viernes, 9 de junio de 2023

LAS FIESTAS PATRONALES, BASE DE NUESTRA ACCIÓN MISIONERA

 

LAS FIESTAS PATRONALES, BASE DE NUESTRA ACCIÓN MISIONERA

 

 

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA

Delegado Episcopal de Religiosidad Popular

 

 

 

El verano, ese maravilloso tiempo esperado por todos, nos acerca a las vacaciones, al mar o la montaña, a los amigos, a los parientes y especialmente a las fiestas patronales de nuestros pueblos y ciudades.

Las fiestas desbordan luminosidad externa porque son luminosas en sí mismas. Las luces, la claridad festiva de los trajes y adornos, la magnificencia expresiva de las flores, la exultación de la danza y el canto populares, el clima de grata complacencia que fundan los perfumes naturales --flores, incienso--, la solemnidad de los ritos y demás elementos de la fiesta no hacen sino dar cuerpo a la luminosidad gozosa que irradia la fiesta por el mero hecho de entreverarse en ella fecundamente diversos ámbitos de gran significación. A ese entreveramiento lo llamamos encuentro.

Las fiestas dan forma visible a algo que, de modo discreto, modela nuestra vida durante todo el año. A su vez, las fiestas proyectan su luz sobre los demás días del año. Todo pueblo vive en plenitud su vida en los días de fiesta, ya que en ellos es más fácil captar la mutua interacción de los elementos que la integran. Ello explica que la lucha entablada, a veces, entre las fiestas populares y las religiosas no haya conducido a una mejor comprensión de ambas y a su mayor florecimiento, sino a su devaluación.

Vivir la fiesta es una bella y apasionante experiencia, nos acerca al encuentro de ese espacio reservado a la expresión de valores y sentimientos, la celebración y sobre todo a la tradición y al pasado.

Las fiestas patronales y las fiestas religiosas en general han sido una de las manifestaciones culturales más importantes a lo largo de la historia, y en cierto modo, todavía lo siguen siendo.

A pesar de su carácter religioso, la teología es incapaz de explicarlas de forma satisfactoria, y ha sido la antropología social y cultural la que las ha explicado con mayor acierto y profundidad, debido a su carácter popular. No obstante, esa explicación antropológica sigue sin explicar numerosos aspectos de las fiestas religiosas y patronales. Su carácter identitario, por ejemplo, no explica por qué las fiestas religiosas y patronales tienen mucho mayor arraigo popular que otros símbolos identitarios locales o nacionales, o por qué siguen teniendo tanto arraigo popular en una sociedad mayoritariamente laica.

La mayoría de las fiestas patronales actuales se celebran en honor de un Santo o de una advocación mariana, que suele ser el patrón o la patrona de la localidad. Las fiestas patronales y la mayoría de las fiestas religiosas pertenecen a lo que actualmente se denomina  “religiosidad popular”, que es la manera cómo la población vive y practica realmente la vida religiosa.

El culto a la Virgen o a los Santos, en calidad de patronas o patronos de nuestros pueblos o ciudades, es posible gracias al arraigo que tenían en la población y a la devoción con la que se veneraban ya desde épocas muy remotas, siendo la continuación de ciertas prácticas “religiosas” precristianas, normalmente de religiones politeístas (en la península ibérica, celtas y romanas, principalmente), que fueron asimiladas por el cristianismo con el fin de conseguir la mayor difusión posible de este, igual que ha ocurrido después en África y América Latina, en lo que se conoce como inculturación, en el ámbito religioso, y aculturación, en el histórico y antropológico.

La Iglesia cristianizó, ya desde el principio de su historia, las fiestas paganas, haciendo coincidir las fechas de las fiestas cristianas con las de las principales fiestas prerromanas. De esta manera, se hicieron coincidir con los solsticios de invierno (la Navidad) y de verano (san Juan), y con los equinoccios de primavera (san José y la Semana Santa) y de otoño (san Miguel). Pero, aunque las fiestas cristianas sustituyeron a las paganas, se conservaron en muchas de ellas los rituales de las antiguas fiestas precristianas (las hogueras de san Juan, por ejemplo), que a veces se continuaron celebrando solo con leves modificaciones onomásticas o simbólicas, pero conservando gran parte de aquellos rituales precristianos.

La “religiosidad popular”, por otra parte, es “utilitarista”, ya que era el remedio sobrenatural para la curación de ciertas enfermedades y epidemias, es una creencia directa y concreta, que está desprovista por completo de conceptos teológicos abstractos, y está basada en el culto a los santos y a las vírgenes como los únicos seres (sobrenaturales) que pueden solucionar y remediar los problemas sanitarios y de otra índole de la población en la sociedad preindustrial.

La función de los Santos y a las Vírgenes son para los creyentes mediadores entre Dios y los hombres, ya que ante las enfermedades o epidemias ellos han sido los intermediarios, que han tenido influencia sobre la Providencia para poder aplacar su ira, --si es que la ha habido-- para que cesara en su castigo y tuviera misericordia de sus criaturas. Y, ¿quién mejor que su Madre, la Virgen, o los Santos, como personas de vida ejemplar, para realizar esa mediación? Sin embargo, en la “religiosidad popular” no se concibe realmente esta intermediación de la Virgen o de los Santos ante Dios, sino que, a quien realmente pedían los fieles el cese de las enfermedades y epidemias, era a la Virgen o a los Santos, ya que la intermediación con Dios es un concepto demasiado abstracto para la mayoría de la población, que hasta el siglo XX era mayoritariamente analfabeta, y sobre todo para los que no tenían una formación teológica, que era la mayoría de la gente. De esta manera, cada Santo o cada Virgen era capaz de curar determinadas enfermedades o catástrofes, y no otras (santa Bárbara para las tormentas, san Gregorio contra las plagas de langosta, san Blas contra la difteria, la Virgen de las Virtudes contra la peste, etc., etc.).

Se trata, por tanto, de un auténtico “politeísmo” cristiano, que además es claramente utilitarista, ya que tiene la función de solucionar los problemas graves de la gente. Las fiestas patronales, basadas en la “religiosidad popular”, venían a ser, por tanto, la única solución que encontraba la sociedad feudal a la que aferrarse para intentar evitar las calamidades sanitarias (epidemias) o climatológicas (sequías) que sufrían cíclicamente nuestros antepasados como consecuencia de las crisis de subsistencias, escasez de alimentos y hambrunas, tan usuales en aquel tipo de sociedad.

La revelación es esencialmente interpersonal: es la manifestación de Dios al hombre. Es Dios el sujeto y el objeto de la revelación, ya que es el Dios que revela y que se revela. A través de ella el hombre es llamado a entrar en comunicación de vida con Él. Dios irrumpe en nuestra vida personal.

Pero no sólo irrumpió en los profetas y los grandes de la historia de la salvación fueron llamados. ¡Cuántos lo fueron en el Nuevo Testamento! Los Apóstoles fueron llamados, los primeros discípulos fueron llamados, y a través de los siglos, una multitud de hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos son llamados por Dios a la salvación eterna, son llamados a la santidad, son llamados a participar de la bienaventuranza eterna.

En las fiestas de nuestros pueblos sigue irrumpiendo y haciéndose presente en nuestras comunidades. Primero irrumpió en la carne y se hizo hombre como en un cuenco: a través de su estrategia amorosa de vaciamiento. Ahora irrumpe en la fiesta, a través del sonido, los colores, las formas y el movimiento extático de los cuerpos. Más que por vaciamiento por saturación. Como en un espejo.

A lo largo de su rica trayectoria histórica, la Iglesia —el Pueblo de Dios— se ha constituido en el lugar del anuncio del Reino y en imagen del Dios Trinitario. Cada pueblo, con su propia historia, sus costumbres y su cultura, ha enriquecido el mosaico de esta Iglesia multicolor, que para constituirse como tal requiere de la forma y el color específico de cada pieza que la compone. Así, cada pueblo nos puede enseñar un aspecto del rostro de Dios. Por esta razón, de buen grado la teología y el magisterio indican que, sin los pueblos, cada uno con su propia idiosincrasia, no puede existir la Iglesia Universal.

La “religiosidad popular”, en este sentido, forma parte del sustrato de la Iglesia. En la “religiosidad popular” puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al concilio Vaticano II. Fue san Pablo VI en su Exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi· quien dio un impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la “religiosidad popular” “refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer” y que “hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe”. Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un “precioso tesoro de la Iglesia católica” y que en ella “aparece el alma de los pueblos latinoamericanos”

A través de la “religiosidad popular”, con sus imágenes y fiestas, no sólo se expresa el genio de cada pueblo sino también se hace vida el mensaje del Evangelio. Así lo plantea el papa Francisco en “Evangelii Gaudium”, donde destaca las prácticas de la piedad popular como la encarnación de una auténtica vida teologal. Para entender esta  “religiosidad popular” hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. “Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor –-dice el papa Francisco-- podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones”.

La “religiosidad popular” nos enseña la cercanía de Dios Padre, que se manifiesta en imágenes de Cristo, la Virgen y los Santos ricamente decoradas, las cuales son celebradas durante días con trajes, música y danza. Como expresa papa Francisco con el título de su exhortación, la piedad popular nos enseña el “gozo del Evangelio”.

A su vez, las fiestas religiosas ordenan nuestro calendario como una hermosa constelación. A ellas asistimos para regenerar nuestra vida rutinaria y para hacer comunidad, y, en último término, para actualizar la alianza sellada por Cristo entre lo humano y lo divino.

Así, a lo largo de todo nuestros pueblos y durante todo el año se celebran cientos de fiestas religiosas que, junto con convertirse en un espacio de encuentro con Dios, van configurando fuertes y duraderos lazos de amistad. Porque además de transmitir la alegría de lo santo, la fiesta religiosa es profundamente eclesial. En ella la comunión se puede tocar: en el roce de los cuerpos danzantes y en la fracción del pan y el vino.

La  “religiosidad popular” nos recuerda que la comunión no es un sentimiento sino un estado de vida. En este sentido, la “religiosidad popular” nos pone ante las siguientes interrogantes: ¿Qué calidad tiene nuestra vida eclesial, más allá de la participación del ciclo litúrgico? ¿En qué gestos y prácticas concretas se traduce nuestra vida comunitaria? ¿Vivimos realmente nuestra pertenencia a la Iglesia como la participación activa en una comunidad?

La denominación “religiosidad popular” son las formas y manifestaciones tradicionales, propias de cada pueblo, que encierran la riqueza del misterio cristiano: religiosidad respetada, aunque debe alimentarse y purificarse.

El concilio Vaticano II habló de respetar en su justa medida las formas de “religiosidad popular”. No podemos convertir la “religiosidad popular” en una forma pagana de vivir la fe que se queda anclada en “algo” (ritos, procesiones, formas etc.) y no en “Alguien”.

Tras la “religiosidad popular” hay valores que hay que salvaguardar. Tal es la convivencia, la solidaridad, el compartir, la hospitalidad, el sentido intuido pero no clarificado de trascendencia. Se trata de discernir, descubrir y valorar lo que hay de positivo. Hay que partir de él para iniciar una auténtica evangelización. Es decir, no se trata tanto de eliminar como de encauzar y purificar.

¿Cómo evangelizar la “religiosidad popular”? Esta pregunta resulta tan curiosa como inútil, y que podríamos cambiarla por otra más importante y comprometida: ¿Cómo queremos que sea el futuro? Si ha de ser evangelizador, trabajemos ya por la evangelización. Aceptemos los medios pastorales de los que disponemos y hagamos de ellos un “espacio de esperanza”. Entre esos medios, contamos con la “religiosidad popular”, en la que, entre otros muchos valores, hay una genuina expresión de fe cristiana.

Por una parte, crece el número de los que se confiesan indiferentes en materia religiosa. Por otra, aumenta la participación de esas mismas personas en acontecimientos religiosos. Las asociaciones relacionadas con la “religiosidad popular” viven un pujante momento, no solo por el aumento del número de hermanos, cofrades, sino de interés por el conocimiento, la formación, el acercamiento a lo que significa esta peculiar manera de vivir la fe. Un fenómeno para estudiar: los templos vacíos y la celebraciones religiosas populares multitudinarias.

Lo religioso llega a los ámbitos más distintos, crea interés y es fuerza de convocatoria y de participación social del pueblo, que expresa su fe en un lenguaje total de palabras, gestos, música, imágenes, costumbres, vestidos... Se comparte la alegría de la fiesta religiosa y se toma nuevo aliento para vivir con mayor fidelidad la vida cristiana. Es obligado decir que, para que produzcan tan buenos frutos, es necesaria una adecuada acción pastoral y catequética. De ahí que será oportuno tener en cuenta que el pasado no ahogue el presente y el presente no quite esperanza al futuro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario