LA FIESTA DE LA SANGRE:
DEL CULTO LITÚRGICO A LA PIEDAD POPULAR
Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Delegado Episcopal de Religiosidad Popular
El misterio de la Sangre de Cristo ocupa
un puesto central en la fe y en la salvación y por tanto en el campo de la
religiosidad popular con diversas festividades y advocaciones centrándose en la
figura icónica del “Ecce Homo”
Esta devoción y el culto a la
Preciosísima Sangre de Jesucristo son de fuerte arraigo en la historia de la Iglesia,
alcanzando en la Edad Media un gran apogeo. En España se va a propagar
primeramente por Cataluña, donde a finales del siglo XIV san Vicente Ferrer
funda en la iglesia de Nuestra Señora del Pino de Barcelona la Archicofradía de
la Sangre. Después se propaga y extiende por el Reino de Valencia la devoción a
la Preciosa Sangre del Redentor, fundando en Valencia el arzobispo san Juan de
Ribera, gran propulsor de la devoción a la Sangre de Cristo, la Hermandad de la
misma advocación, así mismo siguen las fundaciones por ciudades como Xátiva
1520-1530, Alcoi 1545, Cullera 1546, Oliva (1596), y Requena 1560, entre otras.
Será la Orden de la Merced la que hará suyo en el siglo XV la propagación del
culto a la Sangre de Cristo, apoyando la fundación de instituciones en todos
sus conventos con este objetivo devocional, muy especialmente en los de nueva
fundación. Hemos de recordar que el fundador san Vicente Ferrer era acompañado en
sus viajes apostólicos por el padre mercedario fray Juan Gilabert Jofré.
En nuestros días, concretamente el 30 de
junio de 1960, san Juan XXIII escribió la carta apostólica Inde a primis, sobre el fomento del culto a la Preciosísima Sangre
de Nuestro Señor Jesucristo. Había sido el papa Pío IX quien, en 1849,
instituyó la fiesta litúrgica en honor de esta singular devoción, fijándola el
primer domingo de julio, mientras que después san Pío X la trasladó al día 1 de
julio. Por eso, este mes ha quedado asociado, en la piedad popular, al recuerdo
del infinito amor de Cristo.
Esta advocación -- cofradías cuyo
titular es la Preciosísima Sangre (Pego, Picanya), Santísima Sangre (Denia,
Lliria), Purísima Sangre (Sagunto, Tavernes de Valldigna), aparece en nuestros
pueblos en el siglo XVI gracias a la bula dada por el papa Pablo III y fechada
el 14 de abril de 1540, cuyas causas remotas, podemos citar las Cruzadas y la
custodia de Tierra Santa, la devoción a la humanidad de Cristo, los disciplinantes
y la Peste Negra. Otros elementos, se circunscriben más al ámbito territorial
en el que se desarrollan estas cofradías o hermandades y entre ellos nos
encontramos con la figura de san Vicente Ferrer, los milagros eucarísticos (Llutxent)
que suceden en el Reino de Valencia y la presencia del Santo Cáliz de la Cena
en la catedral de Valencia.
La presencia de la reliquia del Santo Cáliz
de la Cena en la Catedral de Valencia contribuyó a la difusión de la devoción a
la Sangre de Cristo. Éste Cáliz, llegado a Valencia en 1424, es el que, según
la tradición, usó el Señor para consagrar el vino en la última Cena. Desde
Jerusalén fue llevado a Roma, donde lo utilizaron los primeros Papas en la
celebración de la Santa Misa, como recoge el canon romano en las palabras que
anteceden a la consagración del vino:
“acabada la cena, tomó éste cáliz glorioso en sus santas y venerables manos,
dando gracias te bendijo, y lo dio a sus discípulos…”
San Juan de Ribera fue el arzobispo que
puso en práctica los decretos del concilio de Trento para la renovación de la
vida cristiana en la diócesis, y aunque por distintos motivos no convocó ningún
concilio provincial, sí que reunió siete sínodos diocesanos entre 1578 y 1607 y
efectuó once visitas pastorales a la diócesis, dictando claras normas para
favorecer la vida cristiana y aumentar el nivel religioso de la sociedad; entre
otras, dio normas para el desarrollo correcto de la vida de las Hermandades y Cofradías.
Parece claro que el culto a la Sangre de
Cristo desde sus mismos comienzos ha estado íntimamente unido al de la
Eucaristía, si bien es cierto que a lo largo de los siglos fue desarrollándose
más profusamente la adoración al Cuerpo de Cristo que a su Sangre ya que
progresivamente, por una parte los fieles fueron dejando de recibirla en la
Sagrada Comunión y, por otra, tampoco quedaba reservada para administración a
los enfermos y su adoración cotidiana, por los graves inconvenientes que
entrañaba.
El elemento de gran importancia en el
campo de la religiosidad popular es el culto a la imagen sacra: el Ecce Homo.
Este icono cristológico constituye el tema iconográfico paradigmático en la
expresión de la fe a la Sangre de Cristo. Es un icono bien considerado desde
antiguo por la sensibilidad española, querenciosa de versiones directas y
concretas para acercarse al misterio de la Sangre de Cristo.
El Ecce Homo asume la “función
hierofánica” en cuanto que hace cercana la divinidad a los fieles. El icono
cristológico se convierte en un referente para toda comunidad popular y en símbolo
de su identidad colectiva.
En el Ecce Homo se subraya el dolor
físico y moral de Cristo en la soledad del ultraje, preparando para el tipo
iconográfico su definitiva emancipación del hecho narrativo. En efecto, el Ecce
Homo corresponde en el relato joánico (19, 1-5) a la Ostentatio Christi o presentación de Cristo al pueblo por Pilatos.
La genérica nomenclatura del Ecce Homo
admite también la imagen aislada de Cristo durante la coronación de espinas, el
episodio más cercano en el relato evangélico y que comporta iguales atributos,
con la única distinción de la posición sedente o en pie de Cristo.
Igualmente se identifica con el Cristo
de la Humildad y Paciencia o Cristo pensativo sentado en una peña, esperando la
crucifixión, tipo de gran éxito devocional por su impacto emotivo y muy
difundido a partir de las estampas de Durero, o también con el Cristo Varón de
Dolores, mostrando sus llagas, tipo nórdico medieval procedente de la Misa de
San Gregorio, de marcado carácter simbólico.
El potencial narrativo y emocionante del
Ecce Homo fue recogido a la perfección por nuestros místicos. Así lo meditaba
Fray Luis de Granada: “Mira pues agora,
ánima mía, quién sea este Señor, que teniendo imagen de Rey, está como siervo
despreciado, lleno de confusión. Está coronado con corona; mas esa corona
traspasa su cabeza con agudas espinas. Está vestido de púrpura real; mas en
ella no es honrado, sino despreciado. Tiene por cetro real una caña en la mano;
mas con ella le hieren en la cabeza. Adóranlo hincadas las rodillas, y llámanlo
rey; mas escupen su rostro, y danle de bofetadas y pescozones”
Fray Luis de Granada lo expresa
meridianamente, continuando su devota meditación sobre el Ecce Homo: “Y no pienses esto como cosa ya pasada, sino
como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. A ti mismo te pon en
lugar del que padesce, y mira lo que sintieras si en una parte tan sensible
como en la cabeza te hincases muchas y muy agudas espinas que penetras en hasta
los huesos...”
La espiritualidad de la catolicidad
militante de la Contrarreforma exalta la esencial cualidad ética del Misterio
de la Redención del género humano. Las reflexiones de Luis de la Palma, en su
Historia de la Sagrada Pasión, parecen confirmarlo: “quiso el Señor que, para
sus amigos y fieles imitadores, la afrenta y el dolor fuesen como dos joyas de
inestimable precio, las cuales Él en su reino dejaba vinculadas a su corona”.
Por otro lado, su cualidad ritual, que
encuentra en los mecanismos de la retórica sus modelos de inmediatez y eficacia,
abunda en la inmanencia de estas imágenes, tan cara a la modernidad,
potenciando el impacto emocional sobre el devoto. Por ello recomendaba Fray
Luis de Granada: “Demás desto conviene en
todos estos pasos tener a Cristo ante los ojos presente, y hacer cuenta que le
tenemos delante cuando padesce, y tener cuenta no sólo con la historia de su
Pasión, sino también con todas las circunstancias della, especialmente estas
cuatro (...): quién padesce, por quién padesce, cómo padesce, por qué causa
padesce”.
Como dijo san Juan Pablo II en su carta
apostólica Salvici doloris, de 1984,
en Jesucristo, el sufrimiento es vencido por el amor; y su sangre ofrece un
excelente símbolo de esta dinámica salvífica.
Con el misterio de la Sangre salvadora
se relacionan o remiten al mismo: el acontecimiento de la Encarnación del Verbo
(cfr. Jn 1,14) y el rito de incorporación del recién nacido Jesús al pueblo de
la Antigua Alianza, mediante la circuncisión.
Igualmente a la figura bíblica del
Cordero, con una multitud de aspectos e implicaciones: "Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo"; en la que confluye la imagen del
"Siervo sufriente" de Isaías 53, que carga sobre sí los sufrimientos
y el pecado de la humanidad o el "Cordero pascual", símbolo de la
redención de Israel.
La Sangre está unida también al "cáliz
de la pasión", del que habla Jesús, aludiendo a su inminente muerte
redentora, cuando pregunta a los hijos de Zebedeo: "¿Podéis beber el cáliz
que yo voy a beber?" y el cáliz de la agonía del huerto de los olivos,
acompañado del sudor de sangre.
El cáliz eucarístico, que en el signo
del vino contiene la Sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por la
remisión de los pecados, y es memorial de la Pascua del Señor y bebida de
salvación, conforme a las palabras del Maestro: "el que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día".
El acontecimiento de la muerte, porque
mediante la sangre derramada en la Cruz, Cristo puso en paz el cielo y la
tierra: el golpe de la lanza que atravesó al Cordero inmolado, de cuyo costado
abierto brotaron sangre y agua, testimonio de la redención realizada, signo de
la vida sacramental de la Iglesia – agua y sangre, Bautismo y Eucaristía --,
símbolo de la Iglesia nacida de Cristo dormido en la Cruz.
Los fieles cristianos
han encontrado sus cauces para expresar la devoción a la Sangre derramada en pasión
de Jesucristo. Adviértase que la piedad hacia Cristo puede quedar obscurecida
inadecuadamente frente a los santos y la Virgen, que son titulares de muchas
más cofradías, ermitas o iglesias, y sus fiestas objeto de voto, precisamente
porque ya de por sí los misterios de la Encarnación y la Pasión son centrales
en la religiosidad y en la liturgia: mientras hay que buscar santos
intercesores y protectores, se cuenta de base con la Redención y se tributa
culto a Cristo en las fiestas más importantes del año litúrgico. De modo que,
como en otros lugares, no hay por qué negar que al final del Medievo triunfara
la piedad patética hacia Cristo sufriente, aunque sería algo más tarde cuando
cristalizara en hermandades pasionistas, penitenciales y disciplinantes.
En toda Europa, en los reinos hispánicos parece
confirmarse el afán de revivir y apropiarse sensorialmente los misterios más
dramáticos de la Salvación realizada por Cristo, dentro y
fuera del un marco litúrgico. Pero parece que debe relativizarse la afirmación rotunda
de un cristocentrismo radical por encima de la devoción a los santos y a la
Virgen; es más adecuado hablar de cambios titubeantes, y no lineales, en la espiritualidad
de los creyentes medios. El culto interiorizado de compasión a los dolores de
Cristo coincidiría con el sentido difuso de la divinidad y la obligación del
hombre de servir a Dios, acompañados de la falta de una conciencia nítida sobre
la especificidad esencial del cristianismo, la encarnación de Dios en la
humanidad. Los intercesores eran necesarios, y la cruz siempre fue lo que la
liturgia del Viernes Santo ha cantado y sigue cantando durante el ritual de su adoración:
el árbol del que estuvo clavada la salvación del mundo.
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