pecado y a la gracia, a la capacidad de sentirse hijos del Padre o, por el contrario, a la incapacidad de encontrar compañía y andar errantes y vagando por el mundo y por la Iglesia cual nuevos Caínes. Todas las posibilidades de la verdad están con el que ama, mientras que el que no ama no ha descubierto a Cristo por muchos catecismos que enseñe. Si en la comunidad cristianos hubiéramos tomado en serio las consideraciones del Apóstol, nuestra historia hubiera sido diferente y nuestras relaciones mostrarían la gozosa fraternidad de los hijos de Dios. Si en lugar de organizar hogueras para quemar a pobres ignorantes, homosexuales, masturbadores o brujas, hubiésemos señalado con coraje a los incapaces de amar, todo hubiera sido distinto; si hubiéramos proclamado que Dios quiere que los hombres sean justos y se amen los unos a los otros, al menos, tanto como que crean que El está verdadera y realmente presente en el sacramento eucarístico, nuestras palabras tendrían más autoridad. Si nuestra Iglesia fuera, fundamentalmente, una comunidad de amor y no se convirtiera, a veces, en un amasijo de clanes,  seríamos verdaderos discípulos del Maestro.

A pesar de todo, resulta gozosamente motivadora la consideración de que innumerables cristianos en la historia y ahora mismo, aquí mismo, han considerado que no había mejor medio de transmitir el amor de Dios que con cataplasmas, linimentos y apósitos, limpieza, justicia, enseñanza, escucha y solidaridad. Misericordia y protección pedimos a Dios. Misericordia, amor y cercanía es cuanto podemos ofrecer a los hermanos.

En mi vida sacerdotal he mantenido el convencimiento de que no formaba parte de una casta, de una clase de puros que administra a su arbitrio bienes que no son suyos. “Bendito seas, Padre,  porque has descubierto estas cosas a la gente sencilla” (Mt.11, 25), reconoció Jesús, haciéndonos comprender que todos podemos seguir y amar a un Dios que nos habla de familia y fraternidad, de amor, generosidad y servicio, un Dios que se hace hombre y sufre con nosotros, que participa de nuestra vida diaria sin exigirnos carnet de identidad ni libro de familia. Nuestra vida no siempre transcurre según el proyecto del Dios de la vida, pero él es el Señor de la historia y al final de los tiempos todo se consumará en su amor. Mientras tanto, nosotros, los bautizados, somos los llamados a ser testigos y de nosotros depende el desarrollo de la creación, ser sensibles a los signos de los tiempos y ser capaces de sugerir a los demás el misterio de la presencia de Dios en nuestras vidas.

 “Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro. Igual que este Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos”.

La tentación del poder y del dinero permanece omnipresente en nuestras vidas. En el mundo eclesial resulta mucho más peligrosa porque jugamos con las conciencias y nos amparamos con desenvoltura en la gloria y en el nombre de Dios. “Vosotros no así”, nos advierte Cristo con claridad meridiana. El único poder del cristiano y, por supuesto, del clero, es el servicio, la escucha y el acompañamiento, sobre todo, a quienes más lo necesitan. Solo así seguimos de cerca a quien, siendo Dios, vino a servir y no a ser servido. Solo así conoceremos al hermano tal cual es, y el hermano es el papa, los obispos y sacerdotes, todos los nacidos de mujer.

A menudo, una imagen resulta más importante que mil palabras. Quiero recordar una escena brillante de la película de Zeffirelli: “Hermano Sol, hermana luna” sobre san Francisco. En la escena aparece Inocencio III, tal vez el papa más importante del Medievo, en su trono elevado al que se llega por medio de numerosos escalones. Se encuentra en la majestad de su gloria pontificia, con la mitra de piedras preciosas, su capa magna espléndida, sus blancas vestiduras de lino y puntillas, su cruz de oro y zafiros, su espléndido anillo, sus pantuflas preciosas. Los cardenales, igualmente solemnes, le acompañaban. Inocencio mira a lo lejos del salón y ve una mancha confusa que no puede individuar. Se alza y comienza a bajar los escalones y a medida que baja se le van cayendo capa, puntillas, mitra y joyas, y, a medida que se desembaraza de tal lastre, su vista es más límpida y ve con mayor y mayor claridad a Francisco de Asís. El encuentro fraterno se produce entre un Francisco con un burdo sayo y un pontífice con la simple alba. Al término del encuentro, el pontífice se encamina de espaldas a su trono y según sube los escalones vuelven a caer sobre sus hombros y sus miembros las vestiduras y joyas, al tiempo que su visión de Francisco vuelve a ser borrosa y termina desapareciendo.

Todo poder, y más el religioso, aleja, ofusca y tiraniza, sino es ejercido como lo ejerció Cristo. Toda generosidad y entrega al modo de Teresa de Calcuta, Kolbe, los hermanitos de Jesús, Oscar Arnulfo Romero y tantos otros, y, sobre todo, tanto cristiano anónimo que con su amor y ayuda consiguen que este mundo resulte más habitable y solidario, logran que el reino de los cielos esté presente en medio de nosotros. Solo así la Iglesia resultará atrayente y discípula del Maestro en un mundo tan complejo y desconcertado.

No entiendo muy bien en qué consiste la nueva evangelización, pero si, con palabras de Juan Pablo II, la nueva evangelización comenzó con el Vaticano II, podríamos considerar que la nueva evangelización trata de orientarnos hacia los brazos del Padre, quien, considerándonos adultos, nos otorga el misterio y la fortaleza de nuestra conciencia individual; trata de inculcarnos el convencimiento de que allí donde se genera amor Dios está siempre presente, aunque pueda estar ausente de tantos ámbitos en los que la palabra amor y caridad permanece en los labios, pero escasea en el corazón; trata de convencernos de que solo el amor revoluciona la realidad. Esta evangelización sí es nueva porque es la de siempre, la de Jesús y la del evangelio.

Enorme fracaso, pues, si a pesar de las apariencias nos convertimos en obstáculo y causa de alejamiento. “Aquel día, muchos dirán: “Señor, Señor, ¿No hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?” Yo entonces les declararé: “Nunca os he conocido” (Mt.7, 23-24). A pesar de todo, no existe en la historia de la humanidad tal concentración de generosidad, vidas quemadas por los demás, creatividad permanente a favor de una sociedad más humana y fraterna como en el conjunto de la historia del pueblo cristiano. Como siempre, la pelota permanece en nuestro tejado.

Hermanos: Cada vida vuestra es una historia de amor, de esfuerzos y proyectos. Cincuenta años cuántas vidas gastadas en tantos ideales de todo género. Es hora de decir en voz alta que ha valido la pena creer en Cristo, ser sacerdotes, esposos, padres, colaboradores de una sociedad más acorde al proyecto divino. Es hora de abandonar tanto llanto sobre la leche derramada y recordar que hace más por la luz el que enciende una cerilla que el que abomina de las tinieblas. Vale la pena ser optimistas y centrarnos en tanto amor, complicidad y disponibilidad como existe en nuestra gente, entre nosotros, en nuestros jóvenes. Que nadie nos amargue nuestra alegría creyente.

Dejadme concluir con un comentario que oí una vez de un sacerdote que estaba celebrando su 85 cumpleaños y 60 aniversario de su ordenación sacerdotal. Preguntado cómo se sentía sobre todo ello, dijo: “¡No siempre fue fácil! Hubo algunos momentos de amargura y soledad. Muchos de los que había en mi curso de ordenación abandonaron el sacerdocio, muchos están ya en el cielo con el Padre, y yo también estuve tentado de hacerlo. Pero me mantuve y, ahora, mirando atrás después de sesenta años, ¡estoy completamente feliz con la manera como se desarrolló mi vida!”.

Para terminar estas palabras tan personales, quisiera confirmaros con sencillez y satisfacción que durante estos cincuenta años estoy completamente feliz, con la manera como se desarrolló mi vida; nunca he dudado de mi sacerdocio ni de la Iglesia, y quiero deciros con sencillez que el Señor ha estado y está conmigo, como deseo que esté siempre con vosotros.

 

 

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