domingo, 4 de junio de 2023

LA FIESTA DE LA SANGRE: DEL CULTO LITÚRGICO A LA PIEDAD POPULAR

 

LA FIESTA DE LA SANGRE:

DEL CULTO LITÚRGICO A LA PIEDAD POPULAR

 

 

 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

El misterio de la Sangre de Cristo ocupa un puesto central en la fe y en la salvación y por tanto en el campo de la religiosidad popular con diversas festividades y advocaciones centrándose en la figura icónica del “Ecce Homo”

Esta devoción y el culto a la Preciosísima Sangre de Jesucristo son de fuerte arraigo en la historia de la Iglesia, alcanzando en la Edad Media un gran apogeo. En España se va a propagar primeramente por Cataluña, donde a finales del siglo XIV san Vicente Ferrer funda en la iglesia de Nuestra Señora del Pino de Barcelona la Archicofradía de la Sangre. Después se propaga y extiende por el Reino de Valencia la devoción a la Preciosa Sangre del Redentor, fundando en Valencia el arzobispo san Juan de Ribera, gran propulsor de la devoción a la Sangre de Cristo, la Hermandad de la misma advocación, así mismo siguen las fundaciones por ciudades como Xátiva 1520-1530, Alcoi 1545, Cullera 1546, Oliva (1596), y Requena 1560, entre otras. Será la Orden de la Merced la que hará suyo en el siglo XV la propagación del culto a la Sangre de Cristo, apoyando la fundación de instituciones en todos sus conventos con este objetivo devocional, muy especialmente en los de nueva fundación. Hemos de recordar que el fundador san Vicente Ferrer era acompañado en sus viajes apostólicos por el padre mercedario fray Juan Gilabert Jofré.

En nuestros días, concretamente el 30 de junio de 1960, san Juan XXIII escribió la carta apostólica Inde a primis, sobre el fomento del culto a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Había sido el papa Pío IX quien, en 1849, instituyó la fiesta litúrgica en honor de esta singular devoción, fijándola el primer domingo de julio, mientras que después san Pío X la trasladó al día 1 de julio. Por eso, este mes ha quedado asociado, en la piedad popular, al recuerdo del infinito amor de Cristo.

Esta advocación -- cofradías cuyo titular es la Preciosísima Sangre (Pego, Picanya), Santísima Sangre (Denia, Lliria), Purísima Sangre (Sagunto, Tavernes de Valldigna), aparece en nuestros pueblos en el siglo XVI gracias a la bula dada por el papa Pablo III y fechada el 14 de abril de 1540, cuyas causas remotas, podemos citar las Cruzadas y la custodia de Tierra Santa, la devoción a la humanidad de Cristo, los disciplinantes y la Peste Negra. Otros elementos, se circunscriben más al ámbito territorial en el que se desarrollan estas cofradías o hermandades y entre ellos nos encontramos con la figura de san Vicente Ferrer, los milagros eucarísticos (Llutxent) que suceden en el Reino de Valencia y la presencia del Santo Cáliz de la Cena en la catedral de Valencia.

La presencia de la reliquia del Santo Cáliz de la Cena en la Catedral de Valencia contribuyó a la difusión de la devoción a la Sangre de Cristo. Éste Cáliz, llegado a Valencia en 1424, es el que, según la tradición, usó el Señor para consagrar el vino en la última Cena. Desde Jerusalén fue llevado a Roma, donde lo utilizaron los primeros Papas en la celebración de la Santa Misa, como recoge el canon romano en las palabras que anteceden a la consagración del vino: “acabada la cena, tomó éste cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias te bendijo, y lo dio a sus discípulos…”

San Juan de Ribera fue el arzobispo que puso en práctica los decretos del concilio de Trento para la renovación de la vida cristiana en la diócesis, y aunque por distintos motivos no convocó ningún concilio provincial, sí que reunió siete sínodos diocesanos entre 1578 y 1607 y efectuó once visitas pastorales a la diócesis, dictando claras normas para favorecer la vida cristiana y aumentar el nivel religioso de la sociedad; entre otras, dio normas para el desarrollo correcto de la vida de las Hermandades y Cofradías.

Parece claro que el culto a la Sangre de Cristo desde sus mismos comienzos ha estado íntimamente unido al de la Eucaristía, si bien es cierto que a lo largo de los siglos fue desarrollándose más profusamente la adoración al Cuerpo de Cristo que a su Sangre ya que progresivamente, por una parte los fieles fueron dejando de recibirla en la Sagrada Comunión y, por otra, tampoco quedaba reservada para administración a los enfermos y su adoración cotidiana, por los graves inconvenientes que entrañaba.

El elemento de gran importancia en el campo de la religiosidad popular es el culto a la imagen sacra: el Ecce Homo. Este icono cristológico constituye el tema iconográfico paradigmático en la expresión de la fe a la Sangre de Cristo. Es un icono bien considerado desde antiguo por la sensibilidad española, querenciosa de versiones directas y concretas para acercarse al misterio de la Sangre de Cristo.

El Ecce Homo asume la “función hierofánica” en cuanto que hace cercana la divinidad a los fieles. El icono cristológico se convierte en un referente para toda comunidad popular y en símbolo de su identidad colectiva.

En el Ecce Homo se subraya el dolor físico y moral de Cristo en la soledad del ultraje, preparando para el tipo iconográfico su definitiva emancipación del hecho narrativo. En efecto, el Ecce Homo corresponde en el relato joánico (19, 1-5) a la Ostentatio Christi o presentación de Cristo al pueblo por Pilatos.

La genérica nomenclatura del Ecce Homo admite también la imagen aislada de Cristo durante la coronación de espinas, el episodio más cercano en el relato evangélico y que comporta iguales atributos, con la única distinción de la posición sedente o en pie de Cristo.

Igualmente se identifica con el Cristo de la Humildad y Paciencia o Cristo pensativo sentado en una peña, esperando la crucifixión, tipo de gran éxito devocional por su impacto emotivo y muy difundido a partir de las estampas de Durero, o también con el Cristo Varón de Dolores, mostrando sus llagas, tipo nórdico medieval procedente de la Misa de San Gregorio, de marcado carácter simbólico.

El potencial narrativo y emocionante del Ecce Homo fue recogido a la perfección por nuestros místicos. Así lo meditaba Fray Luis de Granada: “Mira pues agora, ánima mía, quién sea este Señor, que teniendo imagen de Rey, está como siervo despreciado, lleno de confusión. Está coronado con corona; mas esa corona traspasa su cabeza con agudas espinas. Está vestido de púrpura real; mas en ella no es honrado, sino despreciado. Tiene por cetro real una caña en la mano; mas con ella le hieren en la cabeza. Adóranlo hincadas las rodillas, y llámanlo rey; mas escupen su rostro, y danle de bofetadas y pescozones”

Fray Luis de Granada lo expresa meridianamente, continuando su devota meditación sobre el Ecce Homo: “Y no pienses esto como cosa ya pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. A ti mismo te pon en lugar del que padesce, y mira lo que sintieras si en una parte tan sensible como en la cabeza te hincases muchas y muy agudas espinas que penetras en hasta los huesos...”

La espiritualidad de la catolicidad militante de la Contrarreforma exalta la esencial cualidad ética del Misterio de la Redención del género humano. Las reflexiones de Luis de la Palma, en su Historia de la Sagrada Pasión, parecen confirmarlo: “quiso el Señor que, para sus amigos y fieles imitadores, la afrenta y el dolor fuesen como dos joyas de inestimable precio, las cuales Él en su reino dejaba vinculadas a su corona”.

Por otro lado, su cualidad ritual, que encuentra en los mecanismos de la retórica sus modelos de inmediatez y eficacia, abunda en la inmanencia de estas imágenes, tan cara a la modernidad, potenciando el impacto emocional sobre el devoto. Por ello recomendaba Fray Luis de Granada: “Demás desto conviene en todos estos pasos tener a Cristo ante los ojos presente, y hacer cuenta que le tenemos delante cuando padesce, y tener cuenta no sólo con la historia de su Pasión, sino también con todas las circunstancias della, especialmente estas cuatro (...): quién padesce, por quién padesce, cómo padesce, por qué causa padesce”.

Como dijo san Juan Pablo II en su carta apostólica Salvici doloris, de 1984, en Jesucristo, el sufrimiento es vencido por el amor; y su sangre ofrece un excelente símbolo de esta dinámica salvífica.

Con el misterio de la Sangre salvadora se relacionan o remiten al mismo: el acontecimiento de la Encarnación del Verbo (cfr. Jn 1,14) y el rito de incorporación del recién nacido Jesús al pueblo de la Antigua Alianza, mediante la circuncisión.

Igualmente a la figura bíblica del Cordero, con una multitud de aspectos e implicaciones: "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo"; en la que confluye la imagen del "Siervo sufriente" de Isaías 53, que carga sobre sí los sufrimientos y el pecado de la humanidad o el "Cordero pascual", símbolo de la redención de Israel.

La Sangre está unida también al "cáliz de la pasión", del que habla Jesús, aludiendo a su inminente muerte redentora, cuando pregunta a los hijos de Zebedeo: "¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?" y el cáliz de la agonía del huerto de los olivos, acompañado del sudor de sangre.

El cáliz eucarístico, que en el signo del vino contiene la Sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por la remisión de los pecados, y es memorial de la Pascua del Señor y bebida de salvación, conforme a las palabras del Maestro: "el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día".

El acontecimiento de la muerte, porque mediante la sangre derramada en la Cruz, Cristo puso en paz el cielo y la tierra: el golpe de la lanza que atravesó al Cordero inmolado, de cuyo costado abierto brotaron sangre y agua, testimonio de la redención realizada, signo de la vida sacramental de la Iglesia – agua y sangre, Bautismo y Eucaristía --, símbolo de la Iglesia nacida de Cristo dormido en la Cruz.

Los fieles cristianos han encontrado sus cauces para expresar la devoción a la Sangre derramada en pasión de Jesucristo. Adviértase que la piedad hacia Cristo puede quedar obscurecida inadecuadamente frente a los santos y la Virgen, que son titulares de muchas más cofradías, ermitas o iglesias, y sus fiestas objeto de voto, precisamente porque ya de por sí los misterios de la Encarnación y la Pasión son centrales en la religiosidad y en la liturgia: mientras hay que buscar santos intercesores y protectores, se cuenta de base con la Redención y se tributa culto a Cristo en las fiestas más importantes del año litúrgico. De modo que, como en otros lugares, no hay por qué negar que al final del Medievo triunfara la piedad patética hacia Cristo sufriente, aunque sería algo más tarde cuando cristalizara en hermandades pasionistas, penitenciales y disciplinantes.

En toda Europa, en los reinos hispánicos parece confirmarse el afán de revivir y apropiarse sensorialmente los misterios más dramáticos de la Salvación realizada por Cristo, dentro y fuera del un marco litúrgico. Pero parece que debe relativizarse la afirmación rotunda de un cristocentrismo radical por encima de la devoción a los santos y a la Virgen; es más adecuado hablar de cambios titubeantes, y no lineales, en la espiritualidad de los creyentes medios. El culto interiorizado de compasión a los dolores de Cristo coincidiría con el sentido difuso de la divinidad y la obligación del hombre de servir a Dios, acompañados de la falta de una conciencia nítida sobre la especificidad esencial del cristianismo, la encarnación de Dios en la humanidad. Los intercesores eran necesarios, y la cruz siempre fue lo que la liturgia del Viernes Santo ha cantado y sigue cantando durante el ritual de su adoración: el árbol del que estuvo clavada la salvación del mundo.

 

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