Por Antonio DIAZ TORTAJADA
Consiliario Diocesano de la
Junta de Hermandades de la Semana Santa de Valencia
Un
año más, el Señor de la misericordia y de la Luz, ha permitido que nos reunamos
para celebrar la fiesta del Cristo de los Afligidos. Permitidme que os escriba
las palabras que el Señor me ha inspirado en el corazón.
Lo
primero, resaltar que, en este día, tenemos que contemplar dos realidades: la
cruz y el crucificado. Y, en esa cruz (con dos palos: vertical y horizontal), y
en ese crucificado, a su vez, considerar dos dimensiones: el drama que se
estaba viviendo dentro de la divinidad misma y el drama vivido en nuestra
humanidad, que continúa hasta el día de hoy.
Comenzamos
por la cruz: nunca nos cansaremos de repetir que, lo que hoy vemos como algo
normal y hasta estético, es algo aberrante: es un instrumento de tortura y de
suplicio, como si viéramos la horca, la silla eléctrica, una pistola o una
bomba. Es más: era el instrumento de ejecución inventado por los romanos para
los más indeseables, para la basura de la sociedad, para los esclavos, para
quienes no tenían ningún valor social. Este dato no puede pasar inadvertido: no
era un instrumento de ejecución judío sino romano. El más cruel de los suplicios.
Fue Pilatos, lavándose las manos, quien lo mandó por ver en Jesús un
revolucionario, un rebelde político. Los judíos lo tacharon de blasfemo pero
asintieron con Pilatos en esta ejecución.
Desde
aquí se entienden las palabras de san Pablo: la cruz, para los judíos, que
piden signos de Dios, es un escándalo y para los griegos, que piden sabiduría,
una locura. ¿Cómo iba a ser, para los judíos, el Mesías salvador un cadáver
colgando de la cruz?… ¿Cómo podía ser, para los paganos, alguien importante aquel
que había muerto como esclavo, como basura social?…
Y
aquí comienzan los dos dramas, ya mirando al crucificado: contemplado desde
Dios, Trinidad y Amor, el Hijo crucificado supuso el máximo de amor y de
misericordia por la humanidad. Nos amó hasta el extremo de sufrir y morir por
nosotros. Para Dios, supone la Cruz el enfrentamiento y división dentro de Dios
mismo y hasta la muerte de Dios mismo. Pero este drama no se queda sólo en la
cruz: el mismo Dios Amor, el Dios Trinidad, resucitó y devolvió la vida y el
Amor al crucificado. Más aún: el que se hizo esclavo, basura, nada, ahora es
elevado y devuelto a su dignidad originaria. Así es nuestro Dios: amor,
misericordia y ternura por encima de todo. ¡Cuántos santos y santas han
derramado lágrimas sinceras al contemplar este gran misterio!
Pero
también hemos hablado de que la cruz y el crucificado suponen un drama para la
humanidad: primero, porque fuimos todos, en la persona de los judíos y de los
romanos, quienes llevamos a la cruz a Jesucristo. En este acontecimiento de
hace más de dos mil años, en Jerusalén, estábamos todos y se jugaba la historia
de la humanidad. Lo más decisivo: es un acontecimiento que sigue hoy vivo, que
perdura en cada uno de nosotros y en la humanidad de hoy.
Santo
Tomás necesito meter los dedos en las llagas de Jesús crucificado para poder
creer en Él. Con el Crucificado están las llagas gloriosas de Cristo
resucitado. Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la
misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás
aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al
Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo
creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio
de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar
sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a
comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor
mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las
llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación
de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen,
permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por
nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios
existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro,
citando a Isaías, escribe: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is
53,5). No nos avergoncemos de la carne de Cristo, no nos escandalicemos de él,
de su cruz; no nos avergoncemos de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque
en cada persona que sufre está Jesús. Demos testimonio ante la Iglesia y el
mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
La
esperanza y el gozo que Cristo resucitado nos da nada ni nadie les podrá privar. La
esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del
vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a
causa de la amargura de aquel cáliz de misericordia.
Llevar
la cruz, como cristianos, no es tan sólo hacer sacrificios o llevar nosotros la
iniciativa en el sufrir, sino más bien dos realidades: recibir las cruces
inesperadas que la vida nos va regalando y, sobre todo, estar con los
crucificados de hoy para seguir curando las llagas, en ellos, de Jesucristo.
Porque los más pobres, los afligidos, los excluidos, los sobrantes, los
“invisibles” socialmente, son la carne de Cristo hoy y aquí. Como lo somos cada
uno de nosotros: no sólo criaturas de Dios e Hijos de Dios, sino la carne misma
de Cristo. Es lo que se deduce de Mateo 25 y el juicio final: “lo que hicisteis
con uno de estos, mis hermanos más pequeños e indefensos, conmigo lo
hicisteis”.
Cristo
nos pide un compromiso: Estar a los pies de los crucificados de hoy, mirando al
Crucificado para no perder la alegría, la fe, el amor y la esperanza.
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