DE
LA IMAGEN A LA PALABRA
Por
Antonio DÍAZ TORTAJADA
Presidente de la
Comisión Diocesana de Religiosidad Popular
1. El Directorio
General de Catequesis (1997) supone que cuando la fe ya ha sido anunciada y
acogida, cuando ya ha tenido lugar ese momento privilegiado de la
evangelización que es la propuesta de Jesucristo como único Señor y Salvador (tiempo del kerigma), llega en el
itinerario cristiano el prolongado tiempo de la catequesis, cuya finalidad es
ilustrar la fe que ya ha sido anunciada y acogida, ayudando a que penetre en lo
hondo de la persona y se haga vida. Por lo tanto, las tareas fundamentales de
la catequesis son: Ayudar a conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio
de Cristo. Una actuación compleja, que trata de comprometer al mismo tiempo la
inteligencia (saber más y mejor), el corazón (querer/sentir), y la acción
(actuar).
Sobre esta base la catequesis
ayuda a conocer a Jesucristo más y mejor, con profundidad, favoreciendo
actitudes de admiración, amistad, gratitud, imitación...; ayuda a celebrar la
presencia de Jesús entre nosotros, particularmente, por medio de la Eucaristía,
ayuda a seguir e imitar a Jesucristo en la propia vida, mediante propuestas de
actuación moral inspiradas en la forma de vivir de Jesús, y ayuda, por fin, a
contemplar el misterio de Cristo favoreciendo momentos de oración sabrosa y
personal con el Señor.
Pero hay otros cauces
complementarios, que son de mucha utilidad para impulsar la vivencia del
misterio cristiano. Uno de ellos, privilegiado, es el de las procesiones
penitenciales de la Semana Santa.
2. Las procesiones
tienen carta de naturaleza en la vida de la Iglesia desde muy antiguo. Enlazan,
por una parte, con el estilo y la naturaleza peregrinante del pueblo de Dios en
el AT y por otra responden a las necesidades de la psicología religiosa que
tiende a manifestar públicamente lo que ha impactado profundamente la vivencia
interior de todo un pueblo.
Existen las procesiones
litúrgicas y las no litúrgicas. Las primeras están perfectamente pautadas en
los libros litúrgicos y forman parte de la acción sagrada. Pensemos en la
procesión del domingo de ramos, con la que se inicia la Semana Santa; la
procesión con el cirio en la Vigilia Pascual que introduce en medio del templo,
triste y oscurecido por la celebración de la pasión y muerte del Señor, la nueva
luz que es Cristo resucitado o la procesión del Corpus Christi, verdadera
prolongación de la Eucaristía solemne de esta fiesta, Y así, otras que podrían
reseñarse.
Las procesiones no
litúrgicas tienen el carácter de ejercicios piadosos, al no estar ligados a una
celebración litúrgica propiamente tal; frecuentemente han nacido de la religiosidad
popular y son muy variadas. Su influjo sobre la vida religiosa de un pueblo
puede llegar a ser muy grande por la solemnidad y emoción que provocan. Lejos
de dejar que se degraden en puras manifestaciones folklóricas, hay que cuidar
para que proclamen adecuadamente los misterios de la fe, introduzcan a los
fieles en la oración y les encaminen a una celebración más consciente y
fructífera de la liturgia Las procesiones penitenciales de la Semana Santa son
un instrumento privilegiado para la catequesis. Éstas adquieren un lugar
preferente entre las procesiones no litúrgicas. Ellas participan del espíritu
de las celebraciones litúrgicas, en cuanto que se centran en los diferentes “pasos”
o momentos del misterio de la pasión y muerte del Señor y ayudan a vivirlos con
intensidad. La puesta en escena produce un plus de emoción religiosa, que, si
bien es preciso mantener en sus justos límites, nunca debe ser marginada en la
piedad de los cristianos, pues creer es confiar, y la confianza produce
sentimientos de identificación y seguimiento, que o son amasados con la emoción
(es decir: llegan al corazón) o quedarán en el nivel intelectual de la persona,
en la azotea, alejando el misterio cristiano del corazón. Por ello pueden
impulsar momentos especialmente hondos de oración personal, de meditación
contemplativa, tan necesaria en la vida cristiana. Y con la ayuda de una sabia
pedagogía encaminarán a los fieles a la participación activa en las
celebraciones litúrgicas, donde lo representado en la procesión se hace realidad
por la presencia real y misteriosa en el sacramento.
Vividas de este modo,
nuestras procesiones son un instrumento catequético de primer orden. ¿Qué duda
cabe de que, a través de su diversidad y coincidencia, cumplen las tareas
fundamentales de la catequesis: Las de ayudar a conocer, celebrar, vivir y contemplar
el misterio de Cristo?
3. El
Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia señala diversos
momentos o “pasos” del misterio pascual, la principal celebración de nuestra
fe, que la piedad del pueblo ha enriquecido con diversidad de ritos,
procesiones y encuentros oracionales: Las expresiones de devoción a
Cristo crucificado, numerosas y variadas, adquieren un particular relieve en
las que se veneran reliquias, consideradas auténticas, del lignum Crucis. No obstante, la piedad respecto a la Cruz, con
frecuencia, tiene necesidad de ser iluminada. Se debe mostrar la referencia
esencial de la Cruz al acontecimiento de la Resurrección: la Cruz y el sepulcro
vacío, la Muerte y la Resurrección de Cristo, son inseparables en la narración
evangélica y en el designio salvífico de Dios.
Además del Vía
Crucis, destaca la procesión del “Santo Entierro” Esta destaca, según
las formas expresivas de la piedad popular, los amigos y discípulos que,
después de haber bajado de la Cruz el Cuerpo de Jesús, lo llevaron al lugar en
el cual había una “tumba excavada en la roca, en la cual todavía no se había
dado sepultura a nadie”. El recuerdo de la Virgen de los Dolores, la “hora de
la Madre” para acompañar a María en la soledad del sábado santo, el encuentro
del Resucitado con su Madre, en la mañana de Pascua.
El parentesco entre
estos ritos populares, recogidos por el Directorio, con nuestras procesiones es
muy grande. Se deber desarrollar “en un
clima de austeridad, de silencio y de oración, con la participación de
numerosos fieles, que perciben no pocos sentidos del misterio de la sepultura
de Jesús” [o de los otros misterios
representados]. (...)
Se trata de verdaderas
“representaciones sagradas”, que con razón se pueden considerar un ejercicio de
piedad. Las representaciones sagradas hunden sus raíces en la liturgia. Algunas
de ellas, han pasado al atrio de la iglesia [o a la calle]. (...) Pero “su
realización no debe dar a entender que sean más importantes que las
celebraciones litúrgicas del viernes santo o del domingo de Pascua, ni dar
lugar a mezclas rituales inadecuadas”. Cuando nuestras procesiones de la Semana
Santa participan de este espíritu y han sido tocadas por el carácter
particularmente emotivo que les imprime la piedad popular, se convierten en un
eficaz instrumento catequético.
Hay que conseguir que
las procesiones sean participativas, no meros espectáculos. Es preciso
conseguir que los fieles intervengan y no sólo miren. Hay que hacer verdad el
carácter peregrinante de nuestra condición cristiana, que tan bien se
materializa en los desfiles procesionales. Que se inspiren en el misterio de la
pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Que muevan los
sentimientos del corazón de todos los participantes a padecer con Cristo Y que,
por todo lo anterior, impulsen la conversión del corazón y conduzcan hasta la
alegría pascual de la Resurrección.
4. Frecuentemente se
dice, y más en esta época de la cultura de la imagen, que una imagen vale más
que mil palabras. Lo cual se cumple en nuestro caso hasta cierto punto nada
más. Porque en nuestro caso, las mil imágenes de nuestras procesiones sirven
para aproximarnos al misterio de una Palabra, una Palabra con mayúscula. Se
trata de una Palabra singular; aquélla a la que se refiere el evangelista Juan
en el prólogo de su Evangelio.
Juan utiliza la
expresión “Palabra” para describir al que luego reconocerá como Jesucristo
(verdadero hombre) y, sin embargo, Hijo único que está en el seno del Padre
(verdadero Dios), por el que tenemos la posibilidad de ver y conocer el rostro
de Dios. Así lo dice explícitamente al comenzar el relato de la Pasión, en la respuesta
a Felipe, que todavía no lograba identificar la personalidad de Jesús: “ El que
me ha visto a mí, ha visto al Padre”.
Y así vuelve a
escribirlo, poco antes de morir, a los miembros de sus comunidades: “Lo que
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de
vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio
y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y que se nos manifestó—
lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis
en comunión con nosotros”. Era difícil encontrar un término más adecuado que el
de “Palabra” para expresar ese deseo de Dios de darse a conocer de un modo
profundo, cálido y verdaderamente humano a través de un ser humano en el que su
mismo Hijo se encarna. La palabra es justamente lo que identifica y diversifica
al ser humano dentro del universo zoológico. La palabra nos resulta
indispensable para formular nuestros sentimientos y fijar nuestros compromisos.
La palabra explicita el sentido de los gestos y logra que sean inequívocos.
En la palabra somos o
nos negamos a nosotros mismos. Por ello resulta tan rica la expresión joánica
de “la Palabra” para describir al Hijo de Dios enviado hasta nosotros. Es la
Palabra que “vino a los suyos y los suyos no la recibieron”. Esta ceguera y
rechazo los escenificamos, con el corazón encogido, precisamente a través de
las múltiples imágenes de nuestras procesiones.
Esta Palabra bien vale
mil procesiones, porque un día tras otro necesitamos ser interpelados por su
presencia mendigante y enriquecedora a un tiempo; esa presencia testimoniada
por el evangelista con expresión insuperable: “Y la Palabra se hizo carne, y
acampó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como
Hijo único, lleno de gracia y de verdad (...) y de la que hemos recibido gracia
tras gracia”.
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