miércoles, 7 de diciembre de 2016

QUE ESTEMOS ANTE LOS CRUCIFICADOS DE LA HISTORIA





 

Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Consiliario Diocesano de la Junta de Hermandades de la Semana Santa de Valencia


Un año más, el Señor de la misericordia y de la Luz, ha permitido que nos reunamos para celebrar la fiesta del Cristo de los Afligidos. Permitidme que os escriba las palabras que el Señor me ha inspirado en el corazón.
Lo primero, resaltar que, en este día, tenemos que contemplar dos realidades: la cruz y el crucificado. Y, en esa cruz (con dos palos: vertical y horizontal), y en ese crucificado, a su vez, considerar dos dimensiones: el drama que se estaba viviendo dentro de la divinidad misma y el drama vivido en nuestra humanidad, que continúa hasta el día de hoy.
Comenzamos por la cruz: nunca nos cansaremos de repetir que, lo que hoy vemos como algo normal y hasta estético, es algo aberrante: es un instrumento de tortura y de suplicio, como si viéramos la horca, la silla eléctrica, una pistola o una bomba. Es más: era el instrumento de ejecución inventado por los romanos para los más indeseables, para la basura de la sociedad, para los esclavos, para quienes no tenían ningún valor social. Este dato no puede pasar inadvertido: no era un instrumento de ejecución judío sino romano. El más cruel de los suplicios. Fue Pilatos, lavándose las manos, quien lo mandó por ver en Jesús un revolucionario, un rebelde político. Los judíos lo tacharon de blasfemo pero asintieron con Pilatos en esta ejecución.
Desde aquí se entienden las palabras de san Pablo: la cruz, para los judíos, que piden signos de Dios, es un escándalo y para los griegos, que piden sabiduría, una locura. ¿Cómo iba a ser, para los judíos, el Mesías salvador un cadáver colgando de la cruz?… ¿Cómo podía ser, para los paganos, alguien importante aquel que había muerto como esclavo, como basura social?…
Y aquí comienzan los dos dramas, ya mirando al crucificado: contemplado desde Dios, Trinidad y Amor, el Hijo crucificado supuso el máximo de amor y de misericordia por la humanidad. Nos amó hasta el extremo de sufrir y morir por nosotros. Para Dios, supone la Cruz el enfrentamiento y división dentro de Dios mismo y hasta la muerte de Dios mismo. Pero este drama no se queda sólo en la cruz: el mismo Dios Amor, el Dios Trinidad, resucitó y devolvió la vida y el Amor al crucificado. Más aún: el que se hizo esclavo, basura, nada, ahora es elevado y devuelto a su dignidad originaria. Así es nuestro Dios: amor, misericordia y ternura por encima de todo. ¡Cuántos santos y santas han derramado lágrimas sinceras al contemplar este gran misterio!
Pero también hemos hablado de que la cruz y el crucificado suponen un drama para la humanidad: primero, porque fuimos todos, en la persona de los judíos y de los romanos, quienes llevamos a la cruz a Jesucristo. En este acontecimiento de hace más de dos mil años, en Jerusalén, estábamos todos y se jugaba la historia de la humanidad. Lo más decisivo: es un acontecimiento que sigue hoy vivo, que perdura en cada uno de nosotros y en la humanidad de hoy.
Santo Tomás necesito meter los dedos en las llagas de Jesús crucificado para poder creer en Él. Con el Crucificado están las llagas gloriosas de Cristo resucitado. Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5). No nos avergoncemos de la carne de Cristo, no nos escandalicemos de él, de su cruz; no nos avergoncemos de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufre está Jesús. Demos testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
La esperanza y el gozo que Cristo resucitado nos  da nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz de misericordia.
Llevar la cruz, como cristianos, no es tan sólo hacer sacrificios o llevar nosotros la iniciativa en el sufrir, sino más bien dos realidades: recibir las cruces inesperadas que la vida nos va regalando y, sobre todo, estar con los crucificados de hoy para seguir curando las llagas, en ellos, de Jesucristo. Porque los más pobres, los afligidos, los excluidos, los sobrantes, los “invisibles” socialmente, son la carne de Cristo hoy y aquí. Como lo somos cada uno de nosotros: no sólo criaturas de Dios e Hijos de Dios, sino la carne misma de Cristo. Es lo que se deduce de Mateo 25 y el juicio final: “lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños e indefensos, conmigo lo hicisteis”.
Cristo nos pide un compromiso: Estar a los pies de los crucificados de hoy, mirando al Crucificado para no perder la alegría, la fe, el amor y la esperanza.

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